172898.fb2 El largo adios - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 17

El largo adios - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 17

Capítulo XVI

Del otro lado de la carretera, en el fondo del valle de Sepúlveda, había dos postes cuadrados pintados de amarillo. Sujeto a uno de ellos había un portón de rejas que se encontraba abierto. A la entrada se leía un cartel fijado con alambre: Camino Privado. Prohibida la entrada.

Doblé con el coche y seguí por el camino de césped que bordeaba el lomo de una colina y que sube después por una cuesta suave hasta llegar a la cima del cerro y desciende por el otro lado hasta la profundidad del valle. El calor se hacía sentir en el valle; eran diez o quince grados más que en la carretera. Pude ver que el camino de césped concluía dando una vuelta alrededor de una extensión bordeada de piedras pintadas con cal. A la izquierda había una piscina de natación vacía, rodeada por tres de sus lados de césped muy descuidado y algunas hamacas de madera roja diseminadas por todas partes. Las hamacas tenían almohadones ya muy desteñidos y arruinados; se adivinaba que habían sido de diversos colores: azul, verde, amarillo, naranja y rojo ladrillo. Sus lazos estaban sueltos en muchas partes, los botones habían saltado y los almohadones formaban bultos desparejos. Sobre el lado restante de la piscina había una cancha de tenis rodeada por un alto alambrado. El trampolín presentaba un aspecto muy abandonado; la estera que lo cubría estaba hecha trizas, con los pedazos colgando y los accesorios metálicos cubiertos de herrumbre.

Llegué a la plazoleta cubierta de césped y detuve el coche frente a un edificio de pino rojo, con el techo rajado y un pórtico ancho al frente. La entrada tenía puertas dobles con persianas cubiertas de grandes moscas medio adormiladas. Varios caminos se extendían entre los robles, pues entre ellos se levantaban unas cuantas cabañas rústicas diseminadas espaciosamente sobre la ladera de la colina, mientras otras se escondían casi completamente. Las que yo veía tenían un aspecto desolado y de abandono total: las puertas cerradas, las ventanas tapadas con cortinas de arpillera o de una tela parecida. Uno creía sentir el polvo acumulado en todas partes.

Cerré el contacto y me quedé sentado, escuchando, con manos sobre el volante. No se oía sonido alguno. El lugar parecía más muerto que un cementerio, excepto por el detalle de que las puertas de detrás de las persianas dobles estaban abiertas y porque me pareció distinguir que algo se movía en la oscuridad de la habitación. En aquel momento oí un silbido ligero y la silueta de un hombre se recortó contra la persiana, la empujó para abrirla y apareció un muchacho que empezó a bajar los escalones. El tipo era algo digno de ver.

Usaba un chambergo de gaucho, chato y negro, sujeto con una tira por debajo del mentón, camisa de seda blanca, inmaculada, abierta en el cuello, de puños ajustados y mangas sueltas y abultadas. Alrededor del cuello tenía un pañuelo negro con flecos, anudado en forma despareja, de modo que una de las puntas era corta y la otra le llegaba casi hasta la cintura. Llevaba una faja negra, muy ancha, alrededor de la cintura, pantalones negros muy ajustados en las caderas, con pespuntes de hilo dorado que llegaban bastante abajo, hasta donde los pantalones se abrían en forma de pollera acampanada medio suelta; a ambos lados de las aberturas había hileras de botones dorados. En los pies lucía escarpines de baile, de charol.

Se detuvo al pie de la escalera y me miró, sin dejar de silbar. Parecía tan flexible como un junco. Tenía ojos color humo, los más grandes e inexpresivos que yo hubiera visto y pestañas largas y sedosas, rasgos delicados y perfectos sin ser frágiles. La nariz aguileña era tal vez demasiado delgada, la boca chica y bien formada, lucía un hoyuelo en la barbilla, y orejas pequeñas y graciosas. La piel mostraba esa palidez que el sol nunca puede alterar.

Adoptó una postura amanerada, apoyando la mano izquierda contra la cadera y con la derecha describió en el aire una curva graciosa a modo de saludo.

– ¡Hola! -dijo-. Hermoso día, ¿no le parece?

– Para mí hace demasiado calor.

– A mí me gusta el calor. -La declaración era terminante y cerró la discusión. Para él no tenía importancia lo que a mí me gustara. Se sentó en un escalón, sacó de alguna parte una lima y comenzó a arreglarse las uñas.-¿Usted es del banco? -me preguntó, sin levantar la vista.

– Busco al doctor Verringer.

Suspendió el trabajo con la lima y miró en lontananza.

– ¿Quién es ése? -preguntó, sin interés alguno.

– Es el dueño del lugar. Usted es demasiado lacónico. Se hace el que no sabe.

