172899.fb2 El latido del p?jaro - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 19

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CAPÍTULO 18

Cuando Caffery, a las diez y media, se fue de Shrivemoor la noche todavía no estaba muy fría. Apagó la radio y condujo en silencio, prometiéndose un baño y un saludable vaso de whisky en cuanto llegara a casa. Bajo las preocupaciones de ese momento -su cansancio, los semáforos, las cegadoras farolas de la circunvalación sur -subyacía el nuevo inquilino de sus pensamientos, como una imagen borrosa al fondo de un lago revuelto. Una imagen del Hombre Pájaro.

Un necrófilo. ¿Cómo no lo habían advertido antes?

Giró a la izquierda en Honor Oak y siguió recto por Peckham Rye. A través de los árboles se vislumbraban fantasmagóricos reflejos de las lápidas del cementerio de Nunhead. En su mente la sangrienta trayectoria del Hombre Pájaro iba tomando cuerpo. Un hombre. ¿Alto? ¿Bajo? Agazapándose como un incubo, como un ave carroñera, con los ojos desorbitados por la excitación, deslizando sus manos por un cadáver. Los muertos y los no muertos. Una relación sacrílega.

Las preguntas sin respuesta seguían acosándole: un pájaro vivo cosido dentro del cuerpo después de su muerte. ¿Por qué? Los extraños y precisos cortes en el cuero cabelludo… excepto en Kayleigh. ¿Por qué no Kayleigh? Y ¿cómo conseguía mantener inmóviles a sus víctimas para ponerles la inyección? Esto era muy preocupante. Sonaba a control mental, o aún peor, a una toxina que la moderna medicina forense era incapaz de identificar.

Aparcó debajo del desnudo plátano de su vecino y bajó fatigosamente del coche con la cabeza a punto de estallarle. Todo lo que quería era tranquilidad. Se colgó la chaqueta del hombro. Un whisky y un baño.

Pero algo le estaba esperando delante de la puerta. Se paró con la mano en el pomo mientras sus ojos se adaptaban a la oscuridad. Y cuando comprendió qué era aquello que brillaba suavemente al resplandor de la luna, adivinó que procedía de Penderecki: dos muñecos de plástico desnudos, un niño y una niña, se abrazaban grotescamente con los genitales frente a frente. Al lado había una nota escrita en un papel rosa de jovencitas: «Telefonearme a mí es como llamar a tus problemas».

La muñeca, pelo rubio de nailon, era una Barbie o una Sindy.

Suaves pechos sin pezones, cintura de avispa y un enorme garabato obsceno entre sus piernas de plástico: una desnuda vulva pintada con tinta roja.

Muy propio de Penderecki.

Empujó el otro muñeco, que cayó de espaldas. Los mismos ojos ciegos mirando fijamente y los genitales pintados. Las mismas rígidas manos suplicantes y la marca Hambro estampada en la espalda.

Y Caffery lo reconoció. Ese juguete había sido de Ewan.

Recordaba claramente su extraña desaparición, ocurrida una soleada tarde a principios de los setenta. Antes del almuerzo el muñeco estaba tirado en el césped del jardín de atrás, derribado por granadas en miniatura, pero después de la comida había desaparecido. «Veamos, Ewan -decía su madre, ante su desconcierto, echando una desconfiada mirada hacia el cielo, tal vez lo ha robado un cuervo». Al día siguiente compró un Action Man en el Woolworths de Lewisham. «Mira sus manos, Ewan. Pueden cerrarse. ¿Acaso no es mucho mejor que el otro?»

No era una novedad en Penderecki esa sutil perversidad.

Caffery recogió los muñecos, abrió la puerta y entró en la casa.

La luz de la cocina estaba encendida y vio un montón de camisas recién dobladas sobre la tabla de planchar.

Verónica.

Estaba tan cansado que no había visto su coche.

Sé bueno con ella, Jack, se dijo. Está enferma. No lo olvides, sé bueno.

En la cocina, arrojó su chaqueta en una silla, cogió un rollo de plástico autoadhesivo y empezó a envolver los muñecos por separado para guardarlos en la habitación de Ewan.

La cazuela de Le Creuset estaba sobre el fogón y del salón llegaba la Rapsodia en azul de Gershwin mezclándose con el delicioso aroma del jengibre y el cilantro. Cogió un vaso y el whisky de la estantería y se sirvió una generosa copa. Le dolía el cuerpo de cansancio. Necesitaba silencio, su whisky, un baño y acostarse. Nada más. Ciertamente no necesitaba a Verónica.

