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Al amanecer, cuando el sol ya había disipado la niebla del río, todos los que habían visto el cuerpo a la luz del día sabían que no se trataba de una novatada de estudiantes de medicina. El patólogo forense, Harsha Krishnamurti, llegó y estuvo una hora dentro de la blanca tienda que cubría el cadáver. Se dio instrucciones precisas a un equipo experto en huellas y, a las doce del mediodía, se extrajo el cuerpo del hormigón.
Caffery encontró a Maddox en el asiento delantero del Sierra del equipo B.
– ¿Estás bien?
– Aquí sobramos, tío. Dejemos que Krishnamurti tome el relevo.
– Si lo prefieres, vete a casa y échate un rato.
– ¿Y tú?
– Yo me quedaré un rato más.
– No, Jack. Tú también te vas. si quieres entrenarte para el insomnio ya lo conseguirás en los próximos días. Créeme.
Caffery levantó las manos.
– De acuerdo. Lo que usted diga, señor.
– Así me gusta.
– Pero no podré dormir.
– Me parece bien. -Señaló el baqueteado y viejo Jaguar de Caffery-. Vete a casa y finge dormir.
Cuando llegó a casa, Caffery no podía desprenderse de la imagen de aquel cuerpo amarillento.
A la luz del amanecer parecía aún más grotesco de lo que le había parecido por la noche. Sus uñas, mordidas y pintadas de azul claro, clavadas en las tumefactas palmas de las manos.
Se duchó y afeitó. La cara que veía en el espejo lucía un leve bronceado. El sol pronunciaba las pequeñas arrugas que tenía alrededor de los ojos. Sabía que no podría dormir.
La rápida inoculación de savia nueva en el departamento de investigación, agentes más jóvenes, serios y mejor preparados, había suscitado cierto resentimiento entre los veteranos, lo que hacía comprensible su satisfacción cuando cambió el turno de ocho semanas y entró en servicio el equipo B, coincidiendo con el primer caso de Caffery.
Veinticuatro horas de servicio siete días a la semana. Noches en vela: irrumpir directamente en el caso sin tiempo ni para afeitarse. No le pillaba en su mejor momento. Y por todos los indicios parecía de los complicados.
No lo dificultaba únicamente el lugar en que habían descubierto el cadáver ni la ausencia de testigos. Con la luz del amanecer habían visto las oscuras cicatrices ulceradas de las agujas.
Mientras estaba en el cuarto de baño, Caffery intentó no pensar en lo que el asesino había hecho en los pechos de la víctima. Se secó el pelo con una toalla y sacudió la cabeza. Deja de pensar en todo esto, no permitas que te obsesione, se dijo. Maddox tenía razón: necesitaba descansar.
Estaba en la cocina sirviéndose un whisky cuando sonó el timbre de la puerta.
– ¡Soy yo! -gritó Verónica por la ranura del buzón-. Hubiera telefoneado pero olvidé el móvil en casa.
Abrió la puerta. Llevaba un traje de lino crema y gafas de Armani. Sostenía varias bolsas de tiendas de Chelsea. Su descapotable, un Tigra rojo, estaba aparcado en el camino del jardín bajo la luz del atardecer. Caffery vio que sostenía las llaves de la puerta, como si hubiese estado a punto de abrirla.
– Hola, princesa -dijo, inclinándose para besarla-. ¡Mmm!
Ella cogió su mano y le hizo retroceder para observar su leve bronceado, sus tejanos y sus pies descalzos. Sujetaba una botella de whisky en la otra mano.
– ¿Estabas descansando?
– Estaba en el jardín.
– ¿Vigilando a Penderecki?
– ¿No crees que puedo estar en el jardín sin vigilar a Penderecki?
Vamos, Jack, sólo estaba bromeando. Mira -dijo mientras le tendía una bolsa de Waitrose-. He ido de compras gambas, eneldo, cilantro fresco y ¡oh!, el mejor moscatel. Además, esto -añadió al entregarle una caja-. De mi parte y de papá. -Levantó su larga pierna y apoyó la caja en la rodilla para abrirla. Contenía una cazadora de cuero marrón-. Uno de los nuevos modelos que importamos.
– Ya tengo una cazadora de piel.
– ¡Oh! -exclamó ella-. Bueno, no importa.
Cerró la caja. Por un instante, ambos se quedaron en silencio.
– Puedo devolverla -dijo ella.
