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Mientras Diamond, completamente seguro de sí mismo, se autoproclamaba jefe de la misión que detendría a Géminis y conducía victoriosamente hacia Depthford, Caffery y Essex se dirigían hacia el St. Dunstan en Greenwich. Hacía un día claro y luminoso y bajo las ramas de los castaños del parque, mujeres vestidas con trajes primaverales paseaban cochecitos de bebé parándose de vez en cuando para esperar que un niño rezagado las alcanzara. Los coches se alineaban junto a las aceras y tuvieron que aparcar casi medio kilómetro más allá.
– Me pregunto qué estará haciendo en un día como hoy -dijo Essex mirando el cielo mientras aparcaban. ¿Pensando en su siguiente víctima?
– Pensando en una mujer de pelo rubio.
– El clon, ¿será alguien que conoce?
– O alguien a quien cree conocer. Caffery dejó una rendija abierta en las ventanillas, cerró el coche y se puso la chaqueta.
– Así que estamos buscando a alguien que tiene conocimientos de anatomía y está encoñado con una rubia de tetas pequeñas.
– Muy poético.
– ¡Gracias! -Se separaron para dejar pasar a una mujer haciendo jogging con una sudadera Nike blanca. Essex se dio la vuelta para mirarla con su coleta rubia balanceándose. Quizá ya tiene a la siguiente. Miró a Caffery. Quizá se lo está haciendo ahora mismo.
Caffery consideró esta posibilidad mientras se dirigían hacia el hospital. Durante un rato ninguno de los dos pronunció palabra. Fue Essex el que rompió el silencio, cuando de pronto giró sobre los talones y exclamó:
¡Vaya! ¡Fíjate en eso!
Cerca de la entrada del hospital, en una zona donde aparcaban los residentes, centelleando al sol, había un Cobra descapotable. Ruedas radiales, tapicería color crema, volante de nogal.
Essex se acercó con la misma expresión vidriosa que puso al ver a Joni y Rebecca.
– ¡Mamma mía! ¡Qué preciosidad! Perdóname si me corro.
Caffery puso los ojos en blanco y suspiró.
– ¡Por el amor de Dios! Si no puede aguantarse, al menos hágalo de forma discreta. Y rápida, detective sargento Essex. Esta honrada ciudad le necesita.
Wendy, la bibliotecaria, con su habitual conjunto de jersey y rebeca, enrojeció apenas vio entrar a Caffery. Ya había preparado la sala.
– Casi no pude guardársela porque uno de los comités se reúne hoy y al principio pensé que sería en esta sala. Les habrá resultado muy difícil aparcar, ¿verdad?
Las persianas estaban cerradas, y encima de la mesa había un bloc de notas y dos humeantes tazas de té con leche desnatada. Essex, discretamente, las vació en los urinarios y luego fue a la cantina por café y chocolatinas. Luego se fue con su lista en busca de los que tenía que interrogar.
Cuando Cook entró eran las doce y media del mediodía y Caffery ya había interrogado a tres terapeutas y a un oftalmólogo. Llevaba su desgreñado pelo cobrizo recogido en una redecilla y se había sacado el mandil, dejando aparecer una vistosa camiseta sin mangas con una hoja de marihuana estampada en medio del pecho. Llevaba unas grandes gafas oscuras que se quitó tras cerrar la puerta.
A Caffery volvieron a llamarle la atención sus ojos, tan húmedos e irritados.
– Creo que ya nos hemos visto -dijo tendiéndole la mano.
– Thomas Cook. Supongo que se trata de esas chicas -dijo ignorando la mano que Caffery le tendía y cogiendo una silla sin esperar a que le invitaran a sentarse. Desde que le vi por aquí, he estado esperando su visita.
Caffery hizo crujir los dedos.
– ¿Sabe algo sobre eso?
– Ha salido en todos los periódicos y, además, Krishnamurti lo estuvo comentando. Según dicen, parece una versión de Jack el Destripador.
– Hablaba con voz suave, nasal, casi femenina. Ese tipo las raja, ¿no es así?
– ¿Conoce a Krishnamurti?
– Soy técnico. Le asistí en algunas autopsias antes de que alcanzara el estrellato en el Ministerio del Interior.
– ¿Usted es ayudante forense?
– Quería ser medico -dijo inexpresivamente. Este puesto está en lo más bajo del escalafón, pero paga las facturas.
– Señor Cook, esto no es más que un interrogatorio rutinario. Supongo que mi detective ya le habrá dicho que no está obligado a responder a mis preguntas. ¿Debo entender que todo lo que me diga lo hará libremente y sin coacción alguna?
– Para eso he venido.
– Usted reside en… -Caffery se puso las gafas para buscar la dirección en el listado -¿en Lewisham?
– En la parte que pertenece a Greenwich, cerca del Ravensbourne.
– ¿Conoce un pub de Trafalgar Street, el Dog and Bell?
– Yo no bebo.
– ¿No lo conoce?
Cruzó sus pálidas y lampiñas manos sobre el regazo.
– Yo no bebo.
Caffery se sacó las gafas.
– ¿Lo conoce o no lo conoce?
– Sí, lo conozco, pero nunca he entrado.
– Gracias. -Volvió a ponerse las gafas. ¿Reconoce a esta mujer?
Puso la foto de Shellene encima de la mesa.
– ¿Es a ella a quien le aplastó la cara una excavadora?
– Se ha enterado de muchas cosas.
– La gente murmura. -Ladeó la cabeza y echó una ojeada a la fotografía. No, no la conozco.
Caffery deslizó sobre el escritorio las fotos de Petra, Kayleigh y Michelle. Cook puso un dedo sobre el sonriente rostro de Kayleigh y la acercó a él.
– ¿La conoce?
