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Capítulo XXXIX

La investigación judicial resultó un fracaso. El investigador se embarcó en ella antes de que la evidencia médica estuviera completa, por miedo a que el interés del público y de los diarios decayera. Pero no debió haberse preocupado, ya que la muerte de un escritor, aun de uno muy conocido, no es noticia para mucho tiempo, y aquel verano hubo demasiada competencia. Un rey abdicó y otro fue asesinado. En una semana se estrellaron tres grandes aviones de pasajeros. El director de una gran firma de electricidad fue acribillado a balazos en Chicago, en su propio automóvil. Veinticuatro reclusos murieron quemados en el incendio de una cárcel. El médico forense del distrito de Los Angeles no tenía suerte. Estaba perdiendo las buenas cosas de la vida.

Cuando dejé el estrado vi a Candy. Sonreía en forma resplandeciente y maliciosa -no tenía la menor idea del porqué de aquella sonrisa-, y como de costumbre vestía con demasiado atildamiento; traje de gabardina marrón tostado, camisa blanca de nylon y corbata moñito color azul. En el sitial de los testigos estuvo tranquilo e hizo una buena impresión. Sí, el patrón se emborrachaba mucho últimamente. Sí, él había ayudado a acostarlo en la cama la noche en que arriba dispararon un tiro. Sí, el patrón había pedido whisky antes de que él, Candy, se fuera aquel último día, pero se negó a dárselo. No, no sabía nada sobre el trabajo literario del señor Wade, pero sabía que el patrón había estado desanimado y deprimido. No hacía más que arrojar las hojas al canasto y sacarlas de nuevo. No, nunca había oído que Wade se peleara con nadie. Y así continuamente. El investigador lo estrujó cuanto pudo, pero no sacó nada en limpio. Alguien había hecho con Candy un buen trabajo de adiestramiento previo.

Eileen Wade vestía de blanco y negro. Estaba pálida y habló en voz baja y clara que ni el amplificador pudo echar a perder. El investigador la trató con dos pares de guantes de terciopelo. Le hablaba como si le costara trabajo contener los sollozos. Cuando ella abandonó la tribuna se puso de pie, le hizo una profunda reverencia y ella contestó con una sonrisa lánguida y desfalleciente que casi lo hizo desmayar de emoción.

Al salir, la señora Wade casi pasó de largo sin mirarme, pero al último momento volvió la cabeza levemente, sólo un par de centímetros, y me hizo una pequeña inclinación de cabeza como si yo fuera alguien que hubiera conocido en alguna parte, hacía mucho tiempo, y no pudiera localizar del todo en su memoria.

Cuando terminó la audiencia iba a bajar las escaleras, pero me topé con Ohls. Estaba observando el tránsito o simulaba hacerlo.

– Lindo trabajo -me dijo sin darse vuelta-. Felicidades.

– Usted preparó muy bien a Candy.

– Yo no, muchacho. El fiscal de distrito decidió que todos los chismes sexuales no venían al caso, que estaban fuera de lugar.

– ¿Qué chismes sexuales?

Entonces me miró: -¡Ah, ah, ah! -dijo-. Y no me refiero a usted. -Su expresión se hizo remota-. Los he estado contemplando durante demasiados años. Eso termina por cansar. Este caso salió de una botella especial. Antigua estirpe privada. Hasta pronto, parásito. Llámeme cuando empiece a usar camisas de veinte dólares. Iré a visitarlo y le sostendré la chaqueta.

La gente que subía o bajaba las escaleras se arremolinaba alrededor de nosotros. Permanecimos detenidos, simplemente. Ohls sacó un cigarrillo del bolsillo, lo miró, lo arrojó a suelo y con el tacón lo redujo a la nada.

– Un desperdicio -dije.

– Es sólo un cigarrillo, compañero. No una vida. Después de un tiempo usted tal vez se case con la muchacha, ¿eh?

– ¡No diga disparates!

