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Capítulo XIII

A las once de la mañana me encontraba sentado en el tercer compartimiento del lado derecho, entrando por el comedor anexo. Tenía la espalda apoyada contra la pared y podía ver a cualquiera que entrase o saliese. Era una mañana clara, sin neblina ni alta nubosidad, y el sol deslumbraba la superficie de la piscina de natación que comenzaba inmediatamente después de la pared de azulejos del bar, y se extendía hasta el extremo opuesto del comedor. Una muchacha con bañador blanco de piel de tiburón, de deliciosa silueta, subía la escalera del trampolín alto. Observé la franja de piel pálida que aparecía entre la piel quemada de sus muslos y el bañador. La observé carnalmente. Luego desapareció de mi vista, oculta por la inclinación del techo. Un momento después la vi descender como flecha haciendo un uno y medio. La salpicadura subió lo suficiente como para alcanzar el sol y hacer varios arcos iris tan hermosos como la muchacha misma. Luego volvió a la escalera y se sacó el gorro blanco y sacudió el pelo. Bamboleó su trasero hacia una mesita blanca y se sentó junto a un leñador de pantalones blancos de algodón, anteojos ahumados y tan quemado que no podía ser otra cosa que el cuidador de la piscina. Este se inclinó y le dio una palmada en el muslo. Ella abrió la boca del tamaño de una boca de incendio y rió. Aquello terminó con mi interés por ella. No oía su risa, pero la sima abierta en su rostro cuando abrió el cierre relámpago sobre su dentadura me bastaron.

El bar estaba bastante vacío. Tres asientos más allá, un par de graciosos se estaban vendiendo mutuamente trozos de películas de la Twentieth Century Fox utilizando movimientos de brazos en vez de dinero. Tenían entre ellos un teléfono sobre la mesa, y cada dos o tres minutos jugaban al juego de quién llamaba primero a Zanuck para ofrecerle una idea genial. Eran jóvenes, morenos, ansiosos y llenos de vitalidad. Desplegaban tanta actividad muscular en la conversación telefónica como la necesaria para subir a un hombre gordo por una escalera hasta el cuarto piso.

Había un tipo triste junto al mostrador del bar, hablándole al encargado, quien limpiaba un espejo y escuchaba con esa sonrisa plástica que usa la gente cuando trata de no gritar. El cliente era de mediana edad, bien vestido y estaba borracho. Quería hablar y no habría dejado de hacer lo aunque realmente no hubiera tenido deseos de hablar. Era amable y amistoso, y cuando yo lo oí no parecía tartamudear mucho, pero uno se daba cuenta que se agarraba a la botella y sólo la dejaba cuando se quedaba dormido por la noche. Así sería para el resto de su vida; su vida era todo eso. Nunca se sabría cómo había llegado a ello, porque aunque él lo contara, no sería verdad. Cuando más, una distorsionada versión de la realidad, tal como él la conocía. Hay un hombre triste como aquél en cada bar tranquilo del mundo.

Miré el reloj y comprobé que el poderoso editor llevaba veinte minutos de atraso. Decidí esperar media hora y después irme. Nunca conviene dejar que el cliente establezca las reglas. Si él trata a uno a empujones entonces supondrá que otra gente también puede hacerlo y no lo contratará a usted por eso. Y precisamente en aquel momento yo no tenía tanta necesidad de trabajo como para permitir que algún ricachón del lejano Este me usara como silla de montar, ni siquiera uno de esos directores importantes con oficinas revestidas de madera en el piso ochenta y cinco una hilera de botones y teléfonos internos, y una secretaria del Instituto Hatie Carnegie para Oficinistas Especiales, con un par de ojos grandes, hermosos, prometedores. Es el tipo de explotador que le dirá que lo espere a las nueve en punto, y si a usted no se le ocurriera estar sentado y quietecito, con una sonrisa amable en la cara cuando él apareciera dos horas más tarde en un inmenso Gibson, sufrirá un paroxismo de ultrajada capacidad ejecutiva que requeriría una estada de cinco semanas en Acapulco antes de poder ocuparse nuevamente de sus asuntos.

