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Por la mañana me afeité de nuevo, me vestí, y me dirigí con el coche por el camino habitual para estacionarlo en el lugar de costumbre; si el cuidador de la playa de estacionamiento sabía que yo era un personaje público importante, lo disimuló en forma magistral. Subí las escaleras, atravesé el corredor y saqué las llaves para abrir la puerta. Un hombre de tez morena y aspecto tranquilo me estaba observando.
– ¿Usted es Marlowe?
– ¿Por qué? ¿Qué pasa?
– Espere un momento -me dijo-. Alguien vendrá a verlo.
Se separó de la pared en la que estaba apoyado y empezó a andar arrastrando los pies.
Entré en la oficina y recogí la correspondencia. Sobre el escritorio había cartas recogidas por la encargada de la limpieza. Después de abrir las ventanas, leí las cartas y tiré las que no me interesaban, que constituían la mayoría.
Conecté el llamador con la otra puerta, llené la pipa, la encendí y entonces me senté a esperar que alguien gritara pidiendo ayuda.
Pensé en Terry Lennox con cierta indiferencia. Ya estaba perdiéndose en la distancia, con su cabello blanco, la cara llena de cicatrices, su débil encanto y esa forma de orgullo tan peculiar. No lo juzgaba ni lo analizaba, en la misma forma en que nunca le pregunté cómo se había herido o cómo pudo casarse con una mujer como Sylvia. Era como alguien que uno encuentra en un barco y llega a conocer muy bien aunque, al mismo tiempo, no lo conozca en absoluto. Se había ido de la misma forma que el pasajero que se despide en el muelle diciendo “nos veremos pronto, viejo”, y uno sabe que jamás se volverán a ver. Y si es que se vuelven a ver, él será una persona completamente diferente, sólo otro rotario en su coche. “¿Cómo andan los negocios? ¡Oh!, no están mal. Tiene buen aspecto. Lo mismo usted. Aumenté mucho de peso. ¿Acaso todos no aumentamos? ¿Se acuerda de aquel viaje en el Franconia (¡o el nombre que tuviera!). ¡Oh!, claro, hermoso viaje, ¿no?”
Al diablo si fue un hermoso viaje. Estabas mortalmente aburrido. Sólo comenzaste a hablar con aquel tipo porque no había nadie interesante a tu alrededor. Tal vez sucedió así con Terry Lennox y yo. No, no exactamente. Le debía algo. Invertí en él tiempo, dinero y tres días de cárcel, sin mencionar la trompada en la mandíbula y el puñetazo en el cuello, aún sensible al tragar. Ahora él estaba muerto y ni siquiera podía devolverle los quinientos mangos. Aquello me dolió. Siempre son las pequeñas cosas las que duelen.
El llamador de la puerta y el teléfono sonaron al mismo tiempo. Atendí primero el teléfono porque el llamador sólo significaba que alguien había entrado en la diminuta sala de espera.
– ¿Habla el señor Marlowe? El señor Endicott quiere hablar con usted. Un momento, por favor.
Endicott se puso al aparato.
– Habla Sewell Endicott -dijo como si no supiera que la secretaria ya me había adelantado su nombre.
– Buenos días, señor Endicott.
– Me alegra ver que lo pusieron en libertad. Pienso que posiblemente usted tuvo una buena idea al no ofrecer ninguna resistencia.
– No fue una idea. Simplemente obstinación.
– Dudo que vuelva a oír algo más sobre todo este asunto. Pero si no fuera así y necesita ayuda, no deje de llamarme.
– ¿Por qué tendría que pasar algo? El hombre está muerto. Les resultaría endemoniadamente difícil probar que estuvo conmigo. Y aun entonces tendrían que probar que soy culpable de haber tenido conocimiento del asunto. Y después tendrían que probar que cometió el crimen o que era un fugitivo.
Endicott carraspeó.
– Quizá no esté usted enterado de que Lennox dejó una confesión completa -dijo con cautela.
– Me lo dijeron, señor Endicott, pero me estoy dirigiendo a un abogado. ¿Hablaría de más si sugiriera que la confesión también tendría que ser probada, tanto en lo referente a su autenticidad como a su veracidad?
