172898.fb2
Llamé a la oficina de Sewell Endicott. Me dijeron que estaba en el tribunal y que regresaría a última hora de la tarde. ¿Desearía dejar mi nombre? No.
Marqué el número del club nocturno de Mendy Menéndez, en el Strip. Aquel año se llamaba “El Tapado”, que no era un feo nombre. En el pasado había tenido otros nombres, unos cuantos. Un año sólo fue un número azul de neón sobre una alta pared vacía que miraba al sur, con los fondos apoyados en la colina y el camino de entrada formando una curva a un costado, de modo que estaba fuera del alcance de la vista desde la calle. Muy exclusivo. Nadie conocía mucho el lugar, excepto la policía, los pandilleros y la gente que podía pagar treinta dólares por una buena cena y cualquier cantidad, por encima de cincuenta, por una gran habitación tranquila en el primer piso.
Primero apareció una mujer que no sabía nada de nada. Después vino un tipo de acento mexicano.
– ¿Usted desea hablar con el señor Menéndez? ¿Quién habla?
– No hay nombres, amigo. Asunto privado.
– Un momento, por favor.
Se produjo una larga espera. Esta vez vino un tipo de agallas. Parecía como si hablara a través de la ranura de un tanque blindado.
– Hable claro. ¿Quién quiere hablar con Menéndez?
– Marlowe.
– ¿Quién es Marlowe?
– ¿Habla Chick Agostino?
– No, no habla Chick. Vamos, dígame la contraseña.
– Vaya a freír espárragos.
Oí una risita ahogada y después:
– No corte.
Finalmente otra voz dijo:
– Hola, infeliz. ¿Qué es lo que quiere?
– ¿Está solo?
– Vamos, puede hablar, infeliz. Estaba preparando algunos detalles para el espectáculo de la noche.
– Podría cortarse la cabeza y sería un buen espectáculo.
– ¿Y cómo haría para salir de nuevo cuando me pidieran el bis?
Yo me reí y él también.
– ¿No ha estado metiendo la nariz en nada? -me preguntó.
– ¿No se enteró? Me hice amigo de otro tipo que se suicidó. De ahora en adelante me van a llamar “El muchacho del beso de la muerte”.
– Muy divertido, ¿no?
– No, no tiene nada de divertido. La otra tarde tomé el té con Harlan Potter.
– Va por buen camino. Yo nunca bebo ese mejunje.
– Me dijo que usted debía ser amable conmigo.
– Nunca me encontré con ese tipo y no pienso hacerlo.
– Todo lo que quiero es una pequeña información, Mendy. Sobre Paul Marston.
– Nunca oí hablar de él.
– Lo dijo muy rápido. Paul Marston era el nombre que Terry Lennox usó en Nueva York, antes de venir al Oeste.
– ¿Y con eso?
– Las impresiones digitales de Terry fueron verificadas por medio de los ficheros del FBI. No había antecedentes. Eso significa que nunca sirvió en las Fuerzas Armadas.
– ¿Y con eso?
– ¿Tengo que decírselo todo? O bien toda aquella historia suya sobre la ratonera era un cuento andaluz o sucedió en alguna otra parte.
– Yo no le dije dónde ocurrió, infeliz. Hágame caso y olvídese de todo el asunto. Ya se lo he advertido y se lo vuelvo a repetir.
– ¡Ah, claro! Estoy haciendo algo que no es de su agrado. Pero no trate de asustarme, Mendy. Estoy acostumbrado a enfrentarme con los polizontes. ¿Ha estado alguna vez en Inglaterra?
– Sea inteligente y no se meta en honduras, infeliz. Mire que en esta ciudad a un hombre le pueden pasar muchas cosas. Pueden ocurrirle muchas cosas a muchachos fornidos como Willie Magoon. Le aconsejo que eche una ojeada al diario de la tarde.
– Conseguiré uno si usted lo dice. Tal vez hasta esté mi foto. ¿Qué pasa con Magoon?
– Lo que le dije… pueden pasar muchas cosas. No sé cómo fue; sólo sé lo que leí. Parece que Magoon trató de sacudir el polvo a cuatro muchachos que estaban en un coche con matrícula de Nevada. Estaba estacionado al lado de su casa. La cuestión es que Magoon no está muy divertido que digamos; los dos brazos enyesados y la mandíbula partida en tres y una pierna en alta tracción. Magoon ya no se hace el guapo. Podría pasarle a usted.
