172899.fb2 El latido del p?jaro - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 25

El latido del p?jaro - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 25

CAPÍTULO 24

La señora Frobisher, con el sombrero y los guantes puestos, se sacó el abrigo y lo colgó en el perchero del despacho del detective inspector Basset de la comisaría de Greenwich.

– ¿Una taza de té, señora de Greenwich?

– Me encantaría -respondió sonriendo.

Basset se quedó mirándola discretamente mientras levantaba las persianas y encendía la tetera. Cierta inquietud le revolvía es estómago. La señora Frobisher era bien conocida por el personal de la comisaría de Greenwich: durante los últimos seis meses se había transformado en una visitante habitual denunciando desde las peleas que tenían lugar en el bloque de viviendas de protección oficial que tenía enfrente de su casa o el ruido y la suciedad que provocaban las obras del municipio, hasta el comportamiento escandaloso del inquilino del piso de abajo. Se había negado a que la remitieran al departamento de medio ambiental y era considerada como parte de las obligaciones a que estaba sometido el equipo que estuviera de servicio los lunes por la mañana.

Así fue hasta ese lunes a las diez de la mañana, cuando, como de costumbre, entró vistiendo su mejor abrigo y sombrero en un caluroso día de verano, para presentar una denuncia que provocó que el sargento de guardia cogiera precipitadamente el teléfono. El inspector Basset, que había sido uno de los primeros agentes del CID en acudir al desguace el fin de semana anterior, canceló la cita que tenía esa mañana con el funcionario responsable de las relaciones del municipio con el departamento de policía e hizo pasar a la señora Frobisher a su oficina.

Se sentó, como un gorrión, en el borde de la silla, mirando por la ventana cómo el sol iluminaba un anuncio de productos lácteos Mullins.

– Es muy bonito, ¿verdad? -suspiró.

– Claro -respondió Basset. A mí también me lo parece. Veamos -sacó las bolsas de té con una cuchara y las tiró a la papelera, señora Frobisher, el sargento me ha dicho que ha tenido algunas molestias. ¿Quiere que hablemos de ello?

– ¡Oh!, eso… Hace meses que me ocurre y nadie parece haberse dado cuenta. Se sacó los guantes, los guardó en el bolso de piel sintética y cerró la cremallera. Se dejó puesto el sombrero. Me he presentado aquí cada semana y hasta hoy nadie me ha hecho caso. No querían escucharme. Puedo ser vieja pero no soy estúpida, y sé muy bien que comentaban «esa vieja loca». Les he oído decirlo más de una vez.

– Vaya, vaya. -Le tendió una taza. Lo siento, señora Frobisher. Lo siento sinceramente. Supongo que se ha debido a que algunos de nuestros muchachos han tenido que hacer horas extra y se sienten…

– ¡Fueron los zorros! En esa época del año se dedican a mantener sus pequeños romances o lo que sea, y ¡menudo ruido arman!

Parecen mujeres gritando. Sabe, en estos tiempos y a mi edad, tengo que ser muy precavida. -Cogió la taza de té y la apoyó en las rodillas. Cuando mi George estaba vivo solía tirarles piedras. Él hubiera distinguido la diferencia entre los chillidos de un zorro y los de una mujer. -Se inclinó hacia adelante, feliz de saberse escuchada. Nací en Lewisham, detective, y hace ya cincuenta años que vivo en Brazil Street. A pesar de todo lo que ocurre, le tengo un cariño muy especial a este barrio. He visto cómo caían las bombas alemanas, cómo el ayuntamiento seguía destrozándolo, cómo llegaban los extranjeros y, ahora, los promotores. Han derribado todo lo que me importaba para construir de nuevo. Hiper por aquí, hiper por allá, remodelación de espacios comerciales y no sé cuántas cosas más.

– Señora Frobisher. -Basset dejó su taza de té al lado de su bloc de notas y se sentó al otro lado de la mesa. En la declaración que ha hecho al sargento, usted hablaba sobre uno de sus vecinos, ¿estoy en lo cierto?