– Temo no disponer de tiempo para una discusión legal -dijo Endicott bruscamente-. Tengo que ir en avión a México para cumplir con un deber bastante triste. Probablemente adivine de qué se trata.
– Ajá. Depende de quién sea la persona a quien representa. No me lo dijo, ¿recuerda?
– Lo recuerdo muy bien. Bueno, adiós, Marlowe. Mantengo mi ofrecimiento de ayuda, pero permítame que también le dé un pequeño consejo. No crea que su posición está perfectamente aclarada y usted esté a salvo. Aún se encuentra metido en un asunto peliagudo.
Endicott cortó la comunicación y yo hice lo mismo. Permanecí un momento sentado, con el ceño fruncido, pero en seguida hice desaparecer de mi rostro este gesto de preocupación y me levanté para abrir la puerta de comunicación con la sala de espera.
Había un hombre sentado al lado de la ventana, hojeando una revista. Usaba traje gris azulado a cuadros color azul pálido casi invisibles. Tenía zapatos negros, de tipo mocasín con dos cordones, que son casi tan confortables como las sandalias pero que no arruinan los calcetines cada vez que uno camina una calle con ellos. En el bolsillo tenía un pañuelo blanco doblado en cuadro y detrás asomaba un par de anteojos para el sol. El cabello era abundante, oscuro y ondulado, la tez muy morena, la mirada viva y brillante, y se sonrió al mirarme. Sobre la camisa de un blanco inmaculado lucía una corbata color castaño oscuro anudada en forma de moño.
Dejó a un lado la revista y dijo:
– ¡Las cosas que se publican! He estado leyendo un artículo sobre Costello. Claro, ellos conocen todo sobre Costello. Lo mismo que yo conozco todo sobre Helena de Troya.
– ¿En qué puedo servirle?
Me contempló sin ninguna prisa y dijo de pronto:
– Un Tarzán en un gran monopatín rojo.
– ¿Qué?
– Usted, Marlowe. Es un Tarzán en un gran monopatín rojo. ¿Lo maltrataron mucho?
– Más o menos. Pero no creo que sea asunto suyo.
– ¿Después de que Allbright habló con Gregorius?
– No, después de eso, no.
Hizo un breve gesto de asentimiento.
– Usted recibió algún mendrugo cuando se le pidió a Allbright que frenara a ese infeliz.
– Ya le dije que no creo que sea asunto suyo. Y a propósito, no conozco al comisionado Allbright y no le pedí que hiciera nada. ¿Por qué habría de hacer algo por mí?
El tipo me miró malhumorado y se levantó lentamente, grácil como una pantera. Atravesó la habitación y se asomó a mi oficina, me hizo una señal con la cabeza y entró. Era uno de esos tipos que parecen ser los dueños del lugar donde se encuentran. Lo seguí y cerré la puerta. El hombre se detuvo al lado del escritorio y miró alrededor con expresión divertida.
– Usted es un tipo pequeño -dijo-. Muy pequeño.
Me paré detrás del escritorio y esperé.
– ¿Cuánto gana al mes, Marlowe?
Hice oídos sordos y encendí la pipa.
– Setenta y cinco será el máximo -calculó.
Dejé caer el fósforo apagado en el cenicero y exhalé el humo del tabaco.
– Usted es un fullero, un pobre engañabobos. Es tan pequeño que para verlo se necesita una lupa.
No dije nada.
– Tiene emociones baratas. Es ordinario en todo. Da unas vueltas con un tipo, bebe con él unos cuantos tragos, le hace algunas bromas, le da un poco de dinero cuando anda en la mala y se entrega a él en cuerpo y alma. Como cualquier escolar que lee a Frank Merriwell. Usted no tiene agallas, ni cerebro, ni buenos amigos, ni carácter; por eso adopta actitudes falsas y espera que la gente se ponga a llorar. Tarzán en un monopatín rojo.
Sonrió con lasitud:
– En mi libro usted no vale ni siquiera un centavo.