El mozo pasó a mi lado y dirigió una mirada suave al débil whisky con agua de mi vaso. Sacudí la cabeza y el mozo siguió de largo. Fue entonces cuando entró en el bar un verdadero sueño en forma de mujer. Por un instante me pareció que todo sonido se había apagado en el bar, que los dos graciosos habían cesado de negociar y que el borracho sentado en el taburete había dejado de mascullar; fue como cuando el director de orquesta golpea con la batuta en el atril levanta los brazos y mantiene a todos en suspenso. Era delgada y bastante alta; llevaba un traje sastre de hilo blanco con un pañuelo de pintitas blancas y negras alrededor del cuello. El cabello era de color oro pálido como el de las princesas de los cuentos de hadas. El pequeño sombrero y el cabello dorado alrededor recordaban un pájaro en su nido. Los ojos eran de un color extraño, azul violáceo, y las pestañas largas y quizá demasiado claras. Se dirigió hacia la mesa de enfrente y empezó a sacarse los guantes blancos. El mozo se acercó en seguida y le apartó la mesa en tal forma y con tanta deferencia como ningún mozo del mundo me la hubiera apartado a mí de esa manera. La joven se sentó, aseguró los guantes con una cadenita de la cartera y agradeció al mozo con una sonrisa tan suave, tan exquisitamente pura, que el hombre casi quedó paralizado por la emoción. Ella le dijo algo en voz baja y el mozo, después de inclinarse hacia adelante, salió casi corriendo. He ahí un tipo que realmente tenía una misión en la vida.

Le clavé la vista y ella captó mi mirada. Levantó los ojos un centímetro y me pareció que había dejado de existir: casi perdí el aliento.

Hay rubias y rubias, y hoy es casi una palabra que se toma en broma. Todas las rubias tienen su no sé qué, excepto, tal vez, las metálicas, que son tan rubias como un zulú por debajo del color claro, y en cuanto al carácter. Tan suave y blanco como el empedrado de la acera. Existe la rubia pequeña y agradable, que gorjea como los pájaros, y la rubia alta y estatuaria, que lo envuelve a uno en una mirada azul de hielo. Existe la rubia que lo mira a uno de arriba abajo y tiene un perfume encantador y resplandece tenuemente y se cuelga del brazo y está siempre muy, muy cansada cuando usted la acompaña a su casa. Ella hace ese gesto de impotencia y tiene ese maldito dolor de cabeza y a usted le gustaría aporrearla, aunque esté contento de haber descubierto lo del dolor de cabeza antes de haber invertido en ella demasiado tiempo, dinero y esperanzas. Porque el dolor de cabeza siempre estará así, es un arma que nunca deja de usarse, y tan mortífera como la espada del asesino o el frasco de veneno de Lucrecia.

Existe la rubia dulce, dispuesta y aficionada a la bebida, y que no le importa lo que lleva puesto -siempre que sea visón -o adónde va- siempre que sea el “Starlight Roof” y haya mucho champaña seco-. Existe la rubia pequeña y altiva que es una verdadera compañera y quiere pagar ella su cuenta y está llena de luz de sol y de sentido común que sabe judo y puede lanzar al aire, por arriba del hombro, al conductor de un camión, sin perderse más de una frase del editorial del Saturday Review. Existe la rubia pálida, pálida, con anemia de tipo incurable, pero no fatal. Es muy lánguida y muy sombría y habla suavemente como salida de no sé dónde, y usted no le puede poner un dedo encima, en primer lugar porque no tiene ganas, y en segundo lugar porque ella está leyendo La tierra perdida o Dante en el original o Kafka o Kierkegaard, o porque estudia dialecto provenzal. Adora la música, y cuando la Filarmónica de Nueva York está tocando Hindemith, ella puede decirle a usted cuál de los seis contrabajos entró un cuarto de tiempo más tarde. He oído decir que Toscanini también es capaz de ello. Eso quiere decir que son dos.

