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Capítulo XIV

A la mañana siguiente me estaba limpiando el talco del lóbulo de la oreja cuando sonó el timbre. Fui a abrir la puerta y me topé con un par de ojos azul violeta. Esta vez lucía un traje de hilo marrón, con pañuelo de color rojo y no llevaba aros ni sombrero. Parecía un poco pálida, pero no como si alguien hubiera estado a punto de tirarla por las escaleras. Me dirigió una sonrisa expectante.

– Sé que no debería haber venido a molestarlo, señor Marlowe. Probablemente usted ni siquiera ha tomado desayuno. Pero no deseaba ir a su oficina y no me gusta tratar por teléfono los asuntos de índole personal.

– Tiene razón. Entre, señora Wade. ¿Le agradaría tomar una taza de café?

Ella entró en el living y se sentó en el sofá sin mirar nada. Colocó la cartera en su falda y se sentó con los pies muy juntos. Parecía un tanto incómoda. Abrí las ventanas, subí las cortinas venecianas y saqué un cenicero sucio de la mesa.

– Gracias. Café solo, por favor, sin azúcar.

Fui a la cocina y puse una servilleta de papel sobre la bandeja verde de metal, pero tenía un aspecto tan desagradable y estirado como un cuello duro, que la saqué y coloqué en su lugar una de esas carpetitas con flecos que vienen con el juego de pequeñas servilletas triangulares. Pertenecían a la casa, como la mayor parte del moblaje. Puse sobre la bandeja dos tazas Deset Rose de café, las llené y volví al living.

Ella comenzó a beber a pequeños sorbos.

– Muy sabroso. Usted prepara muy buen café.

– La última vez que tomé café con alguien fue justo antes de que me metieran en la cárcel. Me imagino que usted nunca estuvo a la sombra, señora Wade.

Ella asintió.

– Por supuesto… Se sospechaba que usted lo había ayudado a escapar, ¿no es cierto?

– No dijeron eso. Encontraron en su habitación un bloc con mi número de teléfono y me hicieron preguntas que no contesté…, sobre todo por la forma en que fueron formuladas. Pero supongo que esto no le interesa.

Depositó la taza de café sobre la mesa con mucho cuidado, se reclinó en el asiento y me sonrió. Le ofrecí un cigarrillo.

– No fumo. Gracias. Claro que me interesa. Un vecino nuestro conocía a los Lennox. El debe haber enloquecido. No parecía capaz de eso.

Llené mi pipa y la encendí.

– Pienso lo mismo -dije-. Debe haber estado loco.

Durante la guerra quedó malherido. Pero ahora está muerto y todo ha terminado. No creo que usted haya venido para hablar de eso.

Ella sacudió la cabeza lentamente.

– Era amigo suyo, señor Marlowe. Su opinión debe estar bien fundada y será firme. Y creo que usted es un hombre muy decidido.

Llené la pipa con tabaco y la encendí de nuevo. Me tomé el tiempo necesario y mientras lo hacía la miré por encima del hornillo de la pipa.

– Mire, señora Wade -agregué para dar término a la conversación-. Mi opinión no significaba nada. Eso ocurre todos los días. La gente más insospechada comete los crímenes más impensados. Viejecitas dulces y bondadosas envenenan a familias enteras. Muchachos de buena familia cometen asaltos e intervienen en tiroteos. Gerentes de banco, con antecedentes irreprochables y veinte años de servicios, resultan ser estafadores. Y novelistas famosos, de éxito y que se suponen felices, se emborrachan y mandan a sus esposas al hospital. Sabemos muy poco sobre los cambios que puede experimentar la gente, aunque se trate de nuestros mejores amigos.

Pensé que lo que acababa de decir la haría saltar como si le hubiera acercado un hierro candente, pero no hizo más que apretar los labios y entrecerrar los ojos.

– Howard Spencer no debió habérselo contado -dijo-. La culpa fue mía. No sabía lo bastante para comprender que debí haberme mantenido a distancia. Desde entonces he aprendido que la única cosa que no debe hacerse con un hombre que bebe demasiado es tratar de pararlo. Probablemente usted lo sabe mucho mejor que yo.

– Es evidente que no se lo puede parar con palabras -dije-. Si uno tiene suerte y si además posee la fuerza necesaria, puede a veces evitar que se le lastime a él mismo o a alguna otra persona. Hasta para eso se necesita tener suerte.

Ella volvió a agarrar la taza de café. Tenía manos encantadoras, como todo el resto de su persona. Las uñas estaban muy bien arregladas y lustradas, pero con un esmalte de color muy suave.

– ¿Le dijo Howard que en este viaje no vio a mi marido?

