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Regresé a Hollywood completamente agobiado. Era demasiado temprano para comer y hacía demasiado calor. Puse en marcha el ventilador de mi oficina. No refrescaba el ambiente, pero removía el aire. Afuera, en el bulevar, se oía pasar el tránsito incesantemente. Los pensamientos se acumulaban en mi cabeza como las moscas sobre un papel engomado.
Tres intentos, tres fracasos. Todo lo que había hecho era ver a demasiados doctores.
Llamé por teléfono a casa de los Wade. Me atendió una persona con cierto acento mexicano y me informó que la señora Wade no estaba en casa. Pregunté por el señor Wade y me contestó que tampoco estaba. Dejé mi nombre y pareció entenderlo sin dificultad. El que atendía dijo ser el criado. Llamé a George Peters a la Organización Carne, pues quizá conociera a algunos médicos más. No se encontraba en la oficina. Dejé un nombre falso y mi verdadero teléfono. Transcurrió una hora sin que pasara nada. Me sentía como un granito de arena en el desierto del olvido. Me sentía como un bravucón que tiene en la mano dos pistolas sin balas. Tres intentos, tres fracasos. Odio cuando vienen de a tres. Uno llama al señor A: nada. Uno llama al señor B: nada. Uno llama al señor C: menos que menos. Una semana más tarde, uno se da cuenta de que debía haber llamado al señor D. Pero la cuestión es que uno no sabía que éste existiera, y una vez descubierto, el cliente cambió de idea y ha matado la investigación.
Volví a escarbar los detalles de las tres visitas realizadas, analizando todas las conjeturas posibles. Varley tenía gente demasiado rica para complicarse con alcohólicos. Vukanich era un infeliz que se drogaba en su propio consultorio. La enfermera debía saberlo. Al menos algunos de los pacientes debían saberlo. Todo lo que haría falta para liquidarlo sería un hombre resentido y una llamada telefónica. Wade, borracho o sobrio, no se habría acercado a un tipo semejante. Podía no ser el hombre más brillante del mundo -una cantidad de gentes de éxito están lejos de ser gigantes mentales-, pero no era tan tonto como para dejarse embaucar por Vukanich.
El único posible era el doctor Verringer. Tenía espacio y soledad. Y probablemente también paciencia. Pero Sepúlveda Canyon quedaba muy lejos de Idle Valley. ¿Dónde estaba el punto de contacto? ¿Cómo se podían haber conocido? Además, si Verringer era dueño de aquella propiedad y tenía un comprador, estaba en camino de hacerse con mucho dinero. Se me ocurrió una idea. Llamé a un conocido que trabaja en una compañía de títulos para investigar el estado de la propiedad. Nadie contestó. La compañía de títulos ya había cerrado. Yo también cerré, me dirigí a La Ciénaga, fui al “Rudy's Bar-B-Q”, di mi nombre al maitre y esperé el gran momento sentado en un taburete al lado del bar, con un whisky en la mano y la música del vals de Marek Weber en mis oídos. Después de un rato pasé del otro lado de la cuerda de terciopelo y comí uno de los mundialmente famosos bifes a la “Salisbury de Rudy's” que es un bife picado servido en una planchita de madera quemada, sostenido por rodajas de cebolla frita, rodeado por puré de patatas demasiado cocidas, y una de esas ensaladas mixtas que los hombres comen con absoluta docilidad en los restaurantes aunque empezarían a gritar como energúmenos si las esposas se las sirvieran en casa.
Después regresé a casa.
Me decidí a salir y tomar una copa cuando en ese preciso instante sonó el teléfono.
– Habla Eileen Wade, señor Marlowe. Usted dijo que lo llamara.
– Quería saber simplemente si tenía alguna novedad. He estado viendo médicos todo el día y no he conseguido amigos.
– No, lo siento. Roger todavía no apareció. Estoy muy preocupada; no puedo evitarlo. Supongo entonces que usted no tiene nada que comunicarme.
– Hablaba en voz baja y desanimada.
– Es un distrito grande y muy poblado, señora Wade.
– Esta noche serán cuatro días enteros.
– Por supuesto, pero no es demasiado tiempo.
– Para mí, sí. -Quedó silenciosa un momento. -He pensado mucho, tratando de recordar algo, algún indicio o recuerdo. Roger habla mucho sobre toda clase de cosas.