Rió amargamente: -He estado hablándole a la gente adecuada respecto de las cosas inconvenientes. ¿Alguna objeción?

– Ninguna, teniente -contesté, y bajé las escaleras. El dijo algo a mis espaldas, pero yo continué mi camino.

Entré a comer en una cantina en Flower; era un lugar apropiado para mi estado de ánimo. En la entrada tenía un cartel bien tosco que decía así: “Para hombres solamente. No se permite la entrada a perros y mujeres.” El mozo, que literalmente hablando no servía la mesa sino que arrojaba la comida sobre ella, necesitaba un afeitado y descontaba la propina sin esperar a que lo invitaran a hacerlo. La comida era sencilla, pero muy buena, y tenían una cerveza sueca tan fuerte como el mejor Martini.

Cuando llegué a la oficina, el teléfono estaba llamando. Oí la voz de Ohls que decía:

– Tengo algunas cosas que decirle. Voy para allá.

Debía de haber estado en la estación del metro de Hollywood o cerca de allí, porque a los veinte minutos estaba en mi oficina. Se sentó en la silla reservada a los clientes, cruzó las piernas y gruñó:

– Me pasé de la raya. Lo siento. Olvídelo.

– ¿Por qué olvidarlo? Es preferible que sigamos profundizando en la herida.

– No tengo inconveniente. Para alguna gente, usted es un tipo torcido. Nunca supe que hubiera hecho algo demasiado deshonesto.

– ¿A qué vino esa alusión a las camisas de veinte dólares?

– ¡Oh, diablos! Simplemente me sentía molesto -repuso Ohls-. Estaba pensando en el viejo Potter que ordenó a su secretario que le dijera al abogado que diera al fiscal de distrito, Springer, la orden de comunicar al capitán Hernández que usted era su amigo personal.

– El no se habría molestado.

– Usted se entrevistó con él. No me gustó, pero quizá sólo fue envidia.

– Me mandó llamar para darme algunos consejos. Es un tipo grande y duro y no sé qué más. No creo que sea fullero y deshonesto.

– No se pueden hacer cien millones de mangos en forma limpia -dijo Ohls-. Quizás el jefe crea que sus manos están limpias, pero en alguna parte, a lo largo de la cadena, hay tipos que son arrinconados en la pared, pequeños y agradables negocios se vienen al suelo y tienen que liquidar y vender todo por unos centavos, gente decente pierde sus empleos, las acciones suben el mercado, los apoderados son comprados como una pepita de oro antiguo, y se paga a los grandes estudios de abogados cientos de miles de dólares de honorarios para que combatan ciertas leyes que la gente quiere obtener, pero no los tipos ricos debido a que interfieren con sus ganancias. El dinero en gran escala significa poder en gran escala, y el poder en gran escala es usado erróneamente. Es el sistema. Tal vez sea el mejor que podamos obtener, pero no es lo ideal.

– Está hablando como un rojo -le dije, sólo para pincharlo.

– No lo sabría decir -contestó despreciativamente-. Todavía no he sido investigado. ¿Le gusta el fallo de suicidio?

– ¿Qué otro veredicto puede haber?

– Ningún otro, creo. -Apoyó en el escritorio las dos manos fuertes y toscas y miró las grandes pecas marrones que tenía en el dorso de las mismas-. Me estoy volviendo viejo. A estas manchas marrones las llaman queratosis. Aparecen después de los cincuenta. Soy un viejo polizonte y un viejo polizonte es un tipo chinche. Hay algunas cosas que no me gustan en la muerte de Wade.

– ¿Por ejemplo? -Me eché atrás y observé las arrugas de sus párpados.

– Llega un momento en que uno puede oler cuándo hay algo que anda mal, aunque uno sepa que no puede hacer nada para remediarlo. Entonces uno se limita a sentarse y a hablar del asunto, como hago ahora. No me gusta que él no haya dejado ninguna nota.

– Estaba borracho. Probablemente fue un súbito arranque de locura.

