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Al día siguiente, durante corto tiempo, las cosas parecieron adquirir animación. El Fiscal de Distrito, Springer, llamó temprano a una conferencia de prensa y entregó una declaración. Pertenecía a esa clase de hombres grandotes, ampulosos, de cejas negras y cabello prematuramente gris, que siempre se desempeñan en política en forma brillante.
“He leído el documento que pretende ser una confesión de la infortunada e infeliz mujer que se mató recientemente, documento que puede ser o no auténtico, pero que si lo es, resulta evidente que se trata del producto de una mente desequilibrada. Estoy dispuesto a suponer que el Journal publicó el documento de buena fe, pese a sus muchos absurdos e inconsistencias que no me molestaré en enumerar. Si Eileen Wade escribió esas palabras, y mi oficina, junto con el personal de mi respetable colega el alguacil Petersen, pronto determinarán si lo hizo o no, entonces tengo que decirles a ustedes que no las escribió con la cabeza despejada ni con mano firme. ¡Imaginen el shock, la desesperación, la terrible soledad que debe haber seguido a aquel espantoso desastre! Y ahora ella se ha reunido con él en la amargura de la muerte. ¿Se gana algo con turbar las cenizas de los muertos? ¿Algo, amigos míos, fuera de la venta de algunos ejemplares de un periódico desesperado por aumentar su circulación? Nada, amigos, nada. Dejémoslo como está. Como Ofelia en aquella gran obra maestra dramática llamada Hamlet, del inmortal William Shakespeare, Eileen Wade tomó su trago amargo con una diferencia. Mis enemigos políticos querrían sacar partido de esa diferencia, pero mis amigos y votantes no quedarán decepcionados. Ellos saben que esta oficina siempre prefirió el cumplimiento de la ley en forma sabia y madura, la justicia atemperada por la misericordia, un gobierno conservador, sólido y estable. Ignoro lo que apoya el Journal y no me importa mucho tampoco. Dejemos que el público esclarecido juzgue por sí mismo.”
El Journal publicó aquel ridículo discurso en su primera edición (era un diario matutino) y Henry Sherman, el jefe de redacción, escribió un comentario firmado como respuesta a Springer.
“El Fiscal de Distrito, señor Springer, estuvo en buena forma esta mañana. Es un hombre de rostro agradable y habla con rica voz de barítono que es un placer escuchar. No nos fastidió con ninguna clase de hechos. Cada vez que el señor Springer se moleste en requerir la autenticidad de los documentos presentados a él como pruebas, el Journal se sentirá muy feliz en hacerlo. Nosotros no creemos que el señor Springer vaya a iniciar acción alguna para reabrir casos que oficialmente han sido dados por finiquitados con su sanción o bajo su dirección, del mismo modo que no esperamos que el señor Springer se pare de cabeza sobre la torre del palacio municipal. Para usar la fraseología tan adecuadamente empleada por el señor Springer, ¿se ganará algo removiendo las cenizas de los muertos? O, tal como el Journal diría con menos elegancia, ¿algo va a ganarse descubriendo quién cometió un asesinato cuando el asesino ya está muerto? Nada, por supuesto, sino justicia y verdad.
“En memoria del finado William Shakespeare, el Journal desea agradecer al señor Springer por su favorable mención de Hamlet, lo mismo que por su importante aunque no exacta alusión a Ofelia. “Debes sobrellevar tu pesar con una diferencia” no fue dicho de Ofelia sino que lo dijo ella, y exactamente qué quiso decir con ello nunca ha resultado muy claro para nuestras mentes menos eruditas. Pero dejemos pasar eso. Eso suena bien y ayuda a confundir el asunto. Tal vez se nos permita citar, también de esa producción dramática aprobada, oficialmente conocida por Hamlet algo bueno que se le ocurrió decir a un mal hombre: “Y allí donde la ofensa esté que la gran hacha caiga.”