– ¡Ése! -Echó la cabeza hacia atrás y apretó los labios. Sí. ¡Como si ya no tuviera bastantes problemas!

– Hábleme de él. ¿Es el dueño de la planta baja?

– Sí, pero eso no significa que se ocupe de ella. Nunca está en casa.

– ¿Hace mucho tiempo que la compró?

– Años. Desde que mi George murió. Tan pronto lo tuve bajo tierra, mi hijo decidió que la antigua casa era demasiado grande para mí e hizo tapar la escalera, abrir una puerta a un lado y construir una especie de horrible garaje a la americana. Luego le vendieron el piso a ese hombre y desde entonces yo y mi gato vivimos encerrados como un par de leprosos en nuestra propia casa. Y se ha quedado con el jardín. No es que se ocupe de él, ¡oh no! -Suspiró y sacudió la cabeza. No, no. Además no podría hacerlo porque nunca está. A este paso en julio ya estará lleno de hierbajos. Pero si lo cuidara daría igual. ¿A quién podría gustarle sentarse allí afuera con todo el ruido, el polvo y los martillazos que se oyen continuamente?

Y si no fuera por eso sería por el griterío y las voces que llegan desde la calle. No puede hacerse nada, detective, nada en absoluto.

– Entiendo -asintió Basset. Estoy convencido de que no puede evitarlo. Ahora, si le parece, nos centraremos en lo que le estaba contando al sargento acerca de su vecino.

– Le estaba diciendo al sargento que me parece que ha vuelto a dejar desenchufado su dichoso congelador. ¡Cómo apesta! No puede ni imaginarse cómo apesta, detective. Sea lo que sea, no es nada saludable. Por lo que sé, al principio, cuando ocupó la casa la cuidaba razonablemente bien. Pero ahora se va durante días enteros y no se ocupa de nada. Y ésta… -dijo golpeando el escritorio con un dedo artrítico para enfatizar sus palabras -ésta es la clase de cosas que suelen suceder. Cualquiera hubiera esperado que, tratándose de un hombre con estudios, mostrara algo más de respeto. -Puso su taza en la mesa de Basset para quitarse el sombrero, como si ya se sintiera a sus anchas. Siento lástima por sus pacientes.

– ¿Es médico?

– Tal vez no sea médico, pero tiene algo que ver con la profesión médica, al menos eso me contó mi hijo.

En cualquier caso debe de ser importante. Tiene un precioso coche y dos propiedades. Lo que no impide, visto el estado de abandono de su casa, que sea un tipo muy raro.

– Creía que había algo que la molestaba especialmente -insistió Basset. ¿De qué se trataba, señora Frobisher? ¿No le comentó al sargento algo relacionado con… con animales? -Se interrumpió para observarla. Ella parpadeó perpleja. Por un instante él se preguntó si el policía la habría entendido mal. ¿No mencionó a unos animales? ¿Algo sobre que eran maltratados?

– ¡Oh, se refiere a eso! Sí, eso también. No los cuida de la forma adecuada. Encontré a dos en la basura. Parecían haber muerto de hambre. -Tomó un sorbo de té y suspiró. Un té delicioso, debo admitirlo, se diga lo que se diga sobre las bolsas de té.

– Señora Frobisher -Basset respiró profundamente para conservar la calma, ¿se refiere a pájaros? ¿Los animales que encontró en la basura eran pájaros?

– Eso he dicho. -Le miró como si estuviera hablando con un retrasado. Pájaros.

– ¿Qué clase de pájaros? ¿Grandes? ¿Palomas? ¿Cuervos?

– ¡Oh, no!, nada de eso. Eran pequeños. -Separó unos centímetros sus artríticos dedos. Pequeñitos, de esos que pueden tenerse en una jaula si no hay un gato por los alrededores. Con plumas rojizas.

– ¿Tal vez pinzones?

