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Capítulo XLI

Howard Spencer me llamó el viernes por la mañana. Se alojaba en el “Ritz-Beverly” y me sugería que pasara por el bar a tomar una copa.

– Será mejor que nos veamos en su habitación.

– Muy bien, si lo prefiere así. Cuarto número ochocientos veintiocho. Acabo de hablar con Eileen Wade. Parece bastante resignada. Ha leído la parte del libro que dejó escrita Roger y cree que puede terminárselo con mucha facilidad. Resultará bastante más corto que sus otros libros, pero se verá compensado por el valor publicitario. Me imagino que usted piensa que nosotros, los editores, somos tipos sin ningún corazón. Eileen estará en la casa toda la tarde. Quiere verme, naturalmente, y yo quiero verla a ella.

– Dentro de media hora estaré en el hotel, señor Spencer.

Spencer ocupaba un lindo apartamento en el ala oeste del hotel. El living-room tenía ventanas altas que daban a un balcón estrecho, con barandilla de hierro. Los muebles tapizados con tela rayada y el dibujo floreado de la alfombra, daban al conjunto un aire anticuado, aunque todos los objetos sobre los que se podía apoyar un vaso tenían una tapa de cristal y había diecinueve ceniceros diseminados por todos los rincones. El cuarto de un hotel indica en forma bastante clara los modales de sus huéspedes. El Ritz -Beverly no esperaba modales de ninguna clase.

Nos estrechamos las manos.

– Tome asiento -dijo-. ¿Qué quiere beber?

– Cualquier cosa o nada. No es obligación que tome algo.

– Tengo ganas de tomar una copa de amontillado. En California no se puede beber mucho en verano. En Nueva York bebo cuatro veces más y las consecuencias son mucho menores.

– Tomaré un whisky.

Se dirigió hacia el teléfono e hizo el pedido. Después se sentó en uno de los sillones tapizados con tela a rayas y se sacó los lentes para limpiar los cristales con el pañuelo. Se los colocó de nuevo, los ajustó con cuidado y me clavó la vista.

– Supongo que quiere decirme algo y es por eso que prefirió verme aquí y no en el bar -dijo.

– Lo llevaré hasta Idle Valley. Yo también quisiera ver a la señora Wade.

Me pareció que se sentía un poco incómodo.

– No estoy seguro que ella tenga deseos de verlo -dijo.

– Ya sé que no los tiene. Me doy cuenta por su expresión.

– ¿No le parece que eso sería poco diplomático de mi parte?

– ¿La señora Wade le dijo que no quería verme?

– No exactamente, no con esas palabras. -Se aclaró la garganta-. Tengo la impresión de que le echa la culpa de la muerte de Roger.

– Sí. Eso lo dijo en seguida al agente que vino la tarde que Roger murió. Es probable que también se lo haya dicho al teniente de la sección homicidios que investigó la muerte del marido. Sin embargo, no se lo dijo al investigador.

Spencer se recostó en el respaldo y se rascó la planta de la mano con el dedo, lentamente.

– ¿Qué sacará con verla, Marlowe? Para ella ha sido una experiencia terrible. Me imagino que toda su vida debe haber sido espantosa desde hace bastante tiempo. ¿Por qué volver a revivir todo aquello? ¿Piensa convencerla de que usted no pasó nada por alto y de que no tuvo la culpa?

– Ella le dijo al agente que yo lo maté.

– Quizá no quiso decirlo en sentido literal. De otra manera…

Se oyó el zumbido del llamador de la puerta. Spencer se levantó y abrió la puerta. El mozo apareció con las bebidas y las puso en la mesa con tanto aparato como si estuviera sirviendo una cena de siete platos. Spencer firmó la cuenta y le dio la propina. El mozo agradeció y se fue. Spencer agarró la copa de jerez y se apartó de la mesa como si no quisiera alcanzarme la mía. Yo la dejé donde estaba.

– ¿De otra manera qué? -le pregunté.

– De otra manera ella le habría dicho algo al investigador, ¿no le parece? -Frunció el ceño y agregó-: Creo que estamos diciendo tonterías. ¿Podría decirme para qué quería verme?

– Usted quería verme -le dije.

– Sí -replicó fríamente-, sólo porque cuando le hablé desde Nueva York usted me echó en cara que estaba sacando conclusiones apresuradas. Eso implica para mí que usted tenía algo que explicar. Bueno, ¿de qué se trata?

– Me gustaría explicárselo en presencia de la señora Wade.

– No me interesa la idea. Pienso que será mejor que usted haga por su cuenta los arreglos que crea convenientes. Siento gran estima por la señora Wade. Como hombre de negocios quisiera salvar el trabajo de Roger, si eso fuera posible. Si Eileen tiene de usted la opinión que usted mismo acaba de sugerir, no puedo servir de instrumento para introducirlo en su casa. Sea razonable.

– Muy bien -contesté-. No hablemos más del asunto. Puedo ir a verla en cualquier momento sin ninguna dificultad. Simplemente pensé que me gustaría llevar a alguien como testigo.

