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Kayleigh Hatch fue identificada por su tía.
– Se ha cortado el pelo, pero es ella. estoy segura.
El AMIT ya disponía de cuatro identificaciones positivas de las cinco que tenía pendientes. El superintendente había decidido levantar esa misma tarde la moratoria que había impuesto a la prensa y Maddox supuso que ya podía arriesgarse a visitar el pub.
La lluvia caía sobre Londres con una deprimente familiaridad. Comparada a la llovizna grasienta a la que estaban acostumbrados parecía fresca y vivificante, pero seguía siendo lluvia.
Siete personas, con sus impermeables, se acomodaron en dos coches. En un Sierra, Diamond llevaba a dos miembros del equipo F. Caffery condujo su Jaguar llevando como pasajeros a Maddox, Essex y Logan.
El Dog and Bell, con la pintura descascarillada y mugrienta, se encontraba en la estrecha calle Trafalgar, entre una desvencijada agencia de viajes y una lavandería. Olía a tabaco rancio y desinfectante.
Se hizo el silencio y, bajo una nube de humo, los clientes habituales, protegiendo sus pintas de cerveza, volvieron sus inexpresivos rostros hacia los siete detectives. El inspector Diamond se dirigió hacia la salida de emergencia mientras Logan se quedaba vigilando la gran escalera de caracol con su pulida barandilla victoriana. Maddox cerró la puerta con el pie. La camarera, una mujer de unos sesenta años, enjuta como un alambre, con sombra de ojos de un azul intenso y pelo negro teñido, siguió detrás de la barra fumando tranquilamente, observándolos con sus brillantes ojos.
– Bien, señores -dijo Maddox exhibiendo su placa-. Mera rutina. No os preocupéis.
Caffery se dirigió a la barra y, en apenas diez minutos, ya había obtenido dos de los nombres que constaban en la lista de Harrison. La camarera se llamaba Betty y la bailarina que actuaba ese día, una alta e irascible rubia escandinava, de ojos azules y pies y manos de adolescente, respondía al nombre de Lacey.
Llevaba medias debajo de un amplio jersey que le llegaba hasta las caderas y, cuando Caffery llamó a su puerta del primer piso, estaba en el cuarto de baño maquillándose.
– Cierra la puerta -masculló-. Aquí uno se congela y eso que se supone que estamos en verano.
Él lo hizo y se sentó en un taburete. Apoyada en el lavabo, Lacey, con un cigarrillo entre los labios y sacando humo por la nariz, le observaba mientras él le contaba lo ocurrido.
– Es lo que pasa con esos tipos -dijo al cabo, encogiéndose de hombros y mirándose en el espejo-. No vas a conseguir asustarme.
Soy muy precavida.
– Sabemos que conocías a Shellene.
– Las conocía a todas. Lo que no quiere decir que confiara en ninguna. Ni que me gustaran.
Dejó el cigarrillo en el borde del lavabo, donde se fue consumiendo añadiendo una nueva marca a los innumerables rastros rojizos de nicotina.
– Una no podía dejar sus bártulos en el vestidor si ella estaba cerca. Es lo que pasa con los que están enganchados al caballo. Si me lo preguntas, te diré que fueron a hacerle algún numerito a algún jodido lunático para poder quitarse el mono.
– ¿Y Petra?
– No era adicta, así que no lo hacia por drogas. Pero eso no significa que nunca se largara con un cliente, ¿verdad?
– ¿Conoces a los clientes?
– No vengo con mucha frecuencia. -Dio una última calada y tiró la colilla al inodoro-. Pregunta a Pussy Willow… aparece en casi todos los shows. Hoy no hay nadie, pero cuando ella está aquí no cabe ni una aguja. Todos están locos por sus tetas infladas.
– ¿Alguno de los habituales trabaja en un hospital?
– Abogados, funcionarios, estudiantes. ¿Sabes?, este lugar no está reservado exclusivamente para la hez de la tierra. -Tomó un sorbo de vodka-. Y hay un par de tipos que vienen de punta en blanco, creo que son médicos o algo por el estilo.
Caffery cogió u cigarrillo y lo desmenuzó.
– ¿De dónde vienen esos médicos?
– Del St. Dunstan.
– ¿Recuerdas a algún nombre?
– No.
– ¿Hay alguno de ellos abajo?
Ella pensó.
– No, creo que no.