Y, por último, existe la muñeca maravillosa y encantadora que sobrevive a tres reyes del hampa y después se casa con un par de millonarios a un millón por cabeza y termina con una villa de color de rosa pálido en Cap d'Antibes, un coche Alfa Romeo completo, con chófer y acompañante, y una caballeriza de aristócratas enmohecidos a los que tratará con la atención distraída y afectuosa conque un anciano duque dice buenas noches a su criado.

Aquel sueño atravesado en mi camino no pertenecía a ninguna de esas categorías; ni siquiera era de este mundo. Era inclasificable: tan remota y clara como el agua de la montaña, tan evasiva como su color. Todavía la miraba, cuando oí junto a mí una voz que decía:

– Me he retrasado en forma imperdonable. Le ruego que me disculpe. Mi nombre es Howard Spencer. Usted es Marlowe, por supuesto.

Di vuelta la cabeza y lo miré. Era de mediana edad, más bien regordete, vestido en forma un tanto despreocupada, pero bien afeitado y el pelo muy fino peinado hacia atrás con todo cuidado. Usaba un llamativo chaleco cruzado, prenda que muy pocas veces se ve en California como no sea llevada por algún visitante de Boston. Llevaba lentes y bajo el brazo un portafolio viejo y gastado.

– Tres manuscritos de libros flamantes. Novelas. Me resultaría embarazoso perderlos antes de tener la oportunidad de rechazarlos. -Hizo una señal al mozo que acababa de colocar un vaso alto con algo verde adentro en la mesa donde estaba sentada aquella maravilla de mujer-. Tengo debilidad por el gin con naranja. En realidad es una bebida tonta. ¿Me acompaña?

Hice un signo de asentimiento y el mozo desapareció.

Entonces señalé el portafolio y le pregunté:

– ¿Cómo sabe que los van a rechazar?

– Si sirvieran para algo no me los habrían dejado en el hotel los autores. Los tendría algún agente neoyorquino.

– Entonces, ¿por qué los acepta?

– En parte para no herir susceptibilidades, y en parte porque puede darse un caso entre mil, y eso es para lo que viven los editores. Por lo general estamos en una fiesta nos presentan toda clase de gente, y entre ellos hay algunos novelistas; uno ha tomado tanto que se siente benévolo y lleno de amor por la humanidad y dice que estaría encantado de leer el manuscrito. Luego se lo dejan en el hotel con tanta escalofriante rapidez que uno está obligado a hacerles creer que lo leerá. Pero supongo que a usted no le interesan mayormente los editores y sus problemas.

El mozo trajo las bebidas. Spencer agarró su copa y bebió un buen trago. Toda su atención estaba concentrada en mi persona y no se había fijado en la hermosa joven del cabello de oro. Era un buen hombre para hacer contactos.

– Uno de nuestros más importantes escritores vive cerca de aquí -dijo en tono casual-. Quizás haya leído algo de él: Roger Wade.

– ¡Ajá!

– Ya comprendo su punto de vista -dijo, sonriendo tristemente-. No le interesan las novelas históricas. Pero se venden brutalmente.

– No sostengo ningún punto de vista, señor Spencer. Una vez hojeé uno de sus libros. Me pareció que no valía nada. ¿Está mal que lo diga?

Hizo una mueca burlona.

– ¡Oh, no! Hay mucha gente que está de acuerdo con usted. Pero la cuestión es que actualmente sus libros se venden automáticamente y en forma vertiginosa. Son todo un éxito. Y cada editor debe tener un par de ellos debido a la forma en que han subido los costos.

