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A las siete de la tarde se levantó un fuerte viento que arrastraba nubes cargadas de lluvia. Los automovilistas bajaron las viseras de sus coches para que no les deslumbrara el sol del atardecer, que brillaba intermitentemente.
Caffery no quería regresar a casa. Verónica le estaría esperando: falsa palidez y falsa debilidad. Temía lo que podría decirle. O hacerle. Tampoco le apetecía volver a la oficina y que las conversaciones fueran apagándose a su alrededor. Todos sabían que, contra todo pronóstico, estaba apoyando a un perdedor, defendiendo a Géminis, incluso a pesar de que en ese momento le estaban llevando a comisaría. Lo que Caffery quería era ver a Rebecca. De pronto se le ocurrió una excusa perfectamente verosímil.
Apenas dejó a Essex en comisaría se puso a llover a cántaros.
Dando la vuelta, desanduvo el camino metiéndose por Trafalgar Street en hora punta. Al llegar a Bugsby Way dejó de llover tan repentinamente como había empezado y el sol del atardecer asomó, centelleando en el Támesis y proyectando en la calzada las sombras de las vallas publicitarias. Por las vacías calles de servicio sólo se movían, arrastradas por el viento, unas bolsas de plástico abandonadas y, Caffery, una vez más, se quedó sobrecogido ante la extraña desolación apocalíptica de ese paisaje.
El aspecto del desguace había cambiado drásticamente. La policía todavía no había terminado su trabajo. La cinta transportadora y los tamices seguían en el mismo sitio. El precinto con que la policía había acordonado la zona ondeaba sujeto a una valla.
El detective Betts estaba calentándose discretamente al sol del atardecer sentado en el coche patrulla aparcado al final de la calle de servicio.
Caffery le conocía y pasó por debajo del precinto. Desde la última vez, una fina capa de verdor había brotado sobre la tierra húmeda. Se dirigió hacia Bugsby Way, siguiendo el mismo camino recorrido con Fionna Quinn aquella primera noche. No resultaba fácil andar entre aquellos extraños y altos hierbajos y el barro que se pegaba a sus zapatos. Cuando consiguió llegar al límite de la valla había empezado a oscurecer y tenía los calcetines empapados y tachonados con rastrojos.
Levantó la cara con los ojos entrecerrados, oliendo el desagradable y acre perfume de las amapolas mezclado con los olores procedentes del río. La búsqueda sólo había revelado un boquete lo suficientemente grande en esa parte de la valla, mientras que había varios en la que daba a la calle de servicio. La teoría más aceptada era que el Hombre Pájaro aparcaba en la calle de servicio y cargaba con los cuerpos durante casi un kilómetro a través de un terreno difícil y luego regresaba al coche para recoger la azada que, creían, había utilizado para cavar la fosa. Caffery opinaba que el Hombre Pájaro debía haber tenido alguna razón para acudir a ese lugar antes de los asesinatos o que había pasado por allí mientras de dirigía a otro sitio. Para un trabajador del St. Dunstan podía formar parte de sus desplazamientos cotidianos a varios puntos de la ciudad: Kent o Essex, incluso ciertas zonas de Blackheath.
A los pies de Caffery había un pedazo de la cinta fluorescente que Quinn utilizaba cuando se recogían huellas. La examinó atentamente dándole vueltas entre las manos. Todas y cada una de las botellas y latas recogidas en ese lugar estaban ya en la sala de pruebas de Shrivemoor espolvoreadas con nitrato de plata y etiquetadas: Heineken, Tennants, Red Stripe, Wray & Nephew.
Wray and Nephew, Géminis, drogas. Algo en esta asociación de ideas le pareció especialmente significativo. Drogas y las marcas de ataduras en las muñecas y tobillos de Spacek.
Sólo Spacek se había resistido. Debía haber una conexión en alguna parte. Dos gaviotas pasaron volando en picado sobre el desguace. Los pensamientos de Caffery transcurrían lentos como las nubes.
Cuatro de las chicas eran adictas. Sólo Spacek no lo era. Había una continuidad. Dejó caer la cinta y le dio la vuelta con la punta del zapato.
Algo (¿cinta?) para atar a Spacek. Drogas.
Y entonces, bruscamente, lo supo. Echó la cabeza hacia atrás y suspiró, sorprendido al oír los latidos de su propio corazón: el asesino tuvo que atar a Spacek porque era la única que no iba a quedarse inmóvil. No consumía drogas, no podía convencerla de que le dejara clavarle una aguja en la nuca. El asesino no drogaba a las chicas para que permanecieran inmóviles ni tampoco las obligaba a hacerlo. La verdad era mucho más sencilla, y más trágica.
