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No me apuntaba con la pistola, simplemente la empuñaba en la mano. Era un arma automática de calibre mediano, de fabricación extranjera, con seguridad no era ni Colt ni Savage. Con su pálida cara llena de cicatrices, el cuello levantado, el sombrero hundido y la pistola, parecía recién salido de una película de gángsters.
– Me llevará a Tijuana para que alcance el avión de las diez y cuarto -dijo-. Tengo el pasaporte y el visado y todo arreglado excepto la cuestión transporte. Por ciertas razones no puedo tomar el tren o el ómnibus o el avión desde Los Angeles. ¿Le parece que quinientos dólares es un precio razonable por un viaje en taxi?
Permanecí en la puerta y no me moví para dejarlo entrar.
– ¿Quinientos, más la pistola? -pregunté.
La miró en forma un tanto distraída y después se la metió en el bolsillo.
– Podría ser una protección -dijo-. Para usted, no para mí.
– Entonces, entre.
Me aparté a un lado para dejarlo pasar; parecía exhausto y se dejó caer en una silla. El living estaba todavía oscuro debido a los tupidos arbustos que la propietaria había dejado crecer y que cubrían las ventanas. Encendí una lámpara, saqué un cigarrillo y lo encendí. Lo miré fija mente, me despeiné el pelo que ya estaba bastante alborotado, y adopté mi vieja expresión burlona.
– ¿Qué diablos me pasa?… ¡Malgastar el tiempo durmiendo en una mañana tan encantadora! ¿Conque a las diez y cuarto? Bueno, tenemos mucho tiempo. Vamos a la cocina y prepararé un poco de café.
– Estoy en un buen lío, amiguito. -”Amiguito”; era la primera vez que me llamaba así, pero en cierto sentido esa palabra concordaba con la forma en que había entrado con la manera de vestir, con la pistola y todo lo demás.
– Va a ser un día precioso. Corre una ligera brisa. Se puede oír el susurro de los viejos eucaliptos que están en la vereda de enfrente murmurando entre sí. Hablan de los viejos tiempos, en Australia, cuando los canguros saltaban bajo las ramas y los koala caminaban trepados unos al lomo de los otros. Sí, tenía la impresión de que usted estaría metido en el lío. Pero hablaremos de eso cuando haya tomado un par de tazas de café. Siempre estoy un poco aturdido cuando acabo de levantarme. Conferenciemos con Mr. Huggins y Mr. Young.
– Oiga, Marlowe, no es el momento de…
– No tema, amigo; míster Huggins y míster Young son dos tipos de lo mejor. Hacen el café Huggins-Young para mí. Es el trabajo de su vida, su orgullo y su alegría. Uno de estos días me ocuparé de que consigan el reconocimiento que se merecen. Hasta ahora todo lo que han hecho es ganar dinero. No podemos esperar que se contenten con eso.
Lo dejé y me dirigí a la cocina. Puse a calentar el agua y bajé la cafetera del estante. Mojé el filtro y metí adentro la cantidad de café necesaria; el agua ya estaba hirviendo. Llené con agua la mitad inferior y la puse al fuego, y luego coloqué la parte de arriba y le di una vuelta para que quedara ajustada.
En aquel momento sentí que Terry se acercaba, se apoyó un instante en el marco de la puerta y después se dirigió hacia la mesa del desayuno y se deslizó en el asiento. Seguía tiritando. Saqué del armario una botella de Old Grand-dad y le serví una buena cantidad en un vaso grande. Sabía que necesitaría un vaso grande. Tuvo que usar ambas manos para llevárselo a los labios. Bebió un buen trago, puso el vaso sobre la mesa y se reclinó de golpe sobre el respaldo del asiento.
– Estoy casi listo -murmuró-. Parece como si hubiera estado sin dormir una semana entera. Anoche no descansé nada.
El agua de la cafetera estaba a punto de hervir. Puse la llama baja y observé cómo se levantaba el agua. Se mantuvo un poco en el fondo el tubo de vidrio. Subí la llama lo suficiente para que el agua pasara por el codo y en seguida la bajé de nuevo. Revolví el café y lo tapé. Marqué tres minutos en el reloj. Este Marlowe es un muchacho muy metódico. Nada debe interferir en su técnica de preparar café. Ni siquiera una pistola en manos de un tipo desesperado.
Le serví otro trago.
– Siéntese ahí -le pedí-. No diga una palabra y quédese sentado.
La segunda vuelta pudo tomarla con una sola mano.