De pronto se inclinó sobre el escritorio y me abofeteó con el revés de la mano, en forma casual y despreciativa sin intención de lastimarme y con la misma sonrisa en los labios. Después, como yo ni siquiera me moví, se sentó lentamente, apoyó el codo sobre el escritorio y el mentón en su mano morena. Los ojos brillantes y escrutadores me seguían observando.
– ¿Sabe quién soy, pobre infeliz?
– Su nombre es Menéndez. Los muchachos lo llaman Mendy. Usted opera en Strip.
– ¿Sí? ¿Y cómo llegué tan alto?
– No sabría decirlo. Probablemente comenzó como alcahuete en algún prostíbulo mexicano.
Sacó del bolsillo una cigarrera de oro y con un encendedor de oro encendió un cigarrillo marrón. El humo despedía un olor acre. Colocó la cigarrera sobre el escritorio y la acarició con las puntas de los dedos.
– Soy un hombre malo y poderoso, Marlowe. Gano mucha plata. Tengo que ganar mucha plata para untar a los muchachos que necesito. Poseo una propiedad en Bel Air que costó noventa mil dólares y ya he gastado otro tanto y más para arreglarla y amueblarla. Mi mujer es una rubia platinada encantadora y tengo dos hijos en el Este que estudian en escuelas privadas. Mi mujer tiene cincuenta mil en alhajas, y otros setenta y cinco mil en pieles y ropa. Tengo un mayordomo, dos criadas, una cocinera y un chófer, sin contar el mono que me sigue los pasos. Soy un encanto en cualquier parte donde esté. Consigo lo mejor de todo: la mejor comida, las mejores bebidas, las mejores ropas, las mejores suites en los hoteles. Tengo una casa en Florida y un yate para navegación de ultramar con una tripulación de cinco hombres. Un Bentley, dos Cadillac, una camioneta Chrysler y un MG para mi chico. Dentro de un par de años la chica también tendrá uno. Y usted, ¿qué es lo que tiene?
– No mucho -contesté-. Este año conseguí una casa… para mí solo.
– ¿No está casado?
– Soy soltero. Además de eso tengo lo que usted ve aquí y mil doscientos dólares en el banco y algunos miles en bonos. ¿Esto satisface su pregunta?
– ¿Cuánto es lo más que ganó usted en un solo trabajo?
– Ocho cincuenta.
– Por Dios, ¿hasta dónde puede descender un tipo?
– Déjese de machacar y dígame lo que quiere.
Apagó el cigarrillo por la mitad y en seguida encendió otro. Se reclinó sobre la silla y frunció los labios.
– Eramos tres muchachos en un bodegón que parecía una ratonera. Hacía un frío de los mil diablos, la nieve nos rodeaba por todas partes. Comíamos de lata, comida fría. Un poco de bombardeo y mucho fuego de mortero. Estábamos azules de frío, azules de verdad, sin cuento, Randy Starr, yo y este Terry Lennox. Una granada cae justo en medio de nosotros y por alguna razón no estalla. Esos fritzes tienen una cantidad de trucos. Poseen un sentido del humor muy particular. A veces uno cree que se trata de una de esas bombas falsas y tres segundos más tarde se da cuenta de que se ha equivocado y que no hay más bomba. Terry la agarra y sale de la ratonera antes que Randy y yo tengamos tiempo de empezar a movernos. Bien rápido, hermano. Como un buen jugador de fútbol. Se tira al suelo con la cara hacia abajo y arroja la cosa lejos y ahí va por el aire. La mayor parte pasa por encima de su cabeza, pero un trozo le alcanza en un lado de la cara. En aquel preciso instante los fritzes lanzan un ataque, y de lo único de que nos damos cuenta en seguida es que ya no estamos en ese lugar.
Menéndez hizo una pausa y me dirigió una mirada penetrante con sus ojos oscuros y brillantes.
– Gracias por contármelo -le dije.