– Sí.

Terminó de tomar el café y colocó la taza en la bandeja. Jugó unos segundos con la cuchara y entonces comenzó a hablar sin levantar la vista hacia mí.

– No le dijo el motivo porque no lo sabía. Quiero mucho a Howard, pero es de esos hombres del tipo eficiente, que quieren solucionarlo todo y hacerse cargo de todo. El piensa que es muy dinámico.

Esperé sin pronunciar palabra. Hubo otro silencio. Me dirigió una mirada rápida y en seguida apartó la vista. Con voz suave agregó:

– Mi esposo ha desaparecido desde hace tres días. Ignoro donde está. He venido a pedirle que lo encuentre y lo traiga a casa. ¡Oh!, ya ha pasado antes de ahora. Una vez se fue por su cuenta hasta Portland, se emborrachó en el hotel y hubo que llamar a un médico para que lo atendiera. Es un milagro que haya podido llegar tan lejos sin meterse en ningún lío. N” había comido nada durante tres días. Otra vez estuvo en un baño turco en Long Beach, uno de esos lugares suecos; y la última vez fue en una especie de pequeño sanatorio privado, de dudosa reputación. Esto sucedió hace menos de tres semanas. No quiso darme el nombre del lugar o la situación; sólo me dijo que estaba siguiendo una cura y que se encontraba perfectamente. Pero parecía muy débil y estaba pálido como un cadáver. Alcancé a ver al hombre que lo trajo a casa, aunque sólo pude echarle una rápida ojeada. Era un hombre alto, vestido con una especie de equipo de vaquero de muchos adornos; parecía salido de un escenario o de una película musical en tecnicolor. Dejó a Roger en el camino y luego retrocedió en el coche y se alejó en seguida.

– Puede haber sido uno de esos hacendados pitucos. Son capaces de gastarse hasta la última moneda que ganan en trajes de fantasía como ése. Las mujeres se vuelven locas por ellos y eso es lo que buscan.

La señora Wade abrió la cartera y sacó un papel doblado.

– Le he traído un cheque por quinientos dólares, señor Marlowe. ¿Lo aceptará como anticipo?

Colocó el cheque doblado sobre la mesa. Lo miré, pero no lo toqué.

– ¿Por qué? -le pregunté-. Usted dice que hace tres días su esposo se fue. Hacen falta tres o cuatro días para desembriagar a un hombre y conseguir que ingiera algún alimento. ¿No regresará su esposo en la misma forma en que lo ha hecho otras veces? ¿O pasa algo diferente esta vez?

– Roger no podrá soportar mucho más esa clase de vida, señor Marlowe. Teminará por matarlo. Los intervalos son cada vez más cortos y estoy muy preocupada. Estoy más que inquieta, me siento asustada. Esto no es natural. Hace cinco años que estamos casados. Roger siempre fue bebedor, pero no un bebedor psicópata. Hay algo que anda mal. Quiero que lo encuentren. Anoche no pude dormir ni una hora.

– ¿Por qué bebe? ¿Tiene alguna idea?

Los ojos azul violeta se fijaron en mí con mirada firme. Aquella mañana ella parecía un poco frágil, pero de ninguna manera desamparada. Se mordió el labio inferior y sacudió la cabeza.

– A menos que sea por mí -dijo por fin, casi en un susurro-. Los hombres suelen cansarse de sus esposas.

– Soy sólo un psicólogo aficionado, señora Wade. En mi trabajo tengo que serlo un poco; yo diría que es más probable que esté cansado de las cosas que escribe.

– Es muy posible -dijo ella con tranquilidad-. Me imagino que todos los escritores tienen temporadas como ésas. Es verdad que parece que no puede terminar el libro que está escribiendo, pero no creo que eso sea razón suficiente.

– ¿Qué clase de hombre es, cuando está sobrio?

Ella sonrió.

– Bueno, soy más bien un poco parcial. Creo que es un muchacho encantador.

– ¿Y cuando está borracho?

– Espantoso. Brillante, duro y cruel. Se cree ingenioso cuando en realidad sólo es desagradable.

– No dijo que era violento.

Ella levantó las cejas.

– Lo fue una sola vez, señor Marlowe. Y ya se ha hecho demasiado ruido con eso. Nunca se lo hubiera contado a Howard Spencer. Se lo dijo el mismo Roger.

Me levanté y empecé a caminar por el cuarto. Iba a ser un día muy caluroso; a aquella hora temprana de la mañana el calor ya se hacía sentir. Bajé las cortinas venecianas de una de las ventanas para que no entrara el sol. Después me volví hacia ella y comencé a hablarle con toda franqueza.