Ohls me miró atentamente y sacó las manos del escritorio.

– Revisé la mesa de trabajo de Wade. Se escribía cartas a sí mismo. Escribía y escribía y escribía. Borracho o sobrio, trabajaba con la máquina de escribir. Algunas de las cosas que escribía eran disparatadas, otras divertidas y algunas tristes. El tipo tenía algo en la cabeza, algo que le trabajaba por dentro. Siempre escribía dando vueltas a las cosas, pero sin ir al fondo ni tocarla directamente. Ese hombre habría dejado una carta de dos páginas si hubiera decidido suicidarse.

– Estaba borracho -dije de nuevo

– Con él eso no tiene importancia -replicó Ohls en tono cansado-. La otra cosa que no me gusta es que se suicidó en su misma casa y dejó que la mujer lo encontrara. Muy bien, estaba borracho. Otra cosa que tampoco me agrada es que apretó el gatillo justo cuando el ruido de la lancha a motor pudo amortiguar el ruido del disparo. ¿Qué podía importarle eso? Mera coincidencia, ¿no? Y también fue coincidencia que la mujer se olvidara las llaves de la puerta el día libre para la servidumbre y tuviera que tocar el timbre para poder entrar.

– Pudo haber dado la vuelta por la parte de atrás -dije.

– Sí, ya sé. Me estoy refiriendo a la situación. No había nadie que contestara a la puerta excepto usted, y en el tribunal ella dijo que no sabía que usted estuviera allí. Wade no habría oído el timbre si hubiera estado vivo y trabajando en el estudio. La puerta del estudio es a prueba de ruidos. La servidumbre había salido. Era jueves. Ella se olvidó de eso, lo mismo que se olvidó de las llaves.

– Usted se olvida de algo, Bernie. Mi coche estaba en el camino. De modo que ella sabía que yo estaba allí… o que había alguna otra persona… antes de tocar el timbre.

Ohls se sonrió burlonamente:

– ¿Conque me olvidé de eso, eh? Muy bien, he aquí el cuadro. Usted estaba afuera contemplando el lago, la lancha hacía todo aquel ruido, a propósito, se trataba de dos tipos que andaban de excursión y venían del lago Arrowhead. Wade dormía en el estudio, medio borracho. Alguien había sacado antes el revólver del escritorio, ella sabía que usted lo había puesto allí porque se lo dijo aquella mañana. Ahora supongamos que ella no se hubiera olvidado las llaves: entra en la casa, ve que usted está lejos, entra en el estudio y se encuentra con que Wade está dormido, sabe dónde está el revólver, lo agarra, espera el momento oportuno, mata al marido, deja caer el arma donde fue encontrada, vuelve a salir de la casa, espera un poco hasta que se aleja la lancha y entonces toca el timbre y espera que usted le abra la puerta. ¿Alguna objeción?

– ¿Y el motivo?

– Sí -replicó Ohls amargamente -; eso lo echa todo abajo. Si ella quería sacárselo de encima, era cosa fácil. Lo tenía en un puño; borracho consuetudinario, antecedentes de violencia ejercidos contra ella. Podía conseguir el divorcio con toda facilidad, la separación de bienes, la demanda por alimentos, todo. No tenía ningún motivo para matarlo. Y, sin embargo, la sincronización fue demasiado perfecta. Cinco minutos antes y ella no habría podido hacerlo, a menos que usted estuviera en el asunto.

Comencé a decir algo, pero él me paró con un ademán:

– Tranquilícese. No estoy acusando a nadie; no hago más que especular. Cinco minutos más tarde y obtenemos la misma respuesta: imposible hacerlo. Ella tenía diez minutos para actuar.

– Diez minutos -repliqué en tono irritado -que eran del todo punto imposibles de prever y mucho menos de planear.

Ohls se reclinó contra el respaldo y suspiró.

