172898.fb2
El regreso desde Tijuana es largo y penoso, uno de los caminos más aburridos del estado. Tijuana no es nada; todo lo que quieren allí son dólares. El chico que se acerca al costado del coche y lo mira a uno con grandes ojos ansiosos, diciendo: “Una moneda, por favor, mister”, tratará de vender a su hermana en la próxima frase. Tijuana no es México. Toda la ciudad fronteriza no es nada más que una ciudad fronteriza, así como la tierra ribereña no es más que tierra ribereña. ¿San Diego? Uno de los puertos más hermosos del mundo, pero no hay nada en él, excepto el cuerpo de la marina y algunos barcos pesqueros. Por la noche es tierra de hadas. El oleaje es tan suave como una anciana cantando himnos. Pero Marlowe tiene que regresar a su casa y comenzar a trabajar.
El camino hacia el Norte es tan monótono como la canción del marinero. Se atraviesa una ciudad, se baja por una colina y se recorre un tramo de playa, una ciudad, una colina y un tramo de playa.
Eran las dos de la tarde cuando regresé. Me estaba esperando un Sedan oscuro, sin chapa policial, sin luz roja, sólo con la antena doble, y no son los coches de la policía los únicos que las llevan. Estaba en mitad de la escalera cuando salieron del coche y me llamaron a gritos, era la pareja habitual, con su vestimenta de costumbre y su sempiterno movimiento firme y acompasado, como si el mundo entero estuviera esperando en silencio para que ellos le dijeran lo que tienen que hacer.
– ¿Usted se llama Marlowe? Queremos hablar con usted.
Me mostró la insignia pero lo hizo con tal rapidez que apenas pude ver el reflejo y, por lo que capté muy bien podría haber pertenecido al cuerpo de Control Sanitario. Tenía el cabello rubio grisáceo y parecía un tipo pegajoso. Su compañero era alto, bien parecido, pulcro, pero había en él algo claramente desagradable y sórdido, un rufián de buenas maneras. Tenían ojos escrutadores y vigilantes, ojos pacientes y cuidadosos, fríos, desdeñosos; ojos de policía, ojos que habían adquirido su expresión en la escuela de policía.
– Soy el sargento Green, de la Sección Homicidios.
Este es el detective Dayton.
Seguí subiendo la escalera y abrí la puerta. A los policías no se les estrecha la mano. Demasiada intimidad.
Se sentaron en el living. Abrí las ventanas y empezó a soplar una suave brisa. Green hizo el gasto de la conversación.
– ¿Conoce a un tal Terry Lennox, no?
– De vez en cuando hemos tomado juntos una copa.
Vive en Encino; se casó por dinero. Nunca estuve en su casa.
– De vez en cuando -repitió Green-. ¿Eso qué quiere decir? ¿Con cuánta frecuencia?
– Es una forma de decir, una expresión vaga, en términos generales. Podría ser una vez a la semana o una vez cada dos meses.
– ¿Conoce a su mujer?
– La encontré una vez, por unos instantes, antes de que se casaran.
– ¿Cuándo y dónde fue la última vez que lo vio?
Agarré la pipa que estaba sobre la mesita y la llené. Green se inclinó hacia mí. El tipo alto estaba sentado más lejos y sostenía en la mano bolígrafo y un bloc de bordes rojos.
– Aquí es donde yo digo: “¿Pero a qué viene todo esto?”, y usted responde: “Las preguntas las hacemos nosotros.”
– De modo que usted limítese a contestarlas, ¿eh?
Encendí la pipa. El tabaco estaba un poco húmedo; me llevó bastante tiempo y tres fósforos encenderla.
– Dispongo de tiempo -concedió Green-, pero ya he perdido una buena parte esperándolo y dando vueltas por ahí. De modo que muévase, señor. Sabemos quién es usted y se imaginará que no estamos aquí para que se nos abra el apetito.