Inclinó la cabeza para encender un cigarrillo.
– Gracias por tu ayuda, Lacey.
Caffery se detuvo al pie de la elaborada escalera victoriana.
Maddox, frente a él, observaba la sala con los brazos cruzados.
Los agentes se habían desperdigado por el pub, enseñando fotos de las cuatro chicas. Diamond, sentado con la chaqueta desabrochada, se subió ligeramente los pantalones dejando entrever la última novedad de la Warner Brothers: unos calcetines con el diablo de Tasmania. Frente a él, dos obreros fruncían en entrecejo con la mirada fija en sus jarras de cerveza.
Se abrió la puerta y entró un joven negro de unos veinte años. Ágil y musculoso, con una gorra de béisbol de Tommy Hilfiger gris y dorada, unas zapatillas Nike y una funda de oro recubriendo su canino izquierdo. Casi había alcanzado la barra del bar cuando advirtió que todas las miradas estaban fijas en él.
Diamond, avanzando con la emoción del cazador, tardó apenas unos segundos en acercársele. Puso una mano, suave pero significativa, en su hombro y le condujo hacia una mesa.
– ¿Dejarás que le interrogue? -murmuró Caffery al oído de Maddox.
– No interfieras -dijo Maddox.
– Diamond ya ha decidido a quién está buscando, y eso no es justo.
– Te he dado una orden -le cortó Maddox.
Jerry Henry, conocido en los alrededores de Deptford como Géminis, nunca había sido arrestado. Lo atribuía a que era un delincuente de poca monta, lo que era una ventaja. Para la pasma, simplemente, era una pérdida de tiempo ocuparse de él. Se consideraba un listillo, merodeando por las afueras de Deptford, pillando cualquier cosa que le ofrecían las dos grandes mafias de la zona.
Lo que no perjudicaba a nadie. La otra cara de la moneda era que su manera de trabajar le dejaba indefenso. La policía no era estúpida: sabía que esos artículos procedían de alguna parte. Algunas veces la emprendían contra alguien como él, acosándole hasta que los conducía hasta un pez gordo. La policía no dudaría en sacrificarle si con ello tenía la posibilidad de acabar con una de las grandes mafias del sur de Londres.
Sea lo que sea, se decía mientras seguía al polizonte hasta la mesa, no te precipites, niégalo todo, deja que lo prueben. Repasó lo que llevaba encima. Dog, de New Cross, había escamoteado para él un poco de coca de uno de los laboratorios de Peckham, que Géminis había desmenuzado. «Métetelo en la boca, socio -le había dicho Dog-. Y trágalo si te metes en un lío.» Pero Géminis no lo había hecho. Lo había metido en sus botas y ahora iba a costarle caro.
– Niégalo todo -musitó Géminis para sí.
– ¿Qué estás diciendo? -preguntó el inspector.
– Nada -masculló Géminis, hundiéndose en la silla.
– Muy bien… Veamos, esto no es más que una investigación rutinaria.
El policía se sentó en una silla con su barriga asentándose sobre sus caderas y apoyó los codos en la mesa. Géminis, con una mano metida en la cintura de sus Calvin, la cabeza gacha, la boca seca y rasposa, se encogió de hombros.
– Tranquilo. Niégalo todo. Deja que sean ellos los que la encuentren. Disimula todo lo que puedas -murmuraba entre dientes.
– ¿Qué estás mascullando? -le espetó Diamond acercando su cara-. ¿Tratas de engañarme?
– No te cabrees, hermano. -Géminis aguantó sin rechistar el acre aliento del poli-. ¿Qué pasa? -dijo mostrando la palma de las manos.
El policía, golpeando la mes con su bolígrafo, tragó saliva y se echó hacia atrás.
– Inspector Diamond -se presentó, deletreando cuidadosamente su cargo-. ¿Vienes a menudo por aquí?
– ¿Y a ti qué te importa, hermano?
– ¿Conoces a alguna de las chicas que trabajan aquí?
– No -respondió Géminis haciendo chasquear la lengua-. No las conozco
– ¿Nunca las has visto? Me parece sorprendente. -El policía, empujando unas fotografías a través de la mesa, sostuvo su mirada-. ¿Te refresca la memoria?