– ¿Le suena el apellido Verringer, señora Wade?
– No, me parece que no.
– Usted me dijo que una vez un tipo alto, vestido con traje de vaquero, trajo a su esposo de regreso a casa.
¿Reconocería a ese hombre si lo viera de nuevo, señora Wade?
– Supongo que sí -dijo en tono vacilante-, si las condiciones fueran las mismas. Apenas si pude echarle una ojeada en aquella ocasión. ¿Se llama Verringer?
– No, señora Wade. Verringer es un hombre robusto de edad mediana, que dirige o, para ser exactos, dirigía una especie de colonia para artistas en Sepúlveda Canyon. Tiene allí a un muchacho que trabaja con él y que anda vestido en forma medio fantástica. Y Verringer se titula doctor.
– Eso es magnífico -dijo ella con voz cálida-. ¿No cree que está en la pista?
– Podría estar más mojado que un gatito ahogado. La llamaré cuando lo sepa. Simplemente quería saber si Roger había regresado y si usted no recordaba algo concreto.
– Me temo no haberle sido de mucha utilidad -expresó ella con voz triste-. Por favor, llámeme en cualquier momento, por muy tarde que sea.
Le dije que así lo haría y colgué. Tomé un revólver y una linterna de tres pilas. Era un revólver 32, pequeño, de cañón corto, con las balas de punta aplanada. Earl, el muchacho del doctor Verringer, podía disponer de otros juguetes además de la manopla de bronce. Si fuera así, era bastante tonto como para jugar con ellos.
Tomé nuevamente por la carretera y manejé lo más rápido que pude. Era una noche sin luna y para cuando llegara a la entrada de la propiedad del doctor Verringer ya habría oscurecido. Oscuridad era lo que necesitaba.
El portón estaba todavía cerrado con la cadena y el candado. Pasé de largo y estacioné bien lejos de la carretera. Todavía había una leve claridad, pero no duraría mucho. Trepé por la verja y comencé a subir por la ladera de la colina buscando algún sendero, pero o no había ninguno o no pude encontrarlo, de modo que regresé y comencé a caminar a lo largo del camino de césped. Los eucaliptos hicieron lugar a los robles; crucé el cerro y a lo lejos pude divisar algunas luces. Pasé por detrás de la piscina y de la cancha de tenis, me llevó tres cuartos de hora llegar a un sitio desde donde podía ver el edificio principal, al extremo del camino. Había luces en la casa y se oía música. Y más allá, entre los árboles, había una cabaña que también tenía las luces encendidas. Otras cabañas oscuras estaban diseminadas entre los árboles. Seguí por un sendero y de pronto se encendió la luz de una lámpara en la parte de atrás de la cabaña principal. Me paré en seco. La lámpara no estaba buscando nada. Apuntaba hacia abajo, proyectando un amplio círculo de luz sobre la puerta trasera y el césped que se extendía por detrás. Entonces se oyó el golpe de la puerta contra la pared y Earl salió de la cabaña. En ese instante supe que estaba en el lugar que buscaba.
Earl tenía puesto un traje de vaquero, y había sido un vaquero el que llevó a Roger Wade a su casa hacía un tiempo. Earl estaba retorciendo una cuerda. Usaba camisa oscura con pespuntes blancos y un pañuelo a pintitas anudado alrededor del cuello. Tenía un ancho cinturón de cuero, tachonado con mucha plata, y un par de cartucheras con sus respectivos revólveres de mango de marfil. Lucía elegantes pantalones de montar y botas pespunteadas de blanco y relucientes de nuevas. Tenía puesto un sombrero blanco y lo que parecía algo así como un cordón tejido de plata colgaba suelto más abajo de la camisa, con los extremos desatados.
Earl se quedó parado frente a la puerta y empezó a hacer girar alrededor de él una cuerda que tenía en la mano, parándose dentro y fuera de la misma; era un actor sin público, un vaquero presumido que estaba montando todo un espectáculo para sí mismo y que lo gozaba intensamente. Earl Dos Pistolas, el terror del distrito Chochise. Debía haber estado en uno de esos ranchos-hoteles donde todos son tan aficionados a los caballos que hasta las telefonistas usan botas de montar para trabajar.