– El lo molestaba, ¿eh? Lo vi una vez frente a “Victor” arrinconar contra la pared a su muchacho Chick. ¿Le parece que llame a uno de los muchachos de la oficina del alguacil y se lo diga?
– Hágalo, infeliz -dijo lentamente-. Atrévase.
– Y mencionaré que en aquella ocasión acababa de beber una copa con la hija de Harlan Potter. En cierto sentido, evidencia corroborante, ¿no lo cree? ¿Piensa destrozarla a ella también?
– Escúcheme cuidadosamente, infeliz…
– ¿Ha estado alguna vez en Inglaterra, Mendy? ¿Usted y Randy Starr y Paul Marston o Terry Lennox o cualquiera fuese su nombre? ¿Tal vez en el Ejército Británico? ¿Tenía un negocio medio vidrioso en el Soho y las cosas se pusieron feas y hasta que se apaciguaron pensó que el ejército era el lugar más apropiado?
– Espere un momento; no corte.
Pasó un largo rato y se me empezó a cansar el brazo. Cambié el auricular a la otra mano. Finalmente volvió Menendez.
– Ahora escúcheme con todo cuidado, Marlowe. Si usted llega a remover el caso Lennox, es hombre muerto. Terry era mi amigo y yo tengo mis sentimientos, lo mismo que usted tiene los suyos. Así que lo complaceré hasta cierto límite, pero más allá no. Estábamos en un equipo de comandos. Británico. Sucedió en Noruega, en una de las islas costeras. Tiene millones de islas. En noviembre de 1942. ¿Ahora quiere hacerme el favor de acostarse y darle descanso a su cerebro fatigado?
– Gracias, Mendy. Es lo que haré. Conmigo su secreto está a salvo. No se lo diré a nadie excepto a la gente que yo sé.
– Compre el diario. Léalo, no se olvide de lo que lee. El gran Willie Magoon, un tipo fornido y de pelo en pecho. Le dieron una paliza frente a su misma casa. ¡Y lo sorprendido que estaba cuando volvió en sí!
Mendy cortó la comunicación.
Fui abajo y compré un diario y era justamente como había dicho Menéndez. Había una foto de Bib Willie Magoon en la cama del hospital. Se podía verle la mitad de la cara y un ojo. El resto eran vendajes. Herido seriamente, pero no de gravedad. Los muchachos habían tenido mucho cuidado. Querían que viviera. Después de todo, es un policía. En nuestra ciudad los maleantes no matan a la policía. Dejan eso para los delincuentes juveniles. Y un policía vivo que ha pasado por la máquina de picar carne es mucha mejor publicidad. Finalmente termina por recuperarse y vuelve al trabajo. Pero desde aquel momento hay algo que falta… esa última pulgada de acero que hace toda la diferencia. El es la lección viviente de que es un error tratar con demasiada dureza a los muchachos del racket…, especialmente si uno pertenece a la patrulla que lucha contra la inmoralidad, come en los mejores lugares, y conduce un Cadillac.
Permanecí sentado reflexionando sobre la reciente conversación y después marqué el número de la Organización Carne y pregunté por George Peters. Había salido. Dejé mi nombre y dije que se trataba de un asunto urgente. Peters volvería a las cinco y media.
Me dirigí a la Biblioteca Pública de Hollywood y formulé algunas preguntas en la oficina de informes pero no hallé lo que buscaba, de modo que regresé a casa, saqué el coche y fui a la Biblioteca Principal. Allí di con lo que necesitaba, lo encontré en un libro pequeño, encuadernado en rojo y publicado en Inglaterra. Copié los datos que me interesaban y regresé a casa. Llamé de nuevo a la Organización Carne. Peters no había llegado todavía, de modo que pedí a la telefonista que pasara la llamada a mi domicilio particular.
Puse el tablero de ajedrez sobre la mesita y preparé un problema llamado La Esfinge. Está impreso en el libro sobre ajedrez de Blackburn, el mago del ajedrez inglés, probablemente el jugador más dinámico que haya existido, aunque no hubiera salido primero en el tipo de ajedrez de guerra fría que se juega en nuestros días. La Esfinge tiene once movimientos y justifica su nombre. Los problemas de ajedrez raras veces tienen más de cuatro o cinco movimientos. Más allá de ahí, la dificultad para resolverlos crece casi en proporción geométrica. Un problema con once movimientos es una tortura completa, sin ninguna adulteración.