– Déjeme pensar -le dije-. Solíamos ir bastante a menudo al bar Victor y no con tanta frecuencia a La Linterna Verde y a El Toro y El Oso…, ese lugar que queda al final del Strip y que trata de imitar a una hostería inglesa…
– Acabe con eso.
– ¿Quién ha muerto? -pregunté.
El detective Dayton intervino con voz dura, experimentada, una de esas voces que parecen querer decir: “No trate de hacerse el vivo conmigo.”
– Usted limítese a contestar las preguntas, Marlowe. Estamos realizando una investigación de rutina. Eso es todo lo que tiene que saber.
Tal vez estuviera cansado e irritable. Tal vez me sintiera un poco culpable. Me di cuenta de que podría odiar a aquel tipo sin siquiera conocerlo, que de sólo verlo en el fondo de una cafetería cualquiera me entrarían ganas de arrancarle los dientes.
– Basta, Jack -le dije-. Guarde esa terminología para la oficina de menores…, aunque hasta a ellos les daría risa.
Green lanzó una risita ahogada. Aparentemente nada cambió en la cara de Dayton, pero, de pronto, pareció diez años más viejo y veinte años más detestable. Su respiración era sibilante.
– El aprobó el examen de Derecho -dijo Green-. Usted no puede hacerse el vivo con Dayton.
Me levanté sin prisa y me dirigí a la biblioteca. Saqué el ejemplar encuadernado del Código Penal de California e hice ademán de alcanzárselo a Dayton.
– ¿Sería tan amable de indicarme dónde dice que estoy obligado a contestar a sus preguntas?
Se quedó duro, rígido. Tenía ganas de agarrarme a golpes y ambos lo sabíamos, pero el tipo quería esperar una buena oportunidad. Lo que significaba que no tenía confianza en que Green lo apoyara si se salía de la vaina a destiempo.
El tipo habló con voz firme y uniforme aunque vibrante: “Todo ciudadano debe cooperar con la policía, en todas formas, hasta por la acción física y especialmente contestando las preguntas de naturaleza no incriminatoria que la policía juzgue necesario formular”.
– Lo que quiere decir mediante un proceso de intimidación directo o indirecto. Por ley no existe una obligación semejante. Nadie está obligado a decir a la policía nada, en ningún lugar y en ninguna circunstancia.
– ¡Oh! ¡Cállese la boca! -exclamó Green con impaciencia-. Usted está escurriendo el bulto y lo sabe. Siéntese. La mujer de Lennox ha sido asesinada. En el pabellón de huéspedes que hay en la propiedad, de Encino. Lennox ha desaparecido o, al menos, no podemos dar con él. De modo que estamos buscando a un sospechoso en un caso de asesinato. ¿Está satisfecho?
Arrojé el libro sobre la silla y me senté en el sofá frente a Green.
– ¿Entonces por qué vienen a verme? -pregunté-. Nunca estuve en casa de ellos. Ya se lo dije.
Green se palmeó los muslos, arriba y abajo, una y otra vez. Me sonrió con calma. Dayton estaba inmóvil en la silla. Me devoraba con la mirada.
– Porque su número de teléfono fue escrito durante las últimas veinticuatro horas en una agenda encontrada en la habitación de Lennox. Es una agenda diaria y ayer arrancaron la hoja, pero se puede ver la marca impresa en la página correspondiente al día de hoy. No sabemos cuándo lo llamó a usted. No sabemos adónde fue, ni por qué, ni cuándo. Pero tenemos que preguntar, ¡qué diablos!
– ¿Por qué estaba en el pabellón de huéspedes? -pregunté, no esperando que respondiera, pero lo hizo.
Se sonrojó un poco.
