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Dos y media de la madrugada, Caffery y Maddox esperan en silencio en la sala de autopsias alicatada en blanco. Cinco mesas de disección de aluminio. Cinco cadáveres rajados del pubis hasta la carótida, despellejados, dejando al descubierto las costillas veteadas con grasa y músculo. Un líquido goteando en las cazoletas puestas debajo de los cuerpos.
Caffery reconocía esa atmósfera gélida, ese olor a desinfectante mezclado con el inconfundible hedor de las vísceras. Pero eran cinco. Cinco. Etiquetados y fechados el mismo día. Nunca había visto nada igual. Los forenses, enfundados en sus batas verdes, se movían rutinariamente. Una de ellos le sonrió tendiéndole una mascarilla.
– Sólo un momento, caballeros -les saludó Krishnamurti desde la mesa de disección más alejada.
El cuero cabelludo del cadáver había sido separado del cráneo hasta la cavidad nasal y apartado de forma que pelo y cara colgaban como una húmeda máscara de caucho hasta el cuello. Krishnamurti sacó los intestinos y los depositó en un recipiente de acero.
– ¿Hay alguien por ahí?
– Yo.
Un delgado forense apreció a su lado.
– Bien, Martin. Péselos, extiéndalos y coja muestras. Paula, ya he terminado, puede coserlo. No suture encima de las heridas. Vamos, caballeros… -Apartó la lámpara halógena, retiró su visera de plástico y, con los guantes puestos y goteando, se dio la vuelta hacia Maddox y Caffery con las manos extendidas.
Delgado, de alrededor de cincuenta años, de ojos de un intenso color castaño, y barba cana cuidadosamente recortada, Krishnamurti era un hombre bien parecido.
– Menudo despliegue, ¿verdad?
Maddox asintió.
– ¿Ya sabemos la causa de la muerte?
– Creo que sí. Y, si estoy en lo cierto, también hemos encontrado algo muy interesante. -Señaló la puerta de la sala-. Entomología les dará más datos, pero puedo adelantarles algunas cosas: la primera que encontraron fue la última en morir. Llamémosla la número cinco. Murió hace apenas una semana. En cuanto al resto debemos remontarnos a un mes atrás, luego cinco semanas y otro mes y medio. La primera debió de morir alrededor de diciembre, pero el tiempo transcurrido entre los asesinatos se fue reduciendo. Hemos tenido suerte, los factores climáticos no han influido demasiado y los cuerpos se han conservado bastante bien.
Señaló un lastimoso amasijo de carne ennegrecida dispuesta sobre la segunda mesa de disección.
– Ésta es la primera. El desarrollo de los huesos confirma que todavía no había cumplido los dieciocho. Hay algo parecido a un tatuaje en su brazo izquierdo. Tal vez sea el único elemento para identificarla. Eso o la odontología. Prosigamos. -Alzó un dedo-. Cuando las trajeron todas iban maquilladas. Muy maquilladas. Claramente visible, incluso después de haber estado enterradas durante tanto tiempo. Sombra de ojos, lápiz de labios. El fotógrafo lo ha registrado con detalle.
– Maquillaje, tatuajes…
– Sí, señor Maddox. Dos de ellas sufrían infecciones vaginales. Una tenía el ano queratinizado, evidencia de consumo de drogas y endocarditis de la válvula tricúspide. No quiero adelantar conclusiones…
– Sí, claro -masculló Maddox-. Pero me está insinuando que tal vez fueran una pelanduscas. Ya lo sospechábamos. ¿Qué puede contarnos sobre las mutilaciones?
– ¡Oh, interesante! -Krishnamurti se acercó a uno de los cadáveres.
No por primera vez, Caffery pensó que el cuerpo humano despellejado era exactamente igual a un pedazo de carne colgando de un gancho.
– Como podrán observar, he hecho otra incisión en T muy ajustada, soslayando la que hizo nuestro hombre y evitando las mamas a fin de poder hacer un biopsia de las incisiones y echar una ojeada por dentro.
– ¿Y bien?
– Han sido extraídos algunos tejidos.
Maddox y Caffery intercambiaron una mirada.
– Sí. Coincide aproximadamente con la incisión estándar que se utiliza para la ablación de mamas. También la suturó. Supongo que resultará significativo que su sospechoso no se molestara en decorar a las víctimas menos bien dotadas.
– ¿A cuáles se refiere?
– A las víctimas dos y tres. Dejen que les muestre algo interesante
– dijo señalando a un forense que estaba suturando un destrozado torso del que había extraído los intestinos-. En las uñas hemos encontrado restos que demuestran que se resistió, pero no he encontrado señales de lucha en ninguna víctima excepto en ésta, la número tres.
Rodearon el cadáver. Era pequeño, tanto como el de un niño, y Caffery supo que a causa de este parecido recibiría una consideración especial por parte del equipo.
– Pesaba unos cuarenta kilos, casi como un pajarito. -Como si adivinara lo que Caffery estaba pensando, añadió-. Pero no era una adolescente, tan sólo una mujer menuda. Tal vez por eso no le mutiló los pechos.
– ¿Color del pelo?