Volvió a prestar atención a la lima y a las uñas.

– Usted se equivoca, querido. El banco es el propietario del lugar. Han hecho un juicio hipotecario o lo han embargado o algo por el estilo. He olvidado el detalle.

Me miró con la expresión del hombre para quien los detalles no significan nada. Bajé del Olds y me apoyé en la puerta recalentada, pero me aparté en seguida buscando un lugar donde corriera un poco de aire.

– ¿De qué banco se trata?

– Si no lo sabe es que no viene de allí. Si no viene del banco, no tiene nada que hacer aquí. Le aconsejo que se vaya, querido. Largo de aquí y rápido.

– Tengo que ver al doctor Verringer.

– El establecimiento no funciona, amigo, y como dice el cartel, éste es un camino privado. Alguien se olvidó de cerrar el portón de entrada.

– ¿Usted es el cuidador?

– Algo por el estilo. Y no haga más preguntas, querido. -Tengo un temperamento un poco fuerte.

– ¿Qué es lo que hace cuando se enoja?…¿Baila un tango con una ardilla?

Se puso de pie súbitamente y con mucha gracia. Se sonrió un instante con sonrisa inexpresiva.

– Me está pareciendo que voy a tener que meterlo en su pequeño convertible -dijo.

– Más tarde. ¿Dónde puedo encontrar al doctor Verringer?

El muchacho metió la lima en el bolsillo de la camisa y otra cosa ocupó su lugar en la mano derecha. Hizo un movimiento rápido y vi que llevaba en el puño una manopla de bronce reluciente. La piel parecía habérsele estirado sobre las mejillas y los grandes ojos ahumados resplandecían con furor incontenible. Se dirigió hacia mí y yo retrocedí para tener más libertad de movimiento. Comenzó a silbar de nuevo, pero el silbido era estridente y fuerte.

– No tenemos por qué pelear -le dije, tratando de calmarlo-. No hay ningún motivo. Y además podría romperse esos pantalones encantadores.

El muchacho fue rápido como un relámpago. Con un salto suave se acercó a mí y extendió con rapidez la mano izquierda. Yo esperaba una trompada y aparté a tiempo la cabeza, pero lo que él buscaba era agarrarme la muñeca derecha y lo consiguió. Tenía mucha fuerza. Me hizo perder el equilibrio y vi que la mano que tenía la manopla descendía en picado para golpearme. Si me daba un puñetazo en la nuca con una manopla de ésas era hombre muerto. Si yo trataba de zafarme tirando con fuerza, podría alcanzarme en un costado de la cara o en la parte superior del brazo, debajo del hombro. Significaría un brazo inutilizado o la cara desfigurada, según el caso. En una situación semejante sólo me quedaba una cosa por hacer.

Seguí tirando con todas mis fuerzas, pero de paso pude hacerle una zancadilla en el pie izquierdo, agarré su camisa y sentí que se rasgaba. Algo me golpeó en la nuca, pero no era el metal. Rodé hacia la izquierda y él pasó por encima mío, aterrizó como un gato, pero estaba de pie de nuevo antes de que yo hubiera tenido tiempo de recobrar el equilibrio. El muchacho empezó a reírse. Estaba encantado de todo, encantado de su trabajo. Vino por mí en seguida.

Se oyó una voz fuerte que gritaba desde alguna parte:

– ¡Earl! ¡Quédate quieto en seguida! En seguida, ¿me entiendes?

El muchacho se detuvo. En su rostro se dibujó una especie de sonrisa enfermiza. Hizo un movimiento rápido y la manopla de bronce desapareció debajo de la faja que tenía en la cintura.

Me di vuelta y vi a un hombre de complexión robusta y camisa hawaiana, quien se dirigió apresuradamente hacia nosotros por uno de los caminos entre los árboles, moviendo las manos. Se aproximó respirando muy agitado.

– ¿Estás loco, Earl?

– No me diga nunca eso, Doc -contestó Earl con suavidad. Entonces se sonrió, dio la vuelta y fue a sentarse en la escalera de la casa. Se sacó el chato sombrero, extrajo de no sé dónde un peine y comenzó a peinarse el cabello oscuro y abundante con expresión distraída. Después de uno o dos segundos empezó a silbar de nuevo suavemente.

El recién llegado se detuvo, me miró y yo hice lo mismo.

– ¿Qué pasa aquí? -vociferó de mal humor-. ¿Quién es usted, señor?

– Me llamo Marlowe. Vine a preguntar por el doctor Verringer. El muchacho que usted llama Earl parece que tenía ganas de jugar. Me imagino que la culpa la tiene el calor.

