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Un rayo de sol acariciaba uno de mis tobillos. Abrí los ojos y vi la copa de un árbol que se balanceaba suavemente contra el cielo brumoso y azulado. Me di vuelta hacia el costado y el cuero me tocó la mejilla. Sentía como si me hubieran partido la cabeza con una hacha. Me senté. Estaba tapado con una manta. La aparté y puse los pies en el suelo. Miré el reloj. El reloj marcaba casi las seis y treinta.
Me puse de pie, pero me costó trabajo. Necesité bastante fuerza de voluntad. Me quedé casi sin fuerzas, y éstas no me sobraban, precisamente, como en otras épocas. Los años duros y difíciles me habían agotado.
Me arrastré hasta el lavabo, me saqué la corbata y la camisa y comencé a echarme agua en la cara y en la cabeza con ambas manos. Cuando me empapé por completo comencé a frotarme salvajemente con la toalla. Me puse de nuevo la camisa y la corbata y agarré la chaqueta que estaba colgada en la pared. Saqué el revólver del bolsillo, hice girar hacia afuera el cilindro y volqué en la mano los cartuchos, había cinco llenos y una cápsula ennegrecida. Pero entonces pensé que no valía la pena, que si quería siempre se encontraban más, de modo que los volví a colocar donde estaban antes y fui con el revólver hasta el estudio y lo guardé en uno de los cajones del escritorio.
Cuando levanté la vista vi a Candy parado al lado de la puerta, impecable de. pies a cabeza, con la chaqueta blanca, el cabello peinado hacia atrás, de un negro brillante, y la mirada agria.
– ¿Quiere café?
– Gracias.
– Apagué las lámparas. El patrón está bien. Dormido. Cerré su puerta. ¿Por qué se emborrachó?
– Tenía que hacerlo.
Me miró burlonamente: -No la consiguió, ¿eh? ¿Le salió el tiro por la culata, amiguito?
– Piense lo que le parezca.
– Usted no está muy guapo esta mañana, amiguito. No está nada guapo.
– ¡Traiga ese maldito café! -le grité.
– ¡Hijo de p…!
De un salto lo agarré por el brazo. El no se movió. Se limitó a mirarme despreciativamente. Me reí y le solté el brazo.
– Tiene razón, Candy. No me siento muy guapo que digamos.
Se dio vuelta y salió. Casi en seguida regresó con una bandeja de plata en la que había una cafeterita de plata, azúcar, leche y una servilleta triangular. Colocó la bandeja sobre la mesa y retiró de la misma la botella vacía y el resto de las cosas. Recogió del suelo la otra botella.
– Fresco. Recién hecho -dijo, y salió.
Tomé dos tazas de café puro. Después probé un cigarrillo. Todo iba bien. Todavía pertenecía a la raza humana. En ese momento Candy apareció de nuevo en el estudio.
– ¿Desea tomar el desayuno? -preguntó de mal humor.
– No, gracias.
– Muy bien. ¡Salga de aquí! Nosotros no queremos que ande rondando por acá.
– ¿Quién es nosotros?
Levantó la tapa de la caja y sacó un cigarrillo. Lo encendió y me echó el humo a la cara con insolencia.
– Yo cuido al patrón -dijo.
– ¿Se lo hace pagar?
Frunció el ceño y después asintió con la cabeza.
– ¡Oh, sí! Claro. Con buenos billetes.
– ¿Cuánto recibe por ese lado…, por no contar lo que sabe?
– No entiendo.
– Usted entiende perfectamente. ¿Cuánto le ha sacado? Apuesto que no más de un par de canarios.
– ¿Qué es eso?
– Doscientos dólares.
Candy sonrió en forma burlona.
– Usted será el que me dé un par de canarios, amiguito. Si no, le contaré al patrón que lo vi salir anoche de la habitación de la señora.
– Con eso compraría todo un ómnibus cargado de roñosos como usted.