Lonie Morgan me llamó alrededor del mediodía y me preguntó si estaba satisfecho. Le dije que no creía que el asunto perjudicara a Springer para nada.
– Sólo podrían aprovecharlo sus enemigos políticos, pero ellos ya lo tienen marcado.
– No me refería a Springer sino a usted.
– Nada sobre mí. Estoy aquí sentado simplemente a la espera de una copa suave para metérmela entre pecho y espalda.
– Eso no fue exactamente lo que yo quise decir.
– Todavía gozo de buena salud. Deje de intentar asustarme. Obtuve lo que quería. Si Lennox estuviera vivo, todavía podría ir directamente a ver a Springer y escupirle en la cara.
– Usted lo hizo por él y Springer se ha dado cuenta. Ellos disponen de cientos de medios para embromar a un tipo que no les agrada. No sé por qué creyó usted que valía la pena arriesgarse por un hombre como Lennox. No se lo merecía.
– ¿Qué tiene eso que ver con el asunto?
Se quedó silencioso durante unos segundos y después dijo:
– Lo siento, Marlowe, pero debí callarme la boca. Buena suerte.
Cortamos después de los adioses de rigor.
A las dos de la tarde Linda Loring me llamó por teléfono.
– Acabo de regresar de los lagos del Norte; he venido en avión. Sé de alguien que está furioso con las noticias aparecidas anoche en el Journal. A mi casi exmarido le cayeron como un mazazo en la cabeza. El pobre hombre estaba llorando cuando me fui.
– ¿Qué quiso decir con eso de “casi ex marido”?
– No sea tonto. Por una vez mi padre dio su aprobación. París es un lugar excelente para obtener un divorcio tranquilo, de modo que pronto partiré para Francia. Y si le queda un poco de sentido común, lo mejor que podría hacer es gastar una parte de aquel maravilloso billete que me mostró e irse usted también a París.
– ¿Qué tengo que ver yo con eso?
– Esta es la segunda pregunta tonta que me hace. Usted no engaña a nadie más que a sí mismo, Marlowe. ¿Sabe cómo matan los cazadores a los tigres?
– ¿Cómo podría saberlo?
– Agarran una cabra, la atan a una estaca y luego se ocultan detrás de un árbol. Desde luego, la cabra no lo pasa bien. Usted me gusta. No sé por qué, pero me gusta. Me desagrada la idea de verlo hacer el papel de cabra. Usted trató con todas sus fuerzas de hacer lo que creía justo y de hacerlo bien.
– Muy amable de su parte -contesté-. Pero si asomo la cabeza y me la cortan de un hachazo, se trata de mi cabeza y nada más.
– No se haga el héroe, no sea loco -replicó ella vivamente-. No es cuestión de que porque alguien que los dos conocimos quiso arruinar su vida y convertirse en un hombre perdido, usted tenga que imitarlo.
– Si todavía se queda por aquí un tiempo, la invitaré a tomar una copa.
– Invíteme en París. París es encantador en otoño.
– Me gustaría mucho hacerlo. He oído decir que aún es mejor en primavera, pero como no he estado nunca, no puedo afirmarlo.
– Por el camino que va, me parece que no irá nunca.
– Adiós, Linda. Espero sinceramente que encuentre lo que busca.
– Adiós -contestó ella fríamente-. Siempre encuentro lo que quiero, pero cuando lo he encontrado ya no me interesa más.
