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Capítulo XXXIV

El tramo de camino con el pavimento destrozado que se extendía desde la carretera hasta la curva de la colina parecía calcinado por el sol del mediodía, y los pequeños arbustos que crecían sobre la tierra reseca, a ambos lados del mismo, estaban cubiertos de un polvo granítico que parecía harina. El olor que venía de la maleza era casi nauseabundo. Soplaba una leve brisa, ardiente y sofocante. Me había sacado la chaqueta y tenía las mangas subidas, pero no podía apoyar el brazo sobre la puerta del coche porque estaba demasiado caliente. Un caballo atado a una soga dormitaba cansadamente debajo de unos robles. En el suelo estaba sentado un mexicano de piel morena, que comía algo que tenía envuelto en un trozo de papel de diario. Unas cuantas ramitas vinieron rodando por el camino llevadas por el viento y fueron a chocar contra una roca granítica, y un lagarto que estaba allí un minuto antes desapareció en seguida.

Di la vuelta alrededor de la colina y empezó el asfalto y fue como si hubiera llegado de pronto a otro país. Cinco minutos después tomé por el camino de coches de los Wade, estacioné, bajé, atravesé el camino de lajas y toqué el timbre.

Wade me abrió la puerta. Llevaba una camisa de mangas cortas a cuadros marrones y blancos, pantalón azul pálido y sandalias. Estaba tostado por el sol y su aspecto era saludable. Tenía una mancha de tinta en la mano y un tizne de ceniza de cigarrillo a un costado de la nariz.

Me condujo hasta el estudio y se sentó detrás del escritorio, sobre el cual había una pila gruesa, de hojas de papel amarillo escritas a máquina. Coloqué la chaqueta sobre una silla y me senté en el sofá.

– Gracias por haber venido, Marlowe. ¿Quiere tomar algo?

Le dirigí esa mirada peculiar con que uno mira a un borracho que nos pregunta si queremos beber. Casi podía sentirla. Wade sonrió burlonamente.

– Tomaré una Coca-Cola -dijo.

– Se ha restablecido muy rápido -contesté-. Por ahora no tengo ganas de beber. Tomaré una Coca-Cola con usted.

Wade apretó un botón con el pie y al cabo de un rato apareció Candy. Tenía el aspecto del tipo que está furioso. Tenía puesta una camisa azul y un pañuelo color naranja y no llevaba la chaqueta, blanca. Zapatos en dos tonos, negro y blanco, y elegantes pantalones de gabardina de cintura alta. Wade ordenó las Coca-Colas. Candy me dirigió una mirada dura y salió de la habitación.

– ¿Es el libro? -pregunté señalando el montón de papeles.

– Sí. Apesta.

– No le creo. ¿Cuánto ha hecho?

– Más o menos dos tercios del camino… por lo que valen. Lo cual es condenadamente poco. ¿Usted sabe cuándo puede un escritor decir que está liquidado?

– No conozco nada sobre escritores -confesé, llenando la pipa.

– Cuando comienza a leer sus antiguos trabajos en busca de inspiración. Eso es cosa segura. Tengo aquí quinientas páginas de escritura a máquina, mucho más que cien mil palabras. Mis libros son extensos. Al público le gustan los libros largos. Ese maldito público tonto cree que si hay un montón de páginas debe haber un montón de oro. No me atrevo a volver a leerlo. Yo no me acuerdo ni de la mitad. Simplemente tengo miedo de mirar mi propio trabajo.

– Tiene usted muy buen aspecto -le dije-. Parece mentira cuando pienso en lo que pasó la otra noche. Usted tiene más agallas de lo que piensa.

– Lo que necesito en este momento es algo más que agallas. Algo que no se consigue simplemente con desearlo. Confianza en mí mismo. Soy un escritor arruinado que ya no cree en nada. Poseo una hermosa casa, una mujer hermosa y un récord de ventas magnífico. Pero lo único que deseo realmente es emborracharme y olvidar.

Apoyó el mentón en las palmas de las manos y me miró fijamente.

– Eileen dice que traté de dispararme un tiro. ¿Estuve tan mal como para llegar a tanto?

– ¿No se acuerda de lo que pasó?

Sacudió la cabeza.

