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CAPÍTULO 21

Lucilla, sin haber conseguido perder los cuarenta kilos que le recomendaban los médicos, sufrió un segundo infarto en 1985 que le produjo arritmias incontrolables y resultó fatal en menos de treinta minutos.

Después del funeral, Henrick regresó a Greenwich con Toby y pasearon juntos por el parque.

Henrick se detuvo al lado de la Figura de pie de Henry Moore. Se quedó mirando a su hijo y, tranquilamente, le contó con su acento holandés la historia que había mantenido en secreto durante casi sesenta años. Le contó que ella había sido una enfermera holandesa a la que había visto por última vez en Ginkel Heath el 20 de septiembre de 1944. Más tarde la habían dado por muerta en la batalla de Arnhem, junto al resto de los miembros de la brigada en que prestaba servicio. Siguió creyéndolo así hasta que, treinta y cinco años después, ella reapareció como viuda reciente de un acaudalado cirujano belga y trabajando en un orfanato de Sulawesi.

Mientras Henrick hablaba, Toby miraba hacia el valles, donde el rosa pálido de las columnas de la Quenn ’s House resplandecía como el interior de una concha. Poco a poco iba comprendiendo que, durante la mayor parte de su matrimonio, su padre había estado cumpliendo condena.

Un mes después de su conversación, Henrick vendió la finca de Surrey, entregó otros dos millones de libras a su hijo y se trasladó a Indonesia.

Con su padre en el extranjero y el dinero reciente, Toby se hundió más y más y sólo acudía a las oficinas de Sevenoaks en contadas ocasiones. Tan sólo se ponía el traje para asistir a las reuniones del comité del St. Dunstan.

El resto del tiempo ni siquiera se afeitaba. Lo pasaba como si estuviera en vacaciones perpetuas, vistiendo chaquetas de lino, carísimas camisas y mocasines de piel. El opio, y más tarde la cocaína y la heroína, estaban haciendo su labor. Enmascaraban sus peores impulsos, le sedaban y tranquilizaban, no dejando rastro de deterioro físico. Tenía mucho cuidado en no almacenar gran cantidad en Croom’s Hill, utilizando el solitario apartamento de Lewisham como piso franco. Ninguno de sus contactos sabía la dirección y siempre podía acudir a ese lugar e ir aumentando sus reservas.

Durante más de una década mantuvo un precario control sobre su vida.

Pero a final de los noventa las fiestas adoptaron un matiz distinto, un nuevo desenfreno. Ahora, junto a los vasos helados con Cristal o Stolichnaya servía cocaína en boles japoneses miso decorados con ramas de sauce. Chicas que había conocido en los clubes de Mayfair deambulaban fumando cigarrillos St. Moritz y tirando del dobladillo de sus minifaldas. También compraba más cerca de su casa utilizando una discreta red de contactos que le llevaba hasta los proveedores. Algunos de sus viejos conocidos intentaron verle acudiendo a sus fiestas, pero pronto fueron superados por el nuevo tipo de invitados: las chicas y sus acompañantes.

– Esto es una locura, ¿verdad? -le dijo una de las chicas a Harteveld, que se había refugiado en el sillón de nogal de la biblioteca después de inyectarse un chute de heroína.

– ¿Perdón? -dijo levantando la vista con aire confundido. No te he entendido, perdona.

– He dicho que todo esto es una locura.

Era una chica de unos veinte años, alta y delgada, con una larga melena color castaño y cimbreante cintura. Era la primera vez que la veía. Parecía extrañamente fuera de lugar con su ligero maquillaje, su vestido de lana gris con botones y sus zapatos bajos.

¿Es de verdad una de las chicas?, se preguntó, y contestó:

– Sí. Imagino que debe de serlo, supongo.

– Nunca he visto nada igual. Aparentemente ese tipo proporciona chutes a todo el mundo. Solamente tienes que ir al cuarto de baño y ahí está… repartiéndolos como si fueran caramelos. Incluso te pincha él mismo si te da miedo hacerlo.