– Ya sé. Usted tiene respuesta para todo; yo también, y, sin embargo, la cosa no me gusta nada. ¿Qué diablos hacía usted con esa gente, si se puede saber? El tipo le da un cheque por mil dólares y luego lo rompe. Se enojó con usted, según nos ha contado. De todas maneras, usted no quería el cheque, no se lo hubiera llevado; eso es lo que usted dice. Tal vez. ¿Wade creía que usted se acostaba con su mujer?

– Cambie de tema, Bernie.

– No le pregunto si lo hacía, sólo quiero saber si él lo creía.

– La misma respuesta.

– Muy bien. Probaré otra. ¿Qué ascendiente tenía el mexicano sobre él?

– Que yo sepa, ninguno.

– El mexicano tiene demasiado dinero. Más de mil quinientos dólares en el banco, un vestuario magnífico y un Chevrolet flamante.

– A lo mejor se ocupa del tráfico de drogas.

Ohls se levantó de la silla y me miró con el ceño fruncido.

– Usted es un muchacho de mucha suerte, Marlowe. Dos veces se ha escapado de una buena. No vaya a ser que sienta demasiada confianza en sí mismo. Usted ayudó mucho a esa gente y no sacó ni una moneda de beneficio. Usted también ayudó mucho a un tipo llamado Lennox, por lo que he oído, y tampoco sacó ni una moneda de aquel asunto. ¿Cómo se las arregla para vivir, compañero? ¿Tiene tanto dinero ahorrado que no necesita trabajar más?

Me puse de pie, di la vuelta alrededor del escritorio y me paré frente a Ohls.

– Soy un romántico, Bernie. Durante la noche oigo voces que lloran y voy a ver qué es lo que pasa. De esa forma uno no saca ni un cobre. Si uno tiene un poco de sentido común, lo que debe hacer es cerrar la ventana y poner más fuerte el sonido de la televisión, o apretar el acelerador y alejarse de allí. Permanecer fuera de las dificultades y líos de otra gente. Porque todo lo que uno puede sacar es ensuciarse. La última vez que vi a Terry Lennox tomamos juntos una taza de café que yo mismo preparé aquí, en mi casa, y fumamos un cigarrillo. Entonces, cuando oí que estaba muerto, fui a la cocina, preparé café y serví una taza para él y encendí un cigarrillo para él, y cuando el café estuvo frío y el cigarrillo se hubo consumido, le dije “buenas noches”. En esa forma uno no gana ni un centavo. Usted no lo habría hecho. Por eso es un buen policía y yo un detective privado. Eileen Wade está preocupada por su marido; entonces salgo, lo busco y lo llevo a su casa. Otra vez que se encuentra en dificultades y me llama por teléfono, voy a buscarlo, lo levanto del suelo y lo acuesto en la cama, y no saco ni un centavo de todo eso. Ningún porcentaje en absoluto. Nada de nada, excepto que a veces me dan una bofetada en la cara o una buena sacudida o me amenaza algún muchacho de esos que hacen dinero rápido, como Mendy Menéndez. Pero dinero no, ni un centavo. Tengo en mi caja de seguridad un billete de cinco mil dólares, pero nunca gastaré un centavo de él porque hubo algo raro en la forma en que lo conseguí. Al principio solía jugar un poco con él, y aun ahora lo saco de vez en cuando por un rato y lo miro. Pero es todo…, ni una moneda de diez centavos para gastar.

– Debe ser falso -dijo Ohls secamente-, excepto que no los falsifican de esa cantidad. Entonces, ¿adónde quiere llegar con toda esa cháchara?

– A ninguna parte. Le dije que soy un romántico.

– Ya lo oí. Y que no saca ni un centavo de ello. Oí eso también.

– Pero siempre puedo decir a un policía que se vaya al diablo. ¡Váyase al diablo, Bernie!