Géminis las reconoció de inmediato. Especialmente a la rubia Shellene. Él había sido su camello durante meses y unas semanas atrás le había hecho una mamada en el asiento trasero de GTI a cambio de un poco de heroína. Se preguntó qué le habrían contado las chicas a la pasma.
– Ni idea, quizás ésta. Baila aquí, ¿no?
– Sabes muy bien que así es.
– La he visto.
– ¿Cuándo la viste por última vez?
Géminis se encogió de hombros.
– Hace mucho, creo.
– ¿Has visto a alguien irse con alguna de estas chicas?
Géminis soltó una risita burlona ante la pretendida inocencia de la pregunta.
– ¿A qué juegas, tío? ¡Y dicen que la policía inglesa es lista!
– Contesta.
– Ya veo qué clase de poli eres.
Diamond se quedó en silencio y Géminis vio cómo iba poniéndose lívido de rabia. cuando levantó los ojos, sus pupilas parecían cabezas de alfiler.
– ¿Cómo te llamas?
– Para ti, señor nadie.
– Bien, señor Nadie – levantó las manos de la mesa dejando un rastro de sudor-, no he comprendido muy bien tu último comentario. No estarías criticando a la policía de este país, ¿verdad? -Le dijo en voz baja rechinando los dientes-. Del país que te está manteniendo a ti y que mantendrá a todos los negritos que te salgan de los huevos, que te alojará, alimentará y recogerá a cualquier pobre anciana a la que atraques para robarle su miserable pensión. ¿Es a eso a lo te referías?
– Eres un racista, tío -dijo Géminis, esbozando una lenta sonrisa-. Puede que yo sea un jodido chico negro, pero conozco mis derechos.
El policía no se inmutó.
– Has de saber que llevas todas las de perder. Nadie puede oír lo que te estoy diciendo. Puedo llamarte lo que me dé la gana, negro de mierda, retinto, guarro tiznado. -Sonrió, disfrutando-. ¿Y sabes lo mejor? Será tu palabra contra la mía. ¿Crees que alguien te hará caso, mierdecilla?
Géminis perdió el aplomo.
– No tengo por qué seguir escuchando esto. -Se levantó-. Escucha, racista, si quieres que te ayude, ya me buscarás.
El policía se levantó de un brinco.
– ¿Dónde diablos crees que vas -dijo con aparente afabilidad-, jodido negro?
Géminis estalló. Cogió una jarra de cerveza y se la arrojó a la cara.
– ¡Cabrón!
Antes de que nadie pudiera reaccionar, Géminis salió corriendo por la puerta.
Caffery, de pie en la escalera, creía estar viendo a cámara lenta una escena surrealista de una película muda. Los dos hombres habían estado hablando relajadamente y, un instante después, ocurría aquello. Caffery esperaba ver sangre, pero Diamond se secó rápidamente los ojos y se precipitó hacia la puerta en estampida. Dos miembros del equipo F salieron presurosamente en pos de su inspector en jefe.
No estuvieron fuera mucho tiempo. Diamond reapareció en la entrada del pub con la respiración agitada y la chaqueta empapada por la lluvia y la cerveza.
– No pasa nada- dijo. Se inclinó y escupió en el suelo-. Tengo los datos de ese cabrón.
Caffery condujo de regreso a Shrivemoor. Maddox iba a su lado con su húmedo impermeable doblado sobre las rodillas. Essex y Logan iban en el asiento trasero oliendo ligeramente a cerveza. Caffery guardaba silencio. Conducía Diamond con el parabrisas empañado. Las ventanillas del Jaguar se mantenían claras y limpias. Caffery le observaba hablar y reír.
– Todos han accedido a declarar -suspiró Maddox mientras pasaban por delante de las azules cúpulas gemelas del colegio naval-. Todos, menos el nuevo amigo de Diamond. Conduce un GTI rojo, dos testigos le vieron irse con Craw…
– Blancos -murmuró Jack-. Blancos, una y otra vez.
– ¿Perdón?
– Los asesinos en serie difícilmente pertenecen a otros grupos raciales. Simplemente no existen. Es tan obvio que lo de Diamond resulta ridículo.
Nadie dijo nada.
Maddox carraspeó.
– Jack, deja que te explique: no hay nada sobre la faz de la tierra que ponga tan furioso al jefe como los tópicos. Creí que ya te lo había dicho cuando nos fuiste transferido.
– Sí -asintió con un gesto-. Y creo que ya es tiempo de hablemos.
