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Con la ayuda de media botella de whisky consiguió dormir durante tres horas antes de despertarse sobresaltado por un pensamiento.
Susan Lister no había sido abierta en canal.
Suspiró y se dio la vuelta tapándose los ojos con las manos.
Ningún pájaro cosido dentro. Ningún pájaro.
¿Por qué? ¿Por qué esta vez no encerraste ningún símbolo?
Jack se estremeció. Se incorporó sobre los codos y parpadeó con el corazón palpitándole.
Si no es un símbolo, ¿qué es?
Susan Lister estaba viva. Ningún pájaro. ¿Y las seis lastimosas carroñas del depósito de cadáveres? Un pájaro vivo, debatiéndose. Debatiéndose con tanta fuerza que llegó a desgarrar el tejido. El trabajo de Harteveld parecía ir incluso más allá de la muerte.
El claro de luna y Caffery acostado boca arriba respirando lentamente, escuchando su corazón. Creía saber qué significaba el pájaro. Y creía saber cómo encajaba exactamente en el rompecabezas. Ya sabía adónde se dirigía.
El equipo F, algunos de cuyos miembros ya se habían llevado sus pertenencias, recibió aviso de que acudiera a la reunión matutina. Caffery se reunió una hora antes con Maddox, Essex y Kryotos. Estaban cansados y desmoralizados. Caffery se quedó de pie durante unos minutos en medio de la oficina de investigación con las gafas en la mano: pensando, poniendo sus ideas en orden, mientras Maddox le observaba desde la esquina donde estaba sentado con la cabeza apoyada en las manos.
Marilyn Kryotos estaba en la cocina preparando café. Oyeron el sonido de las cucharillas chocando contra las tazas cuando se acercaba por el pasillo. Al entrar con el café, canturreaba como se esperara aliviar el ambiente depresivo que flotaba en el aire.
Maddox suspiró.
– Bien. -Se pasó las manos por la cara y miró a Essex y Kryotos. Supongo que ya estáis al corriente de lo que pasó ayer por la noche.
– Sí.
– Y que ha aparecido un pelo desconocido en Peace Jackson. Debe de pertenecer a otra víctima… así que me importa un rábano lo cansados que estéis, pensad «mierda» y os la tragáis. Jack, ¿estás listo?
– Sí.
– Adelante -agitó una mano en el aire. Anda, empieza, cuéntales lo que me dijiste.
– De acuerdo.
Con los ojos clavados en el suelo, pareció titubear. Luego su cara se iluminó. Se puso las gafas y los miró.
– Ha sido el Hombre Pájaro -dijo simplemente.
Essex y Marilyn intercambiaron una mirad.
– ¿Un imitador? -preguntó Essex.
– No. Quiero decir que éste es el Hombre Pájaro. La prensa no se cansa de buscar imitadores. Harteveld era el asesino. El Hombre Pájaro es el mutilador. Harteveld está muerto. El Hombre Pájaro sigue actuando.
Marilyn dejó se servirse azúcar y le miró de hito en hito. Essex tenía el ceño fruncido y movía su taza de café en círculos sobre la almohadilla del ratón del ordenador. Maddox apoyó su barbilla en la mano para observar sus reacciones. Luego sus ojos se dirigieron a Caffery.
– Vas a tener que convencerlos
– Puedo hacerlo. -Abrió su maletín y le tendió a Marilyn las notas que había tomado en el Instituto Anatómico Forense.
Jane Amedure opina que las heridas infligidas a Peace Nbidi Jackson se habían producido como en el resto de las víctimas… tres días después de la muerte.
– ¿Lo que significa?
– Que Harteveld ya estaba o bajo vigilancia o muerto. Quinn y Logan no pudieron encontrar ninguna evidencia en Halesowen Street porque no fue Harteveld el que practicó las mutilaciones. Fue otra persona.
– Como un pequeño club. -Marilyn le tendió las notas a Essex y volvió a revolver el azúcar de su café. Un club de necrófilos. Reglamento, el habitual: no se permiten negros, ni judíos ni zapatillas en la sede del club…
– Alto ahí. -Maddox levantó una mano. Dejadle continuar. Ya nos reiremos cuando presente su plan de trabajo.
– Perfecto. -Caffery se sentó enfrente de ellos. Extendió las manos sobre la mesa. Creo que sucedió lo siguiente: Harteveld es necrófilo, ninguna duda sobre esto. Pero es alguien inhabitual dentro de este tipo de parafílicos porque es un hombre instruido: sabe en qué mierda puede meterse, así que lo guarda en secreto, no actúa como tal: si cayera dentro de la estadística de los perversos, hubiera podido incubarlo durante años. Así pues, hace unos siete meses algo hizo que estallara… Le ocurre algo crucial, tal vez una decepción, un trastorno profesional, tal vez nunca sepamos exactamente qué, pero empieza a manifestarse. Actúa sin pensar, se divierte, y entonces, cuando todo ha pasado, se da cuanta del lío en que se ha metido. Se encuentra con un cadáver. Y le da pánico deshacerse de él. Pero puede arreglárselas porque conoce a alguien que puede ayudarle. No se trata de otro necrófilo, sino de un oportunista: un inadaptado sexual o un sádico, alguien tan enfermo que no le preocupa se la víctima está viva o muerta. Es él, no Harteveld, el que limpia los cuerpos.
