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Al terminar el día habían descubierto huellas digitales de Shellene en un vaso, en un tenedor con mango de hueso y en una botella de mueble bar del salón. Recogieron dos pelos color berenjena en el guardarropa de la planta baja, y Logan encontró jeringuillas en una caja lacada, así como pequeñas cantidades de heroina y cocaína en dos tinteros antiguos de cristal.
– No es suficiente -admitió Fionna Quinn en la reunión que mantuvieron por la tarde. Esperaba encontrar pruebas orgánicas de las mutilaciones, pero no ha sido posible.
Tampoco encontró material de sutura, ni el bisturí que Krishnamurti creía había utilizado, ni el jabón antiséptico Wright’s Coal Tar.
– Todo debería estar más sucio. Deberíamos haber encontrado restos de sangre, de materia pútrida, al menos en los sumideros. Los del Instituto Forense han recogido muestras del maletero de su coche, y supongo que será ahí donde los encontraremos… Debió de llevárselas a otro sitio, seguramente después de haberlas asesinado. Probablemente es en ese lugar donde tenía la jaula con los pájaros.
– El bufete de abogados Schloss-Lawson y Walker nos entregará una lista con el resto de sus propiedades -dijo Caffery.
Maddox meneó la cabeza.
– Si no nos damos prisa tendremos que pedir una orden de registro.
– Sí, y coincido con Quinn en que debemos seguir buscando.
– Sí -musitó Quinn. En cuanto encontremos restos orgánicos creo que encontraremos a Peace Nbidi Jackson.
Por un momento todos se quedaron callados. Lo primero que debía hacer Essex por la mañana era llamar al padre de Peace, Clover Jackson, pedirle que se presentara al día siguiente para ver las fotografías que se habían hecho de los artículos encontrados en el cuarto de baño de Harteveld y comprobar si la falda verde lima era la misma que llevaba su hija la noche de su desaparición.
– Bien -suspiró Maddox. Marilyn, por la mañana se debe reanudar la búsqueda en el resto de las residencias de Harteveld. No quiero que el tiempo siga haciendo mella en la familia Jackson.
Después de la reunión, Caffery se sacó la corbata y llamó a Rebecca.
– Iba a salir al parque -dijo ella con excesiva jovialidad, quiero pintar la escuela naval.
– ¿Podemos encontrarnos allí?
– ¡Claro! ¿Media hora? -contestó Rebecca con un entusiasmo que sonaba forzado.
– ¿Estás bien?
– Sí. ¿Por qué?
– Pues… -hizo una pausa -no lo parece.
– Estoy bien, de veras.
Cuando Jack colgó, Essex empezó a tomarle el pelo.
– Pero qué listillo eres, ¡qué escondido lo tenías! A ver si consigues que ligue a Joni, cuéntale lo sensible y comprensivo que soy.
Caffery guardó la corbata en un cajón de su escritorio, fue al lavabo para mojarse la cara, cogió su teléfono móvil y se dirigió a Greenwich. Cuando llegó al parque, el sol del atardecer se reflejaba en las antiguas ventanas del Royal Observatory prestándoles un brillo dorado. La muerte de Harteveld debería haberle tranquilizado, pero se sentía incómodo, con los nervios a flor de piel y a punto de estallar, como si se estuviera preparando para enfrentarse a nuevos problemas. Sólo estás cansado, Jack, se dijo. En cuanto duermas una noche, el mundo te parecerá distinto.
Rebecca estaba sentada frente a la cúpula en forma de bulbo de Flamsteed con un bloc para acuarela apoyado sobre las rodillas y sujetando un pincel entre los dientes mientras mezclaba las pinturas con otro.
Caffery se detuvo para disfrutar del lujo de observarla sin ser visto. El sol iluminaba la curva de su mejilla, el suave vello dorado de su piel. Con su corta falda escocesa parecía sorprendentemente vulnerable, como si esa extensión de hierba esmeralda cobrara vida con su mera presencia.
Dejó el pincel en el suelo, se pasó un trapo por las manos y, como si le adivinara, levantó la mirada dándose ligeramente la vuelta con los ojos envueltos en sombras por el sol del atardecer.
– Hola.
No se había maquillado y Caffery vio cómo las comisuras de su boca iniciaban una sonrisa.
– Hola, Jack.
– Así que sabes mi nombre.
– Sí. -Bajó la cabeza y el pelo escondió la expresión de su cara.
Mira, he traído un borgoña -dijo abriendo una mochila y sacando una botella y un sacacorchos. Y una bolsa de nectarinas. Espero que no quisieras ir a un McDonald’s.
– Conque vamos a tomar una copa, ¿eh?
