172898.fb2
Cuando llegué a casa me di una ducha, me afeité, me cambié de ropa y comencé a sentirme limpio de nuevo. Me preparé el desayuno, lo tomé, lavé las cosas, barrí la cocina y el porche de servicio, llené la pipa y llamé al servicio de contestación telefónica. No había nada para mí. ¿Para qué ir a la oficina? No habría allí nada más que alguna otra polilla muerta y otra capa de polvo. En la caja de hierro estaría el retrato de Madison. Podría ir allí y jugar con él y con los cinco flamantes billetes de cien dólares que todavía olían a café. Podría hacerlo, pero no quise. En mi fuero interno sentía cierta amargura. Nada de eso me pertenecía realmente. ¿Qué era lo que se suponía que iba a comprar? ¿Cuánta lealtad puede utilizar un hombre muerto? ¡Uff! Estaba mirando la vida a través de la neblina de una borrachera.
Era esa clase de mañanas que parecen no terminar nunca. Me sentía aplastado, cansado y triste, y los minutos que pasaban parecían caer en el vacío, zumbando suavemente, como los cohetes. Los pájaros gorjeaban en los arbustos y los coches pasaban interminablemente por el bulevar Laurel Canyon, en una y otra dirección. Por lo general, no los oía. Pero me sentía inquieto e irritable, despreciable y supersensitivo. Decidí liquidar las consecuencias de mi borrachera.
De ordinario, no soy un bebedor matutino. El clima del sur de California es demasiado suave para eso. Uno no metaboliza con suficiente rapidez. Pero aquella vez me preparé un vaso grande y frío, me senté en el sillón, con la camisa abierta, agarré una revista y leí una historia disparatada sobre un tipo que tenía dos vidas y dos psiquiatras, uno era humano y el otro una especie de insecto en una colmena. El tipo iba de uno al otro sin cesar, y todo el asunto era disparatado, pero en cierto sentido divertido. Comencé a beber con todo cuidado, de a sorbos, vigilándome.
Cerca del mediodía sonó el teléfono y una voz femenina dijo:
– Habla Linda Loring. Llamé a su oficina y el servicio telefónico me informó que probara su número particular. Tengo que verlo.
– ¿Para qué?
– Preferiría explicárselo personalmente. Supongo que de tanto en tanto va a su oficina.
– Sí. De tanto en tanto. ¿Hay algún dinero para mí?
– No pensé en eso, pero si usted quiere que se le pague, no me opongo. Podría estar en su oficina dentro de una hora.
– ¡Macanudo!
– ¿Qué le pasa? -preguntó ella severamente.
– Borrachera. Pero no estoy paralizado. Estaré allí. A menos que quiera venir a mi casa.
– Su oficina me conviene más.
– Tengo una casa agradable y tranquila en una calle cortada, y no hay vecinos cerca.
– La sugerencia no me atrae, si es que le entiendo bien.
– Nadie me entiende, señora Loring. Soy enigmático. Bueno. Trataré de abrirme paso hasta el gallinero. Muy bien. La espero.
– Muchas gracias -dijo, y colgó.
Tardé bastante en llegar a la oficina porque me detuve en el camino para comer un sandwich. Abrí las ventanas para airear la habitación, conecté el llamador y asomé la cabeza por la puerta de comunicación; Ya estaba allí, sentada en la misma silla donde se había sentado Mendy Menéndez y probablemente hojeaba la misma revista. Llevaba un traje sastre de gabardina color tostado y lucía muy elegante. Puso a su lado la revista, me miró con seriedad y dijo:
– Su helecho de Boston necesita que lo rieguen. Y también creo que necesita que lo trasplanten a otra maceta. Demasiadas raíces aéreas.
Mantuve abierta la puerta para que pasara. Al diablo con el helecho de Boston. Después la cerré, le acerqué la silla destinada a los clientes y ella dirigió a su alrededor la habitual mirada de inspección. Yo di la vuelta al escritorio y me senté frente a ella.
– Su oficina no es precisamente palaciega. ¿Ni siquiera tiene una secretaria?
– Es una vida sórdida, pero estoy acostumbrado.
– Y no creo que sea muy lucrativa -agregó.