– Limpieza de artículos de segunda mano -murmuró Essex.
– Quinn no encontró ese tipo de jabón en casa de Harteveld.
– Maddox abrió un pequeño envase de leche. ¿Cuál era?
– Wrights Coal Tar.
– Mmm -gruñó, quedándose en silencio por unos instantes. Se puso la leche en el café y miró pensativamente a su detective.
Vamos, Jack, sigue. -Tiró el envase a la papelera y se acomodó en la silla. Convéncenos.
A eso iba. ¿Recordáis que no podíamos entender cómo cojones se las arreglaba Harteveld para elegir a víctimas que no se daban por desaparecidas? Pues bien, Logan le enseñó a Géminis una foto de Harteveld y ni se inmutó. La camarera tampoco. Como si nunca hubiera estado en el pub. Géminis llevaba a las chicas a Croom’s Hill para una cita previamente concertada. Así pues, creo que era este segundo criminal el que hacía los preparativos. Buscando a las chicas, averiguando cuáles no serían dadas por desaparecidas, cerrando los tratos. Por eso nunca vieron a Harteveld en el pub: alguien les seleccionaba las víctimas.
– ¿Y es el mismo criminal el que aparece después?
– Y es él, no Harteveld, el que dispone la decoración: el maquillaje, las pelucas…
– ¿Estamos hablando del asesino de Lister? Marilyn ya parecía más convencida. ¿Trabajando por su cuenta?
– Exactamente. Le ha tomado gusto.
– Esto contestaría muchas preguntas -dijo Essex, como por qué esa tía de Royal Hill no se enteró durante dos días de que tenía un cadáver en el cubo de la basura. Tal vez tenía razón al creer que sólo había estado allí durante esa noche. Tal vez ese otro tipo se deshizo de ella después de que Harteveld cantara el canto del cisne.
– Sigamos -Caffery se inclinó hacia delante. Peace Jackson tenía polvo de cemento en el pelo, el mismo polvo que tenían las otras. Al principio creímos que procedía del lugar donde las encontramos, el desguace, pero Peace nunca estuvo allí. Lister tampoco, pero al limpiarla los forenses encontraron un poco de polvo gris. Tal vez nos enfrentamos a otro Fred West, tal vez está en el ramo de la construcción o está haciendo obras en su casa. Pero lo más importante es que creo que tiene alguna relación con el St. Dunstan.
– Marilyn -Maddox se levantó golpeándose los dientes con un bolígrafo, comunícame con el comisario jefe. Todo esto va a encantarle. Por cierto, Jack -se sentó a la mesa y miró a su inspector, sé que estás tramando algo.
– ¿Lo sabes?
– ¡Oh, sí! Seguro que ya tienes una idea de quién es, ¿no es así?
– Sí. No debería haber dejado que se me escapara.
– Adelante. Llévate a Essex. También puedes llevarte a Logan cuando llegue.
– No tan deprisa… no tan deprisa -Marilyn tenía el ceño fruncido. Creí que el forense te había dicho que no había marcas en la cabeza de Lister.
– Ni debía haberlas -dijo Caffery. Igual que Hatch, su pelo era del color adecuado. Se lo cortó para que fuera exactamente igual. La eligió porque se parecía a lo que él deseaba. Corría para hacer ejercicio, el St. Dunstan estaba en su ruta habitual. Supongo que fue así como la descubrió. Fue la primera vez que no tuvo que coger lo que le daban: esta vez eligió. Ahora está cazando por su cuenta.
– Pero no la habían… bueno, ya sabes cortado para abrirla y meterle el pájaro. No había ningún pájaro.
– Sí… -Se quitó las gafas y se frotó los ojos. Cuando volvió a mirarlos todos se dieron cuenta de lo cansado que estaba. Eso es porque no estaba muerta.
– ¿Qué?
Caffery apoyó las palmas en la mesa y apretó los pulgares mirándolo fijamente.
– Las abrió para meter el pájaro. No es como Harteveld, no ha elegido a unas víctimas muertas. Es un violador sádico, pero la muerte no es lo que le divierte. Preferiría que estuvieran vivas para disfrutar de su miedo. -Miró a Marilyn, esperando que no le resultara demasiado desagradable. No abrió a Lister por la simple razón de que su propio y sano corazón estaba latiéndole dentro del pecho. Un corazón que podía oír reaccionar bajo la tortura.