Linda cortó la comunicación. El resto del día transcurrió sin novedad. Cené afuera, dejé el coche en una estación de servicio permanente para que revisaran los frenos y tomé un taxi para regresar a casa. La calle estaba desierta como de costumbre. Subí las escaleras lentamente. Era una noche serena, aunque había una leve bruma en la atmósfera. Los árboles de la colina casi no se movían. No corría la más mínima brisa. Di vuelta a la cerradura con la llave, empujé un poco la puerta separada del marco sólo unos pocos centímetros. Adentro estaba oscuro, no se oía ningún ruido, pero tuve la sensación de que el cuarto no estaba vacío. Quizás un resorte había crujido débilmente o percibí el reflejo de una chaqueta blanca en la habitación. Quizá para una noche cálida y tranquila como aquélla, la habitación situada detrás de la puerta no estaba bastante cálida aunque sí bastante tranquila. Quizá flotaba en el aire el olor de una presencia humana. O quizá lo único que pasaba es que yo me sentía inquieto y excitado.
Me encaminé hacia el costado del pórtico, sobre el césped y me incliné contra los arbustos. No hubo nada que me llamara la atención. No se veía ninguna luz ni pude percibir movimiento alguno. Tenía un revólver en la pistolera del cinturón, era un revólver de cañón corto calibre 38. Apunté con el arma, pero no pasó nada. El silencio continuaba. Decidí que me había equivocado y me di vuelta para regresar a la puerta de entrada cuando vi que un coche doblaba por la esquina, ascendía rápidamente la colina y se detenía silenciosamente al pie de la escalera. Era un sedán grande, de color negro, con la línea del Cadillac. Podría haber creído que se trataba del coche de Linda excepto por dos cosas: nadie abrió la puerta y las ventanillas de mi lado estaban tapadas hasta abajo. Esperé y escuché, agachado contra los arbustos, pero no había nada que escuchar, ni nada que esperar. Nada más que un auto inmóvil al pie de mi escalera, con las ventanas cerradas. Entonces se encendió la luz roja del potente reflector del automóvil y el rayo de luz iluminó de pronto el espacio situado a unos cinco metros más allá de la casa. Después el coche comenzó a dar marcha atrás muy lentamente hasta que el reflector pudo iluminar el frente de la casa, la chimenea y el techo.
La policía no anda en Cadillac. Los Cadillac con reflectores rojos pertenecen a tipos importantes, intendentes y comisionados federales, quizás a fiscales de distrito. O hasta a rufianes de categoría.
El reflector continuó la búsqueda. Yo me eché al suelo, pero de todas formas me localizó. Me iluminó con fuerza y la luz se mantuvo inmóvil. Nada más. El auto seguía cerrado, la casa silenciosa y a oscuras.
Entonces, durante uno o dos segundos, se oyó el silbido de una sirena que sonó en tono bajo y en aquel momento, al fin, la casa se iluminó de golpe y salió de la misma un hombre con smoking blanco. Se detuvo al pie de la escalera y empezó a mirar a ambos lados, a lo largo de la pared y de los arbustos.
– ¡Vamos, entre, infeliz! -dijo Menéndez con una risita ahogada-. Tiene visitas.
Hubiera podido dispararle un tiro con toda facilidad. Pero en seguida retrocedió y fue demasiado tarde… aun si hubiera podido hacerlo. Vi que se bajaba la ventanilla correspondiente al asiento de atrás oí un golpe seco y casi al instante una pistola disparó un tiro que fue a incrustarse en la ladera de la colina, a pocos metros del lugar donde yo me encontraba.
– Vamos, entre, infeliz -repitió Menéndez, desde la puerta-. No tiene adónde ir.
Me levanté y me encaminé hacia la entrada, mientras el reflector me seguía iluminando. Guardé el revólver en la pistolera. Subí las escaleras, franqueé la puerta y me detuve. En el living había un hombre sentado en el sillón, con las piernas cruzadas y el revólver apoyado sobre el muslo. Parecía un tipo alto y esbelto, fornido y tenía la piel reseca y curtida, característica de las personas que viven en países de clima ardiente y expuesto al sol de los trópicos. Llevaba puesto un rompevientos de gabardina marrón y el cierre automático estaba abierto casi hasta la cintura. Me clavó la vista, con la mirada fija y penetrante. Estaba tan calmo y tranquilo como una pared de adobe bajo la luz de la luna.