172899.fb2 El latido del p?jaro - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 34

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CAPÍTULO 33

Donde Croom’s Hill serpentea hacia arriba, una vez pasado en antiguo convento de las ursulinas, un camión de la basura estaba parado en medio de la calle detrás de una furgoneta blanca. Minutos más tarde, el camión reemprendía su marcha hacia la colina, deteniéndose, como de costumbre, frente a la casa de Harteveld. La furgoneta dio la vuelta y, dando un amplio rodeo a través de Blackheath, llegó a la última curva en la cima, que también quedaba oculta desde la casa, justo a tiempo para encontrarse de nuevo con el camión. El chófer recogió las dos bolsas de basura que le tendían los empleados municipales y se las entregó a u colega que iba en la parte trasera de la furgoneta. Luego ajustó el espejo retrovisor hasta que vio, en un recodo de la colina, un Sierra gris emboscado debajo de las ramas de un roble. Sin volverse, se limitó a levantar el pulgar frente al retrovisor.

Aguardó hasta que los dos hombres del Sierra le hicieron una seña, luego arrancó y la furgoneta emprendió el ascenso final a la colina.

Detrás de los muros de su jardín, Harteveld no veía esos movimientos. Estaba apoyado en un banco de piedra, parpadeando por la luz de la mañana con los ojos inyectados en sangre. Cerca de él, en el suelo, en medio de parterre de violetas y margaritas, había una botella vacía de pastis y un montón de colillas aplastadas. No se había movido en toda la noche, escuchando los sonidos de la tormenta y las sirenas por las calles de Greenwich, esperando a que las nubes estallaran dejando caer la lluvia sobre su cara y convirtiendo los intrincados senderos en torrentes. Al amanecer, algunas ramas de los frutales yacían rotas en el suelo, el césped estaba anegado y los maravillosos iris que bordeaban el muro oeste se inclinaban exhaustos.

Por la mañana las puertas del invernadero seguían abiertas y las hojas del Times habían sido arrastradas por el viento. El rostro de Kayleigh Hatch colgaba de las ramas de un cedro.

Ahora, mientras desaparecían las sombras del jardín y el sol de la mañana secaba las telarañas empapadas por la lluvia, Harteveld empezó a reaccionar.

En el Sierra, Betts se dio la vuelta y miró a Logan. En alguna parte del camino que conducía a casa de Harteveld, alguien puso en marcha un automóvil. Al cabo de un rato se abrieron las puertas del garaje y un precioso coche clásico salió al camino. Giró a la izquierda en Croom’s Hill y avanzó en la luminosa mañana.

La boca de Betts se crispó ligeramente mientras ponía en marcha el motor.

A cinco millas de allí, en las oficinas centrales de Shrivemoor, el teléfono de Caffery empezó a sonar.

– ¿Inspector Caffery? Soy Jane Amedure, su asesora en el Instituto Anatómico Forense. Tengo en mi poder dos bolsas de plástico y vamos a cotejar su contenido con las autopsias ya realizadas. A última hora de la tarde tendré los resultados. -Se aclaró la garganta. Y… bueno, esta mañana el inspector Essex me ha traído algo más.

– Sí -respondió Caffery, que se sentía exhausto. Es personal.

Se lo ha llevado de mi parte.

– Lo sé, Essex me ha puesto al corriente. Si queda entre nosotros, podré incluirlo en el caso Walworth.

– Muy amable.

– Sí, bueno, me he enterado de la historia.

– ¿Puede decirme algo?

– Con un examen meramente visual no puede decirse mucho. Son antiguos y están muy fragmentados. Si llegara a demostrarse que son humanos los sometería a la prueba de ADN por lo que debo preguntarle si su madre vive todavía.

– Sí, mi madre aún… ¿Cree que pueden se humanos?

– Podré decírselo con seguridad a última hora de la tarde o quizá mañana.

– Gracias, doctora Amedure.

Colgó el auricular, se reclinó en su sillón y se quedó absorto mirando por la ventana. Sentía una punzada en el entrecejo. Mientras Verónica embalaba las copas de su madre y las guardaba en dos cajas de madera, habían estado trabajando durante más de una hora. Essex se encerró en la sala para etiquetar y poner en bolsas los huesos. A las diez de la mañana, precisamente cuando empezaba la prórroga de la detención de Géminis, en comisaría todos estaban al corriente de lo ocurrido y todos sabían acerca de Ewan y Penderecki, Todos comprendían a Caffery un poco mejor. Las mujeres de la oficina le miraban con un brillo nuevo en los ojos, algo que, curiosamente se asemejaba al miedo.