De pronto oyó un ruido o fingió oírlo. Dejó caer la soga y con movimientos rápidos se llevó las manos a las pistoleras, sacó los dos revólveres y apuntó con ellos mientras ponía los pulgares sobre los percutores. Dirigió una mirada escrutadora hacia la oscuridad que lo rodeaba. Yo quedé inmóvil, sin osar moverme. Los revólveres podían muy bien estar cargados. Pero la luz de la lámpara lo había encandilado y no pudo ver nada. Volvió a guardar las armas en los estuches, levantó la soga, la enrolló dejándola floja y se metió dentro de la casa. Casi en seguida se apagó la luz.
Empecé a caminar entre los árboles y me fui aproximando a la pequeña cabaña iluminada situada en la falda de la colina. No se sentía ningún ruido. Levanté con cuidado la cortina veneciana y miré hacia el interior. La luz provenía de una lámpara colocada sobre una mesita de noche, al lado de la cama. Un hombre en pijama yacía de espaldas sobre el lecho, el cuerpo laxo, los brazos encima del cubrecama, los ojos muy abiertos contemplando el techo. Parecía un hombre fornido, aunque el rostro estaba parcialmente en la sombra, pude ver que estaba pálido y que necesitaba una afeitada. Los dedos de las manos, extendidos sobre la cama, estaban inmóviles. Parecía no haberse movido durante horas.
Oí ruido de pasos que se acercaban por el sendero, hacia el otro lado de la cabaña. Se oyó el crujido de la puerta y entonces apareció la figura maciza del doctor Verringer. Traía en la mano lo que parecía ser un vaso grande de jugo de tomate. Al entrar encendió una lámpara de pie. La camisa hawaiana brilló con destellos amarillentos. El hombre acostado en la cama no le dirigió ni una mirada.
El doctor Verringer colocó el vaso sobre la mesita de noche, acercó una silla y se sentó. Asió la mano del hombre por la muñeca y le tomó el pulso.
– ¿Cómo se siente ahora, señor Wade? -La voz era amable y solícita.
El hombre no contestó ni lo miró. Siguió contemplando el techo.
– Vamos, vamos, señor Wade. No sea caprichoso. El pulso está ligeramente acelerado, pero sólo un poco más de lo normal. Usted está débil, pero por lo demás…
– Tejjy -dijo de pronto el hombre acostado-, dile a este hijo de tal por cual que si sabe cómo estoy, entonces no tiene por qué molestarse en preguntármelo.
Tenía voz clara y agradable, pero el tono era amargo.
– ¿Quién es Tejjy? -preguntó el doctor pacientemente.
– Mi intérprete. Está allí arriba en el rincón.
El doctor Verringer levantó la vista.
– Veo una pequeña araña -dijo-. Deje de fingir, señor Wade. Conmigo no es necesario.
– Tegenaria doméstica, la araña saltona común, compañero. Me gustan las arañas. Prácticamente nunca usan camisas hawaianas.
El doctor Verringer se humedeció los labios.
– No tengo tiempo para perder en juegos, señor Wade.
– Tejjy no tiene nada de juguetona. -Wade dio vuelta la cabeza lentamente como si la sintiera muy pesada y dirigió a Verringer una mirada despreciativa-. Tejjy es muy seria. Se acerca insensiblemente a usted. Como no la mira, pega un salto rápido y silencioso. Después de un tiempo ya está bastante cerca. Da el último salto y lo empieza a succionar hasta que lo deja seco, doctor. Muy seco. Tejjy no se lo come. Solamente le chupa los jugos hasta que no le queda nada más que la piel. Si usted piensa usar esa camisa durante mucho tiempo más, doctor, yo diría que eso podrá suceder muy pronto.
Verringer se recostó en el respaldo de la silla.
– Necesito cinco mil dólares -dijo con calma-. ¿Cuándo podré contar con ellos?
– Usted recibió seiscientos cincuenta dólares -contestó Wade con desagrado -y también todo el cambio que llevaba suelto.
– Esos son porotos.
– ¿Cuánto demonios cobra usted por este antro?
– Ya le dije que los precios se fueron arriba.
– No me dijo que tenían la altura del monte Wilson.
