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Me detuve frente a la puerta del cuarto de Eileen y presté atención. No oí ningún ruido ni movimiento alguno, de modo que no llamé. Si Eileen quería saber cómo estaba su marido, era cosa de ella. Abajo, el living estaba vacío y brillantemente iluminado. Apagué algunas de las luces. Estaba cerca de la puerta de entrada y levanté la vista para mirar la galería. La mitad superior del living-room se elevaba hasta la altura total de las paredes de la casa y estaba atravesada por vigas abiertas que también sostenían la galería. Esta era ancha, bordeada a ambos lados por una barandilla sólida, que parecía tener un metro treinta de altura. Los soportes verticales también eran cuadrados, para hacer juego con las vigas transversales. El comedor estaba separado por un arco cuadrado, cerrado por puertas dobles de tipo persiana. Encima creo que se encontraba el departamento de servicio. Aquella parte del segundo piso estaba separada por una pared, de modo que debía haber otra escalera para llegar allí desde la cocina. La habitación de Wade estaba en la esquina, encima del estudio. Por la puerta abierta de su dormitorio podía ver la luz que se reflejaba contra el techo alto y la parte inferior de la entrada de su cuarto.
Apagué todas las luces, excepto la de una lámpara de pie, y me dirigí hacia el estudio. La puerta estaba cerrada, pero había dos lámparas encendidas, una lámpara de pie al lado del sofá de cuero y otra sobre el escritorio. La máquina de escribir estaba sobre una especie de tarima pesada y a su lado había un montón de hojas de papel amarillo, en completo desorden. Me senté en el sillón tapizado y examiné la disposición de los muebles. Quería averiguar cómo se había hecho aquel tajo. Agarré el teléfono con la mano izquierda. El resorte del sillón estaba muy flojo. Si me inclinaba hacia atrás y perdía el equilibrio, mi cabeza podía golpear contra la esquina del escritorio. Mojé el pañuelo y froté la madera: no había sangre. Había muchas cosas sobre el escritorio, incluso una hilera de libros entre dos elefantes de bronce y un antiguo tintero cuadrado de cristal. Probé con estos dos objetos sin resultado. Esto no era ningún indicio, ya que si alguien lo había golpeado el arma no tenía por qué estar en la habitación. Me levanté y encendí las luces de la cornisa. Estas iluminaron los rincones oscuros y en seguida encontré la respuesta a lo que me venía intrigando, una respuesta muy sencilla por cierto. Al lado de la pared había un canasto de papeles volcado de costado y algunos papeles por el suelo. Era un canasto cuadrado, de metal. Con seguridad lo habían tirado allí o le habían dado un puntapié. Probé los bordes filosos con el pañuelo humedecido y esta vez apareció una mancha de sangre rojo-pardusca. No había misterio alguno. Wade se había caído y golpeó la cabeza contra el borde filoso del canasto, probablemente el golpe fue un poco sesgado, se levantó después y dio un puntapié al maldito canasto, arrojándolo al otro extremo del cuarto. Muy fácil.
Con seguridad, entonces habría tomado otro rápido trago. La bebida estaba sobre la mesa, frente al sofá. Había una botella vacía, otra llena hasta las tres cuartas partes, una jarra de agua, un balde de plata con agua, que debió haber contenido cubitos de hielo, y un solo vaso de tamaño grande.
Después de beber, seguramente se sintió un poco mejor. En medio de su aturdimiento observó el teléfono descolgado y es muy probable que no se acordara con quién había estado hablando, de modo que se acercó y colgó el receptor. El tiempo transcurrido coincidía con mi suposición. Hay algo de compulsivo en un teléfono. El hombre desprejuiciado de nuestra época lo quiere, lo detesta y le tiene miedo. Pero siempre lo trata con respeto, aun cuando esté borracho. El teléfono es un fetiche.
Cualquier hombre normal hubiera dicho ¡hola! antes de colgar, nada más que para estar seguro. Pero no tenía por qué pasar eso con un tipo que estaba todavía aturdido por la bebida y por el golpe. Ahora ese detalle carecía de importancia. Tal vez su mujer hubiera colgado el teléfono; pudo haber sentido la caída y el golpe del canasto al chocar contra la pared y entró en el estudio. Para ese entonces ya la última copa habría producido su efecto fulminante en Roger, que habría salido de la casa dando tumbos para ir a desplomarse en el lugar donde yo lo había encontrado. Alguien había sido avisado para que viniera a buscarlo. En aquel momento ella no sabía quién era. Quizás el buen doctor Verringer.
Hasta aquí, el razonamiento era perfecto. Entonces, ¿qué es lo que habría hecho su mujer? No podía manejarlo o razonar con él y podría tener miedo de intentarlo. De modo que lo único que se le ocurriría fue pedir ayuda a alguien. Los sirvientes habían salido, así que sólo le quedaba el teléfono. Bueno, ella había llamado a alguien. Había llamado al simpático doctor Loring. Hacía un rato yo había supuesto que ella lo había llamado después que yo llegué. Pero ella no me había dicho eso. De aquí en adelante las cosas no se explicaban tan claramente. Lo lógico hubiera sido que Eileen fuera a buscar a Roger, lo encontrara y se cerciorara de que no estaba herido. No es que le hiciera mal a Roger estar acostado sobre el césped durante un rato en una noche de verano. Claro que ella no hubiera esperado nunca que me la encontrara de pie al lado de la puerta, fumando un cigarrillo, sin saber exactamente dónde se hallaba su marido. Yo no sabía qué es lo que pudo haber ocurrido entre ellos, cuán peligroso era él en ese estado, cuán asustada pudo haber estado ella para acercársele. “Aguanté todo lo que pude”, me dijo cuando yo llegué. “Vaya usted a buscarlo.” Después entró en la casa y se desmayó.
Todavía me preocupaba, pero tenía que dejar la cosa ahí donde estaba. Tuve que dar por sentado que, como ella había enfrentado aquella situación con bastante frecuencia como para saber que no podía hacer nada excepto dejar correr la cosa, eso sería lo que habría hecho. Simplemente eso. Dejarlo correr. Dejarlo ahí afuera sobre el césped hasta que llegara alguien con el equipo físico necesario para manejarlo.
Todo aquello me preocupaba. Como también me preocupaba que hubiera ido a su habitación dejando que Candy y yo lleváramos al marido a la cama. Ella dijo que lo quería. Era su marido, hacía cinco años que estaban casados y era un muchacho simpático cuando estaba sobrio…; ésas fueron sus propias palabras. Cuando estaba borracho era otra persona, una persona de la que había que apartarse porque era peligroso. Muy bien, a olvidarse de todo entonces. Pero, sin embargo, la cosa me seguía preocupando. Si realmente hubiera estado asustada, no se habría quedado en la puerta fumando un cigarrillo. Si se hubiera sentido amargada y disgustada y relegada, no se habría desmayado.
Había alguna otra cosa. Quizás otra mujer. Podía ser que acabara de descubrirla. ¿Linda Loring? Tal vez. El doctor Loring lo pensaba así y lo manifestó en forma bien abierta.
Dejé de pensar en todo aquello y levanté la tapa de la máquina de escribir. El material estaba allí; unas cuantas hojas sueltas de papel amarillo, escritas a máquina, que se me había pedido que destruyera para que Eileen no las viera. Me las llevé al sofá y decidí que me merecía una copa para poder encarar la lectura. Había un pequeño lavamanos al lado del estudio. Enjuagué el vaso grande, me serví una buena medida de whisky y me senté dispuesto a leer las hojas de papel amarillo. Y lo que leí era verdaderamente disparatado.
Decía así: