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Capítulo XXXV

Permanecí recostado durante media hora tratando de decidir lo que haría. Por una parte tenía deseos de dejar que Wade se emborrachara para ver si revelaba algo que pudiera dar un indicio o una conclusión. No pensé que podría ocurrirle gran cosa estando en su propio estudio y en su propia casa. Podría caerse de nuevo, pero eso le llevaría tiempo. El hombre tenía resistencia. Y un borracho siempre se las arregla, no sé cómo, para no lastimarse mucho. Podía volver a sentir su complejo de culpa. Lo más probable es que esta vez simplemente se quedara dormido.

Por otra parte, lo único que quería era irme y no meterme más en nada, pero ésta era la parte de mi personalidad a la que nunca llevaba el apunte. Porque si alguna vez lo hubiera hecho, me habría quedado en la ciudad donde nací, habría trabajado en la ferretería y me habría casado con la hija del dueño y tendría cinco hijos. Les leería el suplemento cómico el domingo por la mañana y les daría un coscorrón cuando se saliesen de la línea; discutiría con mi esposa sobre la cantidad de dinero mensual que habría que darles para sus gastos y qué programas podrían escuchar por la radio o la TV. Hasta habría podido llegar a ser rico (un rico de ciudad pequeña), con una casa de ocho habitaciones, dos coches en el garaje, pollos todos los domingos, el Reader's Digest sobre la mesa del living-room, mi esposa con una permanente impecable y yo con un cerebro como una bolsa de cemento Portland. Elíjalo usted, amigo. Yo me quedo con la gran ciudad, sórdida, sucia, pervertida.

Me levanté y regresé al estudio. Wade seguía sentado mirando al vacío, con el ceño fruncido, un resplandor de tristeza en los ojos y la botella de whisky medio vacía. Me miró como un caballo preso por una tranquera.

– ¿Qué quiere?

– Nada. ¿Se siente bien?

– No me moleste. Tengo un hombrecillo en el hombro que me está contando cuentos.

Me serví otro sandwich y otro vaso de cerveza.

– ¿Sabe una cosa? -me preguntó de pronto, y su voz se hizo mucho más clara-. En una época tuve un secretario. Solía dictarle. Dejé que se fuera. Me fastidiaba verlo ahí sentado, esperando que yo creara. Error. Debí haberlo conservado. Se habría corrido la voz de que yo era homosexual. Los muchachos inteligentes que escriben críticas de libros, porque no pueden escribir ninguna otra cosa, se habrían enterado y hubieran empezado a hacerme el tren. Tienen que cuidar a los de su misma clase, ¿sabe? Son todos tipos raros. El pervertido es el árbitro artístico de nuestra época, compañero. Es el hombre superior.

– ¿No me diga? Yo creo que siempre ha andado dando vueltas, ¿no?

No me miraba. Estaba hablando, simplemente. Pero oyó lo que dije.

– Claro, durante miles de años. Y especialmente en las grandes épocas del arte. Atenas, Roma, el Renacimiento, la época Isabelina, el Romanticismo en Francia…, están repletos de esos individuos. ¿Leyó alguna vez La rama dorada? No, demasiado largo para usted. Hay una versión resumida. Debería leerla. Prueba que nuestros hábitos sexuales son pura convención…, como usar corbata negra con chaqueta de etiqueta. Soy un escritor de temas sexuales, pero con vueltas y adornos.

Me miró y se sonrió despreciativamente: -¿Sabe una cosa? Soy un mentiroso. Mis héroes tienen dos cuarenta de altura y mis heroínas, callos en el trasero por estar en la cama con las rodillas levantadas. Encajes y volados, espadas y carrozas, elegancia y ocio, duelos y muerte heroica.

Todo mentiras. Ellos usaban perfume en lugar de jabón, tenían los dientes deteriorados porque nunca se los limpiaban, las uñas olían a mugre. La nobleza de Francia orinaba en las paredes de los corredores de mármol de Versalles, y cuando al fin alguien conseguía varios juegos de ropa interior de la encantadora marquesa, lo primero que notaba es que la dama necesitaba un baño. Yo debería escribir en esa forma.

– ¿Por qué no lo hace?

Rió entre dientes: -¡Claro! Y vivir en Compton, en una casa de cinco habitaciones…, si es que tengo esa suerte.

Se inclinó y palmeó la botella de whisky: -Estás muy sola, compañera. Necesitas compañía.

Se puso de pie y con paso bastante firme salió de la habitación Me quedé esperando, sin pensar en nada. Se oyó el ruido de una lancha a motor que se acercaba por el lago. Cuando estuvo al alcance de mi vista pude ver que debido a la velocidad que traía la proa estaba casi totalmente fuera del agua y llevaba a remolque uno de esos tablones para esquí acuático, sobre el cual se encontraba un joven fornido y tostado por el sol. Me dirigí a los ventanales y observé cómo la lancha cambiaba de dirección dando una vuelta brusca. La tomó a demasiada velocidad y estuvo a punto de volcar. El esquiador acuático saltó sobre un pie tratando de mantener el equilibrio, pero no pudo hacerlo y cayó al agua. La lancha detuvo la marcha y el muchacho se acercó nadando perezosamente; después siguió a lo largo de la soga de remolque y se echó sobre el esquí.

Wade regresó con otra botella de whisky. La lancha tomó velocidad y se perdió en la distancia. Wade colocó la nueva botella al lado de la otra, la acarició con la mano y se sentó.

– ¡Dios, me imagino que no se va a beber todo eso!

Me miró de soslayo.

– Salga de aquí, compañero. Váyase a su casa y dedíquese a limpiar el piso de la cocina o algo por el estilo. Me está tapando la luz.

Tenía la voz ronca de nuevo. Con seguridad se había tomado un par de copas en la cocina.

– Si me necesita, llámeme.

– No podría llegar tan bajo como para necesitarlo.

– Muy bien. Gracias. Me quedaré por aquí hasta que venga la señora Wade. ¿Oyó hablar de alguien llamado Paul Marston?

Levantó la cabeza lentamente. Sus ojos me enfocaron, pero con gran esfuerzo. Pude ver cómo luchaba para dominarse. Ganó la batalla… por el momento. El rostro se cubrió con una máscara inexpresiva.

– No, nunca -dijo con suma cautela, pronunciando las palabras muy lentamente-. ¿Quién es el tipo?

Cuando lo volví a ver al cabo de un rato lo encontré dormido, tenía la boca abierta, el cabello empapado de sudor y apestaba a whisky. Tenía los labios estirados hacia atrás, en una mueca que dejaba al descubierto los dientes y parte de la lengua, que parecía reseca.

Una de las botellas de whisky estaba vacía. En el vaso había dos dedos de whisky y la otra botella estaba llena hasta las tres cuartas partes. Coloqué la botella vacía sobre la mesita, la saqué de la habitación y regresé a cerrar las puertas-vidrieras y bajar las cortinas venecianas. La lancha podía volver y despertarlo. Después cerré la puerta del estudio.

Empujé la mesita rodante hasta la cocina, una cocina azul y blanca, amplia, ventilada y vacía. Todavía tenía hambre. Comí otro sandwich, bebí lo que quedaba de la cerveza y después me serví una taza de café y la tomé. La cerveza había perdido su fuerza, pero el café todavía estaba caliente. Luego regresé al patio. Pasó un largo rato antes de que volviera la lancha. Eran casi las cuatro cuando oí su estruendo lejano, que fue subiendo de tono hasta transformarse en un verdadero bramido que rompía los tímpanos. Debería haber alguna ley contra eso. Probablemente existía pero al tipo de la lancha le importaba un comino. Gozaba con molestar a la gente, como otra gente que conocía. Me encaminé hacia la orilla del lago.

Esta vez lo logró. El conductor disminuyó un poco la velocidad en la curva y el muchacho tostado, que estaba sobre el esquí acuático, se inclinó hacia afuera para contrarrestar la fuerza centrífuga. El esquí estaba casi fuera del agua, pero uno de los bordes permaneció dentro. Cuando la lancha se enderezó, en el esquí estaba todavía el esquiador, y entonces volvieron por donde habían venido y eso fue todo. Las olas levantadas por la lancha llegaron hasta la playa del lago. Golpearon con fuerza contra los pilares del pequeño muelle y balancearon arriba y abajo el bote amarrado allí. Seguían golpeando todavía cuando regresé a la casa.

Al llegar al patio oí el repiqueteo de un timbre que sonaba desde la cocina. Al instante repiqueteó de nuevo y pensé que sólo la puerta principal podía tener un timbre con aquel juego de campanas, de modo que me dirigí hacia la puerta y la abrí.

Eileen Wade estaba de pie, mirando hacia otro lado. Se dio vuelta mientras decía:

– Lo siento, pero me olvidé la llave. -En aquel momento me vio y exclamó-: ¡Oh!…, creí que era Roger o Candy.

– Candy no está. Es jueves.

Ella entró y cerró la puerta. Colocó la cartera sobre la mesa, entre los dos sofás. Tenía un aspecto descansado y lejano. Se sacó los guantes blancos de cuero de cerdo.

– ¿Ha ocurrido algo?

– Bueno, Roger ha estado bebiendo un poco. No demasiado. Se durmió en el sofá del estudio.

– ¿El lo llamó?

– Sí, pero no por eso. Me invitó a almorzar. Creo que no quería quedarse solo.

– ¡Oh! -Se sentó lentamente en el sofá-. Me olvidé por completo de que hoy era jueves. La cocinera también salió. ¡Qué tonta!

– Candy preparó el almuerzo antes de irse. Bueno, me voy corriendo. Espero que mi coche no le haya impedido pasar.

Ella sonrió.

– No; había mucho lugar. ¿No quiere tomar una taza de té? Así me acompaña.

– Muy bien -contesté, sin saber por qué lo decía. No tenía ningún deseo de tomar té. Simplemente lo dije.

Eileen se sacó la chaqueta de hilo. No llevaba sombrero.

– Entraré un momento a ver si Roger está bien.

La observé mientras se encaminaba hacia el estudio y abría la puerta. Permaneció parada un instante y después cerró la puerta y regresó.

– Todavía duerme. Muy profundamente. Tengo que ir arriba un momento. Bajaré en seguida.

Eileen recogió la chaqueta, los guantes y la cartera, subió las escaleras y entró en su cuarto. La puerta se cerró. Me dirigí hacia el estudio con la idea de traer la botella de whisky. Si Wade todavía estaba dormido, no la necesitaría.