172899.fb2 El latido del p?jaro - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 16

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CAPÍTULO 15

Lucilla, ítalo alemana, era una presencia explosiva entre los Harteveld. De huesos grandes y piel color avellana, alta y ancha como un armario, resultaba imposible impedir que cantara en las fiestas recostada en el Steinway, llorando a lágrima viva al ritmo de un aria cualquiera mientras se le corría el rimel por toda la cara. Toby Harteveld, distante desde su arrogancia de chico inglés de clase alta, no podía creer que esa mujer con su resplandeciente melena negra y sus arrebatos de celos, fuera realmente su madre. Pronto aprendió a odiarla.

Ocurrió durante el verano entre la escuela primaria y Sherborne. Entró en el cuarto de baño y la encontró desnuda con una pierna apoyada en el bidé mientras se afeitaba el vello púbico.

– Hola, cachorrito, acércate… -Le tendió la cuchilla de afeitar-. Ven a ayudarme.

– No, mamá.

Estaba tranquilo. Como si lo hubiera sabido desde siempre.

– ¿No? -rió.

– No, mamá.

– ¿Eres mariquita, Toby? -dijo ella ladeando la cabeza-. Anda, dime si eres un pequeño maricón.

– No, mamá.

– Le diré a tu padre que has intentado meterme mano.

– No, mamá.

Le miró con sus brillantes ojos negros ladeando la cabeza como si estuviera decidiendo por dónde empezar a comérselo.

Luego, sacudiendo exasperada su melena, se precipitó hacia la ventana, la abrió y sacó el cuerpo hacia el patio con sus caídos pechos desparramándose sobre el alféizar.

– ¡Henrick! ¡Henrick! ¡Ven, por favor! ¡Ven por tu hijo!

Toby aprovechó la oportunidad para marcharse. Ignorando los indignados chillidos que llegaban desde el cuarto de baño, bajó corriendo la escalera, pasó por delante de tintineantes arañas de cristal y de sorprendidos criados, y salió al jardín. Cerca del lago, se agazapó junto al tronco de un olmo hasta que cayó la noche.

Cuando regresó, la casa estaba en calma, como si no hubiera pasado absolutamente nada. Su padre, con sus delgados labios más pálidos que de costumbre, estaba sirviendo una crema de langosta para la cena. Nunca se habló de lo ocurrido.

Durante los meses que siguieron Toby se volvió muy retraído. Pidió que le pusieran una cerradura en la puerta y por las noches se acostaba con las manos cruzadas sobre el vientre oyendo cómo estallaba el furor de Lucilla en los pasillos. Su mera existencia hacía que se le contrajera el estómago. Podía olerla en todas partes, a veces creía que se había frotado contra sus fundas de almohada para impregnarlas con su flujo. Aprendió a dormir boca abajo por si Lucilla conseguía entrar en su dormitorio. Nunca se dormía hasta estar completamente seguro de que su madre estaba en su habitación al otro lado de la casa.

Dos años más tarde, en la biblioteca familiar, después de su primera cacería, Toby conoció a Sophie, hija de un abogado de la localidad. Esbelta, delgada, y fría como el mármol, se mantenía erguida, apoyada contra los lujosos artesonados. Era la antitesis de Lucilla. Un Toby de catorce años le llevó una copa de champán y pudo constatar, con sorpresa y emoción, que aquellos dedos estaban aún más gélidos que el tallo de cristal.

Lucilla advirtió que él se sentía atraído por ella y decidió ayudarlo en su rito de iniciación a la virilidad. En verano, envió a padre e hijo al extranjero. Llegaron hasta el Sudeste asiático.

Luzón, para ser exactos, y Henrick, seguro de la forma en que debía educar a su muchacho, llevó a Toby a un prostíbulo en Makati donde le fueron presentadas quince chicas que arrastraban los pies embutidas en sus salung-puwets detrás de un escaparate de cristal.

Toby eligió a la chica más delgada y pálida. Ya en la cama, le pidió que no hablara y que no se moviera. Que no hiciera ni aspavientos ni gimiera. Por la mañana, mientras bebía su café y comía sinangag fritos en la terraza que dominaba el Pasay bañado por el sol, se sobrecogió al sentir que algo anormal acababa de nacer en él.

Un mes más tarde su madre le sorprendió con Sophie en el topiario de tejo con sus jodhpurs por las rodillas. Con expresión seria y tranquila, él cerró los ojos y permaneció inmóvil como si estuvieran haciéndole una radiografía.

Cuando Toby se hubo vestido y regresado a la casa, Lucilla ya había desencadenado la tormenta. El servicio se mostraba distante y Toby apenas pudo evitar que un Henrick de expresión adusta lo arrollara cuando daba marcha atrás con el Land Rover para marcharse de la casa.

El mensaje resultaba claro: Toby debía enfrentarse solo a Lucilla.

Observado por los criados, Toby subió por la escalinata y, con los ojos entrecerrados, puso su blanca mano en la pesada puerta de caoba como si esperara percibir los sutiles temblores que le indicarían en qué parte de la casa le estaba aguardando su madre.

Estaba en el comedor, paseándose a lo largo de la pared debajo de los tapices de Antwerp, resoplando. Tenía huellas de lágrimas en las mejillas. Era la primera vez que estaban a solas desde el incidente del baño.

– Mamá.

– Siéntate.

Lo hizo en la cabecera de la mesa, en el lugar que solía ocupar su padre. A su izquierda la ventana dejaba ver el césped y los umbríos cipreses, pero en el artesonado comedor reinaba la penumbra como si en ese lugar se hubieran acumulado años de tensión. Lucilla se dejó caer en la silla de caoba en la que solía sentarse, cerró los ojos y sacudió la cabeza.

– Pero cómo has podido hacerlo con esa criatura anémica. Su padre es un pederasta y ella un error de la naturaleza.

Toby estaba tranquilo.

– No dispongo de tiempo para reproches, mamá. Tan sólo dime qué quieres que haga.

A Lucilla se le dilataron las pupilas y sus manos empezaron a temblar.

– ¿Qué he hecho para merecer un hijo como tú?

– Dime qué quieres que haga.

– Permanecerás interno en Sherborne hasta que vayas a la universidad.

– ¿Es todo?

– Y durante las vacaciones, ya que me sigues desafiando, te quedarás con los Chase-Greys en Connetica. Te pasaremos una asignación.

– ¿No quieres volver a verme?

Ella se santiguó, un gesto que él recordaba haberle visto hacer antes.

– No. No quiero volver a verte.

Toby regresó a Sherborne y no volvió a ver a Sophie. Tres años más tarde, ella se casó con un asesor fiscal y se fue a vivir a

Walton-on-Thames. Toby lo aceptó con facilidad. Comprendía que Sophie no era la causa, sino el síntoma de algo mucho más importante. Tenía la sensación de que se avecinaba algo oscuro, algo cargado como una tormenta.

Durante el último año que pasó en Sherborne se concentró en ser admitido en la facultad de medicina. Era un alumno brillante y la recién creada United Medical and Dental Schools del Guy y el

St. Thomas, la UMDS, lo aceptó.

Fue a la UMDS donde el Hombre Pájaro empezó por primera vez a desplegar sus alas.