172899.fb2
Malpens, a cien metros del jardín delantero de la casa de Lola Velinor, es una calle tranquila y bordeada por árboles. Las altivas mansiones eduardianas se esconden tras los limeros, jazmines e hibiscos de sus elegantes jardines.
Esa noche, poco antes de las nueve, en la cocina del sótano, con la ventana abierta para que entrara el olor a madreselva, Susan Lister estaba preparando una salsa a base de vino tinto para la cena. Había corrido por el camino de siempre a lo largo de Trafalgar Street, pasando por el St. Dunstan hasta el parque, y todavía llevaba puestos sus pantalones grises de chándal y una sudadera Nike sobre un sujetador de deporte. Su melena rubia, ligeramente húmeda, estaba recogida en una coleta. No iba a tener tiempo de tomar un baño antes de recoger a Michael en la estación. Trabajaba hasta muy tarde y cogía el tren de las nueve menos cinco en el puente de Londres. En la mesa de pino, un televisor portátil estaba sintonizado en las noticias de la BBCi. Pellizcó la punta de un diente de ajo y lo peló. Detrás de ella sonó la campanada de un reloj y la cabecera de las noticias del día.
«Un nuevo cadáver encontrado en el sudeste de Londres. Scotland Yard no ha descartado que pueda relacionarse con los asesinatos de Harteveld».
Susan subió el volumen y se apoyó contra la encimera con un vaso de vino en la mano.
«Al conocerse los detalles del caso, la fiscalía ha exigido una rápida evaluación del PRCU. Programa de Investigación Criminal». En la pantalla apareció la imagen del subsecretario del Ministerio del Interior en el césped que rodea el parlamento con la brisa revolviendo su escaso pelo.
Expresó su condolencia a los familiares de las víctimas y empezó a desgranar las cifras anuales del crimen. Luego, sir Paul Condon, en una conferencia de prensa, aseguró ante las cámaras que el CID de Greenwich y el AMIP eran perfectamente competentes y que muchas gracias y que no, que no podían confirmar ni negar que se tratara de una víctima de Harteveld.
Susan bebía su vino pensativamente. Harteveld había vivido sólo a un kilómetro de distancia. Se había estremecido al descubrir que el peculiar coche verde que solía ver aparcado delante del St. Dunstan cuando salía a correr, había sido el suyo. Y ahora esto, otro cadáver.
Las imágenes mostraron una calle de Londres, reconocible como Royal Hill, con tres detectives vestidos de gris llevando una caja amarilla. Luego una toma de un helicóptero, una fugaz pasada sobre los tejados de Malpen Street y luego la repetición de tres fantasmagóricas figuras enfundadas en monos blancos trajinando dentro del cordón policial.
«Con este nuevo asesinato la cifra no oficial de cadáveres se eleva a seis, de los que sólo cuatro han sido identificados. Esta noche, el comisario jefe Days, del departamento de homicidios del sudeste de Londres, se ha negado a confirmar que estuvieran investigando una posible conexión de este nuevo crimen con Toby Harteveld».
De pronto sintió un miedo irracional y cerró la ventana. Un cadáver en Royal Hill. ¿Tan cerca? Sobrecogida, terminó de picar el ajo, consciente de que sus cavilaciones la llevaban más allá de la madreselva de la ventana. Especies chinas, un poco de soja y la carne de cerdo. Se lavó las manos y cogió las llaves del coche de encima del refrigerador. Michael debía de estar esperándola.
Fuera el aire era suave y cálido, la noche olía al jazmín que ya había florecido en el jardín de al lado. Se detuvo un momento. Todo había terminado pensó. Harteveld había muerto y su cuerpo yacía en algún depósito de cadáveres. Ya no había razón para temer nada. La calle tenía el mismo aspecto de todas las noches, las palmeras del jardín de sus vecinos prestaban al aire un aroma a ciénaga como si fuera a oírse el sonido de las cigarras. Nada que se saliera de lo habitual.
Un coche que no reconoció, francés, tal vez un Peugeot. Vacío.
Quizás esta noche le propondría a Michael que pusieran una alarma en la casa. Se sentiría más segura si él seguía trabajando hasta tan tarde. O un perro. Caminó los pocos metros que la separaban de su Ford Fiesta. Eso sí era una buena idea: un perro.
Dentro del coche todavía hacía calor después de haber pasado todo el día al sol y despedía un olor penetrante. Su marido tenía la costumbre de dejar durante días enteros su ropa de criquet usada en el maletero.
– Te mataré, Michael -murmuró mientras buscaba la llave del encendido.
Le haría sacar la bolsa y lavar la ropa antes de acostarse y le recordaría que ambos trabajaban y que él tenía que hacer algo por la casa.
Se mordió el labio y se abrochó el cinturón de seguridad. Un perro era una excelente idea. Un bóxer o un doberman. Uno grande y fiero. Podría llevárselo cuando saliera a correr, tal vez con eso lograría que los camioneros que pasaban por Trafalgar Street lo pensaran dos veces antes de meterse con ella. Se inclinó para buscar la llave del contacto bajo la luz de una farola, arrancó y miró por el espejo. Del asiento de atrás se incorporó un hombre. Sonriéndole.