Reflexionó mirándole fijamente.

– Precisamente, pinzones, eso es. Apostaría cualquier cosa.

– Bien -Basset se enjugó la frente, muy bien. -Se inclinó y puso las manos sobre la mesa. Me pregunto si le parecería bien contarle todo esto a uno de mis colegas.

– ¿Hará algo al respecto?

– Con seguridad estará muy interesado.

La señora Frobisher se reclinó en la silla, complacida ante la atención que se le prestaba.

– Me sentiré más tranquila. -Cruzó las manos sobre el regazo. ¿Vendrá a hablar conmigo?

– Voy a llamarle ahora mismo.

Basset marcó el número de la centralita de Croydon para que le pusieran con Shrivemoor. Mientras esperaba, observó a la señora Frobisher bebiendo su té.

Essex se estremeció cuando vio los ciegos ojos de la muñeca fijos en él.

– No cierres las ventanas o esta cosa cobrará vida. ¿No has visto nunca al doctor Who?

Caffery apoyó la cabeza entre las manos. Se sentía profundamente cansado.

– Géminis mintió.

– Sí, no es buena cosa. -Miró alrededor. ¿Dónde quieres que deje las fotos?

– Con una sola palabra le hubiera dado la vuelta a la tortilla. Con un simple «sí». Sí, conocía a Shellene. Sí, estuvo en mi coche. Sí, le pasé droga. Sí, follé con ella o lo que fuera. Sabemos que llevaba a las chicas en coche, sólo tenía que decírnoslo. -Caffery se reclinó en su asiento y abrió las manos. Todo lo que tenemos es el grupo sanguíneo de esa muestra. Con la suerte que tenemos, seguro que coincide. ¿Tenemos ya la orden para registrar el piso?

– Diamond acaba de salir a buscarla. Luego le arrestarán para interrogarle.

– ¡Dios! -Caffery golpeó el escritorio con impaciencia. Creo saber el origen de las heridas en la cabeza. -Sacó las fotos del sobre y las extendió sobre la mesa. ¿Ves esos cortes tan limpios? Krishnamurti todavía no tiene la seguridad de que fuera un arma blanca.

– Pero ¿tú si sabes cómo fueron hechos?

– Sí.

– ¿Y bien?

– Los agujeros son puntadas.

– ¿Puntadas? -Cogió la foto de Shellene y la acercó a la ventana, entrecerrando los ojos para examinarla. Vale, te sigo. Pero ¿qué es lo que cose?

– ¿Recuerdas lo que dijo la tía de Kayleigh?

– ¿Qué?

– Que Kayleigh había cambiado de estilo de peinado.

– ¿Y?

– Pues Kayleigh no tenía esos pinchazos. Su pelo era casi del mismo color que el de la peluca. El rubio de Shellene era más oscuro. Dorado, no ceniza.

– ¿Y?

– Que no cosió nada en la cabeza de Kayleigh porque no necesitaba hacerlo. Le cortó el pelo del largo que quería. Esa peluca que creíamos que se ponía el asesino, la peluca de tu Vestida para matar, ¿recuerdas?

– Sí, claro que sí. Sigue.

– No era él quien la llevaba. Eran las chicas. Se la cosía para evitar que se cayera mientras abusaba de los cuerpos. Luego, cuando se la sacaba, la piel se rasgaba entre las puntadas. Ese cabrón intenta que todas las chicas parezcan iguales. -Caffery metió las fotografías en el sobre. Ésa es la razón del maquillaje y de los pechos mutilados. Está haciendo clones. Posiblemente las mantenga durante días en su cama. -Se levantó y se puso la chaqueta. Si averiguamos a quién quiere que se parezcan sus víctimas, habremos recorrido la mitad del camino. -Sacó las llaves. ¿Vamos?

– ¿Adónde?

– Al St. Dunstan.

