172899.fb2 El latido del p?jaro - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 23

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CAPÍTULO 22

Sharon Dawn McCabe estaba boca arriba y con los ojos abiertos a sólo unos centímetros de él. Un hilo sanguinolento le salía por la nariz y la boca dejando un rastro por su barbilla y cuello.

– ¡Dios! -suspiró sobrecogido Harteveld. ¡Por el amor de Dios! ¿Qué has hecho?

Le cogió la mano para tomarle el pulso.

En la mesilla de noche, el reloj marcaba las 4.46.

Con el corazón desbocado, se precipitó hacia el cuarto de baño, llenó el lavabo con agua y metió la cabeza dentro.

Contó hasta veinte.

Días, semanas, años, conteniendo sus ansias y ahora esto. Esta burla del destino yaciendo inerte en su cama. Exactamente lo que había esperado durante todos esos años, lo único que no podía obtener pagara lo que pagase.

Se incorporó chorreando agua, boqueando.

Su cara le observaba desde el espejo. La luz le hacía aparecer demacrado, poniendo de relieve sus treinta y siete años. Como si le hubieran chupado desde dentro, como si la tensión le hubiera exprimido. Se pellizcó las mejillas, esperando recobrar la sensatez. Pero sólo consiguió aquella sorda y familiar sensación en la boca del estómago.

– Ayudadme, ayudadme, por favor…

Su voz sonó profunda, apenas como un suspiro. Nada podía ayudarle. Lo sabía. Se secó la cara y regresó al dormitorio.

La luz del amanecer había invadido la habitación. Ella seguía con los ojos fijos en el techo, la boca abierta, las sábanas tapándola púdicamente hasta el cuello como si hubiese querido morir de forma pulcra.

Con paso vacilante, Harteveld cruzó la habitación y abrió la ventana. La brisa era fría y suave, salpicada con nieve. El cedro del Líbano parecía quebrarse contra el cielo.

Tembloroso, se acercó a la cama y, despacio, bajó la sábana descubriendo su torso. Le puso los brazos a lo largo del cuerpo. El rastro de baba sanguinolenta sobre su barbilla refulgía bajo la luz mortecina. Edema pulmonar. Fue al cuarto de baño por una toalla húmeda y se la pasó con suavidad. Luego la lavó entre las piernas y cambió las sábanas. Todavía no había rigor mortis y podía moverla con facilidad. Un inerte amasijo de blandos círculos blancos bajo la luz azulada: redondos pechos, redondo vientre, rodillas gordezuelas, ovalados muslos, líneas deslizándose suavemente hasta encontrarse en la oscura hendidura del pubis.

La cara interior del brazo derecho estaba cubierta de marcas. Se dijo que seguramente se había chutado un poco de la excelente heroína con que él obsequiaba a sus invitados. Debía de estar acostumbrada al caballo de Gorbal Street y su organismo no había resistido la pureza de su heroína. Abatida por la pureza. Harteveld sonrió ante la ironía de lo ocurrido.

Se puso en cuclillas para juntar los pequeños y pálidos pies. La piel, fruncida sobre los tendones del empeine, parecía la de un pescado en salazón. Sus ciegos ojos brillaban bajo la luz púrpura. Cautelosamente dejó que sus dedos ascendieran por los tobillos, notando el vello recién afeitado; la frialdad de la piel le aceleraba el corazón. Era suave. Suave y fría… y estaba inmóvil, indefensa…

La casa estaba silenciosa cuando finalmente él se tumbó encima del cadáver.

Más tarde, asqueado de sí mismo, se bebió una botella de pastis. Lo vomitó casi todo y se sintió furioso al comprobar que seguía vivo. El ya usado y ceniciento cadáver seguía a su lado.

Cerró con llave la puerta de caoba y regresó a la cama, donde se quedó todo el día junto al cadáver, con los brazos rígidos, mirando fijamente por la ventana. La asistenta llamó a la puerta varias veces, pero desistió al no obtener respuesta. Poco después empezaron a oírse los ruidos cotidianos: el aspirador por el pasillo, el tintineo de la vajilla al ser colocada en su sitio.

Harteveld seguía con los ojos fijos en la ventana.

Se sentía extrañamente sereno. Había cruzado el puente, transpuesto la barrera y ya no había vuelta atrás. Sabía que el mundo había terminado para él.

Se dio la vuelta y acarició con suavidad los rígidos pezones.