Miré a la joven sentada enfrente. Había terminado el jugo de lima o de lo que fuera y estaba mirando un microscópico reloj de pulsera. El bar se estaba llenando un poco, pero no se sentía todavía demasiada algazara. Los dos graciosos seguían moviendo las manos y el bebedor solitario del mostrador había encontrado un par de compañeros. Volví a mirar a Howard Spencer.

– ¿Tiene algo que ver con su problema? -le pregunté-. Me refiero a este Wade.

Spencer asintió y me dirigió una mirada cautelosa e inquisitiva.

– Cuénteme algo sobre usted, señor Marlowe. Es decir, si no encuentra objetable que se lo pida.

– ¿Qué quiere que le diga? Soy detective privado y tengo mi licencia desde hace bastante tiempo. Soy un tipo solitario, no estoy casado, estoy entrando en la edad madura y no soy rico. He estado en la cárcel más de una vez y no me ocupo de divorcios. Me gusta la bebida, las mujeres, el ajedrez y algunas otras cosas. No soy muy del agrado de los polizontes, pero conozco un par de ellos con los que me llevo bien. Soy hijo natural, mis padres han muerto, no tengo hermanos ni hermanas, y si alguna vez llegan a dejarme tieso en una callejuela oscura, como puede pasarle a cualquiera en mi trabajo, y en estos días que corren a mucha otra gente que se ocupa de cualquier cosa o de ninguna, nadie, ni hombre ni mujer, sentirá que ha desaparecido el motivo y fundamento de su vida.

– Ya veo -dijo-. Pero todo eso no me dice exactamente lo que quiero saber.

Terminé el gin con naranja. No me gustaba. Sonreí.

– Dejé de lado un detalle, señor Spencer. En mi bolsillo tengo un retrato de Madison.

– ¿Un retrato de Madison? Me temo que no…

– Un billete de cinco mil dólares -dije-. Siempre lo llevo encima. Es mi mascota.

– ¡Dios mío! -exclamó bajando la voz-. ¿Esto no es terriblemente peligroso?

– ¿Quién fue el que dijo que más allá de cierto punto todos los peligros son iguales?

– Creo que Walter Bagehot. Se refería al que limpia las agujas de los campanarios. -Después sonrió-. Lo siento, pero soy editor. Tiene razón, Marlowe. Correré el albur con usted. Si no lo hiciera, usted me mandaría al diablo, ¿no es así?

Le devolví la sonrisa.

Spencer llamó al mozo y ordenó otra ronda.

– Ahora hablemos de mi problema -empezó a decir Spencer, con cautela-. Estamos en muchas dificultades con Roger Wade. No puede terminar un libro. Está perdiendo su garra de escritor y hay algo detrás de eso. El hombre parece que se estuviera desintegrando. Tiene arranques terribles de furia y se emborracha bárbaramente. De vez en cuando desaparece por varios días. No hace mucho arrojó a su esposa escaleras abajo y la tuvieron que internar en el hospital con cinco costillas rotas. Entre ellos no hay desavenencias o disgustos en el sentido habitual; de ninguna manera. Sencillamente el hombre se enloquece cuando bebe. -Spencer se echó hacia atrás y me miró tétricamente-. Tenemos que hacer que termine ese libro. Lo necesitamos desesperadamente. En cierta medida, mi trabajo depende de eso. Pero necesitamos hacer algo más. Queremos salvar a un escritor muy capaz que puede escribir cosas mucho mejores que las hechas hasta ahora. Hay algo que anda muy mal. En este viaje ni siquiera quiso verme. Comprendo que esto puede parecer trabajo para un psiquiatra. La señora Wade no está de acuerdo con este punto de vista. Ella está convencida de que está perfectamente sano, pero que hay algo que lo preocupa muchísimo. Quizá sea un chantajista, por ejemplo. Los Wade hace cinco años que están casados. Puede haber salido a relucir algo de su pasado. Hasta podría ser, y esto no es más que pura suposición, algún accidente fatal del cual hay alguien que tenga las pruebas. No sabemos de qué se trata y queremos saber. Estamos dispuestos a pagar bien para eliminar la dificultad. Si resulta ser un asunto médico, bueno…, no hay más que resignarse. Si no es así, debe haber una respuesta. Y mientras tanto, la señora Wade tiene que ser protegida. Podría matarla la próxima vez. Nunca se puede saber.