Incrédulo. Harteveld la miró con ceño.

– ¿Sabes quién soy?

– No. ¿Debería conocerte?

– Soy Toby Harteveld, y ésta es mi casa.

– ¡Ah! -sonrió sin pestañear. Así que tú eres Toby Harteveld.

Encantada, Toby. Por fin te conozco. Tienes una casa maravillosa. Y ese Patrick Heron que tienes en el descansillo… ¿es un original?

– Por supuesto.

– Es exquisito.

– Gracias. Dime… -Se levantó del sillón haciendo un esfuerzo y extendió una mano temblorosa. En cuanto a la heroína, supongo que no rechazarás una invitación, ¿verdad?

– No, gracias -repuso ella con una sonrisa. Con las drogas soy un auténtico desastre. O vomito o hago algo igual de lastimoso.

– Pues… ¿un schnapps tal vez? Vamos al invernadero. Allí tengo… déjame pensar… un Frida Khalo. Creo que puede interesarte.

– ¿Un Frida Khalo? ¿Me tomas el pelo? ¡Claro que me interesa!

El invernadero, en la parte de atrás de la casa, estaba helado. De la casa llegaban haces de luz color mango que iluminaban las macetas con arbolitos arrojando sombras aterciopeladas sobre el suelo de piedra. El bullicio de los invitados se oía amortiguado y se olía a fertilizante y a tierra fría y húmeda. Mientras sus pensamientos vagaban, Harteveld se rascaba los brazos. ¿Qué estaban haciendo en ese lugar? ¿Qué pretendía de ella?

El vivido azul de sus venas. Toby, evocador y gélido. Su pelo empapado dejando su frente descubierta.

La joven se dio la vuelta para mirarle.

– ¿Y bien?

– ¿Qué?

– ¿Dónde está el cuadro?

– El cuadro… -repitió.

– Sí, el Khalo.

– ¡Oh, sí, claro! -Harteveld se rascó el estómago mirando su suave rostro. No; creo que me confundí. No está en el invernadero, lo tengo en el estudio.

– ¡Por el amor de Dios! -Ella se volvió pero él la cogió por el brazo.

– Escucha, hay algo que necesito que hagas. Normalmente… -le estallaba la cabeza, normalmente doy doscientas libras, pero a ti te daré trescientas.

Le miró incrédula.

– Oye, de qué vas, tío. He venido con mi compañera de piso. Eso es todo.

– ¡Vamos! -dijo él, repentinamente alarmado ante su negativa. Digamos… cuatrocientas. No soy un tipo difícil… todo lo que tienes que hacer es quedarte inmóvil, sólo eso. No voy…

– He dicho que no me interesa.

– No tardo mucho -repuso él, y apretó con más fuerza su brazo. Si te quedas inmóvil termino en unos minutos. Anda, vamos…

– Que no. -Sacudió el brazo para liberarlo. Deja que me vaya o gritaré.

– Por favor…

– ¡No! -gritó ella.

Harteveld, sorprendido, soltó su brazo y se echó hacia atrás. Pero, fuera de sus casillas, la joven no estaba dispuesta a olvidar lo ocurrido. Se abalanzó furiosa sobre él.

– No me importa… -arremetió contra él hincándole las uñas bajo la barbilla hasta hacerle sangrar -quién diablos seas…

– ¡Mierda! -exclamó él llevándose las manos al cuello, atónito. ¿Te has vuelto loca?

– Así aprenderás a aceptar un no como respuesta. -Giró sobre los talones. Lo tienes bien merecido.

– ¡Tú! la llamó él agarrándose al cuello. Escucha, pequeña puta, lárgate de esta casa ahora mismo. Pero ella ya se alejaba, orgullosa y satisfecha de sí misma. Vienes aquí y aceptas mi hospitalidad, mi vino, mis drogas… y me haces esto, pequeña zorra. ¡Fuera! ¡Sal de esta casa!

Pero ya se había ido y supo, mientras miraba las manchitas oscuras que perlaban sus manos, que estaba perdiendo el control, que los problemas estaban a punto de aparecer.