– Teñido. El pelo se degrada muy despacio. Este tono berenjena no debe de haber cambiado demasiado desde el momento del óbito. Ahora, vean. -Señaló unas marcas en las muñecas-. Resulta difícil distinguirlas de las que aparecen durante la descomposición, pero éstas se deben a que fue atada de pies y manos antes de morir. Y también le pusieron una mordaza. Las demás murieron sin enterarse, sólo -fue alzando una mano -traspusieron el límite. Como si cayeran al vacío… Con ésta fue distinto.
– ¿Distinto? -Caffery levantó la cabeza-. ¿En qué fue distinto?
– Se resistió, caballeros. Luchó por su vida.
– ¿Las demás no opusieron resistencia?
– No. -Alzó las manos-. Enseguida me ocuparé de esto. Les ruego tengan paciencia conmigo.
Apartó una balanza y se acercó al supurante e hinchado cuerpo de la primera víctima descubierta.
– Veamos -levantó la cabeza esperando que Maddox y Caffery le siguieran-, este cuerpo pertenece a la número cinco. Espeluznante… Sin duda la lesión en la cabeza fue posmortem, causada por maquinaria pesada. Seguramente aciertan al suponer que se trató de una excavadora. No será sencillo identificarla. Confiamos en encontrar huellas, aunque no resultará fácil. -Con la mano rozó suavemente la piel-. ¿Ven cómo se desliza? No tenemos ninguna posibilidad de conseguir un juego de huellas completo. Lo único que podremos hacer será desollarla y sacar las huellas. Consumía drogas, pero murió de forma instantánea, no de sobredosis. -Dio la vuelta al cuerpo y señaló una serie de marcas verdosas en las nalgas-. La mayor parte se debe a la putrefacción, pero ¿ven debajo unos puntos de sangre coagulada?
– Sí.
Volvió a poner el cuerpo en su posición inicial.
– Hipostenia dispersa, que indica que fue trasladada después de fallecer. También está presente en los brazos. Incluso, lo que no es frecuente, en los tobillos.
– ¿No es frecuente?
– Sólo en los ahorcados. La sangre se acumula en pies y tobillos.
Caffery se estremeció.
– Pero con lo que queda de cuello puedo afirmar que no fue ahorcada.
– ¿Y?
– Estuvo de pie durante cierto tiempo posmortem.
– ¿De pie? -exclamó Caffery-. ¿De pie? -Miró a Maddox como quien espera una explicación tranquilizadora. Pero éste no le respondió, sólo frunció en entrecejo y sacudió la cabeza como diciéndole «no me mires cada vez que no sepas la respuesta».
– Tal vez la sostuvieron -continuó Krishnamurti-. No se aprecia ningún indicio que revele cómo lo hicieron, es estado de putrefacción lo hace imposible, pero tal vez la suspendieron por debajo de los brazos o la sujetaron con algo que la mantuvo de pie. Inmediatamente después de fallecer, cuando la sangre todavía no había empezado a coagularse…
– Se interrumpió-. Miren, la había pasado por alto…
– ¿Qué pasa?
El doctor se inclinó y con unas pinzas sacó algo del cuero cabelludo.
– ¿Qué es?
– Un pelo.
Caffery se inclinó.
– ¿Un pelo púbico?
– Tal vez. -Krishnamurti lo acercó a la luz-. No. Es un pelo de la cabeza. No servirá para el análisis de ADN, no tiene folículo suficiente. -Lo puso en una bolsa y se lo entregó a un funcionario para que lo etiquetara-. Ya he recogido muestras de pelos rubios en tres víctimas. Están camino del laboratorio. -Se acercó a la mesa siguiente-. Número dos. La muerte se produjo hace unas catorce o quince semanas. Un metro sesenta y cinco, alrededor de treinta años. Los dedos se han secado, pero aun así obtendremos sus huellas digitales. Existe un excelente producto a base de gelatina. Infla las yemas de los dedos. Normalmente se seccionan las manos y se mandan al laboratorio, pero desde el escándalo que se armó con la «marquesa» no he vuelto a cortarlas. Lo haremos aquí mismo, por complicado que sea.
Se dirigió a la mesa siguiente, donde yacía un cuerpo abierto en canal. Un amasijo de músculos refulgía entre las costillas. Su pelo, rubio tintado, estaba echado hacia atrás descubriendo la frente. Tenía la garganta abierta a lo ancho dejando ver una cuerda vocal.
– Víctima cuatro, señores.
Caffery le rozó ligeramente el tobillo.
– Perfecto.
Unos centímetros más arriba del tarso podía apreciarse un tatuaje: Bugs Bunny con su típica zanahoria.
– ¿No había indicios de sobredosis?
– No. Ni traumatismos.
– Entonces ¿cómo murieron?
Krishnamurti alzó un dedo y esbozó una sonrisa.
