172899.fb2 El latido del p?jaro - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 30

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CAPÍTULO 29

La enfermería de la comisaría de Greenwich no tenía ventanas. Su única decoración era un amarillento cartel de advertencia contra la heroína y una fotocopia plastificada sobre el derecho de los detenidos a que les asistiera un abogado. En una mesa de formica había unos folletos que nadie leería nunca: «VIH, grupos de riesgo», «Crack/Cocaína: información legal y grupo de apoyo para las víctimas», «Ayuda a las víctimas del crimen».

– Súbete la manga.

El médico forense, con las manos limpias y embutidas en guantes de látex, rasgaba un paquete estéril: jeringuilla, recipiente para orina, viales, etiquetas, algodón. Géminis mantenía la mirada fija en un hilo suelto en el tercer ojal de la bata blanca. La situación no tenía muy buen cariz.

Desde que un par de días antes el inspector Diamond había metido su nariz por el buzón, diciendo: «¿Verdad que sabes por qué te estamos haciendo estas preguntas?», Géminis no había visto las noticias. La actuación de la policía le había impresionado lo suficiente como para imaginar que las chicas estaban muertas y que la droga que había colocado en el Dog and Bell era la responsable. Pero cuando Diamond fue a buscarle a su casa por segunda vez, Géminis ya se había enterado de la verdad por los periódicos y las cosas habían empeorado. Sabía que no se trataba de un asunto de drogas. Había estado demasiado cerca de las personas equivocadas, y ahora estaba tan asustado que sólo podía encomendarse a Dios.

Sin embargo no iban a arrestarle, le tranquilizó el inspector Diamond. No tenía ninguna obligación de contestar, pero querían hacerle algunas preguntas para poder descartarle como sospechoso.

Además, ¿acaso no había oído hablar de los deberes cívicos? Así pues, sintiéndose helado por dentro, se puso una sudadera y le acompañó.

Calma, tranquilízate, se decía.

En comisaría todo el mundo parecía distendido. Le dieron café y cigarrillos y le prometieron que le devolverían su GTI muy pronto. Alguien volvió a enseñarle las cuatro fotos y, a pesar de que esta vez se sentía aterrorizado, se encogió de hombros.

– No, no las he visto nunca.

Sonrieron y le preguntaron si no le importaría facilitarles una muestra para un análisis.

– Sólo será una formalidad, señor Henry, luego podrá irse.

Un pelo de la cabeza arrancado con unas pinzas. Pelo púbico (mismo procedimiento). Orina: el médico se quedó a su lado observando cómo meaba dentro de un vaso de plástico. Pero luego, cuando volvía por el pasillo desde los servicios, el inspector Diamond le retuvo con brusquedad.

– No te confundas, jodido embustero -le susurró para que no le oyera el médico, Todos sabemos que estás mintiendo.

– Súbase la manga.

– ¿Cómo? -preguntó Géminis levantando la vista.

– Su manga. -El médico hizo chasquear una cinta de goma que restalló como un látigo y se inclinó para anudarla alrededor del bíceps de Géminis.

– ¿Qué quiere ahora?

– No se preocupe.

El médico dio un golpecito en una vena, le frotó un algodón con antiséptico y le clavó una cánula. Géminis pegó un respingo.

– ¡Duele, tío! ¿Cómo va a probar esto si me lo hice con las chicas?

El médico le miró sin parpadear.

– Puede negarse, pero técnicamente la ley dice que la negativa a proporcionar una muestra de sangre para su posterior análisis podrá considerarse como prueba de culpabilidad.

– ¿Qué?

– Y que si no me deja extraerle sangre, podemos obligarle a que escupa, lo consienta o no. -Empezó a sacar despacio el émbolo y la jeringuilla empezó a llenarse. No se mueva, señor Henry.

Géminis apartó el brazo con gesto brusco.

– No, tío. Desembucha de una vez lo que tienes contra mí y dime cómo, a partir de que mee en un vaso, puedes demostrar que he hecho todo eso que dices.

El médico no apartaba la mirada de la aguja.

– Usted ha dado su consentimiento, y las cosas serían más fáciles si se quedara quieto.

– ¡Pues escuchadme! -gritó dando un puñetazo en la mesa.

El médico forense retrocedió levemente. La aguja seguía hundida en la vena.