No volvió a la fiesta. Al día siguiente, la asistenta le encontró acurrucado en el sofá hasta el que se había arrastrado a primeras horas del amanecer, con la cabeza entre las manos, la cara anegada en lágrimas y el cuello de la camisa manchado de sangre. Ella no dijo nada. Abrió las ventanas de par en par y vació los ceniceros.

Más tarde le llevó café, fruta y un vaso de Perrier. Puso la bandeja sobre la mesa de mármol de Carrara mirándole con compasión. Harteveld se enderezó y respiró el vivificante aire frío que entraba por las ventanas con una promesa de invierno, lluvia y nieve. Y algo más. Algo perverso se estaba acercando. Lo presentía.

Cuatro de diciembre, su treinta y siete cumpleaños. Y sucedió. Justo antes de las tres de la madrugada, cuando la fiesta ya estaba terminando, vio a la chica debajo del piano. Tenía los ojos en blanco, y con los brazos se cogía los hombros. De vez en cuando emitía un gemido y se movía como un orondo capullo de seda. Estaba rellenita y llevaba un vestido azul muy juvenil. Un tatuaje parecía querer escaparse de su brazo y su boca rezumaba una sustancia blancuzca.

Divertido, se acodó en el piano y se agachó para mirarla.

– Hola, ¿cómo te llamas?

Ella movió los ojos tratando de enfocarlos hacia el sonido. Antes de pronunciar palabra alguna, cerró y abrió dos veces la boca.

– Sharon… Dawn… McCabe.

– ¿Sabes que tienes un buen colocón?

Ella hipó y, con los ojos cerrados, asintió con la cabeza.

– Lo sé.

Se llevó a la pobre y gordita Sharon a su habitación, la desnudó en la oscuridad y la metió en la cama. La folló rápida y silenciosamente agarrando desde atrás sus fríos pechos. Ella se mantuvo inmóvil, sin emitir siquiera un gemido. Abajo la fiesta había terminado y el servicio estaba recogiendo los vasos. Por la ventana veía nevar en medio de la oscuridad.

A su lado, Sharon Dawn McCabe empezó a roncar. Antes de dormirse, él la folló de nuevo pensando que estaba tan borracha que no se enteraba de nada.

Soñó que regresaba a aquella tarde de invierno en el laboratorio de anatomía, cuando, agazapado tras un mueble, observaba con horrorizada excitación cómo el guarda de seguridad se masturbaba con la mano del cadáver para que aumentara su esmirriada erección, inclinándose sobre la mesa de disección, con una expresión de intensa concentración, se disponía a penetrar a la muerta.

Harteveld soltó un débil gemido.

El guarda de seguridad se detuvo, y miró en todas direcciones. No era un hombre muy alto, pero a Harteveld, agazapado en el suelo, le parecía un gigante. Su mirada era fría y húmeda.

Habría podido intentar largarse de allí, pero estaba paralizado por el miedo. Y en ese mismo instante el guarda de seguridad, con la frente perlada de sudor, comprendió que el enclenque estudiante de medicina allí agazapado, había estado esperando en la oscuridad para hacer exactamente lo mismo que él estaba haciendo.

Por un instante todo quedó en suspenso. Luego, el guarda sonrió…

Ahora, años después, Harteveld despertó en la casa de Greenwich aullando de terror, con la imagen de aquella sonrisa taladrándole la mente. La habitación todavía estaba a oscuras. Un rayo de luz se filtraba por las cortinas. Estaba acostado y sudaba copiosamente, con la mirada fija en el techo, oyendo cómo se calmaban los latidos de su corazón, esperando que su mente se sosegase.

«Te comprendo -le había dicho esa sonrisa. Soy como tú, los pervertidos humanos y los enfermos, por más alejados que se hallen, al final se encuentran».

Harteveld se mesó el pelo y gimió. Se dio la vuelta, vio lo que yacía a su lado sobre la almohada y tuvo que taparse la boca para contener un grito.