172898.fb2 El largo adios - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 22

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Capítulo XXI

A la mañana siguiente me levanté tarde teniendo en cuenta la gran retribución recibida la noche anterior. Tomé una taza extra de café, fumé un cigarrillo extra y comí una rebanada extra de panceta canadiense, y, por centésima vez, juré que nunca más volvería a afeitarme con la máquina eléctrica. Aquello hizo del día un día normal. Terminé el café a eso de las diez, recogí alguna correspondencia, abrí los sobres y dejé el contenido en el escritorio. Abrí de par en par las ventanas para que saliera el olor a polvo y encierro acumulado durante la noche y que se cierne en el aire inmóvil de los rincones de la habitación y de las tablillas de las cortinas venecianas. Una polilla muerta vacía en una esquina del escritorio. En la ventana una abeja, sacudiendo las alas, se arrastraba por el marco, zumbando en forma un tanto remota, como si supiera que de nada servía hacerlo, que estaba terminada; había volado ya en demasiadas misiones y nunca más volvería al panal.

Yo sabía que iba a ser uno de esos días enloquecedores. Todos lo tienen. Días en que nadie camina sino sobre ruedas flojas, en que las ardillas no hallan sus nueces, en que los mecánicos siempre se encuentran con que les sobra una pieza.

Lo primero fue una peluda nuca rubia llamada Kuissenen o algo finlandés por el estilo. Dejó caer su macizo trasero en el sillón de los clientes, depositó dos amplias y huesudas manos sobre mi escritorio y dijo que era operador de excavadoras mecánicas, que vivía en Culver City y que la maldita mujer que era su vecina estaba tratando de envenenar a su perro. Todas las mañanas, antes de dejar salir al perro para que corriera por los fondos de la casa, tenía que revisar el lugar, de verja en verja, en busca de albóndigas arrojadas desde la puerta de al lado. Ya había encontrado nueve hasta entonces, recubiertas de un polvo grisáceo que él sabía que era arsénico para matar cizaña.

– ¿Cuánto me cobra para vigilarla y sorprenderla? -dijo, y se me quedó mirando sin pestañear, como un pez en su pecera.

– ¿Por qué no lo hace usted mismo?

– Tengo que trabajar para ganarme la vida, señor. Me estoy perdiendo cuatro veinticinco por hora tan sólo por venir aquí a preguntarle.

– ¿Intentó con la policía?

– Intenté con la policía. Tal vez puedan ocuparse del asunto en algún momento, el año que viene. Por ahora están muy ocupados succionando para la M.G.M.

– ¿Y la S.P.C.S.? ¿Los rastreadores?

– ¿Qué es eso?

Le hablé de los rastreadores Estuvo muy lejos de interesarse. Sabía de la S.P.C.S. La S.P.C.S. podía dar un salto inicial. Pero eran incapaces de ver nada más chico que un caballo.

– En la puerta dice que usted es un detective -dijo con truculencia-. Bueno, vaya, ¡qué diablos!, e investigue. Cincuenta dólares si la agarra.

– Lo siento -dije-, pero estoy ocupado. Dedicar un par de semanas a esconderme en una cueva de topo del fondo de su casa no forma parte de mis actividades, de todos modos, pese a los cincuenta dólares.

Se levantó refunfuñando. -¡Gran señor! -dijo-. No necesita dinero, ¿eh? No se puede molestar en salvarle la vida a un pobre cachorrito. Nimiedades para usted, gran señor.

– Yo también tengo problemas, señor Kuissenen.

– A la mujer voy a retorcerle su maldita nuca, si la agarro -dijo, y no dudé de que podría haberlo hecho.

Podría haberle retorcido las patas traseras a un elefante-. Por eso ando buscando a otro. Y sólo porque el pobre bicho ladra cuando pasa algún auto frente a la casa. ¡Vieja bruja avinagrada!

Se dirigió hacia la puerta. -¿Está usted seguro de que es al perro a quien trata de matar? -le pregunté desde atrás.

– Claro que estoy seguro -dijo y estaba a mitad de camino hacia la puerta, cuando cayó de las nubes y agregó-: Vuelva a decir eso, mocito.

Me limité a sacudir la cabeza. No deseaba pelear con él. Podría agarrar el escritorio y sacudírmelo por la cabeza. Resopló y salió, casi llevándose la puerta.

El siguiente bizcocho de la bandeja era una mujer, ni vieja, ni joven, ni limpia, ni demasiado sucia, evidentemente pobre, desagradable, quejumbrosa y estúpida. La muchacha con quien compartía la habitación -en su medio cualquier mujer que trabaja afuera es una muchacha- le estaba sacando dinero de la cartera. Hoy un dólar, cuatro monedas mañana, pero aquello sumaba. Creía que en total ya se acercaba a los veinte dólares. No podía permitírselo. Tampoco podía mudarse. Pensaba que yo podía amenazar a la compañera de habitación aunque fuera por teléfono, sin mencionar nombre alguno.

Tardó veinte minutos o más en contarme eso. Estrujaba la cartera incesantemente mientras hablaba.