– No me acuerdo de nada, excepto de que me caí y me hice un tajo en la cabeza. Y después de un rato recuerdo que estaba en la cama y usted estaba a mi lado. ¿Eileen lo llamó?

– Sí. ¿No se lo dijo?

– No ha hablado mucho conmigo esta última semana. Creo que debe estar harta. Hasta aquí. -Colocó la mano de canto contra el cuello, justo debajo del mentón-. Todo aquel espectáculo que montó Loring el otro día tampoco ayudó mucho.

– La señora Wade dijo que no tenía ninguna importancia y que no significaba nada.

– Justamente ésa es la pura verdad; pero me temo que Eileen no creía en lo que dijo. El tipo es anormalmente celoso. Si uno toma una o dos copas con su mujer en un rincón y se ríe un poco y le da un beso al desearle las buenas noches, supone de inmediato que uno se acuesta con ella. Una de las razones es que él no lo hace.

– Lo que me gusta de Idle Valley -dije -es que todos llevan una vida tan cómoda y normal.

Wade frunció el ceño y en aquel momento se abrió la puerta y entró Candy con las dos botellas y dos vasos.

Colocó uno enfrente de mí, sin mirarme.

– El almuerzo para dentro de media hora -dijo Wade y agregó-: ¿Por qué no se puso la chaqueta blanca?

– Hoy es mi día libre -contestó Candy, imperturbable-. Yo no soy el cocinero, patrón.

– Nos arreglaremos con unos fiambres o sandwiches y cerveza replicó Wade-. El cocinero ha salido hoy, Candy, y tengo un amigo invitado a almorzar.

– ¿Usted cree que él es su amigo? -gruñó Candy-. Mejor que le pregunte a su señora.

Wade se reclinó sobre el asiento y le sonrió.

– Cuidado con lo que dice, hombrecito. Usted aquí lo pasa bien. No le pido favores a menudo, ¿no es así?

Candy miró al suelo. Después de un momento levantó la vista y sonrió burlonamente: -Bueno, patrón. Me pondré la chaqueta blanca. Voy a servir el almuerzo. -Se dio vuelta suavemente y salió del estudio. Wade esperó a que la puerta se cerrara y entonces se encogió de hombros y me miró.

– Antes los llamábamos sirvientes. Ahora les decimos ayuda doméstica. Me pregunto cuánto tiempo pasará hasta que tengamos que servirles el desayuno en la cama. A ese tipo le doy demasiado dinero. Lo estoy echando a perder.

– ¿En concepto de sueldos… o de alguna otra cosa?

– ¿Como por ejemplo? -me preguntó en tono cortante.

Me puse de pie y le entregué algunas hojas dobladas de papel amarillo.

– Será mejor que las lea. Evidentemente usted no se acuerda de que me pidió que las rompiera. Estaban en su máquina de escribir debajo de la tapa.

Wade desdobló las páginas y se recostó hacia atrás para leerlas. El vaso con la Coca-Cola estaba sobre el escritorio, pero pasó inadvertido por completo.

Wade comenzó a leer lentamente, frunciendo el ceño. Cuando llegó al final, volvió a doblar las páginas y apretó el doblez con el dedo.

– ¿Eileen vio esto? -preguntó cautelosamente.

– No lo sé. Puede haberlo visto.

– Bastante disparatado, ¿no le parece?

– A mí me gustó. Especialmente aquella parte sobre un hombre bueno que muere por usted.

Desdobló las hojas de nuevo y las rompió en tiras largas que arrojó después al canasto.

– Supongo que un borracho es capaz de escribir o decir o hacer cualquier cosa -dijo lentamente-. Para mí, todas esas hojas carecen de sentido. Candy no me hace ningún chantaje. Me aprecia mucho.

– Quizá sería mejor que se emborrachara de nuevo. De esa forma podría recordar lo que quiso decir. Podría recordar muchas cosas. Ya hablamos de esto antes…, aquella noche en que disparó el tiro. Supongo que el Seconal lo tranquilizó. Parecía estar bastante sobrio y sereno. Pero ahora pretende no recordar que escribió las hojas que acabo de darle. No es extraño que no pueda escribir su libro, Wade. Lo que me asombra es que pueda permanecer vivo.

