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Pasó una semana y no tuve noticia alguna de los Wade. El tiempo era caluroso, húmedo y brumoso, y el ácido aguijón de la bruma había llegado hasta Beverly Hills. Desde la cumbre de Mulholland Drive se podía verla por encima de la ciudad, como una neblina. Cuando uno estaba en medio de la bruma se podía gustarla y olerla y hasta sentirla en los ojos. Todo el mundo estaba afligido a ese respecto. En Pasadena, donde se habían refugiado los millonarios bien forrados después que la multitud cinematográfica les arruinó Beverly Hills, los padres de la ciudad gritaban de rabia. Todo lo que ocurría era por culpa de la bruma. Si el canario no cantaba, si el lechero llegaba tarde, si el pequinés tenía pulgas, si un viejo zopenco de cuello almidonado sufría un ataque al corazón camino de la iglesia, todo aquello era por la bruma. En el lugar donde yo vivía, por lo general la atmósfera estaba clara por la mañana temprano y casi siempre por la noche; muy de vez en cuando la bruma desaparecía durante un día entero. En un día como ésos, se trataba de un jueves, Roger Wade me llamó por teléfono.
– ¿Cómo está? Habla Wade. -Parecía estar de excelente humor.
– Muy bien, ¿y usted?
– Me temo que estoy sobrio. Estoy garabateando fuerte. Deberíamos charlar un rato. Creo que le debo algún dinero.
– No.
– Bueno, ¿qué le parece si almorzamos juntos? ¿Quiere venir a casa más o menos a la una?
– Encantado. ¿Cómo está Candy?
– ¿Candy? -Pareció asombrado. Aquella noche debía haber perdido bastante el sentido-. ¡Ah! Le ayudó a usted a acostarme.
– Sí. Es un muchachito servicial… en algunos aspectos. ¿Y la señora Wade?
– También se encuentra bien. Hoy ha ido de compras a la ciudad.
Cortamos y yo me senté y me hamaqué en mi silla giratoria. Debí haberle preguntado cómo iba el libro. Tal vez uno siempre tenga que preguntar a un escritor cómo anda su libro. Y quizás él esté muy cansado de que se lo pregunten.
Un rato después tuve otra llamada telefónica. Era una voz desconocida.
– Habla Roy Ashterfelt. George Peters me dijo que lo llamara, Marlowe.
– ¡Ah, sí!, gracias. Usted es la persona que conoció a Terry Lennox en Nueva York. En aquella época se hacía llamar Marston.
– Así es. Y andaba en la mala. Pero con seguridad que se trata del mismo tipo. No hay peligro de equivocarse con él. Aquí me lo encontré una vez en lo de Chasen, con su mujer. Yo estaba con un cliente. El cliente los conocía pero no me acuerdo el nombre de éste.
– Comprendo, pero ahora no tiene importancia. ¿Recuerda el nombre de Marston?
– Espere un minuto mientras me muerdo el dedo. ¡Ah sí! Paul. Paul Marston. Hay otro detalle más, por si le interesa. Usaba la insignia y el uniforme del Ejército Británico.
– Comprendo. ¿Qué pasó con él?
– Lo ignoro. Yo me fui al Oeste. La próxima vez que lo vi fue aquí… casado con la hija de Harlan Potter. Pero usted ya sabe toda esa historia.
– Ahora los dos están muertos, pero gracias por haberme llamado.
– No hay de qué -respondió algo indeciso-. Encantado de haberle suministrado esos datos. ¿Le serán de alguna utilidad?
– No lo creo -contesté, mintiendo descaradamente-. Nunca le pregunté nada sobre su vida. Una vez me contó que se había criado en un orfelinato. ¿Usted no se habrá equivocado?
– ¿Con ese cabello blanco y las cicatrices en la cara? No hay ninguna posibilidad. No diré que nunca me olvido de los rostros que veo, pero mucho menos de un rostro como ese.
– ¿Marston lo vio a usted?
– Si me vio, no se dio por enterado. Dadas las circunstancias no era de suponer que lo hiciera. De todas maneras, puede ser que no se haya acordado de mí. Como le dije, en Nueva York andaba siempre muy achispado.
Le agradecí nuevamente, él volvió a repetir que había sido un placer y cortamos la comunicación.
Reflexioné un rato sobre lo que habíamos hablado. El ruido del tránsito de la calle era un acompañamiento muy poco musical para mis pensamientos y, además, muy estridente. En verano, con el tiempo caluroso, todo parece demasiado estridente. Me levanté y bajé la parte inferior de la ventana. Después llamé por teléfono al detective-sargento Green, de la sección Homicidios. Tuvo la cortesía de atenderme.