– Cualquier conocido suyo puede hacer eso -le dije.

– Sí, pero siendo usted un detective y todo lo demás…

– Yo no tengo permiso para amenazar a la gente y no sé nada de eso.

– Le voy a decir a ella que he venido a verlo. No tengo por qué decir que es ella. Solamente que usted se está ocupando del asunto.

– Si fuera usted, yo no lo haría. Si menciona mi nombre, ella puede llamarme. Y si lo hace le diré la verdad.

Se puso de pie, apretando su vieja cartera contra el abdomen.

– Usted no es un caballero -chilló.

– ¿Dónde dice que deba serlo?

Salió refunfuñando.

Después del almuerzo vino a verme el señor Simpson W. Edelweiss. Tenía una tarjeta de visita para probarlo. Era agente de una agencia de máquinas de coser. Hombre bajo, de aspecto fatigado, de unos cuarenta y ocho o cincuenta años, de manos y pies pequeños, vestía traje marrón de mangas demasiado largas y cuello duro blanco detrás de una corbata púrpura con diamantes negros. Se sentó tranquilamente en el borde del sillón y me miró con negros ojos tristones. Tenía también cabello negro, espeso y áspero, sin rastro alguno de canas, al menos visibles. Tenía bigotes recortados de tono rojizo. Podría haber declarado treinta y cinco años, si no fuera por el dorso de sus manos.

– Llámeme Simp -dijo-, todos lo hacen. Se ha hecho costumbre. Soy judío, casado con una mujer cristiana, de veinticuatro años, hermosa. Ya antes se escapó un par de veces.

Sacó una foto de ella y me la mostró. Para él puede que fuera hermosa. Para mí era una vaca grande, desprolija, de boca blanduzca.

– ¿Cuál es su problema, señor Edelweiss? Yo no me ocupo de divorcios -le dije, tratando de devolverle la foto. La rechazó con un ademán. Y agregué-: Al cliente siempre lo trato de señor, por lo menos hasta que me ha contado unas cuantas docenas de mentiras.

Sonrió: -Las mentiras de nada me sirven. No se trata de un asunto de divorcio. Lo único que quiero es que Mabel vuelva a mí. Pero ella no regresa hasta que la encuentro. Tal vez sea como un juego para ella.

Me habló de ella pacientemente, sin rencor. Ella bebía, le gustaba andar por ahí, no era una buena esposa, a su entender, pero tal vez él hubiera sido educado demasiado estrictamente. Tenía un corazón grande como una casa, dijo, y él la amaba. El no se engañaba a sí mismo considerándose ninguna maravilla, sino un trabajador infatigable que llevaba a su casa su salario. Tenían cuenta bancaria conjunta. Ella había retirado todo el saldo, pero eso él lo esperaba. Tenía una idea bastante precisa sobre con quién se había escapado; si estaba en lo cierto, el hombre la iba a despojar y a dejarla en la calle.

– De apellido Kerrigan -dijo-, Monroe Kerrigan. No es que me guste hablar mal de los católicos. Hay abundantes judíos malos también. Ese Kerrigan es peluquero cuando trabaja. Tampoco tengo nada contra los peluqueros. Pero muchos de ellos son embaucadores y juegan a las carreras. No son seguros.

– ¿No cree que sabrá algo de ella cuando el tipo la haya desplumado?

– Se avergüenza terriblemente. Puede tratar de herirse.

– Este es un trabajo para “Personas buscadas”, señor Edelweiss. Debería ir allá y presentar un informe.

– No, no es que menosprecie a la policía, pero no deseo hacer las cosas así. Mabel podría sentirse humillada.

El mundo parecía estar lleno de gente a la que el señor Edelweiss no menospreciaba. Puso algún dinero en el escritorio.

– Doscientos dólares -ofreció-. Pago adelantado. Prefiero hacer las cosas a mi modo.

– Volverá a ocurrir otra vez -dije.

– Seguro -replicó encogiéndose de hombros y abriendo las manos en amable gesto de impotencia-. Pero ella tiene veinticuatro años y yo casi cincuenta. ¿Podría ser de otro modo? Después de un tiempo se sosegará. Lo malo es que no tenemos hijos. No puede tener hijos. A los judíos nos gusta tener familia. Y Mabel lo sabe. Por eso se siente humillada.

– De modo que usted es hombre piadoso, señor Edelweiss.

– Bueno, no soy cristiano -explicó-. Y no menosprecio a los cristianos, ¿comprende? Pero conmigo esto es real. No se trata sólo de que lo diga. Lo hago. ¡Oh, casi me olvidaba de lo más importante!

Sacó una tarjeta postal y me la alcanzó por sobre el escritorio junto al dinero.

– Me la envió desde Honolulu. El dinero se va rápido en Honolulu. Uno de mis tíos tenía allí una joyería. Actualmente se ha retirado. Vive en Seattle.

Volví a tomar la foto. -Tengo que separar ésta -le dije -y necesito copias de ésta.