– No discutamos, Wade -dijo Verringer en tono cortante-, no está en condiciones de hacerse el gracioso. Además, usted traicionó mi confianza.
– No sabía que tuviera alguna.
El doctor Verringer golpeteó suavemente con los dedos en los brazos del sillón.
– Usted me llamó en mitad de la noche. Estaba en estado desesperado. Me dijo que se mataría si yo no iba. No quise hacerlo y usted sabe el motivo. No tengo permiso para practicar la medicina en este Estado. Estoy tratando de desembarazarme de esta propiedad antes de perderlo todo. Tengo que cuidar a Earl y en cualquier momento le puede venir un ataque. Yo le advertí que le costaría mucho dinero. Usted siguió insistiendo y entonces fui a buscarlo. Quiero cinco mil dólares.
– Estaba enloquecido por la bebida -dijo Wade-. Usted no puede obligar a un hombre a cumplir un convenio en esas condiciones. Ya le pagué demasiado bien.
– Además -agregó Verringer lentamente-, usted mencionó mi nombre a su esposa. Le dijo que yo iba a ir a buscarlo.
Wade pareció sorprendido.
– No hice nada de eso. Ni siquiera la vi. Estaba durmiendo.
– Entonces se lo habrá dicho otra vez. Estuvo aquí un detective privado y preguntó por usted. No hay ninguna posibilidad de que haya venido aquí si alguien no se lo dijo. Me libré de él, pero puede volver. Tiene que irse a su casa, señor Wade. Pero primero quiero mis cinco mil dólares.
– Usted no es por cierto el tipo más brillante del mundo, ¿eh, doctor? Si mi esposa sabía dónde estaba yo, ¿para qué necesitaba un detective? Hubiera podido venir ella misma, suponiendo que se preocupara tanto. Hubiera podido traer a Candy, nuestro criado Candy podría cortar en tiritas finas a su Muchachito Azul mientras el Muchachito Azul estuviera decidiendo en qué película piensa trabajar hoy.
– Usted tiene una lengua desagradable, Wade. Y una mente desagradable.
– También tengo cinco mil mangos desagradables, doctor. Trate de conseguirlos.
– Haga el favor de darme el cheque -dijo Verringer con firmeza-. Ahora. En seguida. Después se vestirá y Earl lo llevará a su casa.
– ¿Un cheque? -Wade casi estaba riéndose-. ¡Claro que se lo daré! ¡Magnífico! ¿Cómo lo cobrará?
El doctor Verringer se sonrió con tranquilidad.
– Usted piensa que dará orden de que no lo paguen, pero no lo hará, señor Wade. Se lo aseguro.
– ¡Gordo estafador! -gritó Wade.
El doctor Verringer movió la cabeza.
– En algunas cosas sí, pero no en todas. Tengo una personalidad múltiple, como la mayoría de la gente. Earl lo llevará en coche a su casa.
– No. Ese muchacho me hace poner la piel de gallina -dijo Wade.
El doctor Verringer se puso de pie con toda calma, se reclinó sobre la palma y palmeó el hombro de Wade.
– Para mí, Earl es por completo inofensivo, señor Wade. Tengo medios para controlarlo.
– Dígame uno -dijo una nueva voz y Earl apareció por la puerta con su conjunto de Roy Rogers. El doctor Verringer se dio vuelta, sonriente.
– ¡Saque a ese psicópata de aquí! -gritó Wade, mostrando por primera vez que sentía miedo.
Earl colocó las manos sobre el cinturón tachonado. Su rostro estaba pálido como el de un muerto y silbaba entre dientes con un silbido suave. Entró en el cuarto caminando lentamente.
– No debería haber dicho eso -exclamó el doctor y se volvió hacia Earl-. Está bien, Earl. Yo me ocuparé del señor Wade. Lo ayudaré a vestirse mientras tú vas a buscar el auto; lo traerás lo más cerca que puedas de la cabaña. El señor Wade se siente muy débil.
– Y se sentirá mucho más débil en seguida -dijo Earl con voz silbante-. Déjeme pasar.
– Oyeme, Earl… -dijo el doctor y agarró al joven por el brazo-. ¿No quieres volver a Camarillo, no es cierto?