– ¿Y?
Jack se encogió de hombros, se sacó la chaqueta y se sentó en el césped cogiendo la botella.
– No era precisamente yo el que estaba preocupado.
– Pero eras tú el que quería verme.
– Cierto.
– ¿Por qué? ¿Qué quieres?
– ¿La verdad?, pensó él. Me gustaría, me gustaría… Carraspeó y empezó a sacar el precinto de la botella.
– Lo encontramos. Era Toby Harteveld. Hace apenas una hora se lo comunicamos a la prensa.
– ¡Oh! ¿El asesino era Toby?
– Hay algo más.
– ¿Qué?
– Ha muerto. Quería que lo supieras antes de que lo vieras por televisión. A las diez de la mañana saltó desde el puente de Londres.
– Dios mío… -Suspiró con los ojos fijos en la ciudad que se extendía a sus pies: río arriba el puente de Londres se alzaba como un naufrago en medio de la niebla y, más abajo, el Millenium Dome, como un esqueleto destacando contra el azul del cielo, rielaba en un horizonte cubierto de bruma. Más allá, el desguace. Así que todo ha terminado.
– Supongo.
Rebecca se quedó en silencio. Al fin, muy decidida, como si ya hubiera superado la sorpresa, sacó dos copas de la mochila y las puso sobre la hierba. Miró a Jack con una sonrisa.
– Tú y yo tenemos algo en común.
– ¿De veras? -Caffery cogió el sacacorchos. ¿Qué?
– Las uñas. Miró sus manos. Desde que todo esto empezó no he sido capaz de tocar nada sin que se me rompieran las uñas, como si así descargara la tensión. -Hizo una pausa. ¿Cuál es tu excusa?
Él sonrió levantando su amoratado pulgar.
– ¿Te refieres a esto?
– Sí, anda, cuéntamelo.
– ¿De verdad quieres saberlo?
– Naturalmente.
– Bien, veamos. Teníamos una cabaña en un árbol. Eso es lo primero.
– ¿Una cabaña en un árbol?
– Ya casi ha desaparecido, quizás un día te enseñe dónde estaba.
– Me gustaría.
– Mi hermano Ewan me empujó. Yo tenía ocho años. El morado debería haber desaparecido, pero ahí está, desconcertando a los médicos. Soy un fenómeno médico.
– Espero que lo mataras.
– ¿A quién?
– A tu hermano.
– No, yo… -Vació. No. Supongo que le perdoné.
Se quedó en silencio y Rebecca frunció el ceño.
– ¿Qué he dicho…?
– Olvídalo. -Descorchó la botella y llenó las copas.
– Lo siento, no he pensado lo que decía. A veces me comporto como una bruta…
– No pasa nada -levantó la mano, de verdad. No te preocupes.
Se miraron a los ojos. Rebecca, asombrada; Caffery, con una sonrisa en los labios. Dentro de su bolsillo, el teléfono móvil, sobresaltándolos, rompió la magia del momento.
– Vaya. -Dejó la botella y, alargándose, cogió la manga de su chaqueta y la arrastró hacia sí. Muy oportuno. Perdona.
Ella se reclinó, casi agradecida de que el teléfono la sacara del atolladero. Jack respondió a la llamada.
– Lo he hecho -oyó una débil voz.
– ¿Verónica?
– Lo he hecho. Por fin he conseguido hacerlo.
– No me hables con enigmas. -Silencia. ¿Verónica?
– Eres un cabrón. -Sorbió como si estuviera llorando. Te lo merecías.
– Escucha…
Pero ya había colgado.
Caffery suspiró, dejó el teléfono y levantó los ojos. Sin mirarle, Rebecca estaba trazando líneas con un pincel.
– ¿Quién era? -preguntó al fin.
– Una mujer.
– Verónica, ¿así se llama?
– Sí.
– ¿Qué quería?
– Atención.
Apoyó la barbilla en la mano y la miró.
– ¿Y piensas dársela?
– No.
– Ya -repuso Rebecca asintiendo con la cabeza.
No te está creyendo, Jack, se dijo él. Se palpó los bolsillos buscando tabaco y, de pronto, por detrás de los rojos tejados del observatorio, una bandada de estorninos emprendió el vuelo. Caffery se sobresaltó inexplicablemente.
– Pájaros -musitó.
Rebecca volvió la cabeza para verlos y los últimos rayos de sol iluminaron su cara. Sonrió.
– «No naciste para la muerte, pájaro inmortal -declamó. Cientos de generaciones hambrientas no han conseguido detener tu vuelo.»