– No, no lo consiento, ya se lo dije a aquel tipo. Le dije que no conocía a esas mujeres. ¡No he hecho nada!

El forense apretó los labios.

– Muy bien, señor Henry. -Extrajo la aguja y salió de la habitación para reaparecer unos segundos después acompañado por el inspector Diamond, que se quedó en el quicio de la puerta sonriendo.

– ¡Señor Henry!

– ¡Usted! -La rabia le hacía castañetear los dientes. ¿Cómo se atreve a decir que estoy mintiendo?

– Nos está mintiendo. Esas chicas estuvieron en su coche. El análisis de las huellas lo ha demostrado.

– ¡Y un cuerno, soplapollas!

Diamond entrecerró los ojos y se dirigió al policía que estaba en el pasillo.

– Busque al agente de vigilancia.

– La última vez que vi a esa chica se encontraba muy bien. Debería investigar a uno de sus gordos clientes de la fantástica casa de Croom’s Hill.

Mel Diamond se cruzó de brazos.

– Jerry Henry…

– No he hecho nada -insistió Géminis.

– Jerry Henry, le detengo bajo sospecha de violación y asesinato de Shellene Craw de Stepney Green, la noche del diecinueve de mayo pasado en Londres.

– ¡No he violado a nadie!

– No está obligado a confesar, pero su defensa puede verse perjudicada si se niega a responder a preguntas que luego tendrá que contestar ante un tribunal. Y, ahora, según me autoriza el artículo 54, le ordeno que se desnude. -Miró al médico, que se había retirado detrás de la mesa. Traiga uno de esos ridículos camisones.

– ¡No he violado ni matado a nadie! -De repente, la sangre manó a borbotones de su brazo.

Instintivamente, Diamond retrocedió hacia el corredor. Dos agentes aparecieron a sus espaldas.

– ¿Le esposamos, señor?

– Tengan cuidado con la sangre. Es un yonqui.

– Sí, soy un negro yonqui y pienso contagiaros el sida. -Géminis les señaló con el dedo, enseñándoles los dientes. ¡Cerdos! -Miró al forense, que sin perder la calma abría una caja de guantes de látex. ¿Qué está haciendo?

El médico ni siquiera parpadeó.

– Proteger a mis colegas, señor Henry -respondió tendiendo unos guantes a Diamond y a los agentes.

– ¿Quiere cabrearme o qué? -Géminis hizo una mueca y se le acercó con el brazo hacia arriba mientras la sangre goteaba al suelo. ¿Quiere pillar el sida?

– Tranquilícese.

– Bueno, bueno. -Diamond, otra vez seguro de sí mismo, se ponía los guantes. Creo que quiere que le esposemos.

– ¡No he hecho nada! -le espetó Géminis. ¡Sólo les pasé un poco de crack! ¡No he matado a nadie!

– De acuerdo, hijo. -El más viejo de los agentes le dobló el brazo a la espalda y le esposó. Acabemos con esto de una vez.

– ¡No he matado a nadie! ¡No soy un jodido asesino! -le gritó a Diamond como un poseso mientras se revolvía furiosamente. ¡Si quiere a un asesino busque a su cliente de Croom’s Hill!

Diamond suspiró y levantó una mano.

– Tiene derecho a que le asista un abogado, si no puede pagarlo se le nombrará uno de oficio. Si renuncia a este derecho, debe exponer sus razones. Según ordena el Código Penal, el tiempo de arresto empieza a contarse desde ahora, no desde el momento en que entró en comisaría. Y ahora, que alguien traiga al jodido agente de vigilancia.

Un viejo y encorvado jamaicano apareció con cubo y fregona para limpiar el suelo de la enfermería. El comisario Maddox, recién llegado de Shrivemoor con una jaqueca terrible, se encontró con la comisaría sumida en el caos.

– ¿Que has hecho qué?

– Estaba siendo violento.

– Bien, ahora sí estamos hundidos en la mierda. -Maddox se llevó una mano a la cabeza. Del calabozo le llegaban los gritos de protesta de Géminis. Dispones de veinticuatro horas… o sea, las diez de la mañana. Sabes, Diamond, tú puedes ser el listo que interrumpa el desayuno del juez pidiendo una prórroga.

El médico se asomó por la puerta de su despacho agitando un manojo de formularios frente a Maddox.

