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Principios de 1980. UMDS. Prácticas de Anatomía. Laboratorio Grupo I.I.B.
En medio de una clase de diez alumnos, dispersos alrededor de formas amortajadas dispuestas sobre mesas de acero, con el penetrante olor dulzón del formaldehído invadiéndole las fosas nasales, un Harteveld de diecinueve años sentía que algo iba a suceder, algo que iba a cambiarle la vida.
A él y a su joven compañera de estudios se les había asignado el cadáver de una mujer de edad mediana. Durante el resto del año académico, por la noche sería almacenado en un depósito para sacarlo todas las mañanas bajo su sábana de algodón para ser diseccionado, destrozado y recompuesto por sus temblorosas manos.
Era de complexión angulosa con unas pequeñas bolsas amarillas en lugar de pechos, escaso vello púbico, afiladas caderas sobresaliendo bajo una piel fina como papel. Su pelo, rubio oscuro, caía lacio hacia atrás.
– ¿Doris ya está despierta y preparada? -interpeló alegremente su compañera a los ayudantes forenses al entrar en el laboratorio poniéndose los guantes.
– Esta mañana se ha quedado dormida, mírala, no se puede hacer nada con ella -dijeron mientras la sacaban. ¡Hola, Doris, despierta! ¡Tienes que trabajar!
Y se la entregaron a Harteveld que, ajeno a las bromas, esperaba, en silencio, sudando de sólo pensar en la estimulante frígida inmovilidad que había bajo la verde mortaja. A veces, cuando estaba cerca del lánguido cuerpo, temblaba de forma tan incontrolable que el escalpelo se le escurría entre los dedos.
– No tienes estómago para esto -bromeaba su compañera de estudios, dándole un codazo mientras estudiaban la tipología peritoneal y del intestino grueso. ¿Lo has cogido? No tienes… bueno, ¡olvídalo!
Ahorró la asignación que le enviaban sus padres y se compró un piso en Lewisham, una planta baja con un jardín cuadrado. Después de las clases se echaba en su habitación, con las cortinas corridas, y fantaseaba obsesivamente sobre el cadáver. En su mente había adoptado proporciones de diosa: cerúlea, de rostro inmóvil, sereno y frío, musa de mármol, cabello rubio esparcido sobre la almohada… sólo para él. Rezumando un infinito sosiego. Era precisamente ese sosiego y esa palidez lo que atraían a Harteveld: tan diferente a la carnosa y contoneante Lucilla.
Presa del pánico, hizo torpes intentos de seguir a solas una terapia de rechazo. Escribió a investigadores estadounidenses pidiéndoles le proporcionaran Depo-Provera. Cuando se lo negaron, intentó conseguir los mismos efectos inyectándose diamorfina antes de entra en clase de anatomía. Pero le daba tantas náuseas que apenas podía mantenerse en pie. Y lo que era peor, no mitigaba sus fantasías.
Fue sólo seis semanas después, casi al final del primer trimestre, poco antes de Navidad, cuando estalló la catástrofe.
Los técnicos del laboratorio se habían quedado más de la cuenta y no habían vuelto a colocar los cadáveres de anatomía en los depósitos de la antesala. Harteveld, mareado y tembloroso ante la posibilidad que se le brindaba, aprovechó el desorden del último día de clase de anatomía de ese trimestre para esconderse en una esquina, con los ojos al nivel de las pulidas válvulas neumáticas que se utilizaban para subir y bajar las mesas de disección.
Eran las dos de la tarde y la cruda luz del sol empezaba a declinar. El viejo sistema de calefacción crujía y se estremecía en las tripas del edificio, pero la atmósfera del laboratorio estaba gélida y viciada. Harteveld se rodeó las rodillas con los brazos y se meció suavemente. Los cuerpos yacían silenciosos bajo la débil luz invernal con la piel pulcramente arrancada en secciones desde los brazos, con abrazaderas, hemostáticos y retractores brotando como pequeñas espinas de sus fríos y grisáceos vientres.
Ella estaba en el centro de la habitación. Desde donde estaba, él podía contemplar cómo caía su pelo castaño.
Y en ese instante se abrió la gran puerta que había al otro lado del laboratorio.
Seguridad.
Harteveld dio un respingo. No debían descubrirle. Se levantaría y simularía estar buscando algo. Deprisa. Pero sus piernas no le respondían. La frente se le perló de sudor frío. Estaba atrapado.
Y entonces sucedió algo que lo cambió todo.
El guarda de seguridad cerró la puerta. Por dentro. Y luego bajó las persianas.