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Volví a verlo una semana después del Día de Acción de Gracias. Los negocios situados a lo largo del Hollywood Boulevard estaban comenzando a llenarse con la quincalla de Navidad, marcada a precios siderales, y los periódicos habían empezado a chillar sobre lo terrible que sería si uno no hiciera a tiempo las compras de Navidad. De todas formas sería terrible; siempre lo es. Me hallaba a tres manzanas de mi oficina cuando vi un coche policial estacionado, en cuyo interior había dos policías contemplando algo que había en la acera al lado de un escaparate. La cosa en cuestión era Terry Lennox -o lo que quedaba de él-, y ese resto no tenía nada de atractivo.
Estaba apoyado contra el negocio. Debía apoyarse contra algo. La camisa, sucia y abierta en el cuello, asomaba en parte por debajo de la americana. No se había afeitado desde hacía cuatro o cinco días. Parecía consumido. Su tez estaba tan pálida que casi no se notaban las finas cicatrices del rostro, y los ojos eran como cavidades horadadas en un banco de nieve. Era evidente que los dos policías se aprestaban a atraparlo, de modo que me acerqué a él rápidamente y lo tomé por el brazo.
– Enderécese y camine -le dije en tono firme mientras le hacía una guiñada de soslayo-. ¿Puede hacerlo? ¿Está borracho?
Me dirigió una mirada vaga y luego sonrió con esa media sonrisa suya.
– Estuve borracho -exhaló-, pero ahora creo que simplemente estoy un poco… vacío.
– Muy bien, pero mueva los pies. Está a punto de que se lo lleven por ebriedad.
Hizo un esfuerzo y dejó que lo condujera entre los transeúntes hasta llegar al borde de la acera. Había allí una parada de taxis; de un tirón traté de abrir la puerta del que estaba justo frente de nosotros.
– Aquél sale primero -indicó el chófer señalando con el dedo el auto que estaba adelante. Volvió la cabeza y vio a Terry-. Es por turno.
– Es que se trata de un caso urgente. Mi amigo está enfermo.
– Sí -dijo el chofer-. Podría haber enfermado en cualquier otra parte.
– Cinco dólares -le ofrecí -y a ver si me dirige una de sus hermosas sonrisas.
– Oh, está bien -contestó-, y puso detrás del espejo una revista con un marciano en la portada. Abrí la puerta, metí a Terry Lennox y en ese momento la sombra del coche patrullero bloqueó la ventanilla del otro lado del taxi. Un policía de cabello gris bajó del auto y se acercó. Di la vuelta alrededor del taxi y salí a su encuentro.
– Un momento, amigo. ¿Qué pasa aquí? ¿El caballero de la camisa sucia es realmente íntimo amigo suyo?
– Bastante íntimo como para saber que necesita un amigo. No está borracho.
– No le alcanza el dinero, sin duda -dijo el vigilante. Extendió la mano y yo le entregué mi licencia. La miró y me la devolvió.
– ¡Ajá! -exclamó, y con voz fuerte agregó-: Esto me dice algo sobre usted, señor Marlowe. ¿Qué hay de su amigo?
– Se llama Terry Lennox. Trabaja en películas.
– ¡Qué bien! dijo el agente sarcásticamente. Se asomó al interior del taxi y contempló a Terry acurrucado en un rincón-. Se diría que no ha trabajado demasiado en los últimos tiempos. Se diría que no durmió demasiado bajo techo últimamente. Hasta se diría que es un vagabundo y que tal vez por eso deberíamos meterlo adentro.
– Su hoja de arrestos no puede ser tan baja -repliqué-. No en Hollywood.
– ¿Cuál es el nombre de su amigo? -preguntó mirando a Terry.
– Philip Marlowe -dijo Terry lentamente-. Vive en la avenida Yucca, en Laurel Canyon.
El policía apartó la cabeza de la ventanilla, se dio vuelta e hizo un ademán.