Llegó la segunda ronda de bebidas. No toqué la mía y observé cómo Spencer se tomaba la mitad de la suya de un trago. Prendí un cigarrillo y lo seguí mirando fijamente.

– Usted no quiere un detective sino un mago. ¿Qué diablos podría hacer yo? Si por casualidad yo estuviera presente exactamente en el momento preciso, y si no fuera muy difícil de manejar, podría ponerlo fuera de combate de un golpe y meterlo en la cama. Pero para eso tendría que estar allí. Cien contra uno. Usted lo sabe.

– Tiene más o menos su estatura -dijo Spencer-, pero en diferentes condiciones físicas. Y usted podría permanecer allí todo el tiempo.

– Difícilmente. Y los borrachos son astutos. Seguramente esperaría un momento de ausencia mía para hacer de las suyas. No aspiro a trabajar de enfermero.

– Un enfermero no sería de ninguna utilidad. Roger Wade no lo aceptaría. Es un muchacho muy talentoso que ha perdido el control sobre sí mismo. Amontonó demasiado dinero escribiendo bazofia para los imbéciles. Pero la única salvación para un escritor es escribir. Si tiene algo bueno adentro, saldrá a la superficie.

– Muy bien. Me ha convencido -dije en tono cansado-. Es un tipo extraordinario y también muy peligroso. Tiene un secreto culpable y trata de ahogarlo en alcohol. No es mi tipo de asuntos, señor Spencer.

– Comprendo. -Miró el reloj de pulsera con el ceño fruncido y la cara se le llenó de arrugas que lo hicieron parecer más viejo y más pequeño. -Bueno, lo único que intenté fue probar y no puede echármelo en cara.

Agarró el abultado portafolio. Dirigí una mirada a la joven de cabellos dorados. Se estaba preparando para salir y el mozo le alcanzó la cuenta. Ella pago y le dedicó una sonrisa encantadora; el mozo quedó como si hubiera estrechado las manos del mismísimo Dios. La joven se dio un toque en los labios, se puso los guantes y el mozo separó la mesa hasta la mitad de la habitación para que ella pasara.

Dirigí una rápida mirada a Spencer. Este miraba el vaso vacío con el entrecejo fruncido; tenía el portafolio sobre las rodillas.

– Oiga -le dije-. Iré a ver al hombre y trataré de averiguar de qué se trata, si es que usted quiere que lo haga. Hablaré con su mujer. Pero temo que me eche de casa.

Una voz que no era la de Spencer expresó:

– No señor Marlowe, no creo que haga eso. Por el contrario, pienso que usted puede resultarle agradable.

Levanté la vista y me encontré con un par de ojos azul violeta. Ella estaba parada en el extremo de la mesa. Me puse de pie, inclinado contra el respaldo del compartimento y en posición bastante incómoda pues no había mucho lugar.

– Por favor, no se levante -dijo con voz de ángel-. Sé que le debo una disculpa, pero me pareció importante tener la oportunidad de observarlo antes presentados. Yo soy Eileen Wade.

Spencer explicó con voz gruñona:

– No tiene interés en el asunto, Eileen.

Ella sonrió suavemente.

– No estoy de acuerdo.

Conseguí serenarme y recobrar la calma. Estaba de pie, pero a punto de perder el equilibrio, con la boca abierta y casi falto de respiración. Era una mujer fantástica. Uno se quedaba medio paralizado al verla de cerca.

– Yo no dije que no estuviera interesado, señora Wade. Lo que dije o quise dar a entender fue que no creía poder hace algo útil y que, en cambio, podría cometer un error grave si intentara probar. Podría hacer mucho daño.