Muy de cuando en cuando, en momentos en que me siento completamente desgraciado, lo preparo y busco una nueva manera de resolverlo. Es una forma agradable y tranquila de volverse loco. Uno ni siquiera grita, aunque le falte poco.
George Peters me llamó a las cinco y cuarenta. Intercambiamos amabilidades y condolencias.
– He visto que se ha metido en otro lío -me dijo alegremente-. ¿Por qué no intenta algún negocio tranquilo como el embalsamamiento?
– Lleva demasiado tiempo para aprenderlo. Oiga, quiero hacerme cliente de su agencia, si no me costara mucho.
– Depende de lo que desea que hagamos, amigo. Y tendrá que hablar con Carne.
– No.
– Bueno, dígame.
– Londres está lleno de tipos de mi oficio, pero para mí todos son iguales, no distingo uno de otro. Allí los llaman agentes de investigación privada. Su empresa tendrá seguramente conexiones en aquella ciudad. Yo me vería obligado a elegir un nombre al azar y probablemente me engañarían. Necesito una información que debe ser fácil de conseguir y la necesito rápido. Antes de fines de la semana próxima.
– Desembuche.
– Quiero saber algo sobre la actividad durante la guerra de Terry Lennox o Paul Marston o cualquier otro nombre que haya usado. Estaba allí con los comandos. Fue herido y capturado en noviembre de 1942 durante un ataque, en una isla de Noruega. Quiero saber a qué puesto fue destinado y qué le ocurrió. La Oficina de Guerra debe tener todos los datos. No es una información secreta, por lo menos yo no lo creo. Se podría alegar que se trata de una cuestión de herencia.
– Usted no necesita un investigador privado para eso. Puede conseguirla directamente. No tiene más que escribir una carta.
– ¡Vamos, Georgie! Recibiría respuesta al cabo de tres meses y la necesito dentro de cinco días.
– Eso sí que es una ocurrencia. ¿Algo más?
– Una sola cosa. En un lugar llamado Somerset House llevan en un registro todas las estadísticas demográficas. Quiero saber si Lennox o Marston figura allí en alguno de los renglones… nacimiento, matrimonio, naturalización, etcétera…
– ¿Por qué?
– ¿Qué quiere decir con ese “por qué”? ¿Quién es el que paga la cuenta?
– ¿Supongamos que los nombres no aparezcan?
– Entonces me embromaré. Pero si aparecen, quiero copia certificada de todo lo que encuentre su hombre. ¿Cuánto piensa fajarme?
– Tendré que preguntar a Carne, es capaz de rechazar el asunto. No nos interesa esa clase de publicidad. Pero si me autoriza a ocuparme del trabajo, y usted se compromete a no mencionar la vinculación con nosotros, calculo que podrán ser unos trescientos dólares. Los muchachos ingleses no sacan mucho si comparamos con nuestras tarifas en dólares; podrían cargarnos diez guineas, o sea menos de treinta dólares, y a eso hay que agregar los posibles gastos. Digamos cincuenta dólares en total y Carne no abrirá un fichero por menos de doscientos cincuenta.
– ¿Tarifa profesional? ¡Ja, ja! El nunca oyó hablar de eso. Muy bien, Peters.
– Llámeme George. ¿Quiere que cenemos juntos?
– ¡Cómo no!
– ¿Qué le parece el restaurante Romanoff's?
– Muy bien -refunfuñé-, si es que me reservan una mesa…, cosa que dudo.
– Podemos ocupar la mesa de Carne. He podido averiguar que hoy comerá en privado. Es cliente de Romanoff's. Carne es un muchacho bastante importante en la ciudad.
– Sí, seguro. Conozco a alguien, y lo conozco personalmente, que podría perder a Carne con sólo mover la uña del dedo meñique.
– Buen trabajo, chico. Siempre me imaginé que se saldría con la suya. Lo veré a eso de las siete en el bar de Romanoff's. Dígale al chef que está esperando al coronel Carne. Le hará espacio alrededor suyo para que no se codee con cualquier pobre gato, como esos guionistas de películas o actores de televisión.
– Perfecto. Lo veré a las siete.
Cortamos la comunicación y yo volví al tablero de ajedrez. Pero La Esfinge dejó de interesarme. A los pocos minutos Peters me volvió a llamar para decirme que Carne estaba de acuerdo, siempre que el nombre de la agencia no fuera vinculado para nada con mis problemas. Peters me comunicó entonces que enviaría de inmediato a Londres un cable nocturno.