– Yo soy el doctor Verringer -dijo con dignidad. Dio vuelta a la cabeza y dirigiéndose al muchacho ordenó-: Vete a casa, Earl.

Earl se levantó lentamente. Miró al doctor Verringer con una mirada pensativa, escrutadora, subió las escaleras y levantó la persiana para pasar. Una nube de moscas empezó a zumbar y a revolotear, pero se posó en seguida en la persiana cuando la puerta se cerró.

– ¿Marlowe? ¿En qué puedo servirlo, señor Marlowe?

– Earl dice que usted ya no trabaja más aquí.

– Es exacto. Estoy esperando ciertas formalidades legales para mudarme. Earl y yo estamos solos.

– Esa noticia me desilusiona. Pensé que aquí se encontraba un hombre llamado Wade.

Enarcó las cejas, de espesor impresionante, en un gesto de asombro.

– ¿Wade? Es posible que conozca a alguien de ese apellido; es un nombre bastante común, pero ¿por qué iba a estar aquí conmigo?

– Siguiendo la cura.

El doctor Verringer frunció el ceño. Cuando un tipo posee semejantes cejas puede realmente fruncir el ceño.

– Soy médico, señor, pero ya no ejerzo. ¿A qué clase de cura se refiere?

– El hombre es alcohólico. De cuando en cuando se le va la mano con la bebida y desaparece. A veces regresa a su casa por sus propios medios, otras hay que traerlo y a veces se resiste a que lo encuentren.

Saqué mi tarjeta profesional y se la entregué.

El la miró sin demostrar mucho placer.

– ¿Qué le pasa a Earl? -le pregunté-. ¿Se cree un Valentino o algo parecido?

Movió otra vez las cejas. Me fascinaban. En parte se enrulaban hasta cosa de cuatro centímetros. Encogió los hombros carnosos.

– Earl es inofensivo, señor Marlowe. A veces es un poco soñador. Vive en un mundo de fantasía.

– Usted lo sabrá doctor. Tal como yo lo veo, fantasea mucho.

– Vamos, vamos, Marlowe. Con seguridad exagera. A Earl le gusta vestirse bien. Es aniñado a ese respecto.

– Quiere usted decir que es medio chiflado. ¿No es cierto? -pregunté y agregué en seguida-: Este lugar es una especie de sanatorio, ¿no? ¿O lo fue?

– De ninguna manera. Cuando funcionaba era una colonia para artistas. Yo les proporcionaba las comidas, el alojamiento, facilidades para practicar deportes y juegos, y sobre todo, aislamiento. Y todo por precios moderados. Los artistas, como usted debe saber, rara vez son gente rica. En el término artistas incluyo, por supuesto, a escritores músicos y demás. Para mí fue una ocupación remuneradora… mientras duró.

Parecía triste al decir eso. Las cejas caían en los extremos para hacer juego con la boca. Con dejarlas crecer un poco más las tendría en la boca.

– Eso ya lo sé -le dije-. Está en el fichero. Y también el suicidio que se produjo aquí hace un tiempo. Fue una cuestión de narcóticos, ¿no es cierto?

Enderezó las cejas y se puso tieso.

– ¿Qué fichero? -preguntó en tono incisivo.

– Tenemos un fichero sobre los que llamamos muchachos de las ventanas enrejadas. Son lugares de donde no se puede escapar cuando le agarra a uno un ataque; pequeños sanatorios privados o como se llamen, en donde se atiende a los alcohólicos, a los drogados y a los maniáticos pacíficos.

– Esos lugares deben tener permiso de la ley -dijo el doctor Verringer en tono severo.

– Sí, por lo menos en teoría. Pero a veces la gente se olvida de esos detalles.

El doctor Verringer se puso rígido. En verdad, el tipo tenía cierto aire de dignidad.

– Su insinuación es insultante, señor Marlowe. Ignoro por qué mi nombre figura en una lista como la que usted menciona. Debo pedirle que se retire.

– Volvamos a Wade. ¿Quizás esté aquí bajo otro nombre?

– Aquí no hay nadie más que Earl y yo. Estamos completamente solos. Si usted me perdona…

– Me gustaría echar un vistazo.

A veces uno consigue hacer enojar a la gente y sacarla de sus casillas. Pero no a un tipo como el doctor Verringer. Permaneció sereno y lleno de dignidad. Sólo sus cejas demostraban lo que sentía. Miré hacia la casa. Del interior llegaba el sonido de una música, una melodía bailable, y se oía muy débilmente el castañeteo de unos dedos.

– Apuesto a que está ahí bailando -dije-. Eso es un tango. Le apuesto a que está ahí dentro bailando solo. ¡Qué muchacho!

– ¿Piensa irse, señor Marlowe? ¿O tendré que pedirle a Earl que me ayude a sacarlo de mi propiedad?

