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Capítulo X

Saqué del bolsillo la copia de la lista de mis pertenencias, la entregué y recibí el original. Puse todas las cosas en los bolsillos. Había un hombre apoyado en el extremo del mostrador de la mesa de entradas y cuando me di vuelta para irme, se enderezó y me dirigió la palabra. Tenía alrededor de un metro noventa de estatura y era flaco como un alambre.

– ¿Quiere que lo lleve a casa?

A la luz mortecina de la habitación pude ver que era un tipo de edad mediana, de aspecto cínico y cansado, pero que no parecía un embaucador.

– ¿Por cuánto?

– Gratis. Soy Lonnie Morgan, del Journal.

– ¡Ah!, sección policial.

– Sólo por esta semana. Mi sección regular es el municipio Salimos del edificio y encontramos su coche en la playa de estacionamiento. Levanté la vista hacia el cielo. Las estrellas brillaban con fuerte resplandor. Era una noche fresca y agradable. Respiré hondo y subí al coche y partimos.

– Vivo afuera, en Laurel Canyon -dije-. Déjeme en cualquier parte que le venga bien.

– Para meterlo adentro lo trajeron en coche, pero no se preocupan de cómo llegará a su casa. Este caso me interesa, aunque es un tanto repugnante.

– Parece que ya no existe ningún caso -dije-. Terry Lennox se suicidó esta tarde. Así dicen ellos. Así lo dicen.

– Muy conveniente -dijo Lonnie Morgan, con la mirada fija hacia adelante. El coche se deslizaba silencioso por las calles tranquilas-. Ayuda a levantar el muro.

– ¿Qué muro?

– Alguien está levantando un muro alrededor del caso Lennox, Marlowe. Usted es bastante inteligente como para darse cuenta, ¿no es cierto? No le están dando la importancia que se merece. El Fiscal de Distrito salió esta noche para Washington. Para alguna convención. Partió con la menor publicidad posible que haya tenido durante años.

¿Por qué?

– Es inútil que me lo pregunte a mí. Yo estuve a la sombra.

– Pues porque alguien le dijo que sería más conveniente proceder así. No quiero insinuar que le untaron la mano.

Pero le deben haber prometido algo importante para él, y sólo existe un hombre vinculado con este caso que esté en posición de hacerlo. El padre de la muchacha.

Recliné la cabeza en el rincón del respaldo.

– Suena un tanto improbable -dije-. ¿Y los diarios?

Harlan Potter posee algunos periódicos, pero ¿y los que le hacen la competencia?

Me dirigió una mirada divertida y después se concentró en conducir.

– ¿Alguna vez ha sido periodista?

– No.

– Los diarios son propiedad de los ricos. Ellos los publican. Los ricos pertenecen todos al mismo club. Claro que existe la competencia…, una competencia dura, implacable, por la circulación, las primicias, las crónicas exclusivas. Todo lo que usted quiera, siempre que no dañe el prestigio, el privilegio y la posición de los propietarios. Si lo hace, entonces se baja el telón. El caso Lennox, debidamente presentado, hubiera podido hacer vender una enormidad de diarios. Tiene de todo. El proceso hubiera atraído a los mejores periodistas de todo el país. Pero no habrá ningún proceso pues Lennox desapareció antes de que pudieran iniciarlo. Como le dije, muy conveniente… para Harlan Potter y su familia.

Me enderecé y lo miré fijamente.

– ¿Usted insinúa que hubo cohecho?

Torció la boca con gesto sardónico.

– Quizá sólo sea que Lennox recibiera alguna ayuda para suicidarse. Pudo haberse resistido al arresto. Los policías mexicanos tienen los dedos muy prontos para apretar el gatillo. Si quiere hacer una pequeña apuesta, yo le juego el triple a que nadie se molestó en contar los balazos.

– Creo que se equivoca -dije-. Conocí a Terry Lennox bastante bien. El ya se había calificado desde hacía largo tiempo. Si ellos le trajeran de nuevo a la vida les dejaría salirse con la suya. Haría frente a la acusación de homicidio sin premeditación.

Lonnie Morgan sacudió la cabeza. Ya sabía lo que es taba por decir. Lo dijo:

– Ninguna posibilidad. Si le hubiera disparado un tiro o le hubiera roto el cráneo, tal vez. Pero hubo demasiada brutalidad. Su cara quedó transformada en una masa sanguinolenta. Lo más que podría conseguir es homicidio con atenuantes, y aun así el fallo produciría revuelo.

– Quizá tenga razón -dije.

Me miró de nuevo.