Ella se puso seria. La sonrisa había desaparecido.

– Usted toma decisiones demasiado rápidas. No puede juzgar a la gente por lo que hace. Si es que la juzga, debe hacerlo por lo que es.

Yo hice un signo vago de asentimiento, porque ésa era exactamente la forma en que había actuado con Terry Lennox. Si me basaba en los hechos, él no era ninguna maravilla, excepto aquel breve destello de gloria en la ratonera -si es que Menéndez me había contado la verdad-, pero los hechos no reflejaban toda la historia; de ninguna manera. Terry había sido un hombre al que no se podía dejar de querer. ¿Cuántos se encuentra uno en la vida de los que se pueda decir eso?

– Y para eso tiene que conocerla -agregó ella suavemente-. Adiós, señor Marlowe. Si cambiara de idea… -Con gesto rápido abrió la cartera y me entregó una tarjeta-. Y gracias por haber venido.

Saludó a Spencer y se alejó. La observé mientras salía del bar y se dirigía al comedor, atravesando la separación de vidrio. Tenía un porte magnífico. Vi cómo pasaba por la puerta que conducía al hall y alcancé a divisar la suave ondulación de la falda de hilo blanco en el momento en que dobló al final del hall. Me dejé caer en el asiento y agarré el vaso de gin y naranja.

Spencer me estaba estudiando. Sus ojos lucían una expresión dura.

– Lindo trabajo -dije-, pero usted debió haberla mirado de vez en cuando. Un verdadero sueño como es esa mujer no puede estar sentada frente a uno durante veinte minutos sin llamar la atención.

– Fue una estupidez mía, ¿no es cierto? -Trataba de sonreír pero sin ganas. No le había gustado la forma en que la miré-. La gente tiene ideas estrambóticas sobre los detectives privados. Cuando se piensa en tener uno en la propia casa…

– No piense que me tendrá a mí en la suya -le previne-. De todos modos, será mejor que invente otra historia. Me resisto a creer que nadie, ni sobrio ni borracho, sea capaz de tirar escaleras abajo a esa hermosura y romperle cinco costillas.

Spencer enrojeció y apretó las manos contra el portafolio.

– ¿Cree que soy un mentiroso?

– ¿Cuál es la diferencia? Usted ha desempeñado su papel. Quizás usted mismo se sienta un poco entusiasmado con la dama.

Spencer se levantó de golpe.

– No me gusta su tono. No estoy seguro de que usted resulte de mi agrado. Hágame el favor de olvidarse de todo el asunto. Espero que esto le recompense por el tiempo perdido.

Arrojó sobre la mesa un billete de veinte dólares y añadió algunos dólares más para el mozo. Permaneció un momento de pie mirándome fijamente. Los ojos le brillaban y todavía estaba arrebolado.

– Estoy casado y tengo cuatro hijos.

– Felicidades.

Carraspeó brevemente, se dio vuelta y se alejó caminando con paso apresurado. Terminé la bebida que quedaba en mi vaso, saqué un cigarrillo del paquete, me lo llevé a la boca y lo encendí. El mozo se acercó y miró el dinero.

– ¿Desea que le sirva algo, señor?

– No. El dinero es para usted.

Lo recogió lentamente.

– Es un billete de veinte dólares, señor. El señor se debe haber equivocado.

– El señor sabe leer. Le dije que el dinero es suyo.

– Le estoy muy agradecido. Si es que está completamente seguro, señor…

– Completamente seguro.

Inclinó la cabeza y se alejó con aire preocupado. El bar se estaba llenando. Una pareja de semivírgenes aerodinámicas pasó gorjeando y balanceándose. Conocían a los dos tipos que estaban en el reservado de adelante. Comenzaron a esparcirse en el ambiente los encantos y las uñas esmaltadas en rojo.