Los estorninos ascendieron en el aire hasta que, de pronto, detuvieron su aleteo para caer luego en picado con un batir de alas. Lanzando una exclamación de sorpresa, Rebecca se protegió con los brazos.
– Creí que iban a atacarnos -se reía atusándose el pelo y bromeando ante su propio nerviosismo. Se calló al ver la expresión de Jack. ¿Qué te pasa?
– No lo sé.
Sacudió la cabeza. Había visto cómo se acercaban los pájaros.
Había visto sus ojos y algo se había removido en su interior. Pensó en Verónica y en aquel montón de huesos. Pensó en la aviesa sonrisa que sorprendió en su cara cuando Penderecki entró en la habitación, como si hubiera sido ella quien lo había planeado. De pronto aplastó el cigarrillo en el suelo y se levantó.
– Será mejor que me vaya.
– Así que vas a prestarle la atención que te ha pedido.
– Sí. -Se bajó las mangas. Supongo que voy a hacerlo.
El Tigra rojo de Verónica estaba aparcado fuera de la casa. Pretenciosa. Como si tuviera todo el derecho a estar allí. Ya había caído la noche y una delgada columna de humo se elevaba sobre los tejados de la zona donde vivía Penderecki. La casa estaba sumida en la oscuridad. Caffery entró con cautela, esperándose lo peor.
– ¿Verónica? -llamó desde el umbral de la puerta, nervioso en su propia casa. ¿Verónica?
Silencio. Encendió la luz del recibidor y parpadeó deslumbrado. Todo estaba tal como lo había dejado: la alfombra ligeramente arrugada y la bolsa para la tintorería todavía hecha un guiñapo. Por la puerta de la cocina atisbó sobre la mesa la taza de su desayuno. Cerró la puerta, colgó la chaqueta en el perchero y entró en la cocina.
– ¿Verónica?
Le faltaba el aire. Le pareció que desde el alféizar de la ventana, una de las plantas de Verónica, una buganvilla, desplegaba sus flores de un rojo obsceno absorbiendo con sus carnosos pétalos el oxígeno de la casa. Se precipitó hacia la ventana y la abrió, dejando que el penetrante olor de la noche entrara en la cocina. Luego tomó un trago de whisky directamente de la botella.
La sala estaba tranquila. Las preciosas copas de Verónica seguían esperando en sus cajas a que las recogieran. Fue en el comedor donde notó su presencia: lo habían limpiado a conciencia, obsesivamente. El aroma a lavanda de la cera para muebles todavía flotaba en el ambiente. De pie en la puerta, reparó en una tarjeta bordeada de negro, como las esquela mortuorias. El texto era muy sencillo: «Que te jodan, Jack. Con amor, Verónica».
– Gracias, cariño -murmuró guardándose la tarjeta en el bolsillo.
Abrió las ventanas y salió al pasillo. Sólo se oía el tictac del reloj de pared del abuelo y el perezoso zumbido de una mosca. Arriba. Debía de estar arriba.
– Ya he llegado, Verónica. -Se paró en el descansillo de la escalera mirando las cerradas puertas de la habitación. ¡Verónica!
Silencio. Subió lo últimos peldaños y se detuvo con la mano en el tirador de la puerta.
De pronto se sintió harto de todo. Si Verónica se había tomado una sobredosis y yacía tirada sobre su cama, pasaría otra noche sin dormir. Urgencias. Lavado de estómago. Examen psiquiátrico. Su estoica familia sentada en silencio, dándole a entender que él era el responsable.
O podría (y tembló sólo de pensarlo) simplemente llamar a Rebecca, decirle que sentía haberla dejado, invitarla a tomar una copa y pasar la noche seduciéndola para llevársela a la cama mientras Verónica se acurrucaba silenciosamente en la oscuridad, sola… Permaneció de pie con el pulso acelerado hasta que esa posibilidad se agotó en sí misma. Luego inspiró profundamente, muy despacio y abrió la puerta del dormitorio.
– ¡Joder!
También había hecho la cama y quitado el polvo. Pero no había nada que recordara la muerte: ni salpicaduras de sangre en las paredes, ni botes vacíos de píldoras. Ni Verónica.
Examinó rápidamente los armarios: todo estaba en su sitio, pulcramente ordenado. El despertador atestiguaba tranquilamente el paso del tiempo sobre la mesita de noche. De pronto Jack pensó en la habitación de Ewan.
Bajó hasta el descansillo y encontró la puerta abierta. Verónica estaba dentro. Mirándole.
Se observaron fijamente. Ella vestía una blusa blanca de seda y unos pantalones anchos de lino. Alrededor del cuello llevaba un fular estampado con diminutas hebillas doradas sujeto con un broche de diamantes. Estaba pálida y parecía estar conteniéndose. Nada en ella sugería que hubiera intentado hacerse daño.