– Parece que iba allí bastante a menudo. Por la noche. Tenía visitas. Los sirvientes alcanzan a divisar la casa entre los árboles cuando las luces están encendidas. Los autos van y vienen, algunas veces tarde, otras muy tarde. Pero todo esto no tiene importancia. No se llame a engaño. Lennox es el tipo que buscamos. Estuvo allí a eso de la una de la madrugada y se dirigió al pabellón de huéspedes. El criado lo vio. Regresó solo, unos veinte minutos más tarde. Después de eso, nada. Las luces siguieron encendidas. Esta mañana, Lennox no estaba por ninguna parte. El criado se dirigió al pabellón de huéspedes. Encontró a la dama en la cama, desnuda como una sirena, y permítame que le diga que el criado no la reconoció por la cara. Prácticamente no tiene cara. Fue reducida a papilla con una estatuita de bronce.
– Terry Lennox no es capaz de hacer una cosa así -dije-. Con seguridad ella lo engañaba. Es asunto viejo y conocido. Ella siempre lo hacía. Se habían divorciado y se volvieron a casar. Supongo que conocer el comportamiento de su mujer no lo haría muy feliz, pero, ¿por qué iba a ponerse furioso de pronto?
– Nadie lo sabe -contestó Green con toda paciencia-. Pero es lo que pasa siempre. Tanto con los hombres como con las mujeres. Un tipo aguanta y aguanta y aguanta. Y de pronto no aguanta más. Probablemente él mismo no lo sabe, ignora por qué en ese momento determinado le agarra un ataque frenético, lo hace y hay alguien que muere. Es así como nosotros tenemos siempre trabajo. Es por eso que le formulamos una sola pregunta. Deje de andarse con vueltas o lo metemos adentro.
– No va a decirle nada, sargento -exclamó Dayton en tono agrio-. ¿No ve que leyó aquel libro sobre leyes? Como mucha gente que lee libros de Derecho, parece que él piensa que ahí dentro está la ley.
– Usted anote -dijo Green -y deje descansar el cerebro. Si se porta bien le dejaremos cantar arroz con leche en el salón de tertulia de la policía.
– Váyase al diablo, sargentito, si puedo decir eso con el debido respeto a su rango.
– Empiecen a pelear -intervine yo, dirigiéndome a Green-. Cuando él se caiga al suelo yo lo agarraré.
Dayton depositó con todo cuidado sobre la mesa el bloc y el bolígrafo. Se puso de pie y le brillaron los ojos; dio unos pasos y se paró frente a mí.
– ¡Levántese, vivillo! No crea que porque fui al colegio y tengo educación voy a soportar burlas de un nadie como usted.
Comencé a ponerme de pie y todavía no había logrado alcanzar el equilibrio completo, cuando me golpeó. Me tiró un gancho con la izquierda y luego un golpe cruzado. Oí campanas, pero no las de la cena. Me senté medio mareado y sacudí la cabeza. Dayton permanecía en el mismo lugar y sonreía.
– Probemos de nuevo -dijo-. Usted no estaba preparado. No fue un golpe limpio.
Miré a Green. Se estaba mirando el dedo pulgar como si se estuviera examinando un padrastro. No me moví ni pronuncié una palabra, esperando que él me mirara. Si me paraba de nuevo, Dayton volvería a golpearme. También podía hacerlo en ese momento si quería. Pero si yo me ponía de pie y él me pegaba, yo lo haría pedazos porque sus golpes demostraban que él no era más que un simple boxeador. Colocaba bien los golpes, pero haría falta muchos para poder voltearme.
Green dijo en forma un tanto distraída:
– Buen trabajo, Billy, muchacho. Le diste al hombre exactamente lo que él andaba buscando. Una buena torta.
Entonces levantó la vista y dijo con voz suave:
– Una vez más, para que quede constancia, Marlowe. ¿Cuándo fue la última vez que vio a Terry Lennox, dónde y cómo, qué es lo que hablaron y de dónde acaba de venir usted ahora? ¿Sí… o no?
Dayton seguía parado, con aspecto despreocupado, pero en guardia. Sus ojos brillaban suave y dulcemente.
– ¿Qué se sabe del otro tipo? -pregunté, ignorando a Dayton.
– ¿De qué tipo me habla?
– El del pabellón de huéspedes. Ella no tenía ropa encima. No dirá que fue allí a jugar al solitario.