– Espere un poco, Marlowe. Randy y yo cambiamos impresiones y llegamos a la conclusión de que lo que le había sucedido a Terry Lennox bastaba para hacerle saltar los sesos a cualquier tipo. Durante mucho tiempo pensamos que estaría muerto, pero no fue así. Pudieron salvarlo. Trabajaron con él durante un año y medio. Hicieron un trabajo magnífico pero muy doloroso para Terry. Nos costó mucho dinero encontrarlo y pagar por ese trabajo. Pero teníamos con qué afrontar los gastos. Ganamos mucho en el mercado negro después de la guerra. Todo lo que sacó Terry por salvar nuestras vidas fue la mitad de la cara remendada, el cabello blanco y un estado de nerviosidad tremendo. Volvió al Este, comenzó a beber y a andar de un lado a otro, un desbarajuste. Había algo que le daba vueltas en la mente, pero nunca pudimos saber qué. La siguiente cosa que oímos de él es que se había casado con esa rica dama y que picaba alto. Se divorcia, toca fondo de nuevo, se vuelve a casar y ella muere. Randy y yo no podemos hacer nada por él. No nos deja que lo ayudemos, excepto cuando nos pidió ese puesto en Las Vegas. Y cuando se ve envuelto en un verdadero lío, no acude a nosotros, sino a un infeliz como usted, un tipo a quien los polizontes pueden zarandear todo lo que quieren. En esa forma él muere sin decirnos adiós, sin darnos la oportunidad de saldar nuestra deuda. Tengo relaciones en México que lo habrían hecho desaparecer para siempre. Hubiera podido sacarlo del país en menos tiempo que el que le lleva a un jugador experto barajar un mazo. Pero no, él se dirige llorando a usted. Me resulta doloroso, molesto. Un infeliz un tipo con quien los policías pueden hacer lo que quieran.
– La policía puede hacer lo que le dé la gana con cualquiera. ¿Qué es lo que quiere de mí?
– Simplemente que se quede quieto.
– ¿Cómo? ¿A qué se refiere?
– A que se deje de estar tratando de hacerse publicidad o sacar dinero aprovechando el caso Lennox. El caso está terminado, liquidado. Terry está muerto y no queremos que lo molesten y manoseen después de muerto. El muchacho sufrió demasiado.
– Un maleante sentimental -dije-. Eso me mata.
– Fíjese en lo que dice, mocito. Fíjese. Mendy Menéndez no discute con tipos. Les da órdenes. Búsquese otro modo de agarrar un peso. ¿Me entiende?
El hombre se levantó. La entrevista había terminado.
Recogió los guantes. Eran de cuero de cerdo blanco y no parecían usados. Tipo elegante este Menéndez. Pero muy vulgar.
– Yo no busco publicidad -contesté-. Y nadie me ha ofrecido dinero. ¿Por qué y para qué lo harían?
– No se burle de mí, Marlowe. Usted no se pasó tres días a la sombra simplemente por su corazón de oro. Le pagaron para eso. No digo quién fue, pero tengo una idea formada sobre el particular. Y la persona en quien pienso está muy bien forrada. El caso Lennox está cerrado y permanecerá cerrado aunque… -Se calló de pronto y golpeó los guantes en el borde del escritorio.
– Aunque Terry no la hubiera matado -dije yo.
Mis palabras no lo sorprendieron mucho.
– Me gustaría pensar lo mismo que usted en ese aspecto del asunto, pero no tiene sentido. Y aun si lo tuviera, y Terry quisiera que quedara en la forma en que está, tendrá que quedar así.
No dije nada. Después de un momento se sonrió en forma burlona.
– Tarzán en un gran monopatín rojo -confirmó, arrastrando las palabras-. Un tipo guapo. Me permite entrar aquí y ponerlo como trapo de piso. Un tipo a quien alquilan por unas cuantas moneditas y que se deja manejar por cualquiera. Sin dinero, sin familia, sin perspectivas; nada. Hasta pronto, pobre infeliz.
Seguí sentado con las mandíbulas apretadas, mirando el resplandor de la cigarrera de oro que estaba en un rincón del escritorio. Me sentí viejo y cansado. Me puse de pie lentamente y agarré la cigarrera.
– Se olvidó de esto -dije, rodeando el escritorio.
– Tengo media docena de ellas -contestó con gesto despreciativo.
Cuando estuve bien cerca de él se la alcancé. Extendió la mano en forma displicente para agarrarla.
– ¿Qué le parece una media docena de éstos? -pregunté y le golpeé tan fuerte como pude en pleno vientre.
