172898.fb2 El largo adios - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 30

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Capítulo XXIX

En la galería vi dos puertas abiertas, la de Eileen y la de Roger, y los dos cuartos tenían las luces encendidas. Se oía ruido de lucha proveniente de la habitación de Roger. De un salto atravesé la puerta y encontré a Eileen inclinada sobre la cama, luchando a brazo partido con su marido. Dos manos estaban levantadas, una grande de hombre y otra chica de mujer, y las dos tenían agarrado un mismo revólver por el cañón. Roger estaba sentado en la cama y se inclinaba hacia adelante tirando con todas sus fuerzas. Ella tenía un salto de cama color azul pálido, de tela acolchada, el cabello suelto echado sobre la cara, y en aquel preciso momento logró asir el revólver con las dos manos y dándole un tirón rápido se lo arrebató a Roger. Me sorprendió comprobar la fuerza que tenía, aunque él estuviera medio drogado todavía. Roger cayó hacia atrás, jadeante y echando fuego por los ojos; ella se alejó y tropezó conmigo.

Entonces se detuvo sosteniendo el revólver con ambas manos, bien apretado contra el cuerpo. Empezó a llorar con sollozos entrecortados. Yo la sostuve con el brazo y puse la mano sobre el revólver. Ella giró en redondo como si acabara de percibir mi presencia, abrió grandemente los ojos y el cuerpo se desplomó virtualmente contra el mío. Soltó el revólver. Era un arma pesada y tosca, un Webley de doble acción, sin percutor. El cañón estaba caliente. Sostuve a Eileen con el brazo, guardé el revólver en el bolsillo y miré a Roger por encima de la cabeza de ella. Nadie pronunció una palabra.

En aquel momento Roger abrió los ojos y una sonrisa cansada se dibujó en sus labios.

– Nadie está herido -murmuró-. No fue nada más que una bala perdida en el techo.

Sentí que ella se ponía rígida; trató de forcejear para alejarse de mí. Yo la dejé ir. Tenía la mirada clara y firme.

– Roger -dijo con una voz que no alcanzaba a ser un susurro-, ¿tuviste que llegar a esto?

El miró fijamente hacia adelante con el ceño fruncido, se humedeció los labios y no contestó. Eileen se dirigió hacia la mesa de tocador y se apoyó contra ella. Movió la mano mecánicamente, se apartó el cabello de la cara y se lo echó hacia atrás. Se estremeció de pronto de pies a cabeza.

– Roger -murmuró de nuevo-. Pobre Roger. Pobre y desgraciado Roger.

El clavó la vista en el techo.

– Tuve una pesadilla -dijo lentamente-. Alguien con un cuchillo en la mano estaba inclinado sobre la cama. No sé quién era. Se parecía un poco a Candy. No pudo haber sido Candy.

– Por supuesto que no, querido -dijo ella con suavidad. Se apartó del tocador, se sentó al borde de la cama y empezó a frotar la frente de Roger con la mano-. Candy hace mucho rato que se fue a acostar. ¿Y por qué iba a tener Candy un cuchillo?

– Es mexicano. Todos ellos tienen cuchillos -replicó Roger con voz lejana e impersonal-. Le gustan los cuchillos. Y él no me quiere.

– Nadie le quiere a usted -dije brutalmente.

Eileen dio vuelta la cabeza con rapidez.

– Por favor…, por favor, no hable así. El no sabía. Tuvo un sueño.

– ¿Dónde estaba el revólver? -refunfuñé, observando a Eileen y sin prestarle a él ninguna atención.

– En la mesita de noche. En el cajón.

Roger dio vuelta la cabeza y tropezó con mi mirada. No había ningún revólver en el cajón y él sabía que yo lo sabía. Sólo estaban las pastillas y unas cuantas cositas más, pero no el revólver.

– O debajo de la almohada -agregó-. No estoy muy seguro. Disparé una sola vez, allá arriba -levantó pesadamente la mano y señaló con el dedo.

Levanté la vista. Parecía que hubiera un agujero en el techo. Me acerqué para poder observar mejor y vi que se trataba de un agujero de bala. Con seguridad que, con un arma semejante, la bala había atravesado el techo y penetrado en el altillo. Volví a acercarme a la cama y me quedé mirando a Roger con expresión dura.