Jack se sintió culpable.
– No, no lo hagas.
– Puedo cambiarla por otra cosa.
– No, de verdad. Anda, dámela.
Ésta, pensó, cerrando con la rodilla la puerta y siguiéndola hacia la sala, es la forma de actuar de Verónica. Proponía algo que él rechazaba, pero ella hacía un puchero, él se encogía de hombros y se sentía culpable, se echaba atrás y capitulaba. A causa de su pasado. Sencillo pero eficaz, Verónica. En los escasos seis meses de su relación, su desordenado y cómodo hogar se había transformado en algo desconocido para él: atestado de plantas aromáticas y de electrodomésticos destinados a ahorrar tiempo; el armario repleto de ropa que nunca se pondría: trajes exclusivos, chaquetas cosidas a mano, corbatas de seda, tejanos de piel, todo cortesía de la empresa de importación del padre de Verónica.
Después, mientras ella utilizaba la cocina como si fuera suya, con las ventanas abiertas, el Guzzini zumbando y el aceite crepitando en sartenes brillantes, Jack salió con el whisky a la terraza.
El jardín. Ahí, pensó mientras tomaba un sorbo de su whisky, estaba la prueba perfecta de que su relación pendía de un hilo. Plantado mucho antes de que sus padres compraran la casa -hibiscos, guisantes de olor, una nudosa y vieja clemátide-, cada verano lo dejaba crecer hasta que la vegetación casi cubría las ventanas. Pero Verónica quería cortar, podar y abonar para cultivar limoncillo y alcaparras en alegres macetas dispuestas en el alfeizar de las ventanas, hacer proyectos de parterres y discutir sobre caminos de grava y laureles. Y, finalmente, una vez los hubiera reorganizado tanto a él como a su casa, le gustaría que la vendiera, que abandonara el pequeño chalet victoriano en el sur de Londres donde había nacido, con sus vetustos ladrillos y vanos de ventanas, y con su descuidado jardín. Quería dejar su trabajo de mentirijilla en el negocio familiar, abandonar la casa de sus padres y organizarle un hogar a Jack.
Pero él no quería eso. Su historia estaba demasiado enraizada en el lodo de ese barrio por el que pasaba el tren como para dejar arrancársela por un mero capricho. Además, después de seis meses de conocer a Verónica estaba seguro de algo: no la amaba.
La contempló a través de la ventan pelando patatas y haciendo rizos de mantequilla. A finales del año anterior él había cumplido cuatro años en el CID, aburrido, esperando que pasara algo. Hasta que un día, en una fiesta del CID, se dio cuenta de que una chica con minifalda y sandalias de tiras doradas le observaba con una inconfundible sonrisa.
Durante dos meses, Verónica desencadenó en Jack una obsesión hormonal. Satisfacía todas sus expectativas sexuales. Cada mañana le despertaba pidiendo sexo y durante los fines de semana paseándose por la casa vestida únicamente con sus tacones de aguja y lápiz de labios brillante.
Despertó en él nuevas energías y también empezaron a cambiar otros aspectos de su vida. En abril ya se veían las marcas de los tacones de aguja en la cabecera de la cama y le habían trasladado al AMIP, la brigada criminal.
Pero en primavera, poco antes de empezar a perder su atractivo para Jack, Verónica cambió de estrategia. Decidió tomárselo en serio y atarle corto. Una noche hizo que se sentara y le habló con seriedad sobre lo mucho que había sufrido antes de conocerse: había perdido dos años de su adolescencia luchando contra un cáncer.
La estratagema surtió efecto. Sintiéndose de pronto con la soga al cuello él no supo cómo poner fin a su relación.
¡Qué vanidoso eres, Jack!, se decía a sí mismo. ¡Como si seguir con ella pudiera compensarla de su dolor! ¡Qué engreído puedes llegar a ser!
Mientras él pensaba todo eso, Verónica, en la cocina, apoyando su fina barbilla contra el pecho, desmenuzó una ramita de menta, Jack se sirvió otro whisky y se lo bebió de un trago.
Se lo diría esa misma noche. Tal vez durante la cena…
En una hora todo estaba listo. Verónica encendió todas las luces y puso en el patio espirales antimosquitos.
– Beicon y ensalada de alubias salpicadas, gambas con salsa de soja y, de postre, sorbete de mandarina. ¿Soy o no soy la mujer perfecta?