– Usted dice que conocía al hombre, ¿qué piensa de todo el escenario? ¿Le convence?

– Estoy cansado. Esta noche no estoy con ánimo de pensar.

Se produjo una larga pausa. Entonces Lonnie Morgan dijo con tranquilidad:

– Si yo fuera un tipo realmente inteligente, en lugar de ser un pobre periodista mercenario, pensaría que después de todo, tal vez él no la matara.

– No deja de ser una idea.

Morgan se llevó un cigarrillo a la boca y lo encendió con un fósforo que frotó contra el tablero del coche. Comenzó a fumar en silencio, con el ceño fruncido y la mirada fija en el camino. Llegamos a Laurel Canyon y le indiqué dónde debía doblar para tomar mi calle. El coche ascendió por la colina y se detuvo al pie de la escalera de pino colorado.

Bajé del coche.

– Gracias por el viaje, Morgan. ¿Quiere tomar una copa?

– Me imagino que preferirá estar solo.

– Tengo mucho tiempo para estar solo. Demasiado tiempo.

– Tiene que decirle adiós a un amigo. Debe haberlo sido para que a causa de él usted haya dejado que lo zarandeen y lo metan adentro.

– ¿Quién dice que les dejé?

Morgan sonrió débilmente.

– No crea que porque no puedo publicarlo, eso signifique que no lo sepa, amigo. Hasta luego. Espero verlo pronto.

Cerré la puerta del coche y vi como daba la vuelta y descendía por la colina. Cuando los faros posteriores desaparecieron, subí las escaleras, recogí los periódicos y entré en la casa vacía. Encendí todas las luces y abrí todas las ventanas. El ambiente era sofocante.

Preparé un poco de café, lo tomé y luego saqué del tarro los cinco cheques. Estaban muy enrollados. Terry los había empujado adentro del café y a un lado. Comencé a recorrer la habitación de uno a otro extremo, con la taza de café en la mano, conecté el aparato de TV, lo cerré, me senté, me puse de pie y me volví a sentar de nuevo. Pasé revista a todos los diarios que se habían ido amontonando en la escalera. El caso Lennox había sido lanzado como noticia sensacional, pero aquella mañana ya había pasado a la página dos. Había una foto de Sylvia pero ninguna de Terry, y una instantánea mía cuya existencia ignoraba. “Detective privado es detenido para averiguaciones.” Había una gran foto de la casa de Lennox en Encino. Era una mansión seudo-inglesa con una cantidad de techos en punta; sólo la limpieza de las ventanas debía costar como cien dólares al mes. Se levantaba sobre una loma en un terreno de ochenta áreas, lo que representa una propiedad importante en una zona como Los Angeles. También se había publicado una foto del pabellón de huéspedes, que era una miniatura del edificio principal, pero rodeado de árboles. No había fotos de lo que los diarios llamaban “el cuarto de la muerte”.

En la cárcel había visto todo eso, pero lo volví a ver y a leer con ojos diferentes. No me dijo nada, excepto que una joven rica y hermosa había sido asesinada y que la prensa lo había ido dejando casi de lado. De modo que las influencias habían comenzado a trabajar muy pronto. Los muchachos de la sección policial de los diarios debieron haber hecho rechinar los dientes y rechinaron en vano. Se leía entre líneas. Si Terry habló con su suegro en Pasadena la misma noche que Sylvia fue asesinada, debió haber habido una docena de guardias en la residencia antes de que siquiera se notificara a la policía.

Pero había algo de lo que no se decía ni una sola palabra… la forma en que la habían golpeado. Nadie me haría creer que Terry hubiera hecho una cosa semejante.

Apagué las luces y me senté al lado de la ventana abierta. Afuera, en un arbusto, un mirlo lanzó unos trinos, admirándose a sí mismo antes de posarse para pasar la noche.

Me dolía el cuello. Me afeité, tomé una ducha y me fui a la cama. Permanecí acostado de espaldas, escuchando, como si muy lejos, en la oscuridad, pudiera oír una voz, una de esas voces calmas y pacientes que aclaran todo. No la escuché, y sabía que no la escucharía nunca. Nadie iba a explicarme el caso Lennox. No era necesario ninguna explicación. El asesino había confesado y estaba muerto. No habría pesquisa ni investigación.

Muy conveniente, como había hecho notar Lonnie Morgan, del Journal. Si Terry Lennox había matado a su esposa, entonces estaba muy bien. No había ninguna necesidad de proceso y de sacar a relucir todos los detalles desagradables. Si no la había matado, también estaba muy bien. Un hombre muerto es el mejor chivo expiatorio del mundo: no hay peligro de que hable jamás.