– ¿Quién quiere estos formularios?

– Vale, mandaré al agente responsable de las pruebas.

– Hemos repartido las muestras para su análisis. Cuando llegue el sumario ya estarán listas.

– Será mejor que nuestro inspector Diamond las bendiga antes de enviarlas. Es la única oportunidad que nos queda.

Diamond suspiró con los ojos en blanco.

A diez kilómetros de distancia, Caffery, aprovechándose de que la oficina de investigación de Shrivemoor estaba casi desierta, encendía un cigarrillo.

– No, no fumes -le reconvino Kryotos alzando la vista de su ordenador.

– Lo necesito.

– Vale. -Bebió un sorbo de su refresco, se reclinó en la silla y cruzó los brazos. Y bien, ¿cuál es tu última teoría?

– Algo completamente absurdo.

– Sí. -Se puso las gafas y, de pie detrás de ella, miró la pantalla. Creo que le he descubierto. Creo que lo tenemos por algún sitio aquí dentro. ¿Puedes sólo…? -Señaló el archivo de nombres y lo accionó dejando que se deslizaran por la pantalla como luciérnagas verdes. Deja que siga así.

– Claro.

Se quedaron observando cómo los nombres iban pasando en rápida sucesión y que resumían los últimos días de la investigación: nombres aparecidos durante los interrogatorios, personas sin rostro que nunca habían sido investigadas, falsas pistas, callejones sin salida, bares en Archway, coches deportivos rojos, Lacey, North, Julie Darling, Thomas Cook, Wendy…

– ¡Para!

Kryotos, conteniendo la respiración, pulsó el teclado con un dedo.

– ¿Qué has visto?

– Ahí. -Caffery se inclinó y señaló la pantalla. Al lado del nombre de Cook. ¿Qué significa ese número dos ahí?

– Sólo que aparece dos veces en la base de datos.

– ¿Y esta entrada?

– De tus interrogatorios en el St. Dunstan.

– ¿Y la segunda? ¿Por qué aparece otra vez?

– Porque… espera. -Bajó el ratón por la lista de nombres. Aquí está

– dijo señalando la pantalla. Mira, es de esta mañana. ¿Ves esa T?

– ¿Sí?

– Significa que ha dejado un mensaje por teléfono -dijo ella. Y parece que me lo ha dejado a mí. ¿Ves mi número, el veintidós?

– ¿Has hablado con él?

– Me dijo que lo había comprobado y que se había quedado en casa las dos noches en que estabas interesado.

– ¡Ah, sí, ya recuerdo! La supuesta novia… No acabo de creérmelo.

– Jack se golpeó los dientes con el pulgar. Dijo que no distinguía los colores, que no tenía a nadie que le ayudara a elegir la ropa.

– Ergo, no existe tal novia.

– Raro, ¿verdad? -Caffery apagó el cigarrillo, levantó un poco la persiana y miró fuera. Era un día claro y caluroso. Creo que voy a hacerle una visita.

– Será mejor que te des prisa, mañana piensa irse a Tailandia.

Caffery dejó caer de golpe la persiana.

– ¿Bromeas?

– Pues no. Le encanta el aire de las montañas del Triángulo de Oro.

– Vaya por Dios.

Recogió su chaqueta y las llaves de su coche del despacho del SIO y ya casi había salido de las oficinas cuando oyó la voz de Kryotos.

– ¡Jack! -Tenía el teléfono apoyado contra el pecho. Es Paul. Será mejor que vayas a Greenwich, alguien quiere hablar contigo. Dice que tú sabes de quién se trata. Cito textualmente: está para comérsela.

– ¡Dios! -exclamó él poniéndose la chaqueta. Rebecca.

– Dice que los tíos la miran babeando y que la chica se está poniendo nerviosa.

– Dile que ya voy. Por favor, en cuanto me vaya telefonea a Cook. Procura que no sospeche nada, pero averigua dónde estará hoy.

– Lo haré.

– Te veré esta noche.

– ¿Estás seguro? Recuerda que también irán los niños.

– Naturalmente. Tengo muchas ganas de verlos -le respondió mandándole un beso y cerrando la puerta.

Kryotos se preguntó por qué a ella, casada y con hijos, le molestaba que Caffery se interesara por una chica llamada Rebecca.