– Eso ya vendrá después…, cuando agarremos al marido.
– ¡Espléndido! Si es que no les da demasiado trabajo una vez que ya tengan al chivo expiatorio.
– Si no habla lo metemos adentro, Marlowe.
– ¿Cómo testigo presencial?
– Me importa un pito que sea presencial o no. Como sospechoso. Sospechoso de complicidad después de cometido un asesinato. Por haber ayudado a escapar a un sospechoso. Supongo que usted llevó a ese tipo a alguna parte. Y, por el momento, todo lo que necesito es una suposición. El jefe está bravo estos días. Conoce el reglamento, pero suele estar muy distraído, y esto podría ser una desgracia para usted. En una forma u otra le sacaremos una declaración. Cuanto más difícil nos sea conseguirla, más seguros estaremos de necesitarla.
– Eso no es más que un juego para él -dijo Dayton-. Conoce el libro de leyes.
– Es un juego para todos -dijo Green con calma-, pero todavía surte efecto. Vamos, Marlowe, decídase.
– Muy bien -comencé-. Hablemos claro. Terry Lennox era mi amigo. Llegué a tenerle bastante afecto, lo bastante como para no echarlo a perder simplemente por que un policía me dice que cante. Usted tiene algo contra él, posiblemente mucho más de lo que me ha dicho. El motivo, la oportunidad y el hecho de que Terry haya desaparecido. El motivo es asunto viejo, neutralizado hacía tiempo, casi era parte del trato que hicieron. No admiro esa clase de tratos, pero el muchacho es así…, un poco débil y muy dócil. El resto no significa nada, excepto que si él sabía que ella había muerto, sabía también que ante usted no tenía defensa alguna. Cuando se haga la investigación, si es que la realizan y me citan, tendré que contestar a las preguntas que me formulen. Pero no tengo que responder a las suyas. Comprendo que usted es un buen hombre, Green. En la misma forma que veo que su compañero es un tipo de mano rápida, que le gusta exhibir su fuerza y tiene complejo de guapo. Si usted quiere verme envuelto en un lío verdadero, déjelo que me golpee de nuevo y yo le romperé su maldito bolígrafo en la cabeza.
Green se puso de pie y me miró con tristeza. Dayton no se movió. Era un tipo violento e impulsivo. Necesitaba tener mucho tiempo libre para que le palmeara a uno la espalda.
– Voy a llamar por teléfono -dijo Green-. Pero sé la respuesta que me darán. Usted es un jovencito muy tierno, Marlowe, demasiado tierno. ¡Por todos los diablos salga de mi camino! -Esto último iba dirigido a Dayton. Dayton se dio vuelta y fue a buscar su bloc.
Green se dirigió hacia el teléfono y levantó el auricular lentamente; su cara simple y sencilla aparecía surcada de arrugas y agobiada por su larga tarea, lenta e ingrata.
Eso es lo malo con los policías. Uno está preparado para odiarlos y de pronto se topa con uno que se porta como un ser humano.
El comisario dijo que me llevaran y rápido.
Me pusieron las esposas. No revisaron la casa, que parecía tenerles sin cuidado. Posiblemente calcularon que tendría demasiada experiencia para tener en casa algo que pudiera ser peligroso para mí. En eso se equivocaban. Si hubieran buscado minuciosamente habrían encontrado las llaves del coche. Y cuando pescaran el coche, lo que pasaría más temprano o más tarde, verían que las llaves correspondían perfectamente y sabrían que Terry había esta do conmigo.
En realidad, todo mi razonamiento no tuvo ningún valor, como se vio después. El coche nunca fue hallado por la policía. Lo robaron durante la noche, probablemente lo llevaron a El Paso, le adaptaron llaves nuevas, falsificando los papeles, y lo pusieron a la venta en la ciudad de México. El procedimiento es de rutina. La mayoría del dinero vuelve en forma de heroína. Es parte de la política de buena vecindad, según dicen los traficantes.