– Ayer por la tarde revisé el Quién es Quién. Su marido tiene cuarenta y dos años, casado con usted en primeras nupcias, sin hijos. Sus padres son de Nueva Inglaterra y él estudió en Andover y en Princeton. Tiene una buena hoja de guerra. Ha escrito doce de esas novelas históricas plagadas de espadachines y sexo, y cada una ha sido un éxito editorial. Debe de haber ganado mucho dinero. Me parece que es el tipo que si se hubiera cansado de su mujer, lo diría y pediría el divorcio. Si anduviera con otra mujer probablemente usted lo sabría, y de cualquier modo no tendría necesidad de emborracharse simplemente para probar que se siente desgraciado. Hace cinco años que están casados, por lo tanto tenía treinta y siete cuando se casó. Casi podría afirmar que en aquella época conocía casi todo lo que se puede saber con respecto a las mujeres. Y digo casi todo, porque nadie puede llegar a conocerlas en su totalidad.

Hice una pausa, la miré y ella me sonrió. No había herido sus sentimientos. Continué hablando.

– Howard Spencer sugirió, no tengo idea de los fundamentos que tenía para ello, que lo que preocupa a Roger Wade es algo que ocurrió mucho tiempo antes de que ustedes se casaran y que ha salido a relucir ahora y lo está hiriendo con más fuerza que la que él puede aguantar. Spencer pensó que podría tratarse de un chantaje. ¿Sabe usted algo?

Ella sacudió la cabeza lentamente.

– Me pregunta usted si podría estar enterada de que Roger entrega a alguien sumas importantes de dinero… No, no podría saberlo. No me meto en sus asuntos financieros y contables. Roger podría muy bien hacerlo sin que yo lo supiera.

– Perfectamente. Como no conozco al señor Wade no puedo tener idea de cómo reaccionaría si lo tuvieran agarrado o acorralado. Si tiene un temperamento violento podría romperle la cabeza a alguien. Si el secreto, cualquiera que fuese, pudiera dañar su posición social o profesional o, tomando un caso extremo, hiciera que los guardianes de la ley comenzaran a revolotear a su alrededor, es posible que se resignara a pagar… al menos por un tiempo. Pero nada de esto nos lleva a conclusión alguna. Lo que usted quiere es que lo encontremos; se siente preocupada, más que preocupada. De modo que podríamos ver cómo me las arreglo para encontrarlo. No quiero su dinero, señora Wade; no por ahora, al menos.

La señora Wade abrió su cartera de nuevo y sacó dos trozos de papel amarillo. Parecían hojas de papel de cartas, plegadas, y una de ellas bastante arrugada. Las alisó y me las entregó.

– Una la encontré en su escritorio. Era muy tarde o, más bien, muy temprano por la mañana. Sabía que había estado bebiendo y que no había subido a acostarse. Alrededor de las dos de la mañana bajé para ver si se encontraba bien o relativamente bien, y si estaría tirado en el suelo o acostado en el sofá o en algún otro lado. Había desaparecido. El otro papel estaba en el canasto, más bien dicho, había quedado enganchado en el borde y por eso no cayó adentro.

Observé la primera hoja, la que no estaba arrugada. Sólo tenía escrito un párrafo corto a máquina. Decía así: -“No me importa estar enamorado de mí mismo, y para mí ya no existe nadie más de quien pueda enamorarme. Firmado: Roger (F. Scott Fitzgerald) Wade. P.D. Por eso nunca terminé The Last Tycoon”.

– ¿Esto tiene algún significado para usted, señora Wade?

– Lo considero una simple postura y una ficción. Roger siempre fue gran admirador de Scott Fitzgerald. Dice que Fitzgerald es el mejor escritor borracho después de Coleridge, que se drogaba. Preste atención -añadió cambiando de tema -a la escritura de máquina, señor Marlowe; clara, uniforme, sin errores.

– Ya lo he hecho. La mayoría de las personas ni siquiera pueden escribir sus nombres cuando están borrachos. -Desdoblé el papel arrugado. También estaba escrito a máquina, sin errores ni irregularidades: “Usted no me agrada, doctor V. Pero en este preciso momento es el hombre que necesito.”

La señora Wade empezó a hablar sin apartar la vista del papel.

– No tengo idea de quién es el doctor V. No conocemos a ningún médico cuyo nombre comience con esa inicial. Supongo que será el dueño de ese establecimiento en donde Roger estuvo la última vez.

– Cuando el vaquero lo trajo a casa, ¿su esposo no mencionó ningún nombre… ni siquiera de determinados lugares?

Ella sacudió la cabeza.