– ¿Tienes un minuto? -Maddox estaba de pie en el dintel de la puerta. Alguien pregunta por ti.

– Sí, adelante.

– ¿Prefiere estar a solas? -preguntó Maddox a la silueta que estaba en el pasillo.

– Me da igual que oiga lo que tengo que decir.

North, propietario del desguace, entró en la oficina. Vestía un suéter de cuello alto, traje, zapatos de charol, una pesada cadenilla de oro le colgaba sobre el pecho y sudaba profusamente. Se sentó en la silla que le acercó Maddox.

– Me siento como un gilipollas por venir aquí.

Jack y Maddox se sentaron frente a él y entrelazaron las manos. Maddox ladeó la cabeza.

– ¿Y bien?

– Estos últimos días me ha estado rondando por la cabeza y mi mujer… bueno, se ha puesto de tan mal humor que no piensa dejarme entrar en casa hasta que haya hablado con ustedes.

– ¿A qué se refiere?

– A ese chico de Greenwich…

– ¿Qué sabe de él?

– ¿La verdad?

– Sí.

– Tengo un amigo en este departamento…

Caffery y Maddox intercambiaron una mirada.

– Han detenido a un chico negro, ¿verdad? -preguntó North.

– ¿Tiene alguna importancia que sea negro?

– En cierto sentido. -North tenía la mirada fija en la raya de los pantalones y Caffery notó que trataba de disimular el apuro que sentía. Tal vez dije algo… improcedente.

– ¿Cuando se le interrogó?

– No; más tarde, en el pub. El detective Diamond…

Maddox suspiró.

– Sí, ¿qué pasa con él?

– Es un viejo conocido. Somos viejos seguidores del Old Charlton. -Se mordió el labio. Miren, mi hija vive en Greenwich Este, cerca del desguace. Ha tenido problemas con sus vecinos nigerianos. Ruidos… olores. Son como animales, conviven con ratas que se cuelan en sus casas por las grietas de las paredes y se aventuran hasta donde duermen los niños. -Hizo una pausa. No es que tenga nada en contra de ellos, pero ahí están, paseándose en sus flamantes coches que sólo Dios sabe cómo han conseguido, porque ninguno de ellos trabaja, y ahí está mi hija, buscándose la vida y sin conseguir ningún empleo decente porque, tal como están las cosas, cada puesto de trabajo vacante se lo lleva un negro.

– ¿Dónde quiere llegar, señor North?

– Mentí.

– ¿Mintió?

– Ustedes hubieran hecho lo mismo si su hija viviera donde vive mi chica.

– ¿Cuándo mintió?

– Le dije a Mel Diamond que había visto a un nigeriano con un deportivo rojo merodeando por el desguace. Pensé que de esa manera podría asustar un poco a esos chicos… pero de pronto ustedes han detenido a uno.

– Teníamos varios testigos que aseguraron haberlo visto.

North hacía girar su alianza alrededor del dedo.

– Bueno, no sé lo que les habrán contado, pero la verdad es que nunca he visto a nadie merodeando por allí. Ya está. He quedado como un auténtico imbécil pero ésa es la verdad.

– Señor North -Maddox se levantó extendiendo la mano. El teléfono empezó a sonar en su escritorio. Agradecemos su honestidad. Ahora, si no perdona…

Apenas salió North, Maddox contestó al teléfono.

Era Betts para comunicarle a Jack que Harteveld había salido de Croom’s Hill.

El olor a cuero del tapizado del Cobra se mezclaba levemente con el de alquitrán recalentado que llegaba por los conductos del aire acondicionado. Se detuvo en el semáforo donde la pendiente de Tooley Street se une al puente de Londres. Era un día azul y luminoso, el sol arrancaba destellos a los nuevos edificios a orillas del Támesis, dándoles la apariencia de haber sido construidos con azúcar.

Desde su hermética burbuja, miraba con ojos vacíos todo lo que le rodeaba. No había advertido el bruñido Sierra gris que estaba cinco coches por detrás de él, ni tampoco a sus dos ocupantes, inmóviles detrás de sus gafas de sol. Estaba muy delgado, al menos debía de haber perdido doce kilos desde las últimas Navidades, pero aun así sudaba profusamente.

El semáforo se puso verde, pero el coche de delante no se movió. Harteveld apenas se daba cuenta. Sus largas manos aferraban el volante con ansiedad.