Fumé medio cigarrillo sin pensar en nada y me puse de pie para irme. Me volví para alcanzar el paquete de cigarrillos, y en aquel momento alguien me golpeó con fuerza desde atrás. Era precisamente lo que yo necesitaba. Giré sobre mis talones y me encontré con el perfil de uno de esos tipos grandotes, que gustan a la multitud, con un Oxford de franela demasiado flamante. Tenía los brazos separados del cuerpo y la sonrisa de dos por seis del tipo que nunca pierde una venta.

Lo agarré por el brazo extendido y le hice dar media vuelta.

– ¿Qué le pasa, Jack? ¿No hacen los pasillos suficientemente anchos para su personalidad?

Se soltó con una sacudida y se hizo el guapo:

– No se ponga caprichoso, amiguito. Puedo aflojarle la mandíbula. -Me mostró su puño fornido.

– Querido, piense en su manicura -le dije.

El tipo se contuvo.

– ¡Al diablo con usted, muchacho! -dijo despreciativo-. Será para otra vez, cuando tenga menos en qué pensar.

– ¿Puede tener algo menos?

– Lárguese -gruñó-. Una broma más y tendrá que hacerse cirugía estética en la nariz.

Le sonreí.

– Llámeme algún día de éstos, Jack. Pero con un diálogo mejor.

Cambió de expresión y se rió.

– ¿Usted figura en las fotos, amigo?

– Sólo en las que se cuelgan en el correo.

– Lo veré en las del archivo policial -dijo, prosiguiendo su camino sin perder la sonrisa.

Todo aquello era muy tonto, pero hizo desaparecer mi malestar.

Me dirigí hacia el anexo, atravesé el hall y llegué a la puerta principal. Hice una pausa para ponerme los anteojos oscuros. Cuando llegué al coche me acordé de mirar la tarjeta que me había dado Eileen Wade. Era una tarjeta impresa en relieve, pero no de visita formal, porque tenía la dirección y el número de teléfono. Señora Roger Stearns Wade, 1247 Idle Valley Road. Tel. Idle Valley 5-6324.

Conocía mucho de Idle Valley y sabía que había cambiado mucho desde los días en que había a la entrada una caseta de guardia y fuerza policial privada y un casino de juego sobre el lago y muchachas alegres de cincuenta dólares. Gente rica y reposada tomó posesión de la región cuando cerraron el casino. Gente rica y reposada hizo de aquello un sueño subdividido. Un club se había convertido en propietario del lago y de toda la extensión de sus playas, y si ellos no querían que usted estuviera en el club, usted no conseguía ni siquiera jugar en el agua. Era exclusivo, en el único sentido de la palabra que no significa simplemente costoso.

Yo pertenecía al ambiente de Idle Valley como una cabeza de cebolla a un banana split.

Howard Spencer me llamó por la tarde, a última hora. Me dijo que se le había pasado aquel momento de enojo y que quería asegurarme que sentía mucho lo sucedido, que no había manejado muy bien la situación y que quizá yo hubiera cambiado mi decisión.

– Iré a verlo si él me lo pide. No de otra manera.

– Comprendo. Habrá un cheque sustancial

– Oiga, señor Spencer -dije con impaciencia-. Usted no puede forzar al destino. Si la señora Wade tiene miedo del tipo, puede mudarse. Ese es su problema. Nadie podrá protegerla de su marido durante las veinticuatro horas del día. Tal protección no existe en el mundo entero. Pero eso no es todo lo que usted quiere. Usted quiere saber por qué y cómo y cuándo el hombre se salió de sus casillas, y entonces arreglar todo para que no vuelva a hacerlo…, al menos hasta que termine aquel libro. Y yo pienso que esto es cosa que sólo él puede decidir. Si tiene muchas ganas de escribir ese condenado libro, dejará de lado la bebida hasta terminarlo. Usted pretende demasiado.

– Todo esto va junto. No es más que un solo problema.

Pero creo comprender. Es demasiado sutil para el tipo de trabajo que usted acostumbra a realizar. Bueno, adiós. Salgo esta noche en avión para Nueva York.