Me lavé rápidamente en el baño cuando volvía sonó el timbre del reloj de la cocina. Apagué el fuego y coloqué la cafetera en la mesa, sobre un pie de paja. ¿Por qué me detengo en cada uno de aquellos detalles? Porque la atmósfera cargada hacía que cada una de esas pequeñas cosas pareciera una representación, un movimiento preciso y muy importante. Era uno de aquellos momentos hipersensibles en que todos los movimientos automáticos, por más habituales, por más antiguos que sean, se convierten en actos independientes de la voluntad. Es como el hombre que aprende a caminar después de sufrir parálisis. Tiene que empezar todo de nuevo.
El café había bajado ya, el aire entró en el recipiente con su habitual bullicio, el café burbujeó y después se calmó. Saqué la parte superior de la cafetera y la puse sobre el escurridor de la tapa.
Serví dos tazas de café y a la suya le agregué una medida de whisky.
– Para usted café puro, Terry.
En la mía puse dos terrones de azúcar y un poco de leche.
En esos momentos ya estaba saliendo de mi embotamiento matutino. No sabía cómo había hecho para abrir la nevera y sacar el recipiente de leche.
Me senté frente a él. No se había movido; estaba apoyado en el rincón, rígido. De pronto, en forma inesperada agachó la cabeza sobre la mesa y comenzó a sollozar.
No prestó atención cuando me incliné sobre la mesa y le saqué la pistola del bolsillo. Era una Mauser 7.65; una belleza. La olfateé, no había disparado con ella. Solté la cámara de los cartuchos; estaba llena. No había nada en la recámara.
Terry levantó la cabeza, vio el café y comenzó a tomarlo lentamente sin mirarme.
– No maté a nadie -dijo.
– Bueno… no recientemente al menos. Y tendría que limpiar la pistola. Me resulta difícil pensar que pueda matar a alguien con esto.
– Le contaré todo -expresó.
– Espere un momento.
Bebí el café lo más rápido que pude, pues estaba muy caliente, y llené la taza de nuevo.
– La cosa es así -le previne-. Tenga mucho cuidado con lo que va a contarme. Si realmente quiere que lo lleve a Tijuana, hay dos cosas que no me debe decir. Una… ¿Me escucha?
Hizo un leve signo de asentimiento. Tenía la vista clavada en la pared, arriba de mi cabeza, con los ojos muy abiertos. Las cicatrices aparecían lívidas, y aunque el rostro parecía blanco como el de un cadáver, resaltaban lo mismo.
– Una -repetí lentamente-, si ha cometido un delito o lo que la ley llama un delito… quiero decir un delito serio; no me cuente nada sobre ello. Dos, si tiene conocimiento de que se ha cometido un delito así, tampoco me lo diga. Al menos si quiere que lo lleve a Tijuana. ¿Está claro?
Me clavó la vista. Sus ojos me enfocaron, pero carecían de vida. Había tomado todo el café, y aunque seguía pálido se sentía fuerte. Le serví otra taza de la misma forma que la anterior.
– Estoy en dificultades -dijo.
– Ya lo sé, pero no quiero saber de qué se trata. Tengo que ganarme la vida y tengo una licencia que proteger.
– Podría apuntarle con la pistola -contestó.
Hice una mueca y le alcancé el arma por encima de la mesa. La miró, pero no hizo ademán de tocarla.
– No podría apuntarme con ella hasta Tijuana, Terry, ni cuando cruzáramos la frontera o llegáramos a la escalerilla del avión. Soy un hombre que ocasionalmente tiene que vérselas con pistolas. Olvidémonos de la pistola. Sería divertido que tuviera que decirle a la policía que sentía tanto miedo que me vi obligado a obedecerle. Suponiendo, claro está, que hubiera algo que decir a la policía, cosa que ignoro.
– Óigame -dijo Terry-, será mediodía o tal vez más tarde antes de que alguien llame a la puerta. La mucama sabe muy bien que no tiene que molestarla cuando duerme hasta tarde. Pero alrededor del mediodía la mucama golpeará la puerta y entrará. Ella no estará en su cuarto.
Yo seguí tomando el café a sorbos y no dije nada.
– La mucama se dará cuenta de que no se acostó en la cama -prosiguió Terry-. Entonces la buscará en otro lugar. Hay un gran pabellón de huéspedes bastante alejado del edificio principal. Tiene su propio camino, garaje y todo lo demás. Sylvia pasó la noche allí. La mucama la encontrará finalmente.
Fruncí el ceño.
– Tengo que tener mucho cuidado con las preguntas que le hago, Terry. ¿No pudo haber pasado la noche fuera de la casa?
– Su ropa está tirada por todo el cuarto. Nunca cuelga nada. La mucama se dará cuenta de que se puso el salto de cama encima del pijama y que salió en esta forma. De modo que sólo pudo haber ido al pabellón de huéspedes.
