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CAPÍTULO 13

Una encantadora casona estilo Regencia separada de la calle por la valla de un jardín dominado por un bosquecillo de encorvados cedros. Antaño había pertenecido a un acaudalado miembro del grupo Bloomsbury que había encargado que pintaran unos muros ciegos en trompe l’oeil. Incluso se comentaba que el invernadero de más de doscientos metros cuadrados era obra de Lutyens. Las dimensiones de sus jardines superaban con mucho a las habituales de las casas de ciudad. Se podía desaparecer en uno de sus rincones o perderse entre topiarias y ciruelos en espaldera. En verano, blancas rosas florecían en pérgolas y cenadores mientras las abejas zumbaban en largos corredores de tejos buscando piracantos y fucsias.

Pero ahora las hojas se pudrían amontonadas contra los muros y, casi escondidos junto a la entrada del garaje, yacían los restos del esqueleto de un perro. Las cortinas estaban echadas durante el día. A causa de los problemas, la asistenta había sido despedida meses antes para que no molestara y, gradualmente, ciertas partes de la casa habían ido deteriorándose hasta resultar inhabitables.

Harteveld sólo pasaba por aquella zona cochambrosa por la noche. Durante el día la pesada puerta de caoba permanecía cerrada. No podía correr el riesgo de que aparecieran visitantes inesperados y que accidentalmente vieran sus cosas. Sus pertenencias…

Esta noche había cerrado la puerta y estaba en la «zona pública»: la parte de la casa que podía permitirse enseñar a los extraños y que incluía el vestíbulo, la cocina, los baños destinados a las visitas, el pequeño estudio y el salón, donde se encontraba en ese momento, junto a la chimenea donde colgaba el retrato de sus padres.

Había pasado toda la tarde limpiando y ordenando para que esa noche todo fuera seguro. Conectó una manguera al grifo del fregadero de la cocina para desinfectar la fosa séptica, que despedía una fetidez terrible. Pero en cuanto llegó a la trampilla se detuvo, descorazonado. No podía hacer nada con la porquería que se había acumulado allí dentro.

Se tragó dos buprenorfinas con un sorbo de agua. Luego abrió una cajita de cocaína y con la larga uña de su meñique se llevó una pizca a la nariz. Frotó el resto contra su encía y cerró los ojos.

Estallaría si la muchacha tardaba en llegar.

Se mordió el labio y levantó la mirada hacia el retrato de sus padres, Lucilla y Henrick.

No, no estallaría. Lo que haría sería arrastrarse hasta la repisa de la chimenea, y luego, con mucho cuidado, inclinarse y arrancar de un mordisco el rostro de Lucilla de la tela del cuadro.