Wade se volvió de lado y abrió uno de los cajones del escritorio. Buscó algo en su interior, y por fin sacó una libreta de cheques. La abrió y tomó el bolígrafo en la mano.

– Le debo mil dólares -dijo con calma. Escribió la cantidad en el cheque y después en el talón. Arrancó el cheque, se puso de pie, dio la vuelta alrededor del escritorio y acercándose a mí lo dejó caer en la mesita frente al sofá en que yo estaba sentado-. ¿Está conforme?

Me recliné contra el respaldo, levanté la vista para mirarlo, sin hacer ademán alguno para recoger el cheque, y no contesté. El rostro de Wade reflejaba una tensión extrema y los ojos parecían hundidos e inexpresivos.

– Supongo que usted cree que yo la maté y que dejé que acusaran a Lennox -dijo lentamente-. Ella era una cualquiera; eso es cierto. Pero no se le destroza la cara a una mujer simplemente porque sea una cualquiera. Candy sabe que a veces yo iba a verla. Lo más divertido de todo esto, es que no creo que él se lo dijera. Quizá me equivoque, pero no lo creo.

– Aunque lo hiciera, no importaría -dije-. Los amigos de Harlan Potter no le llevarían el apunte. Además, a ella no la mataron con aquella estatuita de bronce. Le atravesaron la cabeza con un balazo de su propia pistola.

– Puede ser que tuviera una pistola -dijo él como en un sueño-. Pero no sabía que le habían disparado un tiro. Eso no se publicó.

– ¿No lo sabía o no se acordaba? -le pregunté-. No, en efecto, no se publicó.

– ¿Qué es lo que se propone hacer conmigo, señor Marlowe? -Su voz seguía siendo soñadora, casi suave-. ¿Qué quiere que haga? ¿Contárselo a mi mujer? ¿Contárselo a la policía? ¿Qué se sacaría en limpio con eso?

– Usted dijo que un hombre bueno murió por usted.

– Todo lo que quise decir es que si hubiera habido una verdadera investigación habría podido ser identificado como uno, pero únicamente uno, de los posibles sospechosos. Eso me hubiera liquidado en muchos sentidos.

– No he venido aquí a acusarlo de asesinato, Wade. Lo que a usted le atormenta es que usted mismo no está seguro. Tiene antecedentes de violencia contra su esposa. Pierde el control por completo cuando se emborracha. No es argumento el afirmar que no se le destroza la cabeza a una mujer nada más porque sea una cualquiera pues eso es precisamente lo que alguien hizo. Me resulta mucho más probable que sea usted el autor del hecho y no el hombre a quien se le atribuyó ese trabajo.

Wade se encaminó hacia las puertas-vidrieras y se detuvo contemplando el débil resplandor de la luz sobre el lago. No me respondió. Durante un par de minutos no hizo movimiento alguno ni pronunció una palabra. Entonces se oyó un golpe leve en la puerta y apareció Candy empujando una mesita rodante, cubierta con un mantel blanco inmaculado, platos cubiertos con tapas de plata, una cafetera y dos botellas de cerveza.

– ¿Abro la cerveza, patrón? -le preguntó a Wade.

– Tráigame una botella de whisky -dijo Wade.

– Lo siento patrón. Whisky, no.

Wade se dio vuelta y le gritó, pero Candy no se movió. Miró el cheque que estaba sobre la mesa de bebidas y fue doblando la cabeza mientras lo leía. Después me miró y silbó algo entre dientes. En seguida miró a Wade.

– Ahora me voy. Es mi día libre.

Dio media vuelta y se fue. Wade se rió.

– Entonces me lo conseguiré yo mismo -dijo vivamente, y fue a buscar el whisky.

Levanté una de las tapas y vi unos cuantos sandwiches de forma triangular. Agarré uno, me serví cerveza y comencé a comer sin sentarme. Wade regresó con una botella y un vaso, se sentó en el sofá, se sirvió una cantidad respetable de whisky y se lo bebió de un trago. Se oyó el ruido de un coche que se alejaba de la casa; probablemente fuera Candy que se iba por el camino de servicio. Me serví otro sandwich.

– Siéntese y póngase cómodo -dijo Wade-. Tenemos toda la tarde por delante. -Ya se sentía más animado. Tenía la voz vibrante y alegre-. No soy de su agrado, ¿eh, Marlowe?