– ¿Jack?

– Sí, hola -respondió desde el recibidor.

– Espero que no te importe que haya venido.

Vamos, Verónica, y si me importara ¿qué cambiaría?, pensó.

– ¡Sube!

Estaba en la habitación de Ewan. ¿Por qué estaría siempre gravitando alrededor de esa habitación? Con los muñecos y el whisky en la mano, empezó a subir por la escalera.

Verónica estaba sentada en el suelo vestida con un refinado conjunto de falda y chaqueta con puños almidonados sujetos con gemelos de oro. Se había sacado los zapatos y Jack pudo ver las pálidas uñas de sus pies enfundadas en medias color natural. A su alrededor estaba esparcido el contenido de sus ficheros sobre Penderecki.

– Pero qué…

– Sí, dime.

– ¿Qué estás haciendo?

– Ordenando tus archivos. He pensado que durante la fiesta tal vez haya gente que quiera dar una vuelta por la casa, así que estoy ordenándolos.

– Pues no lo hagas. -Dejó el whisky y los muñecos sobre el escritorio y empezó a recoger. Simplemente, no lo hagas.

Ella le miró fijamente.

– Sólo intentaba ayudar…

– Te pedí que no entraras en esta habitación. Se dio la vuelta. Voy a repetírtelo por última vez: no entres aquí. Y no toques los ficheros.

Verónica arrugó la frente y apretó las mandíbulas.

– Lo siento, deja que los ponga en su sitio…

– No. -La apartó bruscamente. ¡No hagas nada más!

Verónica se echó hacia atrás y él se detuvo en seco. Estás gritándole, Jack. No debes gritarle.

– Mira -respiró profundamente, lo siento… pero es que…

Demasiado tarde. Verónica, con la boca temblorosa, se levantó y las lágrimas anegaron sus ojos.

– ¡Dios! -Apretó los párpados.

Él se obligó a acercarse a ella y rodearle los hombros.

– Cariño, lo siento. He tenido un mal día…

– Es por el cáncer, ¿verdad? Quieres dejarme por culpa del cáncer.

– Claro que no quiero dejarte. Nunca lo he pensado. -La estrechó contra su pecho y apoyó la barbilla en su cabeza. Mira, he estado acumulando guardias y estoy exhausto. Si quieres puedo pedir un par de días y acompañarte a las sesiones de quimio.

– ¿Días libres?

– Quiero estar contigo.

– ¿En serio?

– Sí, en serio. Ven, siéntate. -La cogió del hombro y se sentaron juntos en el suelo apoyados contra la pared. No quiero hablar más sobre esto, ¿de acuerdo? -Entrelazó sus dedos con los de ella. El Hodgkins no me da ningún miedo.

– Lo siento, Jack. -Se secó los ojos con el dorso de la mano. Siento que eso me pase a mí. Quisiera poder cambiar las cosas, de veras.

– No es culpa tuya. -Hundió la cara en su pelo. Y no olvides…

– Se aclaró la garganta. No olvides que en esto estamos juntos.

– No lo olvidaré.

Siguieron sentados en silencio, observando los insectos de la noche rebotar contra la ventana. Se llevó la mano de Verónica a los labios, la besó y le dio la vuelta para mirar la palma.

– ¿Estás bien?

– Sí -musitó ella.

La besó en el pelo y miró su mano esbozando una sonrisa.

– ¿Por qué ésta vez no se notan las marcas del análisis de contraste?

– ¿A qué te refieres?

– A aquel del que me hablaste. El que te hicieron la última vez.

– Las tenía.

Él estudió la mano de ella. Su piel era pálida, con unos delicados lunares. Pero no había rastro de líneas, ningún trazado subcutáneo.

– Creí que después podía verse el líquido de contraste.

– No exactamente. Desaparece con rapidez.

Con un gesto se apartó el pelo de la cara y le miró. El rimel subrayaba sus ojeras.

– ¡Jack!

– ¿Qué?

– Tal vez sería mejor que fuera sola. Me gustaría demostrar al doctor Cavendish que no necesito a nadie que me sostenga.

– ¿Estás segura?

– Sí, de veras.

– De acuerdo.

Subió ligeramente el dobladillo de su falda sobre sus muslos y observó la superficie curva de su rodilla. Nunca había visto llorar a Verónica y, curiosamente, eso le excitó.

– ¿Te dejan tomar una copa? -Dejó que su mano se deslizara hacia el interior de los muslos. Si te apetece queda algo de Gordons en la nevera.