172899.fb2 El latido del p?jaro - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 42

El latido del p?jaro - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 42

CAPÍTULO 41

Cuando llegaron a urgencias, Susan Lister seguía inconsciente. El enfermero que la había traído en la ambulancia, Andrew Benton, un joven negro de aspecto saludable y con el pelo cortado a rape, estaba impresionado. Se sentaron a hablar en una pequeña habitación contigua a la enfermería.

– De verdad, ha sido muy duro. Mire, he visto muchas cosas, pero esto… -Sacudió la cabeza. Esto me ha superado. Y en cuanto a él, su marido…

– ¿Fue él quien la encontró? -preguntó Maddox.

– ¿Puede imaginárselo? Encontrar a tu mujer en ese estado. Estaba en un contenedor de basura enfrente de su casa. Ése es el valor que ese cabrón da a la vida humana, como si fuese basura.

– ¿A qué hora le llamaron?

– A las once. Me dijeron que era una emergencia absoluta. Le miró a los ojos. Cuando el señor Lister llamó, creí que le daría un colapso. Esa bestia la había arrojado a la basura dándola por muerta. -Su cara se contrajo. ¡Dios!, si ni siquiera yo podré conciliar el sueño esta noche, ya puede imaginarse cómo se sentirá ese pobre diablo.

– Hábleme de ella. ¿Estaba vestida?

– No. Estaba envuelta en una bolsa de basura. Creo que uno de sus hombres se la ha llevado como prueba o algo así. Han buscado por todas partes. Antes de que me llevara a esa pobre mujer ya estaban acordonando la zona.

– Es mejor proteger la escena del crimen. -Maddox se sentía violento. Así evitamos que desaparezcan pruebas.

– Ya. No quería ofenderle.

– No se preocupe. ¿Heridas?

– La han rajado tanto que seguramente morirá desangrada, si no por septicemia. El especialista dice que tiene una infección bronquial y fallos renales. Cuando la vi estaba semiconsciente.

– ¿Dónde tiene los cortes?

– En los pechos. -Se frotó la cara. La habían cosido. Lo primero que pensé es que se había sometido a una operación de cirugía a manos de un matarife. Pero después oí a su marido sollozar mientras contaba cómo había desaparecido, luego la vi en la camilla y…

– ¿Y?

– Pues que comprendí que había algo raro.

– ¿Raro?

– Resulta difícil de ver, pero los puntos eran… bueno, obra de un loco.

Caffery se miró las manos. Recordaba haber oído pronunciar unas palabras semejantes a un agente del CID en el desguace de North aquel primer sábado.

– ¿Y la cabeza?

– La golpearon un par de veces en un lado. Estaba cubierta de maquillaje, como una fulana. Su marido cree que le cortaron el pelo. No dejaba de repetirlo una y otra vez. ¿Por qué le ha cortado el pelo? ¿Por qué le ha cortado el pelo?, como si fuera lo más importante del mundo.

– Sin peluca. A ésta la eligió a su medida -murmuró Caffery.

Benton le dirigió una mirada de incomprensión.

– ¿Qué ha dicho?

Caffery se levantó y se puso la chaqueta.

– Nada. -Miró a Maddox. Voy a echar un vistazo a la señora Lister. Te veré en el lugar de los hechos dentro de… ¿un par de horas?

– ¿Dónde piensas ir?

– No tardaré mucho. Tengo una idea, pero deja que hable con alguien de Lambeth, a ver si me confirma que voy en la dirección correcta.

Estaba tumbada boca arriba con los brazos extendidos y la cara vuelta hacia la puerta, como si esperara una visita y se hubiera dormido cansada de esperar. El pelo que caía sobre sus amoratados ojos era de un rubio casi blanco, del color de la arena bañada por el sol. Alguien había intentado limpiarla, pero su boca todavía estaba manchada con carmín y sus manos y uñas, advirtió Caffery, estaban sucias de polvo.

El aliento de Caffery empañaba la ventana. Pasó el puño de su camisa por el cristal. Una enfermera apareció en su campo de visión y se quedó observándolo. Jack se apartó de la puerta. Había visto todo lo que necesitaba ver.

Exactamente igual a las demás, pensó, comprendiendo por fin lo que estaba ocurriendo.

Cuando aparcó en Lambeth Street enfrente del Instituto Anatómico Forense, ya estaba oscureciendo y el parabrisas de su Jaguar estaba salpicado de insectos. Las luces del vestíbulo arrojaban las largas sombras de las yucas en el suelo de mosaico del pasillo.

El guarda de seguridad se levantó del mostrador y le tendió un pase a Caffery.

– Le diré que sube, pero vamos a cerrar dentro de diez minutos, señor… Deberá salir dentro de diez minutos.

Le esperaba en la puerta del ascensor. Vestía unos pantalones de chándal gris marengo, una sudadera verde, una Reebock y sostenía una lata de coca-cola. La doctora Jane Amedure, con su pelo gris cortado a lo paje, su cuerpo esbelto y casi con los hombros a la altura de los suyos, le pareció a Jack extrañamente hermosa.