Cuando la asistenta regresó al otro día, Harteveld la recibió en la puerta principal con un sobre blanco conteniendo doscientas cincuenta libras y una nota rescindiendo sus servicios. Había decidido prescindir de ella. Sabía exactamente lo que iba a ocurrir durante las semanas siguientes. No podía permitirse testigos.

No le fue difícil empezar a matar, la mecánica de la muerte resultaba sencilla para alguien con su formación. Durante los seis meses siguientes aparecieron otras víctimas. Más o menos una cada cinco semanas. Harteveld sentía que se estaba muriendo, que se consumía por dentro. Sólo se tranquilizaba durante las horas que pasaba con mujeres.

A finales de mayo era responsable de cinco cadáveres.

Peace Nbidi Jackson, de veinte años de edad y la segunda adorable hija de Clover Jackson, había aparecido por la casa el miércoles por la noche, precisamente cuando el comisario jefe de Eltham estaba haciendo una declaración a la prensa, por lo que, cuando sonó el timbre de la puerta, Harteveld todavía ignoraba el descubrimiento de la policía, esos grotescos cinco cadáveres roídos por los gusanos que habían aparecido en un descampado al este de Greenwich.

Dejó su vaso en la repisa de la chimenea, rozó ligeramente con los dedos el rostro barnizado de Lucilla y se dirigió a la puerta.

– Hola -dijo Peace cuando él abrió.

– ¡Qué sorpresa! -respondió Harteveld. ¡Me alegro que hayas venido! -La miró largamente, sabiendo que sería la última persona en el mundo que vería a esa muchacha con vida.

– ¿Puedo pasar o qué?

– Sí, claro. Perdona.

Se apartó y dejó que la chica entrara abriendo con asombro los ojos. La casa era tan grande como una catedral. Si notó algún olor extraño, no pareció que le molestara.

– Adelante, te prepararé una copa.

Lo siguió hasta el salón. Él encendió la luz y abrió el mueble bar.

– ¿Te apetece algo fuerte o prefieres vino?

Peace se sentó muy tiesa y educada, apoyándose en los cojines de seda.

– ¿Tienes Bailey’s?

– Por supuesto.

Harteveld lo buscó en el fondo del mueble. Debería haberlo imaginado. Las chicas siempre quieren algo dulce. Sirvió el Bailey’s en una elegante copa de cristal.

– Supongo que tendrás algún nombre. -Alzó la copa hacia la luz con sus largos dedos. ¿O no?

– Peace.

– Muy bonito -dijo él sin sonreír.

Ella le miró de reojo.

– ¿Por qué no puedo hablar con nadie sobre todo esto?

Harteveld puso la copa de licor sobre la mesa y se dispuso a servirse un pastis.

– Peace, disfruto de una posición en la que me preocupa menos el dinero que la discreción. Mira. -Abrió su billetera de piel y sacó diez billetes de veinte libras, doblándolos hábilmente mientras de los tendía. Mantengo mi parte del trato y, créeme, me enteraré si has mantenido la tuya.

Peace miraba alrededor con admiración: el piano de cola, el retrato de Lucilla y Henrick sobre la chimenea, las licoreras de cristal, y se sentía satisfecha. Cogió su Bailey’s y se recostó contra los cojines.

– No se lo he dicho a nadie.

– Bien. Y ahora… -Se sentó en el reposabrazos del sofá. Si miras la mesilla verás una cajita de marfil. ¿La ves?

La caja descansaba sobre la mesilla de laca china junto a una exquisita talla Ju. Peace se inclinó para verla.

– Sí.

– Ábrela.

Ella lo hizo. Una cucharilla de plata reposaba sobre un lecho de polvo blanco.

– La mejor. La más pura. Pero tal vez… -hizo una pausa para tomar un sorbo de su copa -tal vez prefieras un poco de heroína.

– ¿Heroína?

– Sí.

– Si es buena, por supuesto que sí -dijo levantando la mirada con una deslumbrante sonrisa.

– De la mejor.

Harteveld se levantó y su camisa despidió cierto brillo luminiscente ante la oscura ventana.

– Acompáñame -dijo tendiéndole la mano, vamos a buscarla.

Peace se preguntaba qué había tras aquella puerta de caoba.

– Huele mal -dijo, ¿n limpias nunca aquí arriba?

– No te preocupes por eso. -Harteveld la apartó de la puerta conduciéndola hacia el vestíbulo.

– ¿Qué hay ahí dentro? ¿Es el resto de la casa?