– Observen -insertó los dedos en la cavidad del cuello y ensanchó la garganta, separando la tráquea del esófago, hasta que apareció, resbaladiza y grisácea, la espina dorsal-. Ese cabrón es muy inteligente, pero no tanto como yo. Si se extrae suficiente líquido encefalorraquídeo de este lugar, se produce la muerte instantánea y difícilmente aparecerán huellas. Incluso una punción lumbar corriente debe realizarse con mucho cuidado: si uno se entusiasma demasiado extrayendo líquido, el paciente se te muere entre las manos. Pero estos cadáveres tienen más o menos la cantidad normal en la espina dorsal y no se aprecian punciones en su espalda. Por eso me pregunto si tomó el camino de en medio y fue directamente… -movió ligeramente el escalpelo entre las vértebras y extirpó delicadamente una pequeña porción de membrana blanca – al bulbo raquídeo.
– ¿Bulbo raquídeo?
– Eso he dicho.
Krishnamurti procedió a una segunda incisión y se inclinó para observarla.
– No, no era eso… me he confundido -murmuró para sí mismo al tiempo que manejaba con precaución el escalpelo. Se estremeció y levantó la vista-. No lo hizo extrayendo líquido encefalorraquídeo.
– ¿No?
– Pero ha habido algo. Mire, superintendente Maddox, el bulbo raquídeo es una estructura muy delicada. Basta con introducir una aguja y moverla para que se colapsen todas las funciones vitales… exactamente eso les ha ocurrido a estas mujeres.
– Muerte instantánea.
– Exactamente. Bien, prosigamos. No se aprecian los daños que cabría esperar, pero esto no significa que no se inyectara nada. Incluso el agua hubiera provocado el mismo resultado. Sencillamente, el corazón y los pulmones se hubieran detenido instantáneamente.
– ¿Y cree que, exceptuando la víctima tres, ninguna de ellas se resistió?
– Eso he dicho.
– Pero ¿cómo…? -Caffery se frotó las sienes-. ¿Cómo consiguió que permanecieran sumisas y tranquilas?
– En cuanto recibamos los análisis del contenido del estómago, sangre y tejidos, sabremos lo que las sedó. -Ladeó la cabeza-. Podemos presumir que cuando les clavaron la aguja estaban semiinconscientes.
– Bien. -Caffery cruzó los brazos-. En Lambeth hacen análisis buscando alcohol, rophinol, barbitúricos y sustancias extrañas, pero esas marcas en la frente… -dijo haciendo un gesto hacia una de las víctimas.
Un centímetro por debajo del pelo aparecía una línea horizontal con unas marcas ligeramente ocres.
– Extraño, ¿verdad?
– ¿Las tienen todas?
– Todas excepto la número cuatro. Se extienden alrededor de toda la cabeza. Casi un círculo perfecto. Y siguen un patrón muy peculiar: unos pocos puntos y luego un corte.
Caffery se inclinó un poco más. Punto, punto, raya. ¿Acaso era una broma macabra?
– ¿Cómo se hicieron?
– No tengo ni idea; lo estudiaré.
– ¿Y esta sutura?
– Sí. -Krishnamurti guardó silencio por un instante-. Es profesional.
Caffery se enderezó. Maddox le observaba por encima de la mascarilla con sus ojos grises.
Caffery enarcó las cejas.
– Muy interesante.
– No dije que la técnica fuera profesional, caballeros. -Krishnamurti se sacó los guantes, los echó en una cubeta y se dirigió al lavabo-. Tan sólo el tipo de material. Se trata de seda. Pero la incisión no sigue el procedimiento xifoideo. Muy burdo. La incisión de las mamas no es más que la técnica clásica que se enseña en las facultades de medicina.
– Cogió una pastilla de jabón antiséptico y se la pasó por los brazos-. Ha extraído tejido adiposo casi del lugar correcto, y la incisión es limpia, hecha con bisturí. Pero la sutura no es profesional. En absoluto.
– Sin embargo, si sospechara que nuestro hombre tiene conocimientos de cirugía, ¿qué me diría?
– Le diría que acierta. Ha sido capaz de llegar hasta el bulbo cefalorraquídeo, lo que es meritorio. -Se secó las manos-. Bien. ¿Quieren ver lo que hizo antes de coserlas?
– Naturalmente.
– Síganme.
Los condujo hasta una antesala donde su ayudante mascaba chicle limpiando los intestinos en una pileta. Los mantenía debajo de un grifo y enjuagaba el contenido en una palangana examinándolos por las dos caras en busca de señales de corrosión. Al ver a Krishnamurti los dejó a un lado y se lavó las manos.
– Muéstreles lo que encontramos dentro de la cavidad torácica, Martin.
– Desde luego.
Mantuvo el chicle contra la mejilla y cogió una palangana de acero cubierta con papel de estraza. Lo apartó y mostró su contenido.
Maddox se inclinó para mirarlo y se echó hacia atrás como si le hubieran abofeteado.
– ¡Joder! -Se dio la vuelta sacando de su bolsillo un pañuelo.
– ¿Puedo verlo?
– Por supuesto.
Caffery echó una cautelosa mirada. En el maloliente fondo de la palangana salpicada de sangre se amontonaban, como para conservar el calor, cinco diminutos cadáveres.
Alzó la mirada hacia el forense.
– ¿Son lo que parecen?
– ¡Oh, sí! -asintió el forense-. Son exactamente lo que aparentan ser.