La oficina de investigación estaba en plena actividad. Detectives con camisas de manga corta, como augurando la inminente llegada del verano, se paseaban llevando legajos de un lado a otro. Las cortinas estaban echadas y la luz encendida. Kryotos se había descalzado debajo de la mesa y estaba comiendo un trozo de pastel mientras preparaba todo para las entrevistas que Jack iba a mantener en el hospital St. Dunstan. Debería abrir hasta ciento ochenta carpetas más, sólo para comprobar los datos obtenidos.

– Oh, Jack -murmuró, ¿en qué estarás pensando?

La impresión que Jack causaba en las mujeres no pasaba desapercibida para la atenta mirada de la maternal Kryotos.

Se daba cuenta de que, cuando Jack entraba en la habitación, las chicas, detrás de las pantallas de sus ordenadores, se atusaban el pelo, cruzaban y descruzaban las piernas deslizando distraídamente las manos hasta las pantorrillas y para acariciarse los zapatos. Kryotos no albergaba ninguna duda sobre lo que les gustaría hacer con él cuando remoloneaba indiferente por allí recién afeitado. Pero Caffery parecía no darse cuenta de nada, como si siempre estuviera absorto en cosas más importantes. Kryotos sentía curiosidad por conocer a Verónica, aquella valiente chica que seguía adelante con la fiesta que tenía prevista para esa misma semana, a pesar de estar recibiendo sesiones de quimioterapia.

Cuando después de cinco tonos nadie respondió al teléfono en el despacho del SIO, la llamada del inspector Basset fue automáticamente transferida a la oficina de investigación, a la mesa contigua a la de Kryotos. El inspector Diamond, que estaba poniéndose la chaqueta para ir en busca de la orden para detener a Géminis, se paró un momento y contestó.

– Oficina de investigación -respondió. El inspector Caffery no está. ¿Quién pregunta por él?

Kryotos levantó la mirada y vocalizó en silencio: «Está en su despacho».

– Está ocupado, ¿puedo hacer algo? -dijo, rascando una pegatina del teléfono. Si tiene una pista sobre este asunto, tómele declaración y envíela por mensajería interna, si nos parece interesante la tendremos en cuenta… De acuerdo, como quiera. -Sacó un bolígrafo y se dispuso a escribir. ¿Qué es eso que tiene para mí?

Garabateó unas notas, miró el pastel de crema de Kryotos y sujetó el teléfono con la barbilla, miró de nuevo el pastel y se rascó el tobillo justo encima de sus calcetines. Más calcetines temáticos, se dijo Kryotos. Esta vez de Wallace y Gromit. Esta vez se había superado. Se volvió hacia el ordenador.

– Escuche, Basset, deje que le diga algo. Gracias. Y ahora, dígame, ¿estamos hablando de un individuo varón de raza blanca? ¿Sí?, bien. ¿Y dice que esa mujer los visita con asiduidad? -Sonrió mientras escuchaba la respuesta. Ya veo. No, no, comprobamos cualquier chivatazo que nos den. Gracias por la información. La haré circular entre el equipo. ¿De acuerdo?

Al colgar el teléfono arrancó la página del bloc, se levantó, se desperezó y se rascó la barriga.

– ¡Dios mío! -bostezó. Apenas la gente se entera de algo te mete en un montón de mierda. -Se lamió los labios. ¿Dónde está tu archivo secreto, muñeca?

Kryotos levantó la mirada.

– ¿Perdón?

– ¿Dónde está la basura?

Con su pie descalzo ella sacó de debajo de la mesa una bolsa de papel con el sello «confidencial».

– La trituradora está estropeada. Tendrá que conformarse con esto.

– ¿Sabes que eres una chica muy simpática? -Estrujó la hoja del bloc, retrocedió unos pasos hacia atrás y la encestó en la bolsa. ¡Ni Michael Jordan lo hubiese hecho tan limpiamente!

– ¡Y un cuerno! -murmuró Kryotos para sí misma.

Se quitó una pizca de crema de los dedos, se limpió las manos con un pañuelo de papel y volvió a su trabajo.