– Oiga -dije, después de los preliminares de rigor-, he sabido algo sobre Terry Lennox que me ha dejado perplejo. Un tipo me dijo que lo conoció en Nueva York con otro nombre. ¿Usted verificó sus antecedentes durante la guerra?
– Ustedes nunca aprenden -replicó Green con tono malhumorado-, nunca aprenderán a no meterse en las cosas que no les conciernen. Aquel asunto está cerrado, liquidado; lo cargaron con plomo y lo arrojaron al océano. ¿Comprende?
– La otra semana me pasé media tarde con Harlan Potter, en la casa de su hija, en Idle Valley. ¿Quiere verificarlo?
– ¿Qué fue a hacer allí? -preguntó en tono agrio-. Suponiendo que lo crea.
– Conversamos de muchas cosas. Me invitaron. Potter dice que le resulto simpático. A propósito, me contó que su hija fue asesinada con una Mauser 7,65 mm., modelo P.P.K. ¿Esa es una novedad para usted?
– Continúe.
– Era el revólver de ella, su propio revólver, compañero. Según creo, es una pequeña diferencia. Pero no me interprete mal. No estoy examinando ninguna clase de rincones oscuros. Este es un asunto personal. ¿De dónde sacó Terry las cicatrices que tenía?
Green guardó silencio. Oí el ruido de una puerta que se cerraba. Entonces Green contestó:
– Probablemente en una pelea a cuchillazos al sur del Río Grande.
– ¡Al diablo, Green! Usted tenía sus impresiones digitales. Usted las envió a Washington como se hace siempre y recibió el informe correspondiente… como es lo habitual. Lo único que quiero saber son sus antecedentes durante la guerra.
– ¿Quién dijo que los tiene?
– Bueno, por lo pronto, Mendy Menéndez. Parece que Lennox le salvó la vida en una oportunidad, fue herido y de ahí le vienen las cicatrices. Los alemanes lo capturaron y le -arreglaron la cara.
– ¿Conque Menéndez, eh? ¿Usted le cree a ese hijo de tal por cual? ¡Entonces usted debe tener un agujero en la cabeza! Lennox no tenía ningún antecedente de guerra. No tenía ningún antecedente de ninguna clase, bajo ningún nombre. ¿Está satisfecho?
– Si usted lo dice -contesté-. Pero no veo por qué Menéndez se iba a molestar en venir hasta aquí para contarme un cuento andaluz y advertirme que no meta la nariz en este asunto porque Lennox era amigo suyo y de Randy Starr y ellos no querían que nadie anduviera entrometiéndose y escarneciendo la memoria de Terry. Después de todo, él ya había muerto.
– ¿Quién puede saber lo que piensa un rufián de esa calaña? -preguntó Green en tono amargo-. ¿O por qué lo piensa? Puede ser que Lennox anduviera en algún negocio con ellos antes de casarse con aquella millonaria y de volverse una persona respetable. Durante un tiempo fue una especie de maestro de ceremonias en el club nocturno que Starr tenía en Las Vegas. Allí conoció a la muchacha. Una sonrisa, un saludo y un traje de etiqueta. Con eso hacía feliz a la clientela y al mismo tiempo vigilaba a los jugadores. Creo que tenía clase para ese tipo de trabajo.
– Poseía un encanto particular -dije-, que es de lo que carecen en la policía. Muchas gracias, sargento. ¿Cómo anda el comisario Gregorius?
– Ha pedido la jubilación. ¿No lee los periódicos?
– Las noticias de la sección crimen, no, sargento. Demasiado sórdido.
Comencé a despedirme, pero me cortó en seco.
– ¿Qué quería de usted el señor Don Dinero?
– No hicimos nada más que tomar una taza de té. Una visita social. Me dijo que quizá me daría algunos negocios. También insinuó, no hizo más que insinuarlo, en pocas palabras, que cualquier polizonte que me mire con ojos aviesos se enfrentará con un futuro no muy agradable.
– El no dirige el departamento de policía -respondió Green.
– Eso lo admitió. Dijo que ni siquiera se preocupa en comprar a los comisarios o a los fiscales de distrito. Ellos simplemente se acurrucan en su regazo cuando duerme la siesta.
– ¡Váyase al diablo! -exclamó Green y me cortó la comunicación en las narices.
Ser policía es cosa difícil. Nunca se sabe con seguridad con quién tiene uno que vérselas.