Una palabra mía y…
No alcanzó a decir más, Earl soltó el brazo que le sujetaba el doctor y levantó la mano derecha en la que brilló un destello metálico. El puño armado golpeó contra la mandíbula del doctor Verringer. Este cayó al suelo como si le hubiesen disparado un tiro en el corazón. La caída hizo estremecer la cabaña. Yo comencé a correr.
Llegué hasta la puerta y la abrí de un golpe. Earl se dio media vuelta, inclinándose un poco hacia adelante y me miró sin reconocerme. De sus labios salía un sonido balbuceante. Se abalanzó hacia mí de inmediato.
Empuñé el revólver y le apunté, pero para él eso no significaba nada. O bien sus pistolas no estaban cargadas o se había olvidado por completo de ellas. La manopla de bronce era todo lo que necesitaba. Siguió avanzando.
Disparé un tiro contra la ventana situada frente a la cama. El estallido del disparo resonó en la pequeña habitación con mucha más fuerza que la habitual. Earl se detuvo en seco con el rostro pálido como una hoja de papel. Dio vuelta la cabeza y miró el agujero hecho en la persiana. Después su mirada se fijó en mi persona. Lentamente el rostro cobró vida y se sonrió.
– ¿Qué pasó? -preguntó vivamente.
– Sáquese la manopla -le dije, vigilando la expresión de sus ojos.
Se miró la mano sorprendido; después se sacó la manopla y la arrojó distraídamente a un rincón.
– Ahora el cinturón con los revólveres. No toque las armas. Sólo desabróchese la hebilla.
– No están cargados -dijo sonriendo-. Diablos, ni siquiera son revólveres; pura exhibición.
– El cinturón. Apúrese.
Earl miró el revólver 32 de caño corto.
– ¿Ese es de verdad? Ah, claro que sí. La persiana. Sí, la persiana.
El hombre acostado ya no estaba en la cama. Se había puesto detrás de Earl. Se acercó rápidamente y le sacó una de las brillantes pistolas. A Earl no le gustó y lo demostró en su cara.
– ¡Salga de ahí! -gritó en tono enojado-. Vuelva a poner el arma donde estaba.
– El muchacho tiene razón -dijo Wade-. Son pistolas de juguete. -Se alejó de Earl y colocó el revólver sobre la mesa-. ¡Cristo! Me siento terriblemente débil.
– Sáquese el cinturón -ordené por tercera vez-.Cuando uno comienza algo con un tipo como Earl hay que terminarlo. Es necesario mantenerse en sus trece y no cambiar de idea.
Al fin se sacó el cinturón, con actitud bastante amigable y sosteniéndolo en la mano se dirigió hacia la mesa, agarró el revólver, lo volvió a poner en la pistolera y colocó el cinturón sobre la mesa. Dejé que hiciera todo eso y justo en aquel momento Earl vio al doctor Verringer tirado en el suelo contra la pared. Expresó su consternación con un sonido indefinido y se dirigió rápidamente al baño, de donde volvió casi en seguida trayendo una jarra llena de agua que volcó sobre la cabeza del doctor Verringer. El doctor balbució algo y rodó de costado. Entonces empezó a quejarse y se llevó la mano a la mandíbula. Trató de ponerse de pie y Earl lo ayudó.
– Lo siento, Doc. Se me fue la mano y golpeé sin ver a quién dirigía el golpe.
– Está bien; no tengo nada roto -dijo Verringer, haciendo un ademán para que se apartara-. Ve a buscar el coche, Earl, y no te olvides de la llave para el candado del portón.
– Traigo el coche aquí. Claro. En seguida. La llave del candado. Ya la tengo. En seguida. Doc.
Salió del cuarto, silbando.
Wade se había sentado en el borde de la cama y parecía que tiritaba.
– ¿Usted es el detective del cual me habló el doctor?
¿Cómo me encontró?
– No hice más que preguntar un poco a la gente que conoce de estas cosas -contesté-. Si quiere regresar a su casa, vístase.
El doctor Verringer se había apoyado contra la pared y se daba masajes en la mandíbula.
– Yo le ayudaré -ofreció con voz cansada-. Todo lo que hago es ayudar a la gente y todo lo que hace la gente como retribución es hacerme saltar los dientes.
– Me imagino cómo se siente -le dije.
Salí de la cabaña y los dejé solos.