– ¿Por qué estás en mi casa?
– He venido a buscar las copas de mamá. ¿Se me permite hacerlo?
– Recógelas y vete.
– Educación -siseó y enarcó las cejas. ¿Conoces esa palabra, Jack, educación?
– No pienso discutir…
De pronto se interrumpió: las estanterías estaban vacías, los archivadores tirados por el suelo, despanzurrados y aplastados. Se quedó paralizado, intentando dar crédito a sus ojos.
Sabe exactamente cómo provocarme, pensó, y la maldijo mentalmente. Luego se puso en cuclillas para recoger el estropicio de carpetas. La mayoría estaban vacías. Jack sabía muy bien lo poco que recuperaría de su archivo. Sabía muy bien cómo actuaba un corazón vengativo como el de Verónica.
– ¿Y bien? -dijo por fin, sentándose sobre los talones y respirando con fuerza. ¿Qué has hecho, dónde lo has metido todo?
Ella se encogió de hombros y se dio la vuelta para mirar por la ventana. A su pesar, Jack siguió la dirección de sus ojos. Detrás de los visillos, lentas guedejas de humo se alzaban hacia la luna.
– ¡Mierda! -exclamó. Claro, debí haberlo imaginado.
Se acercó a la ventana y allí, tal como había esperado, al otro lado de la vía del tren, iluminado por las ardientes ascuas, silbando y sonriendo como si hubiera estado aguardando la llegada de Jack, estaba Penderecki con la tapa del incinerador en la mano y dispuesto a echar más material al fuego.
– ¡Oh, Verónica! -exclamó Jack exhalando un largo suspiro. Hubiera sido mejor que me arrancaras el corazón.
– ¡Vamos, Jack! No dramatices.
– Puta -masculló él, maldita puta.
– ¿Qué? ¿Qué me has llamado?
– Puta. La miró con frialdad. Te he llamado jodida puta.
– Estás loco -repuso ella incrédula. A veces me haces desear que ese pervertido haya matado realmente a tu hermano. Y muy despacio. -Hizo una mueca. Te lo merecerías por la forma en que me estás matando, maldito cabrón. ¡Me estás matando! -Caffery la agarró con rudeza por un brazo. ¡Jack! ¡Déjame!
La arrastró hasta la puerta, aplastando y pateando las carpetas vacías con los pies.
– ¡Jack! -ser revolvía. ¡Suéltame, Jack!
– ¡Cállate! -La ira le hacía sentirse firme y fuerte.
Tiró de ella por los peldaños disfrutando de su impotencia, disfrutando con sus vanos insultos y sus inútiles forcejeos. Al llegar abajo se paró y la cogió por los hombros, manteniéndola apartada y mirándola con fría tranquilidad.
Ella consiguió soltarse de un tirón y, con los ojos desorbitados y el pelo alborotado, retrocedió frotándose un codo. Ninguna lágrima humedecía su cara. Él comprendió que había conseguido asustarla.
– No vuelvas a tocarme, ¿te enteras?, no…
– Cierra la boca y escúchame.
– Por favor… si te atreves a tocarme papá te lo hará pagar caro…
– Acercó su cara a la suya. No lo repetiré: si vuelvo a verte te mato, y hablo en serio… ¡Te mataré de una jodida vez! ¿Ha quedado claro?
– Jack… por favor…
Él la zarandeó con violencia.
– ¡Te he preguntado si ha quedado claro!
– ¡Sí, sí! -estalló de pronto en sollozos. ¡Y ahora quítame las manos de encima! ¡Aparta tus malditas manos!
– Fuera de mi casa. -La soltó con una mueca de asco. Vete ahora mismo.
– Está bien -balbuceó ella y se alejó con la respiración entrecortada, mirando por encima del hombro para comprobar que no la seguía. Ya me voy.
Caffery entró en la casa, cogió la caja y la llevó hasta la puerta de entrada. Verónica estaba delante del jardín marcando con dedos temblorosos un número en su teléfono móvil. Cuando la puerta se abrió, retrocedió estremecida de espanto. Luego vio lo que él llevaba y, de pronto la expresión se le demudó.
– ¡Oh no! -gimió. ¡Cuestan una fortuna!
Pero él lanzó la caja a la calle: describió una graciosa curva en el aire dejando caer cristal y terciopelo verde, rebotó en el techo del Tigra y acabó por hacerse añicos en medio de la calzada.
– Te juro, Verónica -dijo él antes de regresar a la casa, que te mataré.
Dio un portazo, echó el cerrojo y fue a la cocina a buscar el whisky.