– Pudo habérselo dicho hace unos instantes -masculló.
– Pude haberlo hecho, pero no lo hice.
Me miró fijamente durante uno o dos segundos.
– Por esta vez lo dejaré pasar, pero sáquelo de la calle.
– Volvió a subir al coche patrullero y se alejó.
Subí al taxi que nos llevó a tres manzanas de allí, hasta la playa de estacionamiento donde tenía mi coche. Le entregué al chofer el billete de cinco dólares, pero el hombre me dirigió una mirada firme y sacudió la cabeza.
– Sólo lo que está marcado en el taxímetro, compañero, o simplemente un dólar si es que tiene ganas. Yo también he estado fuera de combate y sé lo que es eso. En Frisco. Nadie me recogió en ningún taxi. Es una ciudad que tiene corazón de piedra.
– San Francisco -corregí mecánicamente.
– Yo la llamo Frisco -dijo-. Al demonio con todos esos grupos minoritarios. Gracias. -Agarró el dólar y se fue.
Nos dirigimos a uno de esos lugares al aire libre donde sin bajar del coche se puede comer algo. Terry Lennox comió un par de hamburguesas bastante apetitosas y tomó una botella de cerveza. Luego lo llevé a mi casa. Todavía le resultaba difícil subir los escalones, pero haciendo muecas y jadeando consiguió hacerlo. Una hora más tarde se había afeitado y bañado y parecía de nuevo un ser humano. Nos sentamos y yo preparé una bebida muy suave.
– Es una suerte que se haya acordado de mi nombre -le dije.
– Me propuse hacerlo. También averigüé dónde vivía. Era lo menos que podía hacer.
– ¿Y entonces por qué no me llamó? Vivo aquí permanentemente y también tengo una oficina.
– ¿Por qué habría de molestarlo?
– Me parece que usted tiene que molestar a alguien Me parece que no tiene muchos amigos.
– ¡Oh! Tengo amigos -dijo- de cierta clase -Colocó el vaso encima de la mesa. -No es fácil pedir ayuda… especialmente si toda la culpa es de uno. -Me miró con una sonrisa cansada y agregó:
– Quizá pueda dejar la bebida uno de estos días. Todos dicen eso, ¿no es cierto?
– Desacostumbrarse lleva alrededor de tres años.
– ¿Tres años? -Pareció disgustado
– Por lo general es así. Es un mundo diferente. Hay que acostumbrarse a un juego de colores más pálidos, a un conjunto de sonidos más tranquilos. Hay que contar también con las recaídas. Toda la gente que usted conocía bien, llegará a serle un poco extraña. La mayor parte de ellos ni siquiera le gustarán y usted tampoco a ellos
– Eso sí que sería un cambio -dijo.
Se dio vuelta y miró al reloj.
– En la estación de ómnibus de Hollywood dejé una maleta, que vale doscientos dólares, en el depósito de equipajes. Si pudiera rescatarla me compraría una más barata y empeñaría la otra; así podría conseguir dinero suficiente como para llegar a Las Vegas en ómnibus. Allí puedo conseguir trabajo.
Yo no dije nada; simplemente asentí con la cabeza y seguí sentado con el vaso en la mano.
– Usted está pensando que esa idea se me pudo haber ocurrido un poco antes -dijo con tranquilidad.
– Pienso que detrás de todo esto hay algo que no me incumbe. ¿El trabajo es seguro o no es más que una esperanza?
– Es seguro. Un amigo que conocí muy bien en el ejército dirige allí un gran salón de baile, el Terrapin Club. Por supuesto, es medio chantajista, todos lo son, pero por lo demás es un tipo excelente.
– Puedo hacerme cargo del pasaje de ómnibus y de algo más. Pero lo haré siempre que esto le proporcione algo que le dure por algún tiempo. Será mejor que lo llame por teléfono.