Tal vez, pensó anhelante, su cuerpo se estaba rindiendo.

Desde la calle llegaba el habitual rumor de la gente: trajes grises, mujeres con tacones y medias color carne, algún interno en chaqueta blanca corriendo apresuradamente hacia el Guy para ocupar su puesto. A la izquierda de Harteveld se alzaba la torre del hospital Guy, tachonada de antenas, como si le estuviera espiando. Se estremeció.

Debería buscar un sitio donde aparcar, salir del coche y andar el corto trecho que le separaba de la clínica York, pero le parecía más fácil acarrear la Tierra sobre sus hombros por toda la galaxia.

Su plan era vago y desesperado. Después de varios días de haber estado deseando que su corazón estallara espontáneamente para no tener que tomar una decisión, había comprendido que necesitaba ponerse en manos de un psiquiatra. Hacerlo en la clínica York, en su alma máter, donde se había plantado la semilla., le parecía simbólico y adecuado. Catártico, si es que todavía existía una catarsis para él.

Pero mientras se lo imaginaba, mientras se imaginaba aliviándose de su carga y dejándola en el diván de psiquiatra, sus ojos se llenaron de lágrimas. Ningún profesional podría disculparle por lo que había hecho. Incluso el mejor profesional retrocede ante el hedor de la mierda. Estaba atrapado. No había escapatoria.

Siguió sentado con sus manos aferrando el volante. El semáforo cambió una vez. Dos veces. El tráfico no se movía. Harteveld se inclinó hacia un lado y advirtió que sólo le separaban dos coches de un control policial.

Silenciosa y discretamente, rompió a sollozar.

Diamond alcanzó a North fuera del edificio.

– ¿Qué cojones crees que estás haciendo aquí?

North siguió andando.

– Te he preguntado qué haces aquí.

– Debía contar la verdad.

– ¿Qué les has dicho?

– Que nunca vi a nadie rondando por el desguace.

– ¡Mierda!

– Lo siento.

– Sentirlo no sirve de nada. Me lo creí y seguí adelante. Construí un buen caso basándome en lo que me contaste.

North se paró en seco.

– Pero tú sabías que yo estaba mintiendo -replicó.

– ¡Y una mierda!

– Claro que lo sabías. Cuando te dije que había visto a un negro por allí te pusiste muy contento.

Diamond se metió las manos en los bolsillos y sacudió la cabeza.

– No es así como lo recuerdo. Desde luego que no.

El agente Smallbright de Vine Street estaba de muy buen humor. Era bien parecido y estaba enamorado. Hacía un día precioso, de un cielo rutilante, y el sargento les había autorizado a ponerse camisas de manga corta debajo de las chaquetas fluorescentes de la policía de tráfico.

Diez de ellos estaban en el puente de Londres con sus blancas camisas ondeando al viento. Era maravilloso sentirse vivo, pensó mientras se agachaba para mirar al conductor de un Cobra verde.

– Buenos días, señor. -La cadavérica expresión del conductor no apagó la sonrisa de Smallbright. Golpeó educadamente en el cristal. Podría… -Al bajarse el cristal, una bocanada de aire frío y el pálido rostro de su ocupante le obligaron a pestañear. Sentimos molestarle, señor, pero estamos haciendo un control rutinario. ¿Le importa, señor?

Tomando su silencio por aquiescencia, se dirigió a la parte trasera del Cobra mirando de reojo hacia atrás, y cierta desazón ensombreció de pronto sus pensamientos. El conductor, extrañamente, parecía estar llorando.

Maddox apoyó la frente contra la ventana y suspiró.

– Me pregunto qué he hecho para merecer esto. Son mis pelotas las que están en juego, no las de Diamond.

– ¿Crees que se inventó los interrogatorios puerta a puerta?

– ¿Y tú qué crees?

– Creo que deberíamos averiguarlo. Si Géminis ha estado pudriéndose en una celda a causa de una declaración falsa…

– Ni lo menciones, Jack, no se te ocurra ni mencionarlo.

Harteveld se quedó inmóvil mientras el policía examinaba la parte trasera del Cobra pasando sus dedos por el parachoques y las luces traseras. Ya no sudaba. El intenso resplandor del sol en el agua se reflejaba en los edificios de cristal. Al norte del río, una nubecilla pasaba sobre la azulada cúpula de la catedral de San Pablo como si un espíritu estuviera abandonando un cuerpo. Vapor que cambiaría de forma en otra capa de la atmósfera, mezclándose con otros vapores, cristalizándose, licuándose para, un día, volver a caer sobre la tierra purificado, limpio como un diamante.