– ¿Qué nos estás contando? -preguntó ella con voz desfallecida. Los pájaros estaban vivos cuando los metió. Debieron de debatirse, como -se bajó las mangas de la camisa como si de pronto el frío hubiera invadido la habitación -el latido de un corazón.
– Exactamente. -Caffery se levantó y se puso la chaqueta. Exactamente.
Con la excitación de la última noche se había retrasado. Tenía muchas cosas en la cabeza. Su próximo cumpleaños, Joni y, por supuesto, la persona que había pasado, destrozada y encogida, un día y una noche en su piso.
Se estremecía al pensar lo fácil que le había resultado el secuestro, y luego deshacerse de ella: en su propio jardín para que la encontrara su marido. Y, por supuesto, lo que ese éxito auguraba para e futuro.
Al principio, cuando se sentó en el asiento de atrás empuñando el serrucho, sencillamente perdió los nervios. Creyó que estaba teniendo un ataque epiléptico: retorcía la cabeza, sus pies daban patadas, abría la boca sin poder emitir sonidos, los dientes le castañeteaban. Pero una vez se decidió a dejarla sin sentido, golpeándola en la sien con el mango del serrucho, todo resultó muy fácil.
Sólo había habido un inconveniente: después de haberla observado durante muchos días correr por las mañanas por delante del St. Dunstan, creyó que había elegido a la persona adecuada, que no iba a necesitar operarla. Pero sufrió una amarga decepción cuando la desnudó en su piso, vio sus pechos y comprendió que sería necesario cortarlos un poco. A pesar de todo, sólo había sido un pequeño detalle comparado con el éxito abrumador del conjunto de la operación. Y su confianza, ya acrecentada durante los últimos meses, salió reforzada. Para su cumpleaños ya estaría preparado para el momento de la verdad. Reflexionaba sobre todo esto en su repugnante y enrarecida cocina mientras abría una bolsa de M & M y meneaba distraídamente un dedo a través de los barrotes de una jaula donde tiritaban cuatro abatidos y medio calvos pinzones. No recordaba la última vez que los había alimentado, pero eso ya no tenía importancia.
Faltaba un día para su cumpleaños. Un solo día. Cogió las chocolatinas y se dirigió al cuarto de baño. Debía prepararse.
A las nueve en punto de la mañana, el teléfono del departamento de personal del St. Dunstan empezó a sonar.
– Personal. Soy Wendy.
– Wendy -Jack se apoyó en la mesa de su despacho, soy el inspector Caffery del AMIP, al que usted ayudó con aquella pequeña habitación de la biblioteca.
– ¡Oh, claro! Buenos días, inspector. Me estaba preguntando cuándo tendríamos noticias suyas. Todo esto nos ha pillado de sorpresa. ¿Sabía que el señor Harteveld era bastante conocido en personal? Debo decirle que estoy consternada, terriblemente consternada. Espero que su comportamiento no haya empañado la imagen del St. Dunstan, inspector. Sentiríamos mucho que… bueno, estamos muy orgullosos de nuestra reputación y si creyera por un momento que ese espantoso hombre la ha perjudicado, yo…
– Wendy -la interrumpió él.
– Sí -tragó saliva, disculpe.
– ¿Tiene una lista de los empleados que están de permiso?
En cuanto le dio el nombre de la persona por la que estaba interesado, ella dijo:
– Inspector Caffery, voy a dejarle en espera mientras busco su carpeta.
Le dedicó un fragmento del Canon de Pachelbel y regresó en menos de un minuto, sin aliento y muy excitada.
– ¿Inspector?
– ¿Sí?
– Es señor Thomas Cook está de permiso, debe reincorporarse el ocho de junio.
– O eso dice.
– ¿Perdón?
– Olvídelo. ¿Tiene su dirección?
Cook vivía en la planta baja de un remodelado edificio de dos pisos en Lewisham. En la calle no estaban haciendo obras ni tampoco en la fachada de la casa. Dejando a Logan en el coche con el agua cayendo de firme sobre la capota, Caffery y Essex se cubrieron la cabeza con las gabardinas para protegerse de la lluvia, y avanzaron sigilosamente por el patio hasta la puerta que daba al jardín. Las plantas estaban muy crecidas y tampoco se advertían restos de cemento o trabajos de construcción.
La casa estaba en silencio, las ventanas cerradas y las cortinas de la planta baja, corridas.
Se encontraban de pie en la hierba húmeda viendo cómo la lluvia caía por el tejado a dos aguas, cuando sus transmisores cobraron vida.
– Bravo 602 a bravo 606. -Absurdamente, Logan musitó un «señor».
Caffery sacó su transmisor.
– Bravo 602, adelante.