Volvió a poner la fotografía en su sitio y miró a Caffery con sus insulsos ojos.
– No; la recordaría.
– Si nuestra investigación lo requiriera, ¿consideraría usted la posibilidad de entregarnos una muestra de saliva para un análisis de ADN?
– Por supuesto…
Caffery le observó.
– ¿No tendría ningún inconveniente?
– ¿Cree que porque parezco hippie voy por ahí enarbolando la biblia de los derechos civiles? Pues no lo hago: creo en la ciencia.
Soy un científico… o algo parecido.
– ¿Puede decirme qué hizo las noches del dieciséis de abril y del diecinueve de mayo, hace dos semanas?
– No tengo ni idea. Lo preguntaré en cuanto llegue a casa. Seguro que ella lo recordará. Es mi norte, mi sur, mi este y mi oeste. -No cambió de expresión. Mi secretaria social, mi memoria.
Caffery le entregó una tarjeta.
– Llámeme cuando lo recuerde.
– ¿Eso es todo?
– A menos que tenga algo más que decirme.
– Evidentemente no tienen mucho a lo que agarrarse.
– Tenemos ya algunas pruebas de ADN.
– Ya. -Cook se levantó. No era muy alto. Sus miembros eran gordezuelos y sus manos enormes. Ya me pondré en contacto con usted.
Sacó las gafas del bolsillo de su pantalón, se las puso y salió hacia la iluminada biblioteca.
Caffery levantó la nariz y olisqueó el aire. Cook había dejado un ligero olor acre, algo que recordaba una mezcla de leche agria y pachulí.
Pensativamente empezó a tamborilear con el lápiz sobre la mesa. Pasado un rato escribió: «Cook: dice estar casado/vivir con alguien. ¿Le creo?». Se quedó meditando por un momento y luego garrapateó: «No».
Almorzó con Essex espaguetis con funghi y cerveza Spitfire en el Asburnham Arms. Cuando regresaron al hospital para la sesión de la tarde, la biblioteca estaba en silencio. Essex fue a buscar al personal de radiología y Caffery se sentó junto a la ventana para repasar las notas tomadas durante la mañana. Poco a poco advirtió la presencia de una persona con pelo gris y bata blanca con la cabeza inclinada estudiando con intensidad, sentada en un sillón al final de los estantes donde se apilaban las publicaciones. Algo en él le resultaba familiar.
Caffery se acercó.
– Buenas tardes.
El hombre se quitó las gafas de montura metálica y levantó lentamente la mirada.
– Buenas tardes.
– Siento interrumpirle.
– No pasa nada. ¿Puedo ayudarle en algo?
– Sí -Caffery se sentó y apoyó los codos en la mesa. Usted es Cavendish.
– Sí, lo soy.
– ¿Ha dejado el Guy’s?
– No, no. -Cerró el libro y se guardó las gafas en el bolsillo. He venido para realizar una consulta. Depranocitosis. Está teniendo una incidencia inhabitual en el sudeste de Londres.
– Ya fuimos presentados.
Cavendish parecía confundido.
– Disculpe. Si existe una laguna en mi personalidad es mi incapacidad para recordar caras. No suelo reaccionar ante los estímulos visuales, peculiaridad que a lo largo de los años ha resultado especialmente beneficiosa para la señora Cavendish.
Caffery sonrió.
– Nos presentaron hace cuatro meses. Usted atendía a una amiga mía que padece la enfermedad de Hodgkins. Le administró ultrasonidos.
– Sí, es posible. Para comprobar el estado del bazo.
– Le estamos muy agradecidos.
– Gracias. ¿Cómo está ahora?
– No muy bien. Ha tenido una recaída. Ayer por la tarde estuvo con usted en el Guy’s.
Cavendish entrecerró los ojos.
– Creo que me confunde con el doctor Bostall.
– No; estoy hablando de Verónica Marks. La visitó ayer.
– Si usted lo dice… reconozco el nombre pero yo no… -Se interrumpió y movió las piernas debajo de la mesa. Usted comprenderá que me rige el secreto profesional. Aun a riesgo de parecerle grosero, no pienso discutir casos individuales.
– Pero ¿usted la visitó ayer por la tarde?
– Mmm… -Abrió el libro y se puso las gafas. Creo que será mejor que dejemos esta conversación, ¿señor…?
– Caffery. Doctor Cavendish, tengo que preguntarle algo.
– Será mejor que no. Esto es muy embarazoso.
– No está relacionada con ningún caso en particular. Se trata sólo de que siento curiosidad por los nuevos métodos de diagnóstico del Hodgkins.
Cavendish levantó la mirada.
– La curiosidad es sana y debe ser fomentada. Especialmente entre los jóvenes.
– Es acerca del análisis de contraste.
– ¿No relacionado con un caso específico?
– No.
– ¿Galio o linfático?
– El que se introduce por los pies. El que se puede ver.
– El linfagiograma. Indica si el cáncer se ha extendido hasta la parte inferior del cuerpo. Mis pacientes han conseguido convencerme de lo desagradable del procedimiento.
– ¿Ha cambiado recientemente de método de análisis? ¿Utiliza un líquido de contraste distinto, uno que desaparezca con más rapidez?
– No, no. Todavía utilizo aceite de linaza. Tarda varios días, incluso semanas, en desaparecer. -Se pasó un dedo por los labios resecos. Señor Caffery, si está realmente interesado en este tema le aconsejo que lea un artículo aparecido este mes en el British Medical Journal sobre la vinblastina. Muy interesante. A pesar de que el autor es un colega, lo recomiendo dentro de la más estricta imparcialidad.
– Gracias -dijo Caffery tendiéndole la mano. Creo que me ha dicho todo lo que necesitaba saber.