– Muy bien. Me iré. No me guarde rencor, doctor. Había sólo tres nombres que empezaban con V y usted era el que prometía más. Es el único indicio que tenemos… doctor V. Wade lo escribió en un pedazo de papel antes de irse. Doctor V.

– Debe haber docenas así -dijo el hombre con suavidad.

– ¡Ah, claro! Pero no hay docenas en nuestro fichero. Muchas gracias, doctor. Earl me molesta un poco.

Me dirigí hacia el coche y me metí dentro. Cuando cerré la puerta el doctor Verringer ya se encontraba a mi lado. Se apoyó en la puerta con expresión amable.

– No tenemos por qué disgustarnos, señor Marlowe. Comprendo que en su profesión usted a veces no tiene más remedio que ser un poco entrometido. ¿Qué es lo que le molesta en Earl, concretamente?

– Es evidente que hay en él algo falso. Donde uno encuentra una cosa falsa se siente inclinado a esperar otras falsedades. El muchacho tiene manía depresiva, ¿no es así? En este instante está en un período de euforia.

El doctor Verringer me miró en silencio, con seriedad y cortesía.

– Muchas personas interesantes y talentosas han vivido conmigo, señor Marlowe. No todas eran tan equilibradas y sensatas como puede serlo usted. La gente de talento frecuentemente es neurótica. Pero carezco de comodidades para atender a lunáticos o alcohólicos aunque me gustara esa clase de trabajo. No tengo personal, excepto Earl, y no es el tipo más apropiado para cuidar enfermos.

– Según su opinión, ¿para qué es un tipo apropiado, doctor? Aparte de toda esa engañifa del baile y todo lo demás.

Se inclinó sobre la puerta y la voz se hizo baja y confidencial.

– Los padres de Earl eran muy amigos míos, señor Marlowe. No están ya en este mundo y alguien tenía que cuidar de Earl. Earl tiene que llevar una vida tranquila, lejos del ruido y las tentaciones de la ciudad. Es inestable, pero fundamentalmente inofensivo. Lo controlo con absoluta facilidad, como ha podido ver.

– Usted tiene mucho coraje -dije.

El suspiró. Las cejas se movieron suavemente, cual antenas de un insecto.

– Ha sido un sacrificio y bastante pesado. Pensé que Earl podría ayudarme aquí en mi trabajo. Juega muy bien al tenis, nada y se zambulle como un campeón y puede bailar toda la noche. Casi siempre es la amabilidad en persona. Pero de vez en cuando se produjeron… incidentes.

– Movió la mano como si quisiera enterrar en el olvido recuerdos dolorosos. -Al final tuve que elegir entre abandonar a Earl o dejar este lugar.

Levantó las manos con las palmas hacia arriba, extendiéndolas aparte, las dio vuelta y las dejó caer a los costados. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

– Vendí todo -continuó-. Este pacífico valle se convertirá en una población con aceras y faroles en las calles, y niños con monopatines y radios estridentes, y hasta habrá… televisión -concluyó con un suspiro de desesperación.

Saludó con la mano en ademán rápido. -Confío en que perdonarán los árboles -dijo-, pero me temo que no. A lo largo de las lomas habrá, en cambio, antenas de televisión. Pero Earl y yo estaremos bien lejos, estoy seguro.

– Adiós, doctor. Mi corazón sangra por usted.

Me tendió la mano. Estaba húmeda, pero la sentí bien firme.

– Aprecio su simpatía y comprensión, señor Marlowe. Y lamento no poder ayudarlo en la búsqueda del señor Slade.

– Wade -corregí.

– Perdóneme, Wade, por supuesto. Adiós y buena suerte, señor.

Puse el coche en marcha y recorrí el mismo camino por el que había llegado. Me sentía triste, pero no tanto como lo hubiera querido el doctor Verringer.

Atravesé el portón y me alejé bastante por la carretera hasta que encontré una curva donde estacioné de modo que no pudiera ser visto desde la entrada. Salí del coche y volví caminando a lo largo del pavimento hasta que divisé la puerta. Me escondí detrás de un eucalipto y esperé.

Pasaron más o menos cinco minutos. Entonces vi aparecer por el camino privado un auto que paró fuera del alcance de mi vista. Me oculté aún más entre los matorrales Oí un crujido, después el golpe seco del pestillo de la puerta y el rechinar de la cadena. El motor del auto arrancó de nuevo y el coche regresó por el camino.

Cuando el ruido se extinguió, volví a mi Olds y di una vuelta en forma de U para regresar a la ciudad. Al pasar por la entrada del camino privado del doctor Verringer vi que la puerta estaba asegurada con cadena y candado. No más visitantes por hoy, gracias.