– Gracias, pero no es necesario. Randy Starr no dejará de ayudarme. Siempre lo ha hecho. Y puedo empeñar la maleta por cincuenta dólares. Lo sé por experiencia.
– Oiga -le contesté-, le daré lo que necesita. No soy esos infelices de corazón blando, así que mejor tome lo que le ofrecen y que le vaya bien. Quiero sacármelo de encima porque tengo un presentimiento desde que lo conocí.
– ¡No me diga! -miró el contenido del vaso y continuó bebiendo-. Sólo nos hemos encontrado dos veces y en ambas oportunidades se portó conmigo como un hombre más que derecho. ¿Qué clase de presentimiento tiene?
– Siento que la próxima vez lo encontraré en dificultades peores, de las cuales no podré sacarlo. No sé por qué tengo esa sensación, pero sólo sé que la tengo.
Con la punta de los dedos se tocó el lado derecho de la cara.
– Quizá sea por esto. Supongo que me hace parecer un poco siniestro. Pero es una herida honorable… o al menos el resultado de algo honorable.
– No se trata de eso. Eso no me molesta para nada. Soy detective privado. Usted constituye un problema que yo no tengo que resolver, pero el problema existe. Llámelo corazonada. Si quiere ser cortés en extremo, llámelo intuición. Quizás aquella joven no lo dejó plantado en The Dancers solamente porque estaba borracho. Tal vez tuviera también un presentimiento.
Terry sonrió débilmente.
– En una época estuve casado con ella. Se llama Sylvia Lennox. Me casé por su dinero.
Me puse de pie y lo miré frunciendo el ceño.
– Le prepararé unos huevos revueltos; necesita alimentarse.
– Espere un minuto, Marlowe. Usted se preguntará por qué si estoy en las últimas y Sylvia tiene tanto dinero no le he pedido algunos dólares. ¿Conoce la palabra orgullo?
– Eso es terriblemente divertido. Lennox.
– ¿Le parece? Mi orgullo es algo diferente de lo que usted piensa. Es el orgullo de un hombre a quien no le queda otra cosa. Siento mucho si lo estoy aburriendo.
Me dirigí a la cocina y preparé huevos revueltos con tocino canadiense, tostadas y café. Comimos en la antecocina, donde acostumbro a tomar mis desayunos, en un rinconcito construido al efecto. La casa pertenecía a esa época en la que siempre había un comedor de diario.
Le dije que tenía que ir a la oficina y que a mi regreso recogería la maleta maleta. Pero esta casa es fácil de robar. Me dio la contraseña. Su rostro había recobrado un poco de color y los ojos ya no parecían hundidos en las profundidades del cráneo.
Antes de salir coloqué la botella de whisky en la mesa, frente al sofá.
– Use su orgullo en esto -le dije -y llame a Las Vegas, aunque sea para hacerme un favor.
Sonrió y se encogió de hombros. Bajé las escaleras sintiéndome molesto y resentido; no sabía por qué, de la misma forma que tampoco sabía por qué un hombre es capaz de morirse de hambre y vagabundear por las calles antes que empeñar su guardarropa. Era evidente que cuales quiera fueran los cánones de Terry, se atenía a ellos.
La maleta era la cosa más fenomenal que yo hubiera visto en mi vida. Era de cuero de cerdo y nueva debió haber sido de color crema pálido. Las guarniciones y cerraduras eran de oro. Estaba hecha en Inglaterra, y si uno pudiera comprarla aquí costaría una suma más próxima a los ochocientos dólares que a los doscientos.
Se la puse en el suelo delante del sofá. Miré la botella que estaba sobre la mesa: no la había tocado. Estaba tan sobrio como yo. Fumaba, pero me parecía muy satisfecho.
– Hablé con Randy -me dijo-. Estaba resentido por que no lo llamé antes.
– Es necesario un extraño para ayudarlo -dije, y le pregunté señalando la maleta-: ¿Regalo de Sylvia?