– Ah, no sé. Depende. ¿Quiere ver un retrato de Madison?
– ¿De quién?
– Un billete de cinco mil dólares. Lo tengo en la caja fuerte. -Me levanté y fui hacia la caja. Hice girar la perilla, la abrí e hice lo mismo con un cajoncito interior del cual saqué un sobre que dejé caer sobre el escritorio. Adentro estaba el billete. Ella miró el sobre con expresión perpleja.
– No deje que la oficina la engañe -le dije-. En una época trabajé para un muchacho que tenía en efectivo alrededor de veinte millones. Hasta su padre le hubiera dicho “Hola”. Su oficina no era mejor que la mía, excepto que él era un poco sordo y tenía en el techo una cosa a prueba de sonidos. En el piso, linóleo marrón, sin alfombra.
Sacó el billete con el retrato de Madison, lo sostuvo entre los dedos, le dio vuelta y volvió a colocarlo sobre el escritorio.
– Era de Terry, ¿no es cierto?
– ¡Diablos!, ¿usted está enterada de todo, señora Loring?
La señora Loring apartó el billete lejos de sí, frunciendo el ceño.
– Terry tenía uno. Lo llevaba consigo desde que él y Sylvia se casaron por segunda vez. Lo llamaba el dinero de la locura. No lo encontraron en su cadáver.
– Podrían existir otras razones.
– Ya sé. Pero, ¿cuántas personas hay que llevan encima un billete de cinco mil dólares? ¿Cuántas hay que pudiendo permitirse el lujo de darle esa cantidad de dinero se lo entregarían en esa forma?
No valía la pena responder. Me limité a hacer una leve inclinación de cabeza. Ella prosiguió con brusquedad:
– ¿Y qué se supone que tenía que hacer usted en pago de ello, señor Marlowe? ¿Me lo dirá? Durante aquel último viaje a Tijuana, Terry tuvo mucho tiempo para hablar. La otra noche usted me dio a entender con toda claridad que no creía en su confesión. ¿Acaso Terry le dio una lista de los amantes de su mujer para que usted pudiera encontrar entre ellos al asesino?
Tampoco contesté a aquello, pero por razones diferentes.
– ¿Y por casualidad no aparece en esa lista el nombre de Roger Wade? -preguntó en tono agrio-. Si Terry no mató a su mujer, el asesino tiene que ser un hombre violento e irresponsable, un lunático o un borracho perdido. Sólo un tipo de hombre así pudo haberla golpeado hasta convertir su cara en papilla, para usar su repulsiva expresión. ¿Es por eso que usted se hace tan útil para los Wade, como una niñera fija que va a cuidarlo cuando él se emborracha, que va a buscarlo cuando se ha perdido y lo trae de vuelta a su casa cuando no puede hacerlo por sus propios medios?
– Permítame que le aclare un par de puntos, señora Loring. Terry pudo haber sido o no el que me dio este hermoso billete. Pero no me entregó ninguna lista ni mencionó nombre alguno. No me pidió nada, excepto aquello que usted parece estar segura que hice, o sea llevarlo hasta Tijuana. Mi relación con los Wade se debe a la intervención de un editor de Nueva York que está desesperado por lograr que Roger concluya su libro, lo que involucra el tratar de que se mantenga sobrio y esto a su vez involucra el averiguar si existe alguna inquietud o perturbación especial que lo lleva a emborracharse. Si existe y podemos encontrarla, entonces el próximo paso sería hacer un esfuerzo para tratar de eliminarla o disiparla. Y digo un esfuerzo, porque las probabilidades indican que no podremos lograrlo. Pero al menos lo intentaremos.
– Yo podría decirle en una sola frase quién es culpable de que se emborrache -dijo ella en tono despreciativo-. Esa buena pieza anémica con la que está casado.
– ¡Oh, no sé! -respondí-. Y yo no la llamaría anémica.
– ¿No me diga? ¡Qué interesante! Le brillaron los ojos.
Recogí el retrato de Madison.
– No mastique demasiado lo que le acabo de decir, señora Loring. No me acuesto con la dama. Lamento desilusionarla.