– Lo siento, detective Caffery. -Le condujo por silenciosos pasillos con copias de Audubon colgadas de las paredes pasando por delante de guardias de seguridad haciendo su última ronda, de técnicos sacándose sus batas de laboratorio desechables. Lamento las noticias y siento haber tenido que confiárselo a terceros. Intenté ponerme en contacto con usted, pero…

– No se preocupe. Gracias por su ayuda pero he venido por otra razón.

Le miró de reojo.

– Desgraciadamente no creo que hay venido para invitarme a salir. Así que mi astuta mente científica deduce que ha venido por el asunto Walworth. ¿Correcto?

Jack sonrió.

– Correcto.

– Adelante. -Le abrió la puerta de su oficina. Hoy hemos recibido muchas cosas de usted… las muestras para los análisis de Harteveld, un pelo que me ha interesado especialmente…

– ¿Gusanos?

– ¡Oh, sí! También esos bichos asquerosos. Gracia a Dios, ya han sido enviados al Museo de Historia Natural. El doctor Jameson piensa redactar un informe comparando las condiciones en que se habían desarrollado desde el estado de larvas. -Empujó una silla para que se sentara y ella se aposentó detrás de un escritorio repleto de montones de documentos, latas de coca-cola y ceniceros. Una lámpara de mesa enfocaba el tablero y, desde la repisa de una ventana a espaldas de la doctora Amedure, una máscara nigeriana dominaba la habitación con su penetrante mirada. A primera vista todo parece seguir el patrón de costumbre -explicó, sólo un par anomalías, pero por lo demás no hay diferencias con las demás víctimas.

– Sí, lo sé. Es exactamente lo que ha dicho Krishnamurti. Y eso es lo que me preocupa.

– ¿Preocuparle?

Él acercó su silla al escritorio.

– Por favor, explíqueme por qué las moscas, esas que ponen sus huevos en las heridas…

– No, no son huevos. Nuestra amiguita, la sarcóphaga, no se molesta en poner huevos, sino larvas.

– ¿Siempre en las heridas?

– Sí. -Cogió una lata de coca-cola y la sacudió. Vacía. Movió la siguiente intentando descubrir cuál acababa de dejar sobre la mesa. Veamos, a pesar de mis escasos conocimientos en entomología, intentaré explicárselo. Las moscardas ponen sus huevos en las membranas mucosas. Es decir, en la boca, el ano, la vagina, ojos y fosas nasales, etc.

En las muertes accidentales suele haber heridas y sangre. Entonces, mientras las dípteras hacen su trabajo, la mosca de la carne se dirige hacia las heridas.

– Pero eso no fue lo que le pasó a Peace Jackson.

– Ni a ninguna de las víctimas. La sarcóphaga estaba en estado de larva, como la díptera, pero la mosca de la carne todavía no se había desarrollado; por ello supimos que había hecho su aparición más recientemente. Eso nos puso en el buen camino: comprendimos que las heridas habían sido infligidas posmortem. Los niveles de serotonina en la sangre nos ayudaron a reducir aún más las posibilidades. -De pronto localizó la lata de coca-cola. Aproximadamente después de sesenta a setenta y dos horas.

– ¿Sesenta? ¿Es el mínimo?

– Sólo es una estimación.

– Vale… pero ¿cuándo es lo más pronto que pudieron poner los huevos?

– ¿Aproximadamente? Diría que… bueno… el miércoles por la mañana. Pues como las demás, después de tres días… -Se interrumpió. Señor Caffery, ¿hay algo que le preocupe especialmente?

– Sí. -Se llevó los dedos a las sienes. Harteveld estaba bajo vigilancia desde el martes por la tarde. A las diez de la mañana del miércoles ya estaba muerto. Doctora Amedure, había polvo de cemento en todas las víctimas.

– Lo sé. Todos supusimos que procedía del desguace. Imagino que debería sonrojarme… pero estamos en ello. Hemos puesto en marcha una difracción por rayos X. Cuando se haya completado nos pondremos en contacto con la base de datos del CCRI en Gaithersburg.

– ¿No existe una base de datos en el Reino Unido?

– Maryland tiene la mejor, pueden trabajar con un difractograma o con una fase del análisis, imprimirlo y comparar los cloratos, la metacaolinita, los sulfatos, con sus patrones.

– ¿Cuánto tardará?

– ¿Nosotros? Menos de veinticuatro horas. En cuanto a Maryland… no sé. Normalmente son bastante rápidos.

– ¿Puede empezar esta misma noche?

– ¡Pero bueno, señor Caffery! -le sonrió por encima de su coca-cola. Supongo que no será necesario recordar lo mucho que paga el AMIP por pasar una noche en vela.

– No se ha enterado, ¿verdad? -se revolvió incómodo. Esta noche ha pasado algo que lo ha dejado todo de nuevo en el aire. No estamos seguros, pero puede haber algún otro maníaco por ahí.

La expresión de la doctora se demudó. Dejó la lata en la esa, cogió el teléfono y marcó un número.