– No necesariamente -contesté.
– Sólo pudo haber ido al pabellón de huéspedes. ¡Diablos! ¿Usted cree que no se sabe lo que pasa allí? Los sirvientes siempre saben.
– Sigamos -dije.
Se pasó un dedo con tanta fuerza por la mejilla sana que dejó marcada una línea roja.
– Y en el pabellón de huéspedes -prosiguió lentamente-, la doncella encontrará…
– A Sylvia borracha perdida, insensible, helada hasta la médula de los huesos -dije con voz ronca.
– ¡Oh! -Reflexionó un momento y agregó-: Por su puesto; eso es lo que pasará. Sylvia no es una borrachina cualquiera. Cuando se pasa al otro lado lo hace en forma drástica.
– Este es el fin de la historia, o casi. Déjeme que improvise. La última vez que bebimos juntos estuve un poco brusco con usted y lo dejé plantado no sé si se acuerda. Me hizo poner furioso. Después lo pensé mejor y comprendí que usted sólo trató de expresar el desprecio que sentía por sí mismo. Me dijo que tiene pasaporte y visado. Lleva bastante tiempo conseguir el visado para México; no dejan entrar a cualquiera por las buenas. De modo que hace tiempo que planeaba irse. Me he estado preguntando cuánto tiempo sería capaz de aguantar.
– Creo que sentía una especie de vaga obligación de quedarme a su lado, tenía la idea de que ella podría necesitarme para algo más que para hacer frente al viejo e impedirle que metiera la nariz en todos lados y curioseara demasiado. A propósito, traté de llamarlo a medianoche.
– Tengo un sueño profundo. No oí nada.
– Entonces me fui a uno de esos baños turcos. Me quedé un par de horas, tomé un baño de vapor, uno de inmersión, una ducha escocesa, un masaje e hice un par de llamadas telefónicas. Dejé el coche en La Brea y Fountain, y de ahí me vine caminando. Nadie me vio tomar por esta calle.
– ¿Esas llamadas me conciernen?
– Una fue para Harlan Potter. El viejo viajó ayer en avión a Pasadena por algún asunto de negocios. No estaba en su casa y me costó mucho trabajo localizarlo, pero al fin hablé con él. Le dije que lo sentía, pero que me iba.
Mientras me hablaba miraba de soslayo hacia la ventana que daba a la piscina, como si observara los arbustos que rozaban las persianas.
– ¿Cómo lo tomó?
– Dijo que lo lamentaba. Me deseó buena suerte. Me preguntó si necesitaba dinero. -Terry rió amargamente-. Dinero. Esas son las primeras seis letras de su alfabeto. Le dije que me sobraba. Después llamé a la hermana de Sylvia. Más o menos se repitió la misma historia. Eso es todo.
– Quiero hacerle una pregunta -le dije-. ¿Alguna vez la encontró con un hombre en esa casa de huéspedes?
El sacudió la cabeza.
– Nunca lo intenté. No habría sido difícil. Nunca lo fue.
– Se le está enfriando el café.
– No quiero más.
– Muchos hombres, ¿eh? Pero usted volvió y se casó nuevamente con ella. Admito que es muy interesante, pero con todo…
– Ya le he dicho que yo no soy ninguna maravilla. Demonios, ¿por qué la habré dejado la primera vez? ¿Por qué, después de aquello, me portaba como un miserable cada vez que la veía? ¿Por qué prefería vivir en el fango antes que pedirle dinero? Estuvo casada cinco veces, sin incluirme a mí. Cualquiera de ellos volvería a su lado conque sólo moviera un dedo. Y no solamente por sus millones.
– Es una mujer muy atractiva -comenté. Miré mi reloj-. ¿Por qué tenemos que estar exactamente a las diez y cuarto en Tijuana?
– En el avión que sale a esa hora siempre hay asiento.
No hay nadie en Los Angeles que desee viajar en un DC 3 sobre montañas, si puede tomar un Constellation y hacer el viaje a México en siete horas. Y los Constellation no paran donde yo quiero ir.
Me puse de pie y me apoyé contra la piscina.
– Ahora déjeme hacer un resumen y no me interrumpa.