– Le deseo buen viaje.

Me agradeció y colgó. Olvidé informarle que le había dado al mozo el billete de veinte dólares. Quise llamarlo para decírselo, pero después pensé que sin eso ya debía sentirse bastante desdichado.

Cerré la oficina y me dirigí al bar “Victor” para beber un gimlet en memoria de Terry, pero a mitad de camino cambié de idea. No tenía ánimo propicio para hacerlo. En cambio fui al “Lowry”, me tomé un martini y comí unas costillas y un budín Yorkshire.

Cuando regresé a casa conecté el TV y durante un rato observé las peleas de boxeo. No valían nada; no eran más que un manojo de maestros de danza que debían haber estado trabajando para Arthur Murray. Todo lo que hacían era menearse y darse pinchazos y hacer fintas. Ninguno de ellos podía golpear lo bastante fuerte como para despertar a su abuela de un sueño ligero. La multitud abucheaba de lo lindo y el árbitro no hacía más que golpear las manos para que se movieran, pero ellos seguían meciéndose y moviéndose nerviosamente y lanzándose largas izquierdas sin resultado alguno. Di vuelta al botón para buscar otro canal y me encontré con una pieza policial. La acción tenía lugar en un cuarto de vestir y las caras estaban cansadas y remanidas y no tenían nada de hermosas. El diálogo era tan pesado que ni siquiera Monogram lo hubiera usado. El detective tenía como criado a un muchacho de color, ése era el toque cómico, pero no lo necesitaba ya que él era bastante cómico de por sí. Y los anuncios hubieran enfermado a un chivo criado y alimentado con alambre de púa y botellas de cerveza rotas. Después de un tiempo lo cerré y comencé a fumar un cigarrillo largo, de tabaco fresco y bien apretado. Me resultó muy agradable pues se trataba de tabaco muy fino. No presté atención a la marca. Estaba a punto de empezar a cabecear cuando me llamó el sargento Green, de la Sección Homicidios.

– Pensé que le gustaría saber que enterraron a su amigo Lennox hace un par de días, en la misma ciudad mexicana donde murió. En representación de la familia fue allí un abogado y asistió al entierro. Esta vez tuvo mucha suerte, Marlowe. La próxima vez que piense en ayudar a un amigo a escapar del país, ¡no lo haga!

– ¿Cuántos balazos tenía encima?

– ¿Cómo dice? -vociferó. Se produjo un silencio. Entonces dijo, con demasiada cautela-: Yo diría que sólo uno. Por lo general es suficiente para hacerle saltar la cabeza a un tipo. El abogado trae de vuelta las impresiones digitales y lo que tenía en los bolsillos. ¿Quiere saber algo más?

– Sí, pero usted no me lo puede decir. Me gustaría saber quién mató a la mujer de Lennox.

– ¡Demonios! ¿No le dijo Grenz que el hombre dejó una confesión completa? Además salió en los diarios. ¿Ya no lee los periódicos?

– Gracias por haberme llamado, sargento. Fue muy amable de su parte.

– Oiga, Marlowe -dijo con voz irritada-, si usted tiene ideas raras sobre este caso, se llevará un buen dolor de cabeza si empieza a hablar de ellas. El caso está cerrado, terminado y archivado con naftalina. Y es una suerte para usted. Complicidad después del hecho podría significar hasta cinco años en este Estado. Y permítame que le diga algo más. Hace mucho tiempo que soy policía y una cosa segura he aprendido, y es que no siempre lo mandan a uno adentro por lo que ha hecho. Cuando se llega al tribunal a veces tienen más importancia las apariencias que la realidad. Buenas noches.

Me colgó en las narices. Volví a colocar el teléfono en su lugar y pensé que cuando un policía honesto tiene la conciencia intranquila, siempre actúa en forma violenta. Lo mismo hacen los policías deshonestos. Lo mismo hace casi toda la gente; incluso yo.