– Voy a hablar con el jefe de servicio. Si conseguimos el personal necesario, podremos hacerle un hueco.

Mientras esperaba que le contestaran, rebuscó entre sus papeles y sacó una espectrografía.

– El pelo del que le estaba hablando. Mismo color y largo que el de la peluca pero con una sección perfecta… Caucásico, decolorado.

Y cayó de forma natural.

– ¿De alguna otra víctima? -Caffery se inclinó y cogió el papel que le tendía. ¿Tal vez se quedó enganchado en algún mueble?

– No coincide con el de ninguna víctima -respondió negando con la cabeza, ni siquiera superficialmente. Y todo lo que podemos averiguar es su ADN y algunos hábitos de su propietario. ¿Ve ese precioso punto en el medio? Revela la presencia de marihuana en el metabolismo.

– ¿Y ése?

– Aluminio.

– ¿Aluminio?

– Bueno -se cambió el auricular de oreja, digamos que puede indicar casi cualquier cosa. Una vez estudié un pelo que se salía de lo común. Al final pertenecer a un enfermo con una depresión obsesiva compulsiva, y su compulsión era el desodorante.

– ¿Lo que significa que puede existir otra víctima que desconocemos?

– Exactamente.

Caffery dejó la hoja de papel sobre el escritorio y se puso de pie.

– Doctora Amedure, ese análisis de Maryland es necesario.

Cueste lo que cueste.

– Si usted lo dice… -puso la mano sobre el auricular -y si el AMIP dispone del dinero, no hay nada que no podamos hacer.

La una de la madrugada de una noche de verano y empezaba a refrescar. Greenwich había proporcionado los focos y acordonado la calle. La prensa, que hacía poco se apiñaba en esa zona, se dirigía hacia el hospital para olisquear de cerca la sangre de Susan Lister. Caffery y Maddox estaban sentados en el Jaguar debajo de una farola justo dentro del perímetro policial.

– Polvo -le contaba Jack a su comisario, polvo de cemento. -Se dio la vuelta con un crujir de cuero, pasó un brazo por el respaldo del asiento y miró a Maddox. Deja que te lo explique.

Le expuso detalladamente sus ideas, sus sospechas, contándole por encima cómo llegó por primera vez a intuir lo que estaba sucediendo. Sin elaborar y cobrando forma, pero creía que estaba en el camino correcto. Explicó cada conexión, justificó cada uno de los pequeños pasos de su intuición.

– No sé, Jack -dijo Maddox después de un prolongado silencio, no estoy muy convencido… -Tamborileaba con sus dedos en el salpicadero.

El inspector Basset, de pie debajo de un foco fuera de la zona acordonada por la policía, bebía un café observando a Quinn, inconfundiblemente embutida en su fluorescente uniforme blanco, mezclando un polvo en un pequeño contenedor de plástico. Al cabo de un rato, Maddox se enderezó y empezó a abrocharse la chaqueta.

– Tengo que pensar en todo esto. Durmamos un poco. Vuelve a Shrivemoor a las… ¿digamos a las seis?, así podrás contárselo a Essex y a Kryotos antes de la reunión… ya veremos cómo reaccionan.

Después de irse Maddox, Jack lió un último cigarrillo y dio un paseo por la calle. Los jardines olían intensamente a jazmín. Se detuvo para mirar un rectángulo de luz en el tejado de un garaje. Fue cuando advirtió dónde estaba.

Malpen es una bocacalle de South Road. Habían llegado por una dirección distinta, pero de pronto se dio cuenta de que se encontraba solamente a cuatro o cinco portales de la tienda de segunda mano.

Una valla baja bordeaba los jardines que daban a la calle y desde donde se encontraba alcanzaba a ver las fachadas posteriores de las casas, cortadas en diagonal por el techo de un garaje. Una ventana iluminada estaba ligeramente abierta para dejar entrar el aire de la noche.

La cocina de Rebecca.

Volvió sobre sus pasos y, apartándose de las farolas, se apoyó contra el coche para sacar el móvil del bolsillo de su chaqueta. El sonido del teléfono de Rebecca se oyó en la noche.

– ¿Oiga? -Pero la línea crepitó y Jack se dio cuenta de que estaba hablando con un contestador.

«Sentimos que te molestes y gastes tu dinero llamándonos cuando no tenemos la decencia de quedarnos en casa esperando tu llamada», decía la voz de Joni.

Caffery juró por lo bajo.

– Escucha, sé que hay alguien en casa. Soy Jack, el inspector Caffery. Coge el teléfono. -Esperó. Nada. Suspiró. Rebecca, Joni, escuchadme, por favor. Debéis tener mucho cuidado, esto todavía no ha terminado. Mantened vuestras ventanas y la puerta bien cerrada. Y, Rebecca… llámame cuando puedas.

Colgó y se quedó en la oscuridad mirando la ventana. Unos momentos después, la luz de la cocina se apagó y una silueta se acercó a cerrar la ventana. Caffery no distinguió quién era. Se puso el móvil en el bolsillo y subió al Jaguar.