Usted vino a verme esta mañana en un estado emocional muy intenso y quería que lo llevara a Tijuana para alcanzar el primer avión. Tenía una pistola en el bolsillo, pero no tengo por qué haberla visto. Me dijo que había aguantado todo lo que pudo, pero que anoche había estallado. Encontró a su esposa borracha perdida y un hombre había estado con ella. Usted salió y fue a un baño turco a pasar el tiempo hasta que llegara la mañana, y desde allí llamó por teléfono a dos parientes cercanos de su esposa y les dijo lo que estaba haciendo. A dónde fue usted, no es asunto que me concierna. Usted tenía los documentos necesarios para entrar en México. Cómo fue allí tampoco es asunto que me interese. Somos amigos e hice lo que me pidió que hiciera, sin pensarlo demasiado. ¿Y por qué no habría de hacerlo? Usted no me paga nada. Tenía su coche, pero se sentía demasiado nervioso para conducir. Ese es asunto suyo también. Usted es un tipo emotivo que en la guerra recibió una herida grave. Creo que tendré que tomar su coche y meterlo en algún garaje para que lo guarden.
Buscó en sus ropas y me alcanzó un llavero de cuero, por sobre la mesa.
– ¿Qué le parece? -me preguntó.
– Depende de quién lo escuche. Aún no he terminado. Usted tomó solamente lo que llevaba puesto y algún dinero que le dio su suegro. Dejó todo lo que ella le había dado hasta un hermoso coche que dejó estacionado en la Brea esquina Fountain. Usted quería irse lo más limpiamente que pudiera hacerlo y sigue haciéndolo. Está bien. Estoy dispuesto a ayudarlo. Ahora voy a afeitarme y vestirme.
– ¿Por qué va a hacer esto, Marlowe?
– Sírvase una copa mientras me afeito.
Salí de la cocina y lo dejé allí sentado, en el rincón. Todavía tenía puesto el sobretodo y el sombrero, pero parecía bastante más animado.
Entré en el baño y me afeité. Regresé al dormitorio y me estaba anudando la corbata cuando de pronto apareció en el umbral de la puerta.
– Por si acaso lavé las tazas -dijo-. Pero estoy pensando una cosa. Quizá sería mejor que usted llamara a la policía.
– Llámela usted mismo. Yo no tengo nada que decirles.
– ¿Quiere que lo haga?
Me di vuelta de golpe y le dirigí una mirada dura.
– ¡Maldito sea! -expresé casi a gritos-. Por amor de Dios, ¿no puede dejar las cosas como están?
– Lo siento.
– Claro que lo siente. Los tipos como usted siempre lamentan las cosas y siempre lo hacen demasiado tarde.
Se volvió y, atravesando el vestíbulo, se dirigió al living.
Terminé de vestirme y cerré con llave la parte de atrás de la casa. Cuando entré en el living vi que se había quedado dormido en el sillón; tenía la cabeza inclinada hacia un costado, el rostro pálido, todo el cuerpo vencido por el cansancio y el agotamiento. Daba lástima. Le toqué el hombro y comenzó a despertarse lentamente, como si tuviera que recorrer un largo camino desde donde estaba hasta donde yo me encontraba.
Cuando se despertó del todo y pudo prestarme atención, le pregunté:
– ¿No va a llevarse ninguna maleta? Todavía tengo aquella blanca de cuero de cerdo en el estante superior de mi ropero.
– Está vacía -contestó con indiferencia-. Además es demasiado llamativa.
– Llamará más la atención si no lleva equipaje.
Volví al dormitorio, me apoyé en uno de los estantes del armario para poder alcanzar el estante superior. La puerta superior del armario, en forma de escotilla, estaba justo sobre mi cabeza, de modo que la levanté y metí la mano adentro hasta donde podía alcanzar, dejando caer el llavero de cuero detrás de una de las polvorientas vigas o lo que fueran. De un tirón bajé la maleta.
Sacudí el polvo que la cubría y empecé a meter adentro algunas cosas, un par de pijamas nuevos, pasta dentífrica, cepillo de dientes, un par de toallas grandes y otro de toallitas de mano, una serie de pañuelos de algodón, un tubo de crema de afeitar de quince centavos y una de esas maquinitas de afeitar que regalan con el paquete de navajitas. No había nada usado, nada marcado, nada llamativo, excepto que su propio equipaje hubiera sido mejor. Agregué una botella de whisky que todavía conservaba su envoltura original. Cerré la maleta, dejé la llave puesta en una de las cerraduras y la llevé al living. Terry se había vuelto a dormir. Abrí la puerta tratando de no hacer ruido, fui al garage con la maleta y la coloqué detrás del asiento delantero del descapotable. Saqué el coche, cerré el garaje y subí las escaleras para despertarlo. Después cerré la casa y partimos.
Manejé a bastante velocidad, pero no demasiado rápido como para que nos detuvieran. Casi no intercambiamos palabras y no nos paramos para comer. No había tiempo para eso.