– Esas son tonterías. Usted quiso matarse. No tuvo ninguna pesadilla. Estaba nadando en un mar de autocompasión. No tenía ningún revólver en el cajón o debajo de la almohada. Usted se levantó, buscó el arma, se volvió a meter en la cama y ahí se quedó dispuesto a terminar con todo. Pero le faltaron agallas; no creo que tuviera el coraje suficiente. Disparó un tiro sin apuntar a nada. Y su mujer vino corriendo…, eso es lo que usted quería. Nada más que compasión y simpatía, compañero. Nada más. Hasta la lucha fue falsa. Ella no hubiera podido arrebatarle el revólver si usted no hubiera querido.

– Estoy enfermo -dijo-. Pero puede ser que tenga razón. ¿Tiene alguna importancia?

– Claro que sí. Lo internarán en el pabellón de enfermos psíquicos y, créame, la gente que dirige ese lugar es casi tan simpática como los guardianes de la cárcel.

Eileen se puso de pie de un salto.

– Esto es demasiado -dijo en tono cortante-. El está enfermo y usted no lo ignora.

– El quiere estar enfermo. Sólo le estoy recordando lo que le costará.

– Este no es el momento para decírselo.

– Vuelva a su habitación.

Sus ojos azules relampaguearon.

– Cómo se atreve…

– Vuelva a su habitación. A menos que quiera que llame a la policía. Estas son cosas que hay que denunciar.

Roger casi sonrió.

– Sí, llame a la policía -dijo-, como hizo con Terry Lennox.

No presté atención a lo que decía. Seguía observándola a ella. Parecía totalmente agotada y débil y estaba muy hermosa. El arranque de furia había desaparecido. Le toqué el brazo suavemente.

– Está bien -le dije-. No lo volverá a hacer. Vaya a acostarse.

Eileen le dirigió una mirada larga e intensa y salió del cuarto. Entonces me senté en el borde de la cama donde ella había estado sentada.

– ¿Más pastillas?

– No, gracias, No importa si duermo o no. Me siento mucho mejor.

– ¿Acerté con respecto al disparo? Fue una manera irreflexiva de comportarse.

– Más o menos -contestó, dando vuelta la cabeza-.

Creo que fui un tanto atolondrado.

– Nadie puede impedir que usted se mate, si es que realmente quiere hacerlo. Yo lo comprendo así y usted también.

– Sí -replicó-. ¿Hizo lo que le pedí…, aquellos papeles en la máquina de escribir?…

– Ajá. Me sorprende que lo recuerde. Es muy disparatado todo lo que escribió. Cosa extraña, la escritura a máquina es correcta.

– Siempre puedo hacerlo…, borracho o sobrio…, hasta cierto límite, se entiende.

– No se preocupe por Candy -le dije-. Se equivoca si cree que no lo quiere. E hice mal en decir que nadie lo quería. Trataba de irritar a Eileen, de hacerla enojar.

– ¿Por qué?

– Ella ya tuvo un desmayo esta noche.

Roger sacudió ligeramente la cabeza.

– Eileen nunca se desmaya.

– Entonces lo simuló.

Mis palabras no le agradaron.

– ¿Qué es lo que quiso decir…: que un hombre bueno murió por usted? -pregunté.

Frunció el ceño, tratando de pensar.

– Son tonterías. Ya le dije que tuve un sueño…

– Me refiero a lo que escribió en la máquina.

Hizo girar la cabeza sobre la almohada como si tuviera un peso enorme y me miró.

– Otro sueño.

– Probaré de nuevo. ¿Qué es lo que Candy consiguió de usted?

– Déjeme en paz -pidió y cerró los ojos.

Me levanté y fui a cerrar la puerta.

– Usted no puede escapar siempre de sí mismo, Wade. Candy podrá ser un chantajista, seguro. A pesar de ello, hasta podría comportarse bien…, quererlo y al mismo tiempo sacarle el dinero. ¿De qué se trata…, es una mujer?

– Usted cree lo que dijo aquel loco de Loring -dijo Wade, sin abrir los ojos.

– No exactamente. ¿Y qué hay con respecto a la hermana…, aquella que murió?

Fue como arrojar algo a ciegas y que justamente diera en el blanco. Abrió los ojos de golpe y en los labios aparecieron burbujas de saliva.

– ¿Es por eso… que usted está aquí? -preguntó lentamente y en voz casi susurrante.

– Usted lo sabe mejor que yo. Fui invitado. Usted me invitó.

Comenzó a levantar y a bajar la cabeza; a pesar del Seconal se veía que los nervios lo consumían. Tenía el rostro cubierto de sudor.

– No soy el primer esposo que ha sido adúltero. Déjeme solo, maldito sea. Déjeme solo.