Las víctimas accedían voluntariamente. Se daban la vuelta, tal vez incluso se recogían el pelo para facilitarle el acceso a ese vulnerable punto donde se juntan hueso, ligamentos y fluidos y que es el centro neurálgico que mantiene vivo al cuerpo. El bulbo raquídeo. Las convencía de que era lo que estaban deseando, la forma más rápida de colocarse «la forma más rápida de que penetre en la corriente sanguínea». Y ellas estaban lo bastante desesperadas para querer intentarlo. Y él disponía de suficientes conocimientos médicos, confianza y jerga. Ésta era una posibilidad, especialmente si las chicas, con su voluntad erosionada por años de heroína, ya conocían y confiaban en su asesino.
– ¡Eh! ¡Tú!
Caffery se dio la vuelta. El hombre que se dirigía hacia él era alto y fornido. Vestía un traje oscuro a rayas con la chaqueta abierta dejando al descubierto unos tirantes sobre una camisa y corbata azules. Como Diamond, llevaba su escaso pelo engominado y peinado hacia atrás. En su cuello y muñecas relucía el oro.
– La pasma no debería haberte dejado entrar. Ya me he cansado de ver rondando a tipos de tu calaña.
Caffery le enseñó su placa y el hombre se detuvo.
– No, socio, lo siento. No basta por mucho que brille. Ande, pásamela dijo señalando su mano. Otra puñetera tarjeta de prensa, ¿verdad?
Caffery se acercó enseñándole su placa.
– ¿Satisfecho?
El hombre se frotó la nariz y metió las manos en los bolsillos de sus pantalones.
– Vale, vale. No puede culparme. Ayer esto estaba lleno de gente.
– ¿Usted es North, el propietario?
– Sí, lo soy.
– No nos presentaron, pero la primera noche que estuvimos aquí tuve ocasión de verle. -Volvió a guardarse la placa en el bolsillo. Estoy echando una ojeada.
– ¿Piensa que volverá a husmear por aquí? Dicen que los perros siempre vuelven al lugar donde han meado. -Se dio la vuelta y levantó los ojos hacia el cielo. Bien, ¿cuándo voy a conseguir que salgan de mi propiedad?
– Tan pronto podamos inculpar a alguien.
– Esta tarde he estado con su superior. Me pareció oír que han llevado a alguien a comisaría. ¿Es cierto?
– No puedo hablar sobre esto.
– Un chico negro, ¿no?
– ¿Quién se lo ha contado?
North cambió de postura y se restregó la nariz.
– Se comenta que desde esta mañana toda la zona está bajo mandato judicial. Cuando el río suena, agua lleva, ¿verdad? -Hizo que las monedas tintinearan en sus bolsillos mientras miraba el cielo donde se acumulaban las nubes. Tal vez debería empezar a pensar en pedirles una indemnización.
– No puedo impedir que lo intente. -Caffery se dio la vuelta. Ahora, si me disculpa.
– Vale, vale…
North se quedó inmóvil mientras Caffery reemprendía su tortuoso camino hacia la carretera. No se movió hasta que lo perdió completamente de vista. Dejó caer la cabeza y se puso en cuclillas con la cara entre las manos.
Sobre la esclusa del Támesis había empezado a llover de nuevo.
Después de haberse desembarazado del cuerpo de Peace, siguió conduciendo. Sólo podía hacer una cosa: seguir adelante.
No mires hacia abajo, Toby.
Pasó el resto del día conduciendo como si con el continuo viajar pudiera olvidarlo todo: condujo a través de las frondosas calles de Camden, de las verdes curvas de Hampstead, del pegajoso barro rojizo de los caminos de Hyde Park. Condujo hasta que el motor del Cobra se recalentó y el sol se ocultó detrás de Westminster.
El crepúsculo le sorprendió en el puente de Londres. Se quedó sin respiración. Londres se extendía como un diamante, desde el espigón del muelle Canary, pasando por el millón de luces que se reflejaban hacia es este en el Támesis hasta el edificio del Parlamento.
Paró el motor del Cobra y sacó de su bolsillo la caja de cocaína.
Con la uña cogió una pizca y se la llevó a la nariz. A su derecha, detrás de la torre del Guy’s, donde todo había empezado, la luna asomaba tranquila. Harteveld se reclinó en el asiento y la miró con los ojos fijos.
Debajo de él, el agua lamía los pilares del puente.
Se frotó las sienes y arrancó el motor del Cobra.
No mires hacia abajo.