Pasamos sin dificultad la frontera. Llegamos a la meseta ventosa donde se levanta el aeropuerto de Tijuana; estacioné el coche cerca de la oficina y me quedé sentado en el auto mientras Terry iba a sacar el pasaje. Las hélices del DC3 estaban ya girando lentamente, lo suficiente como para mantener calientes los motores. El piloto, un tipo alto y robusto, de uniforme de color gris, conversaba con un grupo de cuatro personas. Una de ellas medía aproximadamente un metro noventa centímetros y llevaba una funda de revólver. Al lado suyo había una muchacha en pantalones, un hombre más bajo, de mediana edad, y una mujer de pelo gris y tan alta que a su lado el hombre parecía aún más bajo. También se encontraban tres o cuatro hombres por aquí y por allá; por su aspecto eran evidentemente mexicanos. Este parecía ser todo el pasaje. Habían colocado ya la escalerilla en la puerta, pero nadie parecía ansioso por subir. Entonces un camarero mexicano salió del avión, bajó los escalones y se detuvo, esperando. No parecía haber ningún equipo de altavoces. Los mexicanos subieron al avión, pero el piloto seguía la charla con los norteamericanos.
Había un Packard grande estacionado junto a mí. Salí del coche y eché una mirada alrededor. Quizás algún día aprenda a no meterme en asuntos ajenos. Al sacar la cabeza para salir, vi que la mujer alta miraba hacia mí.
Terry se acercó por el polvoriento camino de grava.
– Todo está arreglado -dijo-. Aquí nos despedimos.
Me tendió la mano. Se la estreché. Parecía encontrarse bien en aquel momento; sólo estaba cansado, cansado como el mismo diablo.
Saqué del Olds la maleta de cuero de cerdo y la deposité en el suelo. Terry la contempló con enojo.
– Le dije que no la quería -protestó con tono irritado.
– Adentro hay una hermosa botella, Terry, y algunos pijamas y otras cositas. Todas intrascendentes y anónimas. Si no la quiere, déjela en depósito o tírela.
– Tengo mis razones -insistió, poniéndose rígido.
– Yo también.
De pronto sonrió. Agarró la maleta y con la otra mano me apretó el brazo.
– Muy bien, amigazo; usted manda. Y recuerde, si las cosas se ponen feas, usted tiene carta blanca. No me debe nada. Tomamos juntos algunas copas y llegamos a ser amigos, y yo hablé demasiado de mi persona. En su tarro de café le dejé cinco cheques al portador. No se enoje conmigo.
– Hubiera preferido que no lo hiciera.
– Nunca podré gastar ni la mitad de lo que tengo.
– Buena suerte, Terry.
Los dos norteamericanos estaban subiendo al avión. Un muchacho fornido, de cara ancha y morena, salió del edificio de la oficina, hizo un gesto con la mano y señaló al avión.
– Suba a bordo -dije-. Sé que usted no la mató. Por eso estoy aquí.
Trato de dominarse, pero su cuerpo se puso rígido y tenso. Se dio vuelta lentamente y me miró.
– Lo siento -expresó con calma-. Pero en eso está equivocado. Voy a ir caminando despacio hasta el avión. Tiene tiempo más que suficiente para detenerme.
Comenzó a andar. Yo lo observaba. El muchacho que estaba a la puerta de la oficina seguía esperando, pero no parecía demasiado impaciente. Los mexicanos rara vez lo son. Se agachó, palmeó la maleta de cuero de cerdo y sonrió a Terry. Después se hizo a un lado y Terry atravesó la puerta. Al cabo de un instante Terry apareció por el otro lado de la puerta, donde se encuentran esperando los empleados de aduana cuando uno llega de viaje. Terry seguía caminando lentamente hacia la escalerilla. Allí se detuvo y me miró. No hizo señal ni ademán alguno. Yo tampoco. Después subió al avión y la escalerilla fue retirada.
Entré en el Olds, lo puse en marcha, di la vuelta y recorrí la mitad de la playa de estacionamiento. La mujer alta y el hombre de corta estatura estaban todavía en el campo. La mujer hacía señas con un pañuelo. El avión comenzó a deslizarse hasta el extremo del campo, levantando una polvareda enorme. Al llegar al final dio la vuelta y los motores comenzaron a bramar con ruido ensordecedor. Empezó a moverse hacia adelante, tomando velocidad lentamente.
En su marcha levantó nubes de polvo, y por fin despegó. Lo observé elevarse lentamente en el cielo borrascoso, hasta que se perdió de vista en dirección al sudeste.
Después partí. En el cruce fronterizo nadie me dirigió ni una mirada, como si mi rostro tuviera tanta importancia como las manecillas de un reloj.