– Esa pregunta ya me ha sido formulada y la he contestado.

– ¿Sabe una cosa? Usted es un hijo de… muy despiadado. Sería capaz de hacer cualquier cosa para averiguar lo que necesita o quiere saber. Hasta le haría el amor a mi mujer aunque yo me encontrara borracho perdido en la habitación contigua.

– ¿Usted cree todo lo que le cuenta ese tirador de cuchillos?

Se sirvió más whisky y levantó el vaso sosteniéndolo contra la luz.

– No, todo no -dijo-. El whisky tiene lindo color, ¿no es cierto? No está mal ahogarse en un diluvio dorado. “Cesar de ser a la medianoche, sin dolor.” ¿Cómo sigue eso? Oh, lo siento. Usted no debe saberlo. Demasiado literario Usted es algo así como un detective, ¿no? ¿Le molestaría decirme por qué está aquí?

Bebió el whisky y sonrió en forma burlona. De pronto fijó la vista en el cheque que estaba sobre la mesa. Lo agarró y empezó a leerlo.

– Parece que está endosado a la orden de alguien llamado Marlowe. Me pregunto por qué y para qué. Por lo visto está firmado por mí. Eso sí que es una locura de mi parte. Lo que sucede es que soy un tipo muy crédulo.

– Termine de mandarse la parte -le dije con dureza-. ¿Dónde está su mujer?

– Mi mujer volverá a casa a su debido tiempo. Sin duda para ese entonces yo ya estaré listo, de modo que podrá atenderlo con toda comodidad. La casa estará a disposición de ustedes -contestó con toda cortesía.

– ¿Dónde está el revólver? -pregunté súbitamente.

Wade me contestó que lo ignoraba y entonces le dije que yo lo había guardado en el escritorio:

– Estoy seguro de que ahora no está allí. Puede buscarlo si quiere. Pero no me robe las gomitas.

Me acerqué al escritorio y lo revisé de arriba abajo. El revólver no estaba. Eso sí que era algo raro. Podría ser que Eileen lo hubiera escondido.

– Oiga, Wade, le pregunté dónde se hallaba su señora. Creo que ella debería estar aquí. No para beneficio mío, sino suyo. Alguien tiene que cuidarlo a usted, y que Dios me maldiga si voy a ser yo.

Wade me contempló con mirada vaga. Tenía todavía el cheque en la mano. Depositó el vaso sobre la mesa y rompió el cheque en dos partes y después en otras dos y en otras, hasta convertirlo en un montón de pedacitos que dejó caer al suelo.

– Evidentemente, la cantidad era demasiado pequeña -dijo-. Sus servicios se cotizan muy alto. Ni siquiera le satisfacen mil dólares y mi mujer. Lo siento mucho, pero no puedo ofrecerle nada mejor. Sólo puedo ir más arriba con esto. -Palmeó la botella.

– Me voy -dije.

– ¿Pero por qué? Usted quería que yo recordara. Bueno…, aquí en la botella está mi memoria. Quédese por aquí, amigazo. Cuando esté bastante achispado le hablaré de todas las mujeres a quienes he asesinado.

– Muy bien, Wade, me quedaré un rato. Pero no aquí dentro. Si me necesita, lo único que tiene que hacer es arrojar una silla contra la pared.

Salí del estudio dejando la puerta abierta. Atravesé el gran living y salí al patio. Coloqué una de las hamacas a la sombra de la galería y me recosté sobre ella. Sobre el lago se levantaba una bruma azulada que desdibujaba las colinas lejanas. La brisa del océano había comenzado a filtrarse por entremedio de las montañas bajas, en dirección al oeste, e iba limpiando la atmósfera. El calor descendía gradualmente. Aquel verano era perfecto en Idle Valley. Alguien lo había planeado de ese modo. Seguramente el Paraíso. Sociedad Anónima, Clientela Muy Restringida y Altamente Seleccionada. Sólo para la gente más distinguida. Absolutamente prohibida la entrada a los centroeuropeos. Nada más que la crema, la flor y nata, lo más encumbrado; la gente realmente encantadora, fascinante. Como los Loring y los Wade. Oro puro.