– Adelante, habla.
Caffery echó una mirada por el retrovisor a Essex y Logan.
– En privado.
– Bien, ahora mismo. Vamos, para el coche.
– ¿Ahora? Muy bien.
Aparcó al borde de la calzada y encendió las luces de emergencia. Salieron del coche.
La lluvia había amainado un poco. Maddox se puso el impermeable sobre la cabeza como si fuera la capucha de un monje.
– ¿Qué pasa?
Caffery también se cubrió con su impermeable. En el coche, Essex y Logan miraban discretamente en otra dirección.
– Parece, Steve, como si tú y yo siguiéramos caminos distintos.
– Adelante, desahógate -le animó Maddox.
– Estoy convencido de que tengo razón. No se trata de un crimen de negros.
Maddox puso los ojos en blanco.
– Cuántas veces tendré que… -Se interrumpió sacudiendo la cabeza-. Ya hemos hablado de eso. Te expliqué cuál era la postura del jefe.
– Pero si supiera que hemos considerado como prueba un par de puñeteras botellas de ron, unas botellas que nos trajo nuestro inspector nazi, y decidido que nuestro objetivo era de raza negra, ¿qué postura adoptaría? Piénsalo. -Levantó la mano con el puño apretado-. Recuerda el pájaro. ¡Por el amor de Dios! ¿Realmente crees que ese pequeño bastardo del pub podría hacer, o tan siquiera imaginas, algo así?
– Jack, tal vez tengas razón. Pero considéralo desde mi punto de vista. No tengo el menor deseo, exactamente igual que tú y el superintendente, de que esto se transforme en un caso que pueda ser tildado de racista, pero para eso debemos descartar las pistas más evidentes…
– ¿Más evidentes? -Jack suspiró-. ¿A eso le llamas «más evidente»?
– Se encontró un pelo afro caribeño en el cuero cabelludo de Craw y vieron aparcado un coche rojo al norte del desguace, además de toda la mierda que hemos averiguado durante la última hora. Lo suficiente como para que me preocupe. Recuerda que la responsabilidad del equipo B es mía, no tuya. Y si debo elegir entre prestar atención a un nuevo inspector o lamerle el culo al superintendente, pues bien, Jack… -Se interrumpió y suspiró-. ¿Qué harías tú en mi lugar?
Caffery le miró en silencio.
– Entonces quiero que quede constancia de lo que voy a decirte.
– Adelante.
– Hemos tomado la dirección equivocada porque alguien cree que el asesino es médico. Pero deberíamos buscar a un trabajador de hospital. De raza blanca.
Maddox enarcó las cejas.
– ¿Basándonos en…?
– En lo que nos dijo Krishnamurti. Nuestro asesino tiene unos conocimientos médicos rudimentarios. Steve, hoy no era un día normal en el pub… hemos metido la pata. Un día corriente está lleno a rebosar, y algunos de los clientes habituales trabajan en un hospital.
– De acuerdo, tranquilízate. Resérvala para la reunión de mañana y lo examinaremos todo con calma.
– Quiero empezar ahora mismo.
– ¿Qué piensas hacer? ¿Montar una operación de vigilancia en todos los hospitales de la zona cuatro?
– Empezaré por aquí, por el St. Dunstan. Es el que está más cerca del pub. Iré cribando al personal y luego procederé a un interrogatorio encubierto. Si no obtengo ningún resultado, me dedicaré al de Lewisham, tal vez al de Catfor.
Maddox meneó la cabeza.
– No van a soltar prenda. Esa clase de gente mantiene la boca bien cerrada.
– Deja que lo intente.
Maddox se quitó la gabardina de la cabeza y levantó la mirada hacia el cielo entrecerrando los ojos para protegerlos de la lluvia. Cuando bajó la vista su semblante parecía sereno.
– De acuerdo, tú ganas. Puedes llevarte a Essex y dispones de cuatro días a partir del lunes para obtener algún resultado.
– ¿Sólo cuatro?
– Sólo cuatro.
– Pero…
– No me vengar con peros, tendrás tiempo de sobra. Y que no se te ocurra escaquearte de ninguna reunión del equipo. Además, si te necesito, te sacaré de donde estés sin previo aviso. ¿Algo más?
– Sí. ¿Sigue pensando venir a nuestra fiesta, señor?
– Pregúntamelo cuando no esté cabreado contigo.