Me dirigí al cuarto de baño, tomé una toalla y le sequé la cara. Le sonreí con gesto burlón. Me sentía implacable. Espero a que el hombre esté caído y entonces lo golpeo y lo golpeo de nuevo. El se siente débil. No puede resistir o devolverme los golpes.

– Uno de estos días volveremos sobre ese asunto -le dije.

– No estoy loco.

– Esa es la esperanza que tiene.

– He estado viviendo en el infierno.

– Ah, claro. Eso es evidente. El punto interesante es saber por qué. Oiga…, tome esto. -Le alcancé otro Seconal y un vaso de agua. Roger se enderezó apoyándose sobre el codo y trató de agarrar el vaso, pero lo erró por unos buenos diez centímetros. Se lo coloqué en la mano. Se las arregló como pudo para beber y tragar la pastilla. Después se acostó de espaldas, agotado, con rostro inexpresivo. Casi podía haber sido un hombre muerto. Esa noche no iba a tirar a nadie por ninguna escalera. Lo más probable es que no lo hubiese hecho nunca.

Cuando se le cerraron los párpados salí de la habitación. El Webley me pesaba en el bolsillo. Comencé a bajar las escaleras. La puerta del cuarto de Eileen estaba abierta. La habitación estaba a oscuras, pero había suficiente claridad lunar y su silueta se recortaba sobre el fondo oscuro. Estaba parada justo al lado de la puerta. Me gritó algo que me pareció un nombre, pero no era el mío. Me acerqué a ella.

– Hable en voz baja -le dije-. Roger se volvió a dormir.

– Siempre supe que regresarías -me dijo suavemente-. Aun después de diez años.

Le dirigí una mirada escrutadora. Uno de los dos estaba loco.

– Cierra la puerta -prosiguió ella, con la misma voz acariciante-. Todos estos años te he estado esperando y me he reservado para ti.

Me di vuelta y cerré la puerta. En aquel momento me pareció una buena idea. Cuando me enfrenté con ella vi que estaba a punto de caer en mis brazos, de modo que la agarré por la cintura. No tuve más remedio que hacerlo. Ella se apretó con fuerza contra mí y su cabello me rozó la cara. Levantó la boca para que la besara. Estaba temblando. Entreabrió los labios y los dientes y sentí su lengua que se introducía en mi boca como una saeta. Entonces dejó caer las manos, dio un tirón a algo y el salto de cama que llevaba se abrió y apareció desnuda como una sirena y sin ninguna muestra de timidez.

– Llévame a la cama -murmuró.

Lo hice. La rodeé con mis brazos, tocando su piel desnuda, su piel suave, su carne que ofrecía. La levanté y la llevé a la cama y la acosté. Ella siguió rodeándome el cuello con sus brazos. Hacía una especie de ruido sibilante con la garganta. Después se agitó y gimió. Sentí que perdía yo mi propio control.

Candy me salvó. Oí un leve chirrido y al darme vuelta vi que el picaporte de la puerta se estaba moviendo. Me solté de un tirón y fui corriendo hasta la puerta. La abrí de golpe y salí lentamente, justo a tiempo para ver al mexicano que atravesaba el hall y comenzaba a bajar las escaleras. En la mitad de la escalera se detuvo, se dio vuelta y me miró de soslayo. Al cabo de un momento desapareció.

Regresé hasta la puerta y la cerré…, esta vez desde fuera. Se oyeron algo así como una especie de ruidos fantasmagóricos provenientes de la mujer extendida en el lecho, pero entonces no eran nada más que eso. Ruidos fantasmagóricos. El encanto estaba roto.

Bajé rápidamente las escaleras, me dirigí al estudio, agarré la botella de whisky y empecé a beber. Cuando no pude beber más, me apoyé contra la pared, jadeando, y dejé que el alcohol me quemara las entrañas hasta que los vapores llegaron al cerebro.

Había transcurrido mucho tiempo desde la hora de la cena. Había transcurrido mucho tiempo desde que pasara cualquier cosa normal. El whisky hizo su efecto rápidamente y con fuerza, pero seguí bebiendo hasta que se me empezó a nublar la vista, y vi los muebles colocados en lugares inverosímiles y la lámpara me pareció un fuego fatuo o un relámpago. Entonces me tiré sobre el sofá, tratando de mantener la botella en equilibrio sobre el pecho. Me pareció que estaba vacía. Cayó rodando y golpeó sobre el suelo.

Aquél fue el último detalle que recuerdo con precisión.