Me acerqué a la caja fuerte y guardé el billete. Cerré la caja e hice girar el dial.
– Pensándolo bien -replicó ella a mi espalda-, dudo mucho de que alguien se acueste con ella.
Regresé a mi sitio y me senté.
– Se está volviendo maligna, señora Loring. ¿Por qué? ¿Tanto le interesa nuestro alcohólico amigo?
– Odio esa clase de observaciones -dijo en tono mordaz-. Las odio. Supongo que después de aquella escena estúpida que hizo mi marido, usted cree que tiene derecho a insultarme. No…, Roger Wade no me interesa. Nunca me interesó…, ni siquiera cuando era un hombre normal y sabía comportarse. Y ahora que es una piltrafa, menos que nunca.
Me incliné sobre el escritorio para alcanzar la caja de fósforos y miré fijamente a Linda Loring.
– Ustedes, las personas que tienen mucho dinero, son realmente algo grande -dije en tono sarcástico-. Creen que todo lo que se dignan decir, por desagradable que sea, está perfectamente bien. Usted se permite hacer observaciones despectivas sobre Wade y su mujer a un hombre a quien apenas conoce. Pero si yo a mi vez le devuelvo algo en cambio, eso es un insulto. Muy bien. Vamos a hablar claro. Todo tipo borracho al final se enreda con alguna mujer liviana. Wade es un borracho, pero usted no es una mujer liviana. Esa no fue más que una insinuación casual que dejó caer su aristocrático marido para dar animación a la fiesta. No quiso decir eso; lo dijo nada más que para hacer una broma. De modo que usted queda fuera de concurso y comenzamos a buscar una mujer liviana en alguna otra parte. ¿Hasta dónde tenemos que buscar, señora Loring…, para encontrar una que la comprometa lo suficiente como para que usted se venga hasta aquí a intercambiar conmigo miradas y palabras despectivas? Tiene que tratarse de una persona especial, ¿no le parece?… De otro modo, ¿por qué habría usted de preocuparse?
La señora Loring permaneció sentada, mirándome en silencio. Transcurrió un minuto que pareció un siglo. Los labios habían perdido el color y tenía las manos rígidas, aferradas a la cartera de gabardina que hacía juego con el traje.
– Usted no ha desperdiciado el tiempo, ¿eh, señor Mare? -dijo al fin-. ¡Qué cómodo y oportuno fue que ese editor haya pensado en utilizarlo a usted! ¡De modo que Terry no le dio ningún nombre! Ni uno solo. Pero eso no tenía importancia realmente, ¿no es así, señor Marlowe? Su instinto es infalible. ¿Puedo preguntarle qué se propone hacer ahora?
– Nada.
– ¿Cómo? ¡Eso se llama desperdiciar talento! ¿Cómo puede conciliar su actitud con su obligación para con el retrato de Madison? Con seguridad debe haber algo que puede hacer.
– Hablando entre nosotros dos, le diré que usted se está volviendo demasiado impertinente. ¿Conque Wade conocía a su hermana? Gracias por habérmelo dicho, aunque sea en forma indirecta. Yo ya lo había imaginado. ¿Y qué hay con eso? El no es más que uno de los integrantes de lo que probablemente fue una colección bastante rica. Dejemos eso donde está y veamos el motivo que la trajo aquí.
La señora Loring se puso de pie y dirigió una mirada al reloj de pulsera.
– Tengo el coche abajo. ¿Podría convencerlo de que me acompañe a casa a tomar una taza de té?
– Continúe. Dígame de qué se trata.
– ¿Le suena tan sospechoso? Tengo un huésped que quiere conocerlo.
– ¿El viejo?
– No le llame así.
Me levanté y me incliné sobre el escritorio.
– Mi querida amiga, usted a veces es terriblemente encantadora. Verdaderamente lo es. ¿Debo llevar revólver?
– Me imagino que a un viejo no le tendrá miedo.
– ¿Por qué no? Apuesto a que usted le tiene miedo… y mucho.
Ella suspiró.
– Sí. Me temo que sí. Siempre le he tenido miedo. A veces es un hombre aterrador.
– Será mejor que lleve dos revólveres -dije, y en seguida lamenté haberlo dicho.