Casi se dobló en dos, gimiendo. La cigarrera cayó al suelo. Trató de apoyarse contra la pared y sacudió las manos hacia atrás y hacia adelante con movimientos convulsivos. Casi no podía respirar y estaba sudando. Consiguió enderezarse muy lentamente y con gran esfuerzo; de nuevo quedamos frente a frente. Permaneció inmóvil durante unos segundos y finalmente sonrió.
– No lo imaginaba capaz de esto -dijo.
– La próxima vez traiga un revólver… o no me llame infeliz.
– Tengo un acompañante para que me lleve el revólver.
– Tráigalo con usted. Lo necesitará.
– Usted es un tipo con el cual resulta difícil enojarse, Marlowe.
Con el pie empujé la cigarrera de oro a un costado, me agaché, la recogí del suelo y se la entregué. El se la metió en el bolsillo.
– No lo entiendo -dije-. ¿Qué valor tenía para usted perder tiempo en venir a agarrarme a mí? Será que se volvió monótono. Todos los tipos guapos son monótonos. Como jugar a las cartas en una mesa en que todos tienen ases. Usted lo tiene todo y no tiene nada. Está ahí simple mente mirándose a sí mismo. No me extraña que Terry no fuera a pedirle ayuda. Habría sido como pedirle dinero prestado a una prostituta.
Se apretó suavemente el estómago con dos dedos.
– Lamento que haya dicho eso, mocito. Podría pasarse de vivo.
Se dirigió hacia la puerta y la abrió. Afuera estaba el guardaespaldas, que al verlo se apartó de la pared y se dio vuelta. Menéndez le hizo una señal con la cabeza. El guardaespaldas entró en la oficina y se quedó mirándome con ojos inexpresivos.
– Míralo bien, Chick -dijo Menéndez-. Si se presenta la ocasión, asegúrate de que lo reconocerás. Tú y él podríais tener trabajo uno de estos días.
– Ya lo he visto a él, jefe -dijo el tipo suave, moreno, de labios apretados, con la voz entre labios que siempre afectan todos ellos-. A mí no me molestará.
– No dejes que te golpee las tripas -dijo Menéndez con mueca burlona-. Su derecha no es ninguna tontería.
El guardaespaldas se limitó a hacer un gesto despectivo.
– No se me acercará tanto.
– Bueno, hasta la vista, infeliz -agregó Menéndez y salió del cuarto.
– Hasta pronto despidióse el guardaespaldas fríamente-. Mi nombre es Chick Agostino. Me imagino que me reconocerá.
– Como a un periódico sucio -contesté-. Hágame recordar para que no le pise la cara.
Se le contrajeron los músculos de las mandíbulas, pero se dio vuelta bruscamente y salió detrás de su amo.
La puerta se cerró con lentitud sobre los resortes neumáticos. Presté atención, pero no pude oír los pasos de los dos hombres que se alejaban por el hall. Caminaban tan silenciosos como gatos. Al cabo de un minuto quise estar seguro y abrí la puerta y miré hacia afuera. El hall estaba vacío.
Regresé a mi escritorio, me senté y durante un buen rato me estuve preguntando por qué un chantajista como Menéndez, poderoso e importante en el ambiente local, habría creído que valía la pena perder el tiempo en venir a verme personalmente para advertirme que no metiera la nariz en nada, justo unos minutos después de haber recibido una advertencia similar de Sewell Endicott, aunque expresada en términos diferentes.
No llegué a ninguna conclusión y entonces se me ocurrió que podría tratar de aclarar la cosa por otro lado. Levanté el auricular y pedí comunicación con el Terrapin Club, de Las Vegas; llamada personal de Philip Marlowe al señor Randy Starr. No hubo caso. El señor Starr no estaba en la ciudad. ¿Quería yo hablar con alguna otra persona? Dije que no. En verdad, ni siquiera tenía mucho interés en hablar con Starr. Fue un capricho momentáneo. Estaba demasiado lejos para golpearme.