Miró hacia la ventana y contestó:
– No, me la regalaron en Inglaterra, antes de conocerla. Mucho tiempo antes. Me gustaría dejársela a usted si pudiera prestarme alguna maleta vieja.
Saqué de mi billetera cinco billetes de veinte dólares y los dejé caer frente a él.
– No necesito que me deje una garantía -dije.
– Esa no era mi idea. Usted no es un prestamista. Simplemente no quiero llevarla a Las Vegas. Y no necesito esta cantidad de dinero.
– Muy bien. Guárdese el dinero y yo me quedo con la maleta. Pero esta casa es fácil de robar.
– No importa -dijo con indiferencia-. No importa en absoluto.
Se cambió de ropa y a eso de las cinco y media comimos en lo de Musso. No bebimos nada. Tomó el ómnibus en Cahuenga y yo me dirigí a mi casa pensando en varias cosas. La maleta vacía estaba sobre la cama. Terry la dejó allí cuando sacó su ropa para guardarla en la maleta liviana que yo le había prestado. La maleta tenía una llave de oro en una de las cerraduras. La cerré con llave, até la llave a la manija y la coloqué en el estante superior del armario de la ropa. Me pareció que no estaba completamente vacía, pero lo que hubiera adentro no era asunto mío.
Era una noche tranquila y la casa parecía más vacía que de costumbre. Saqué el juego de ajedrez y jugué la defensa francesa contra Steinitz. Me ganó en cuarenta y cuatro movimientos, pero lo hice sudar un par de veces.
El teléfono sonó a las nueve y media y la voz que escuché no me era desconocida.
– ¿Habla el señor Marlowe?
– Sí, con él habla.
– Está hablando con Sylvia Lennox, señor Marlowe. Una noche, hace de esto un mes, nos encontramos un momento frente a The Dancers. Después supe que usted fue tan amable que se preocupó de llevar a Terry a su casa.
– Así lo hice.
– Supongo que sabe que estamos divorciados, pero he estado un poco preocupada por él. Dejó el departamento que tenía en Westwood y nadie sabe dónde está.
– Me di cuenta de lo preocupada que estaba la noche que nos conocimos.
– Oiga, señor Marlowe. Estuve casada con él. No simpatizo mucho con los borrachos. Quizá fui un poco insensible, quizá tuve algo importante que hacer. Usted es un detective privado y, si lo prefiere, puedo plantearle esto profesionalmente.
– No tiene por qué hacerlo, señora Lennox. Terry está viajando en un ómnibus a Las Vegas. Tiene allí un amigo que le dará trabajo.
Ella se animó en seguida.
– ¡Ah!… ¿A Las Vegas? Eso sí que es ser sentimental. Fue allí donde nos casamos.
– Creo adivinar que debe haber olvidado ese detalle, porque si no, se habría ido a alguna otra parte.
En lugar de colgar el tubo se rió, con risita insinuante.
– ¿Siempre es tan rudo con sus clientes?
– Usted no es mi cliente, señora Lennox.
– Puedo serlo algún día. ¿Quién sabe? Entonces, digamos, con sus amigas.
– La misma respuesta. El muchacho estaba en las últimas, muerto de hambre, sin un cobre. Usted podría haberlo ayudado si hubiera creído que valía la pena perder tiempo en ello. En aquel momento él no quiso recibir nada de usted y probablemente tampoco lo querrá ahora.
– Eso es algo que usted no puede saber. Buenas noches -dijo fríamente, y colgó el auricular.
Por supuesto, ella tenía razón y yo no, pero no tuve la sensación de haberme equivocado. Simplemente me sentí herido, molesto. Si hubiera llamado media hora antes podría haberme sentido lo suficiente molesto como para mandar al diablo a Steinitz… si éste no hubiera muerto hacía cincuenta años y yo no estuviera jugando contra un libro de ajedrez.