– Luego te lo enseñaré -le prometió con un apretón en el hombro, no te preocupes.

Ya en la cocina calentó una dosis de caballo en un pequeño recipiente. Peace sonreía mientras observaba cómo se formaban las burbujas en el centro sin que se mancharan los bordes.

– Buen material -dijo.

– Puro. Yo mismo te lo inyectaré, no te haré ningún daño.

– ¿De veras?

– Soy médico.

– Pero no en el brazo, ¿vale? Mi madre me los mira.

– De acuerdo.

La sentó en una silla y ató un paño de cocina debajo de su pantorrilla y, cuando se hinchó una vena azul entre la suave piel color café y el hueso del tobillo, clavó la aguja y vació la jeringuilla.

– ¡Ay! -gimió débilmente ella, agarrándose el tobillo con las manos. Eres un carnicero -añadió sonriendo mientras la recorría una sensación de placer y se dejaba caer en el sillón de cuero rojo. Seguro que no eres médico, sólo un carnicero. -Echó la cabeza hacia atrás. La oscura ventana se reflejaba en sus ojos desmesuradamente abiertos. ¡Dios mío! ¡Es buenísima!

Harteveld cogió su pastis y se quedó observándola. Pensaba en lo que podía hacer con ella esa noche, en lo que podía hacer por él, y sintió un estremecimiento en el vientre. Podía ayudarle a olvidar de una forma que ni la heroína conseguía hacerlo. Una dulce forma de amnesia.

– Si quieres, puedes probar algo todavía mejor. -Tomó un sorbo de su copa. ¿Quieres intentarlo?

– Sí, claro. -Sonrió perezosamente y se levantó del sillón con la cabeza agachada. Antes creo que voy a vomitar, si puedo hacerlo.

– Ahí está el fregadero.

– Vale. -Siguió sonriendo mientras se apartaba el pelo de los ojos y vomitaba sobre platos y vasos. ¡Qué asco! -Le miró y se secó la nariz. Odio esto, ¿tú también?

– ¿Quieres probarlo ahora?

– ¡Sí! -Cerró el grifo. Cabeceaba suavemente. ¡Sí quiero! ¡Sí quiero! -Ser reía al oír el tono cantarín de su propia voz. Peace lo quiere, dáselo a Peace.

Mientras él llenaba una segunda jeringuilla, Peace se dejó caer en el sillón y reclinó la cabeza con los ojos fijos en el techo y moviendo con fuerza un pie.

– Dáselo a Peace.

Sacudía los hombros y boqueaba, se revolvía en el sillón como al compás de una melodía, dejando caer pesadamente los brazos, riéndose como si aquello fuera lo más divertido del mundo.

Harteveld la observaba mientras preparaba la nueva dosis. Incluso en su nerviosa excitación conservaba suficiente sangre fría para tomarse su tiempo y disfrutar del momento.

En los últimos minutos, el aliento de la muerte realza la vida: solo una vez aquella chica había sido tan hermosa, así, desmadejada, tarareando bajito, tan sólo una vez: el día de su nacimiento. Ahora, iluminada por la suave luz de la cocina, recuperaba aquella misma esencia reflejada en ámbar.

– Recógete el pelo, Peace -dijo lentamente para que su voz no temblara. Levántatelo y deja que me ponga aquí detrás. No sentirás nada.

Ella obedeció con los ojos vidriosos mirando hacia la ventana para ver su propio reflejo.

– ¿Qué es?

– Sólo heroína. Pero si te la metes de esta forma, volarás como nunca lo has hecho.

Una gota de sudor cayó de la frente de Harteveld sobre el sillón de cuero, pero no tembló. Una vez, una sola vez, le había salido mal. La chica no quería y había tenido que maniatarla de pies y manos y amordazarla con una toalla. Se había revuelto como un animal, pero era menuda y Harteveld había conseguido aprisionarla contra el suelo, ignorando la caliente orina que le salpicaba las pantorrillas, y clavarle la aguja entre las vértebras cervicales…

Peace cabeceó una sola vez. Fue su último movimiento.

Harteveld se apoyó contra la pared y empezó a temblar.

Dos noches después, Harteveld estaba sentado en la oscuridad con Peace envuelta en plástico transparente a sus pies. Ya había estado con él lo suficiente. Había llegado el momento de decirle adiós y de hacer lo que debía.

Buscó las llaves del Cobra y abrió la puerta del invernadero.