Durante tres días no sucedió nada. Nadie me aporreó, ni me disparó un tiro o me llamó por teléfono para avisar me que no metiera la nariz donde no me correspondía. Nadie me contrató para encontrar a la hija que se había escapado, a la esposa infiel, el collar de perlas perdido o el testamento desaparecido. Durante esos tres días no hice más que estar sentado y contemplar las paredes. El caso Lennox había muerto casi tan súbitamente como había surgido. Hubo una breve indagación a la cual no fui citado. Se realizó fuera de hora, sin anuncio previo y sin jurado. El juez de crimen dictó el veredicto en que declaraba que la muerte de Sylvia Potter Westerheym di Giorgio Lennox había sido causada por su marido, Terence William Lennox, con propósitos homicidas, aunque la muerte había tenido lugar fuera de la jurisdicción de la oficina del juez de crimen. Entre los antecedentes se leyó, presumiblemente, la confesión. Es posible que se la verificara en forma satisfactoria para el juez.
Se hizo entrega del cadáver para que lo enterraran. Lo llevaron al norte en avión y fue depositado en la cripta familiar. La prensa no fue invitada. Nadie dio ninguna clase de entrevistas, y el señor Harlan Potter menos que ninguno ya que nunca concedía entrevistas. Era casi tan difícil verlo como al Dalai Lama. Tipos con cien millones de dólares viven una vida peculiar, detrás de una cortina de sirvientes, guardaespaldas, secretarios, abogados y ejecutivos dóciles. Presumiblemente comen, duermen, se hacen cortar el pelo y visten ropas. Pero uno nunca lo sabe con seguridad. Todo cuanto se lee o se oye respecto de ellos ha sido elaborado por una pandilla de tipos de relaciones públicas a quienes se les pagan buenos sueldos para que creen y mantengan una personalidad utilizable, algo sencillo, limpio y neto, cual aguja esterilizada. Eso no tiene por qué ser cierto. Simplemente tiene que concordar con los hechos conocidos, y los hechos conocidos pueden contarse con los dedos de la mano.
En las últimas horas de la tarde del tercer día sonó el teléfono. Habló un hombre que dijo llamarse Howard Spencer, representante de una editorial de Nueva York en California; había venido en rápido viaje de negocios, tenía un problema que le gustaría discutir conmigo y quería verme, si fuera posible, a la mañana siguiente, a las once, en el bar del Ritz Beverly Hotel.
Le pregunté qué clase de problema tenía.
– Un tanto delicado -me contestó-, pero enteramente ético. Si no llegamos a un acuerdo le pagaré por el tiempo perdido, por supuesto.
– Gracias, señor Spencer, pero no es necesario. ¿Lo recomendó alguien que conozco?
– Alguien que ha oído hablar de usted…, incluyendo su reciente escaramuza con la ley, señor Marlowe. Puedo decir que eso fue precisamente lo que me interesó. Mi problema, sin embargo, no tiene nada que ver con aquel trágico asunto. Se trata de que…, bueno, será mejor que lo discutamos frente a unas buenas copas en lugar de hacerlo por teléfono.
– ¿Seguro que usted quiere mezclar en su asunto a un tipo que ha estado a la sombra?
Se rió. Su risa y su voz eran agradables. Hablaba en la forma en que acostumbraban a hablar los neoyorquinos antes de aprender a hablar como en Flatbush.
– Desde mi punto de vista, míster Marlowe, ésa es una recomendación. Déjeme agregar que no es el hecho de haber estado, como usted lo ha dicho, a la sombra, sino el hecho, diría yo, de que usted resulta muy silencioso, aun bajo presión.
Era un tipo que hablaba poniendo comas, como en una novela pesada. Al menos por teléfono.
– Perfectamente, señor Spencer. Estaré allí mañana por la mañana.
Me agradeció y colgó. Estuve pensando quién podía haberle hablado de mí. Tal vez hubiera sido Sewell Endicott y lo llamé para preguntárselo. Pero toda la semana había estado fuera de la ciudad y todavía no había vuelto. No me preocupé más. Hasta en mi especialidad hay de vez en cuando un cliente satisfecho y me hacía falta conseguir trabajo porque necesitaba dinero…, o pensé que lo necesitaba, hasta que llegué a casa aquella noche y encontré la carta con un retrato de Madison adentro.