Se encogió de hombros: -El patrón se pone bastante violento cuando se le sube la mostaza a la cabeza. Será mejor que pague, amiguito.
– No se haga el malo -dije despreciativamente-. Todo lo que usted recibe es dinero chico. De todas maneras, ella lo sabe todo. Usted no tiene nada que vender.
Hubo un fulgor en sus ojos: -Le repito que no vuelva por acá, guapito.
– Me voy.
Me puse de pie y di la vuelta alrededor de la mesa. Candy se movió también para seguir enfrentándome. Observé su mano, pero era evidente que aquella mañana no tenía el cuchillo. Cuando estuve cerca, levanté la mano y lo abofeteé.
– No permito que los sirvientes me llamen hijo de p… bola de grasa. Tengo trabajo aquí y vendré cuantas veces se me antoje. De ahora en adelante cuídese de lo que habla, porque un día de éstos lo aporrearé con la pistola. Entonces esa linda cara suya nunca volverá a ser lo que era.
No reaccionó para nada, ni siquiera a la bofetada. Aquello y haber sido llamado bola de grasa, debieron haber sido insultos mortales para él.
Permaneció de pie, sin moverse, con el rostro impenetrable e inexpresivo. Después, sin pronunciar palabra, recogió la bandeja y se dirigió hacia la puerta.
– Gracias por el café -le dije por la espalda.
Siguió caminando. Cuando salió del cuarto, decidí ponerme en camino. Estaba harto de la familia Wade.
Al atravesar el living vi a Eileen que bajaba las escaleras; llevaba pantalones blancos, camisa azul pálido y sandalias de punta abierta.
Me miró sorprendida.
– No sabía que estuviera aquí, señor Marlowe -dijo, como si no me hubiera visto hacía una semana, y como si en aquel momento yo me hubiera aparecido de pronto para tomar el té.
– Puse el revólver en el escritorio -le repliqué.
– ¿El revólver? -Entonces pareció caer en la cuenta-. Oh, la noche pasada fue un poco turbulenta, ¿no? Pero pensé que se había ido a su casa.
Me acerqué a ella. Llevaba colgada al cuello una delgada cadena de oro con una especie de colgante fantasía en oro y azul, sobre esmalte blanco. La parte azul esmaltada parecía un par de alas, pero no desplegadas. Contra las mismas había una ancha daga en esmalte blanco y oro, que atravesaba un rollo de pergamino. No pude leer las palabras. Era algo así como un emblema militar.
– Me emborraché -expliqué-. En forma deliberada y no muy elegante. Me sentía un poco solitario.
– No tenía por qué estarlo -dijo ella, y sus ojos eran tan transparentes como el agua. No había en ellos el menor vestigio de engaño o estratagema.
– Es cuestión de opinión -dije-. Ahora me voy y creo que no volveré. ¿Oyó lo que le dije sobre el revólver?
– ¿Así que guardó el revólver en el escritorio? Hubiera sido buena idea ponerlo en algún otro lado. Pero realmente no tuvo intención de matarse, ¿no es cierto?
– No puedo saberlo. Pero la próxima vez podría querer hacerlo.
Eileen sacudió la cabeza.
– No lo creo. En verdad, no lo creo. Anoche se portó usted magníficamente, señor Marlowe. Su ayuda fue inapreciable. No sé cómo agradecérselo.
– Intentó agradecérmelo muy bien.
Ella enrojeció levemente. Después se rió.
– Durante la noche tuve un sueño muy extraño -dijo con calma, mirando por encima de mi hombro-. Alguien que conocí hace mucho tiempo estaba en casa. Alguien que está muerto desde hace diez años. -Levantó la mano y tocó con los dedos el colgante de oro y esmalte que llevaba al cuello. -Por eso me puse esto. El me lo regaló.
– Yo también tuve un sueño raro -contesté-. Pero no se lo contaré. Hágame saber cómo sigue Roger y si puedo hacer algo por él.