– Usted no me mandaría al diablo si lo tuviera en interrogatorio en el cuarto de atrás, debajo de la luz, compañero. -Se dirigió hasta la puerta y la abrió de un tirón. -¿Quiere que le diga una cosa, amigo? Usted cree que se hace el vivo, pero no es más que un tonto. Usted es una sombra en la pared. Hace veinte años que estoy en la policía sin que haya habido nada en mi contra. Sé muy bien cuándo me engañan por bromear y cuándo un tipo está ocultándome algo. Aquel que se cree muy vivo no engaña a nadie, sino a sí mismo. Se lo digo yo, compañero, que tengo cierta experiencia.

Se dio vuelta desde la puerta, hizo una inclinación de cabeza y dejó que la puerta se cerrara. Oí sus pasos alejándose por el corredor, taconeando fuerte. En aquel momento empezó a sonar la campanilla del teléfono. Oí una voz clara, con el clásico tono profesional de las operadoras telefónicas que decía: Nueva York está llamando al señor Philip Marlowe.

– Habla Philip Marlowe.

– Gracias. Un momento, por favor, señor Marlowe.

Aquí está su comunicación.

Esta vez la voz era conocida:

– Howard Spencer, señor Marlowe. Estamos enterados de lo ocurrido con Roger Wade. Ha sido un golpe muy duro. No tenemos los detalles completos, pero parece que su nombre está envuelto en el asunto.

– Yo estaba en la casa cuando ocurrió. Se emborrachó y se pegó un tiro. La señora Wade volvió un poco más tarde. Los sirvientes no estaban…, el jueves es su día libre.

– ¿Usted estaba solo con él?

– Yo no estaba precisamente con él. Había salido afuera y andaba dando vueltas a la espera del regreso de la señora Wade.

– Comprendo. Bueno, supongo que habrá una investigación.

– La investigación ha terminado, señor Spencer. Suicidio. Y hubo muy poca publicidad.

– ¿No me diga? Es extraño. -No pareció desilusionado, sino más bien perplejo y asombrado. -Wade era tan conocido. Debí haber pensado…, bueno, no importa lo que haya pensado. Creo que será mejor que vaya para allá en avión, pero no podré hacerlo antes de fines de la semana que viene. Enviaré un telegrama a la señora Wade. Quizá pueda hacer algo por ella…, y también veremos con respecto al libro. Quiero decir que tal vez esté bastante adelantado y alguna otra persona pueda terminarlo. Supongo que usted aceptó al fin aquel trabajo que le habíamos propuesto.

– No, aunque él mismo me lo pidió. Le contesté de inmediato que yo no podía impedir que se emborrachara.

– Aparentemente usted ni siquiera lo intentó.

– Oiga, señor Spencer, usted no sabe absolutamente nada acerca de esto. ¿Por qué no espera a estar enterado antes de sacar conclusiones? No es que yo mismo no me eche un poco la culpa. Creo que eso es inevitable cuando ocurre algo así y uno se encuentra justo en el lugar del hecho.

– Por supuesto -exclamó Spencer-. Lamento lo que le dije; era totalmente inmerecido. ¿Cree que Eileen Wade estará ahora en la casa…, o no tiene idea?

– No sabría decirle, señor Spencer. ¿Por qué no la llama directamente?

– No creo que quiera hablar con nadie todavía -dijo Spencer, lentamente.

– ¿Por qué no? Habló con el investigador y ni siquiera pestañeó.

Spencer carraspeó como aclarándose la garganta.

– No parece condolerse mucho.

– Roger Wade ha muerto, Spencer. Tenía algo de anormal y quizá de genio. Eso está por encima de mí. Era un borrachín egoísta y se odiaba a si mismo. No hizo más que darme muchos disgustos y meterme en dificultades, y al final muchos dolores. ¿Por qué diablos tendría que condolerme?

– Yo me refería a la señora Wade -replicó secamente.

– Yo también.

– Lo llamaré a mi llegada -dijo con brusquedad-. Adiós. -Cortó la comunicación.

Durante un par de minutos contemplé el teléfono sin hacer ningún movimiento. Después puse sobre el escritorio la guía de teléfonos y empecé a buscar un número.