– ¿Como testigo de qué? -me preguntó instantáneamente.

– Lo oirá en presencia de ella o no lo oirá nunca.

– Entonces no lo oiré nunca.

Me puse de pie.

– Probablemente usted hace lo que cree correcto, Spencer. Usted quiere conseguir el libro de Wade… si es que puede utilizarlo. Y además quiere ser un tipo amable. Las dos son ambiciones muy loables, pero a mí no me interesa ninguna de ellas. Le deseo mucha suerte y adiós.

De pronto, Spencer se puso de pie y se acercó a mí.

– Espere un minuto, Marlowe. No sé qué es lo que está pensando, pero me parece que se lo toma muy en serio. ¿Hay algún misterio en la muerte de Roger Wade?

– Ninguno. Se disparó un tiro en la cabeza con un revólver Webley Hammerless. ¿No vio el informe de la investigación?

– Sí.

Estaba de pie a mi lado y parecía molesto y preocupado.

– Ciertamente. Eso salió en los diarios del este y un par de días después salió una crónica mucho más detallada en el diario de Los Angeles. El estaba solo en la casa, aunque usted no se encontraba lejos. Los sirvientes, Candy y el cocinero, habían salido, y Eileen había ido al centro de compras y llegó a la casa justo después que ocurrió. En el momento en que sucedió la cosa, una lancha muy ruidosa pasó por el lago y ahogó el sonido del disparo, de suerte que ni siquiera usted lo oyó.

– Así fue -dije-. Entonces la lancha se alejó y yo abandoné la orilla del lago y me dirigí hacia la casa, oí el timbre de la entrada, abrí la puerta y me encontré con Eileen Wade, que se había olvidado las llaves. Roger ya estaba muerto. Ella miró dentro del estudio desde la puerta, creyó que él estaba dormido en el diván y se fue a la cocina para preparar té. Un poco más tarde que ella, yo también miré al interior del estudio, noté que no había ningún rumor de respiración y encontré el motivo. A su debido tiempo llamé a los representantes de la ley.

– No veo ningún misterio -dijo Spencer con calma; el tono mordaz había desaparecido de su voz-. Era el propio revólver de Roger y no hacía más de una semana que lo había disparado en su propio cuarto. Usted encontró a Eileen luchando para sacárselo. Su estado de ánimo, su comportamiento, su depresión con respecto a su trabajo… todo eso salió afuera.

– Ella le dijo que el libro era bueno. ¿Por qué iba a sentirse deprimido por eso?

– Esa no es más que la opinión de ella, ¿sabe? El libro puede ser muy malo. O él puede haber pensado que era peor de lo que es en realidad. Continúe. No soy ningún tonto. Me doy cuenta de que hay algo más.

– El detective que investigó el caso es un viejo amigo mío. Un verdadero sabueso y un policía inteligente. Hay algunas cosas que no le gustan. ¿Por qué Roger no dejó ninguna nota… cuando estaba loco por escribir? ¿Por qué se suicidó en esa forma, dejando que fuera su propia mujer la que hiciese el terrible descubrimiento? ¿Por qué se preocupó por elegir el preciso momento en que yo no podía escuchar el ruido del disparo? ¿Por qué ella se olvidó las llaves de modo que hubo que abrirle la puerta para que entrara? ¿Por qué lo dejó solo justamente el día libre de la servidumbre? Acuérdese que ella dijo que no sabía que yo estaría allí. Si lo sabía, las dos últimas dudas pueden ser eliminadas.

– Dios -balbució Spencer-, ¿quiere darme a entender que ese loco maldito sospecha de Eileen?

– Sospecharía si hubiera podido encontrar un motivo.

– Eso es ridículo. ¿Por qué no sospechar de usted? Usted tenía toda la tarde para sí. Ella no disponía de más de unos minutos… y se había olvidado las llaves de la casa.

– ¿Qué motivo podía tener yo?

Spencer agarró mi vaso de whisky y se lo bebió de un trago. Puso el vaso sobre la mesa con sumo cuidado, sacó el pañuelo y se limpió los labios y los dedos que habían quedado humedecidos por el contacto con el vaso helado. Guardó el pañuelo en el bolsillo y se quedó mirándome.

– ¿La investigación continúa?

– No lo sé. Pero hay una cosa segura. A estas horas ya deben saber, por la concentración alcohólica, si había bebido tanto alcohol como para seguir de largo y estar borracho perdido. Si fuera así, podrán surgir dificultades.

– Y usted quiere hablar con ella -dijo Spencer, recalcando cada palabra -en presencia de testigos.

– Así es.

– Esto para mí significa únicamente dos cosas, Marlowe. O bien usted está muy asustado o piensa que ella lo está.

Yo hice un leve gesto afirmativo.

– ¿Cuál de las dos? -me preguntó en tono severo.

– Yo no estoy asustado.

Miró el reloj y dijo:

– Ruego a Dios que usted esté loco.

Nos miramos en silencio.