– Sacudió la melena y por un momento dejó ver la carísima perfección de sus dientes-. No obstante, tómalo como un ensayo general para la fiesta que pensamos ofrecer.
Él lo había olvidado completamente. La fiesta.
Ella le dio un leve codazo mientras pasaba a su lado llevando una cazuela le creuset repleta de patatas. Las cristaleras del salón que daban al jardín estaban abiertas de par en par.
– Creo que esta noche será mejor que cenemos aquí y no en el comedor.
– Dejó de hablar y miró con ceño su arrugada camiseta y su revuelto pelo oscuro-. ¿No crees que deberías vestirte para cenar?
– ¿Bromeas?
– Bueno- respondió ella poniéndose la servilleta sobre las rodillas-, podría ser agradable.
– No- dijo él mientras se sentaba-. No puedo ensuciar mi traje. Me han asignado un caso… Vamos, Verónica, pregúntame de qué se trata. Interésate por algo que no sea mi vestuario.
Pero ella siguió sirviéndole patatas.
– Tienes más de un traje, ¿no es así? Papá te mandó uno gris.
– Está en la tintorería.
– ¡Oh, Jack, deberías habérmelo dicho! Hubiera podido recogerlo.
– Verónica…
– De acuerdo. -Levantó las manos-. Lo siento. No volveré a mencionarlo. -En el recibidor sonó el teléfono-. ¿Quién será? -Ensartó una patata-. ¡Como si no lo supiera!
Caffery apartó la silla y se levantó.
– Dios… -suspiró ella soltando el tenedor-. Realmente tienen un sexto sentido. ¿No puedes dejar que siga sonando?
– No.
Fue al recibidor y descolgó el auricular.
– ¿Sí?
– No me lo digas: estabas durmiendo.
– Te dije que no podría.
– Ya.
– Vale. ¿Qué pasa?
– Estoy aquí de nuevo. El comisario jefe ha traído un equipo. Uno de los investigadores ha descubierto algo.
– ¿Equipo?
– GPR.
– ¿GPR? Eso… -Caffery se interrumpió.
Verónica le empujó al pasar por su lado y subió por la escalera cerrando tras ella la puerta de la habitación. Jack se quedó en el estrecho recibidor mirándola fijamente.
– ¿Sigues ahí, Jack?
– Sí, perdona. ¿Qué me estabas diciendo? GPR, ¿tiene algo que ver con estudio del suelo?
– Georadar.
– Ya. -Caffery hizo un agujerito en la pared con la amoratada uña de su pulgar-. ¿Así que hay algo más?
– Sí, lo hay -dijo Maddox con tono grave-. Cuatro más.
– Mierda. -Se pasó la mano por la nuca.
– ¿Enterrados más abajo o qué?
– Acaban de empezar a sacarlos.
– ¿Dónde vas a estar?
– En el astillero. Podemos ir con ellos hasta Devonshire Drive.
– ¿El depósito?
– Exacto. Krishnamurti ya ha empezado con el primero. Esta noche ofrecerá una sesión continua en nuestro honor.
– De acuerdo. Te veré allí dentro de treinta minutos.
Verónica estaba en el dormitorio del piso de arriba con la puerta cerrada. Caffery se vistió en la habitación de Ewan, miró por la ventana para comprobar si había movimiento en casa de Penderecki al otro lado de la vía del tren. Nada. Anudándose la corbata, se asomó al dormitorio.
– Tenemos que hablar. Cuando vuelva…
Verónica estaba sentada en la cama tapada con la manta hasta el cuello, aferrando un frasco de píldoras.
– ¿Qué es eso?
Ella levantó la vista hacia él con hosquedad.
– Ibuprofén. ¿Por qué?
– ¿Qué estás haciendo, Verónica?
– Me duele la garganta.
– ¿La garganta?
– Eso he dicho.
– ¿Desde cuando?
– No lo sé. -Verónica abrió el frasco, sacó dos píldoras y le miró.
– ¿Vas a algún sitio agradable?
– ¿Por qué no me dijiste que te dolía la garganta? ¿No deberías hacerte un análisis?
– No te preocupes. Tienes cosas más importantes en que pensar.
– Verónica…
– ¿Qué quieres?
Jack se quedó en silencio por un momento.
– Nada.
Terminó de anudarse la corbata y se dirigió a la escalera.
– No te preocupes por mí -dijo ella mientras él se iba-. No te esperaré despierta.