Ella bajó la vista hasta encontrar mi mirada.
– Usted dijo que no volvería.
– Dije que no estaba seguro. Podría tener que volver.
Espero que no. Algo anda muy mal en esta casa. Y sólo una parte es culpa de la botella.
Eileen me clavó la vista, frunciendo el entrecejo.
– ¿Qué quiere decir?
– Creo que usted sabe a lo que me refiero.
Ella quedó pensativa, reflexionando. Los dedos seguían acariciando suavemente el colgante. Dejó escapar un suspiro lento y paciente.
– Siempre hay otra mujer -dijo con calma-. En un momento o en otro. No es necesariamente inevitable. Tenemos puntos de vista opuestos, ¿no lo cree así? Quizá ni siquiera estamos hablando de lo mismo.
– Puede ser -contesté. Seguía parada en la escalera, en el tercer escalón contando desde abajo. Todavía sus dedos aferraban el colgante. Todavía parecía un ensueño dorado-. Especialmente si usted piensa que la otra mujer es Linda Loring.
Dejó de acariciar el colgante y bajó un escalón más.
– El doctor Loring parece estar de acuerdo conmigo -dijo con indiferencia-. Debe tener alguna fuente de información.
– Usted dijo que Loring había representado aquella escena con la mitad de los hombres del valle.
– ¿Yo dije eso? Bueno…, fue una cosa convencional dicha por el momento.
Bajó otro escalón.
– No me he afeitado -le dije.
– ¡Oh!, no esperaba que me hiciera el amor.
– ¿Puede decirme concretamente qué es lo que esperaba de mí, señora Wade…, al principio, cuando me persuadió de que buscara a su marido? ¿Por qué yo?… ¿Qué podía ofrecerle?
– Usted se mantuvo fiel -dijo ella con tranquilidad-. Cuando eso no era muy fácil.
– Estoy emocionado. Pero no creo que ésa fuera la razón.
Bajó el último escalón y levantó la vista para mirarme.
– Entonces ¿cuál era la razón?
– O si lo fuera…, es una razón muy pobre. Casi la peor razón del mundo.
Frunció levemente el ceño y preguntó:
– ¿Por qué?
– Porque lo que hice, mantenerme fiel, es algo que ni siquiera un loco volvería a hacer por segunda vez.
– ¿Sabe una cosa? -replicó ella alegremente-. Esta conversación se está volviendo muy enigmática.
– Usted es una persona muy enigmática, señora Wade. Hasta la vista y buena suerte, y si realmente se preocupa por Roger será mejor que llame a un buen médico… y rápido.
Ella rió de nuevo.
– ¡Oh!, el ataque de anoche fue suave. Tendría que verlo cuando le agarra uno fuerte. Esta tarde ya estará levantado y trabajando.
– Al demonio si lo hace.
– Créame que sí. Lo conozco muy bien.
Le disparé el último dardo directamente entre los dientes, y en verdad que mis palabras sonaron en forma bastante desagradable.
– Usted no quiere salvarlo realmente, ¿no? Lo único que quiere es aparentar que trata de salvarlo.
– Esto que acaba de decirme es una cosa brutal -me contestó recalcando las palabras.
Se hizo a un lado y se encaminó al comedor. Atravesé el living y me dirigí hacia la puerta principal. Era una hermosa mañana de verano en aquel valle apartado, lleno de luz y colorido. Estaba demasiado lejos de la ciudad para que llegara la humareda y el aire viciado, y las montañas bajas interceptaban la humedad del océano. Más tarde haría calor, pero en forma agradablemente refinada y exclusiva, nada brutal como el calor del desierto, ni pegajoso y fétido como el calor de la ciudad. Idle Valley era un lugar perfecto para vivir. Gente simpática con lindas casas, lindos autos, lindos perros, posiblemente hasta lindos niños.
Pero lo que deseaba un hombre llamado Marlowe era irse de allí. Y rápido.