– ¿Quién es el ciento sesenta? -preguntaba Caffery elevando la voz por encima de las cabezas de las telefonistas y los policías que pululaban por la habitación. Estaba en mangas de camisa con una mano apoyada en el escritorio mientras miraba el monitor. En la pantalla el cursor centelleaba destacando el siguiente mensaje: «Informe retenido por conexión 160».

– ¡He preguntado quién es el ciento sesenta, coño!

Sobre los montones de informes apilados y los expedientes amarillos, una docena de pares de ojos le miraron sin pestañear. En la esquina, al lado de la sala de pruebas, una única persona no levantó la vista. La cabeza de Diamond resplandecía inclinada sobre su ordenador. En la etiqueta pegada al monitor se leía 160.

Caffery y Maddox se acercaron a él.

– ¿Qué diablos estás haciendo?

Diamond les dirigió una mirada inocente.

– Únicamente introducir algunos datos.

– Eso es tarea de Marilyn.

– ¿Ah, sí? -dijo sencillamente empujando el teclado. Lo siento, espero no haber jodido nada.

– No tengo tiempo de informarme sobre cómo aplicar medidas disciplinarias por falsificación de datos -le espetó Maddox.

– No será necesario, señor.

Pero más tarde, cuando Marilyn Kryotos repasó su ordenador descubrió que varios datos sobre Géminis habían sido eliminados o nunca habían sido introducidos.

– Detective Diamond.

Maddox le encontró en la sala de pruebas.

– ¿Señor?

– Acompáñeme, por favor.

Caffery, en el corredor, vio cómo Maddox se encerraba con Diamond en la oficina del equipo F.

Cuando el agente Smallbright se acercó de nuevo a la ventanilla del Cobra, se quedó pasmado ante el cambio experimentado por el conductor. Era como si una mano le hubiera borrado las líneas de la cara, dejándosela inexpresiva y serena. Sus ojos estaban fijos en algún punto en la otra orilla del río.

– ¿Sabe que tiene una luz de frenos rota, señor?

– ¿De veras?

Harteveld bajó del coche como un zombi, con los ojos cerrados y la cara vuelta hacia el cielo como si nunca hubiera sentido los rayos del sol. Sus brazos se balanceaban por pura inercia.

– ¿Señor?

– Sí.

– Sólo es la luz de frenos. Nada importante.

– Desde luego. Por favor, tenga también en cuenta a las chicas muertas.

– ¿Señor?

– Por favor, ¿sería tan amble de contarles lo que he hecho?

El agente Smallbright lanzaba nerviosas miradas a su sargento, que estaba inclinado sobre la ventanilla de un Mazda. Se dirigió a Harteveld.

– ¿Quiere decirme algo, señor?

– No, muy amable por su parte, pero tengo que irme.

El agente Smallbright nunca había visto nada parecido a lo que sucedió a continuación.

El río nunca había estado más tranquilo, ni sus aguas más azules y brillantes, contaría más tarde. Pero aquel tipo parecía un cadáver gris amarillento. Y mientras Harteveld localizaba con toda precisión el lugar en que iba a morir, cinco coches más atrás, dos hombres no mucho más jóvenes que él presintieron lo que únicamente Harteveld sabía.

Por algún motivo, el detective Betts comprendió lo que iba a ocurrir.

– ¡Vamos, vamos!

Salieron precipitadamente del coche, empujando a dos empleados municipales que se echaron hacia atrás intimidados por aquellos hombres de traje y gafas de sol, con las corbatas ondeando al viento. En menos de veinte segundos recorrieron los doscientos metros que los separaban del puente, pero Harteveld, a pesar de moverse más despacio, lo alcanzó antes que ellos. Si advirtió su presencia sólo lo demostró con una ligera inclinación de cabeza, como si fugazmente hubiera oído algo lejano. Se subió al bajo parapeto del puente casi sin cambiar de paso, como si el siguiente no fuera distinto a los anteriores, y simplemente se arrojó al vacío.

El agente Smallbright soltó un grito. Los dos detectives se precipitaron, sorteando el tráfico, hacia la barandilla del puente. Smallbright los alcanzó unos segundos después. Los tres hombres jadeantes, se quedaron mirando cómo a veinte metros por debajo de ellos un sereno Harteveld rompía la superficie del agua, agitando los brazos como un muñeco, y desaparecía bajo las verdes aguas.