– No. He consultado la guía telefónica. Hay docenas de médicos de una u otra especialidad cuyos nombres empiezan con V. Además puede no ser el apellido.

– Hasta es posible que ni siquiera sea médico -dije-. Esto nos pone la cuestión del dinero sobre el tapete. Un hombre que actúa legalmente aceptaría un cheque, pero un curandero no. Podría constituir una evidencia en su contra. Y un tipo de ésos no cobra barato. Alojamiento y pensión en su casa deben resultar salados. Sin contar la aguja.

Ella me miró con asombro.

– ¿La aguja?

– Todos estos tipos de dudosa moralidad drogan a sus clientes. Es la forma más fácil de poder manejarlos. Los dejan listos por diez o doce horas y cuando se recobran se comportan como buenos muchachos. Pero usar narcóticos sin permiso puede significar alojamiento y pensión en lo del Tío Sam. El riesgo es grande y por eso se lo hacen pagar caro a sus clientes.

– Comprendo. Probablemente Roger disponía de unos cuantos cientos de dólares. Siempre guarda una buena suma en su escritorio. Nunca supe por qué. Supongo que se trata de un simple capricho. Pero hoy no encontré allí ningún dinero.

– Muy bien -dije-. Trataré de localizar al doctor V. No sé cómo, pero haré todo lo posible. Llévese el cheque, señora Wade.

– Pero ¿por qué? ¿No está usted autorizado…?

– Más tarde, gracias. Y en realidad preferiría recibirlo del señor Wade. No creo que a él le agrade lo que voy a hacer, de todos modos.

– Pero si él está enfermo o necesita ayuda…

– Podría haber llamado a su médico o haberle pedido a usted que lo haga. Eso significa que no quería hacerlo.

Guardó el cheque en la cartera y se puso de pie. Parecía completamente desamparada.

– Nuestro médico se negó a tratarlo -dijo con amargura.

– Existen cientos de médicos, señora Wade. Cualquiera de ellos lo atendería por una vez, y la mayoría seguirían atendiéndolo por un tiempo. En esta época la medicina es un negocio donde hay mucha competencia.

– Comprendo; es posible que usted tenga razón.

Se dirigió lentamente hacia la salida y yo la acompañé y abrí la puerta.

– Usted podría haber llamado a un médico por su propia cuenta. ¿Por qué no lo hizo?

Se enfrentó conmigo con toda franqueza. Le brillaron los ojos y creí adivinar que asomaron algunas lágrimas. Sin lugar a dudas era una mujer estupenda.

– Porque amo a mi marido, señor Marlowe. Haría cualquier cosa por ayudarlo. Pero también sé qué clase de hombre es. Si llamara a un médico cada vez que bebe demasiado, no tendría marido para mucho tiempo. No se puede tratar a un adulto como si fuera un niño que tiene dolor de garganta.

– Se puede si él está borracho. A menudo uno está obligado a hacerlo.

Ella estaba de pie, muy cerca, y aspiré su perfume o creí que lo hacía.

– Supongamos que exista algo vergonzoso en su pasado -dijo la señora Wade arrastrando las palabras como si les sintiera un gusto amargo-, o hasta criminal. Para mí no habría diferencia. Y no quiero que por mi causa se llegue a descubrirlo.

– ¿Pero le parece bien que Howard Spencer me contrate para que yo lo descubra?

Ella sonrió muy lentamente.

– ¿Piensa usted realmente que yo esperaba que le diera a Howard otra respuesta que la que le dio… un hombre que prefirió ir a la cárcel antes que traicionar a un amigo?

– Gracias por la asociación de ideas, pero no me encarcelaron por eso. Después de un momento de silencio hizo una inclinación de cabeza, se despidió de mí y comenzó a bajar las escaleras. La seguí mirando hasta que subió al auto, un Jaguar pequeño, de color gris y aspecto flamante. Puso el motor en marcha y se dirigió hacia el final de la calle, donde dio vuelta por la plazoleta. Me hizo un gesto de adiós con el guante cuando comenzó a bajar por la colina, después dio vuelta a la esquina y el pequeño automóvil desapareció de mi vista.

Un arbusto de adelfas rojas se recortaba sobre parte de la pared frontal de la casa. En el arbusto surgió un alboroto y un aleteo, y un pichón de mirlo comenzó a piar ansiosamente. Lo localicé en una de las ramas superiores, batiendo las alas como si le costara mantenerse en equilibrio. De los cipreses situados al extremo de la pared salió un áspero gorjeo de advertencia. El píopío cesó de inmediato y el pajarito enmudeció.

Entré en la casa, cerré la puerta y dejé al ave sumida en su lección de vuelo. Los pájaros también tienen que aprender.