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En 1984. Lucilla Harteveld, de cincuenta y cuatro años y más de cien kilos, fue ingresada en el hospital Eduardo VII de New Cavendish Street con dolores en el pecho. El electrocardiograma que le hicieron en la unidad coronaria demostró que había sufrido un ligero infarto de miocardio.
Le administraron anistreplasto y disopiramida. Henrick Harteveld se puso inmediatamente en contacto con su hijo.
Después de un cauteloso encuentro entre madre e hijo -Lucilla hedía en su cama de hospital como si hubiera hecho algo bajo el secreto de sus sábanas y disfrutara del malestar que provocaba a sus visitas, Toby y Henrick fueron hasta Mayfair para cenar en un restaurante elegante. A solas, después de muchos años de estar siempre bajo la atenta mirada de Lucilla, los dos hombres conversaron hasta medianoche. Henrick, que esperaba perder a su esposa, se sentó muy erguido en su silla y pidió un whisky. Toby le dijo que había abandonado la facultad de medicina y que pasaba los días sin hacer nada en su pequeño apartamento del sudeste de Londres.
Al día siguiente Henrick puso manos a la obra.
Sin consultarlo con Lucilla sacó su compañía farmacéutica, la Harteveld Chemicals, al mercado de valores, conservando la mayoría de las acciones y poniendo a nombre de su hijo un millón y medio de libras de los beneficios obtenidos. Estaba prescindiendo de Lucilla y eso le hacía temblar. A solas en la artesonada biblioteca se sentía embargado por el miedo y la excitación tan sólo de pensar en cómo reaccionaría ella ante ese acto de locura.
Para dar al acontecimiento un aire de respetabilidad, puso a Toby como adjunto al director de marketing, un cargo tan representativo que sólo le exigía llevar de vez en cuando un traje y aparecer en el edificio de acero y cristal en las afueras de Sevenoaks donde estaba situada la sede central de la compañía.
Y de esta forma Toby Harteveld llegó a ser un hombre acaudalado.
Lo primero que hizo fue abandonar el pequeño apartamento en Lewisham, con sus ancianos vecinos y soñolientos gatos paseándose por los muros, y adquirió la casa de Croom’s Hill, contratando paisajistas, constructores, personal de limpieza y jardineros. Utilizando el prestigioso nombre de Harteveld dentro de la industria farmacéutica, consiguió que le invitaran a formar parte del comité que representaba al sector privado en el consorcio del hospital St. Dunstan. En su mansión, celebraba fiestas a las que acudía la elite: cirujanos del corazón y herederas, magnates navieros y actrices, mujeres despampanantes y hombres que podían hacer acudir a un camarero con sólo mirarlos. Las conversaciones versaban sobre importantes transacciones comerciales, arte experimental y regatas de vela. Intentaba dar forma y significado a su vida y durante cierto tiempo consiguió mantener una ilusión de cordura.
Pero, mientras luchaba para conseguir una apariencia de triunfador y su vida adquiría los matices del éxito, interiormente aumentaba su desesperación y enajenamiento. Su secreta enfermedad iba creciendo dentro de él.
Ninguno de sus conocidos sabía de las chicas que pagaba, de cómo las encontraba en la calle y las llevaba a Croom’s Hill, de cómo las mandaba desnudas al jardín hasta que, ateridas, acudieran tiritando a su cama. O cómo les exigía que se quedaran inmóviles e inertes, con los ojos en blanco.
– No puedo, me da dolor de cabeza -se quejaban ellas.
– Puedes al menos cerrar la boca y quedarte quieta.
Mientras las fornicaba, sólo capaz de alcanzar el clímax cerrando fuertemente los ojos, se adentraba ferozmente en sus fantasías.
Un día, mientras estaba sentado en su oficina de Sevenoaks con doble cristalera climatizada, con el aperitivo del mediodía a su lado, observando a los gansos canadienses posarse en el lago artificial, de repente vio la carga que le agobiaba bajo una nueva luz.
Tal vez, pensó, tal vez fuera incurable. Esta idea le provocó malestar. ¿Sería posible, se preguntaba, que cada ser humano estuviera sentenciado durante toda su vida con la obligación de asumir sus defectos con elegancia y valor? Y ¿acaso era posible que en su obsesión hubiera descubierto la razón de ser de su propia vida?
Respiró profundamente y se incorporó en la silla. Muy bien. Lo soportaría. Viviría llevando consigo un defecto perpetuo.
Pero necesitaba ayuda. Acarició con un dedo el lechoso vaso de pastis. Pero necesitaba algo a lo que aferrarse, y debería ser algo mejor que alcohol.
Dos semanas más tarde descubrió la válvula de escape que necesitaba: fue durante una cena con un amigo de su antigua escuela de Sherbone, recién llegado de las selvas de Tanjung Puting donde había llevado a cabo unas investigaciones para su doctorado. Después de cenar, su amigo sacó una bolsa y la puso sobre la mesa.
– ¿Cocaína, Toby? ¿O quizás algo que te haga volar? Mira, opio. Sólo dulce y aterciopelado opio. -Frotó sus dedos. Cultivado con mimo por los malayos.
Harteveld sólo vaciló un momento. Abrió las manos sobre la mesa con las palmas hacia arriba en un gesto de alivio y gratitud.
Ahí estaba lo que había estado buscando. La perfecta y ansiada vía de escape.