– Estaba seguro de que iba a decir eso, señor Marlowe, antes de venir aquí. De modo que vine preparado. Sacó un sobre que contenía cinco copias más-. Tengo también la de Kerrigan, pero sólo una instantánea -agregó sacando otro sobre de otro de los bolsillos. Miré la foto de Kerrigan. Tenía un suave rostro deshonesto que no me sorprendió. Tres copias de la foto de Kerrigan.

El señor Simpson W. Edelweiss me dio otra tarjeta con su nombre, domicilio y número telefónico. Dijo que esperaba que no le costara demasiado pero que respondería en el acto a cualquier petición de fondos adicionales y que esperaba tener noticias mías.

– Es muy posible que doscientos dólares sean más que suficientes, si es que ella está aún en Honolulu -le dije-. Lo que necesito ahora es una descripción física de ambos para poder telegrafiarla. Altura, peso, edad, color, cualquier seña particular identificable, qué vestidos llevaba ella y los que tuviera consigo y cuánto dinero había en la cuenta cuando retiró los fondos. Si usted ha pasado antes por esto, señor Edelweiss, sabrá qué es lo que deseo.

– Tengo una impresión muy particular sobre este Kerrigan. Una impresión penosa.

Me pasé otra media hora exprimiéndolo y tomando notas. Luego se puso de pie calmosamente, me estrechó las manos tranquilamente, hizo una inclinación de cabeza y salió con calma de la oficina.

– Dígale a Mabel que no se preocupe -me recomendó al salir.

Resultó ser un asunto rutinario. Envié un cable a una agencia de Honolulu y a continuación remití una carta conteniendo las fotos y cuanta información no había puesto en el cable. La encontraron trabajando como ayudante de criada en un lujoso hotel, restregando bañeras y pisos de cuartos de baño y cosas por el estilo. Kerrigan había hecho exactamente lo que el señor Edelweiss esperaba: la despojó mientras estaba durmiendo y desapareció dejándola anclada con la cuenta del hotel sin pagar. Ella empeñó un anillo que Kerrigan no hubiera podido sacarle sin lastimarla, y le dieron por él lo suficiente como para pagar el hotel, pero no lo bastante como para el pasaje de regreso a casa. De modo que Edelweiss tomó el avión y fue a buscarla.

El era demasiado bueno para ella. Le envié una factura por veinte dólares y el costo de un extenso telegrama. La agencia de Honolulu se embolsó los doscientos. Con un retrato de Madison en mi caja de hierro podía darme el lujo de ser mal pagado.

Así pasó un día de la vida de un detective privado. No precisamente un día típico, pero tampoco totalmente fuera de lo común. Qué es lo que hace que un hombre se aferre a ello, nadie lo sabe. Uno no se vuelve rico, ni tiene muchas distracciones. Algunas veces a uno lo aporrean o lo balean o lo meten en una celda. Una vez, a la larga, lo matan. Todos los meses uno decide abandonar y buscar alguna ocupación razonable, mientras aún pueda caminar sin sacudir la cabeza. Entonces suena el timbre de la puerta y uno abre la puerta interior que da a la sala de espera y allí está un nuevo rostro con un nuevo problema, un nuevo cargamento de pena y una pequeña cantidad de dinero.

– Adelante, señor Thingummy. ¿En qué puedo servirle?

Debe de haber alguna razón que nos encadene a este trabajo. Tres días más tarde Eileen Wade me llamó por teléfono para invitarme la noche siguiente a su casa a tomar una copa con ellos. Esperaban también a algunos otros amigos. Roger tenía deseos de verme y de agradecerme en forma adecuada mi intervención.

– Y por favor, ¿sería tan amable de mandar la cuenta de sus honorarios?

– Usted no me debe nada, señora Wade. Lo poco que hice ya me fue pagado.

– Debo haberle parecido una tonta al comportarme como en la época victoriana -dijo ella-. En estos días que vivimos, un beso no parece que tuviera mucho significado. Vendrá, ¿no es cierto?

– Me parece que sí. En contra de mi mejor juicio.

– Roger está de nuevo bastante bien. Está trabajando.

– Magnífico.

– Está usted muy solemne hoy. Creo que usted toma la vida muy en serio.

– De vez en cuando. ¿Por qué?

Se rió muy gentilmente, dijo adiós y colgó. Durante un rato me quedé sentado tomando la vida seriamente. Después traté de pensar en algo divertido para poder reírme con ganas. No resultó de ninguna de las dos formas, de modo que saqué de la caja de hierro la carta de despedida que me había enviado Terry Lennox y volví a leerla. Me hizo recordar que todavía no había ido al bar Victor a tomar el gimlet que me pidió que bebiera a su memoria. Era precisamente la hora apropiada para ir, el bar estaría tranquilo, como a Terry le habría gustado, de haber estado conmigo. Pensé en él con vaga tristeza y también con amargura. Cuando iba al bar de Victor me dejaba llevar por las copas, pero no del todo. Tenía demasiado dinero suyo. El me había engañado, pero pagó bien por ese privilegio.