– Hay movimiento, señor. Dentro de la casa.
– Te recibo. Estamos en camino. ¿De quién se trata?
– Una vieja, señor.
– ¿Una vieja?
– Ya sabe, pelo gris, lentes bifocales.
– ¿La vecina del piso de arriba?
– Pues si es la vecina me gustaría saber qué está haciendo en el piso del sospechoso, señor.
– Mira -le dijo Essex a Jack.
Se dieron la vuelta. Por la ventana de la fachada principal de la planta baja entrevieron un par de manos corriendo una cortina.
– Vamos allá. -Caffery echó a andar hacia la casa. Tal vez me haya confundido.
– Jack -Essex trotaba para mantenerse a su altura, ¿qué crees que estás haciendo?
– Tal vez me haya equivocado y el veintisiete A sea abajo y el veintisiete B arriba. -Llamó al timbre mientras Essex se estremecía a su lado.
– Esto no me gusta, Jack.
– ¿Qué te pasa? Sólo es una viejecita.
– Vestida para matar -siseó Essex.
En el recibidor resonaron unos pasos pesados. Caffery sacó su placa del bolsillo y Essex dijo:
– Lo digo en serio, Jack. Esto no me gusta nada.
Su cara, reflejada en el manchado espejo encima del lavabo, con sus dientes estropeados y su piel enrojecida, le confirmaba su convicción de que tenía derecho a la rabia, que tenía permiso para hacer sentir su saña. Ni un solo día había dejado de avergonzarse de su aspecto: tenía tendencia a engordar y nunca había conseguido aligerar sus caderas de aspecto femenino y sus rechonchas piernas de bebé. Cuando andaba, sus muslos se rozaban y cada noche le escocían.
Pero tenía la lujuria de un toro. El sexo le obsesionaba, aunque no le sorprendió llegar a los veinte años todavía virgen. Su primera miserable conquista fue en un húmedo callejón de Camden a cambio de media botella de Pink Lady; más tarde, en Hackney, una prostituta por un billete de diez libras, cuatro Pernod y jarabe de grosella. Fue a la edad de veintidós años cuando, mientras estudiaba para volver a presentarse a los exámenes de biología, física y química, consiguió que le contrataran como guardia de seguridad en la UMD.
Sus obligaciones, a la sombra de la estación del puente de Londres, le dejaban tiempo para estudiar e incluían comprobar los pases, información a visitantes, tiritar en la cabina del aparcamiento del departamento de patología y, cada dos semanas, por la noche, una ronda de vigilancia por los pulidos pasillos, la cantina vacía, las aulas, el laboratorio de patología, el de anatomía…
El laboratorio de anatomía, donde dieciséis años atrás su vida se había unido inexplicablemente a la de Harteveld.
Había sido un peculiar encuentro de dos mentes perturbadas. Observándose mutuamente por encima de los cadáveres envueltos en mortajas verdes y de las mesas de disección, sabían, con el convencimiento de los amantes, que habían encontrado a su alma gemela. No necesitaban expresar con palabras el infierno en que vivían. El arrogante aristócrata que miraba con condescendencia a las clases más bajas lo sabía.
No aprobó los exámenes de ingreso y poco después abandonó su sueño de convertirse en médico y se marchó de la empresa de seguridad. Harteveld también dejó la UMD, pero el pacto secreto entre el heredero de una fortuna farmacéutica y el ex guardia de seguridad resistió el paso del tiempo. Sus peculiares intereses siguieron siendo los mismos.
Con el paso de los años tuvo en su haber varias violaciones, en aparcamientos o en el bosque, siempre chicas demasiado borrachas para recordar la matrícula o al hombre bajito que las recogía en su coche. La primera vez que llegó hasta el sur del río se encontró con una chica que era bailarina de strip-tease en Greenwich. Eran las dos de la madrugada del día de su cumpleaños cuando la vio deambulando por las calles al norte del túnel de Rotherhite, intentando que alguien la llevara. Con su minifalda de flecos y chaqueta de cuero, con su pelo de un rubio nórdico cortado con flequillo recto, era la mujer más bonita que él había visto en su vida.
Incluso ahora, en su frío y húmedo cuarto de baño de Lewisham, gemía involuntariamente sólo de pensar en el amor que había depositado en Joni.
Él se había inclinado hacia ella en el asiento emitiendo unos ruidos guturales para sobar su suave cuerpo apresado bajo el cinturón de seguridad. Debajo de su cazadora de cuero su corazón aleteaba como un frágil pajarillo. Pero cuando él intentó levantarle la falda ella opuso resistencia. Salió precipitadamente del coche dando traspiés y se sentó en la acera tiesa como un palo, corriéndosele su lívido maquillaje. Él bajó del coche e intentó seguir tocándola, pero ella le dio un empellón.
– Ahora no, ¿vale? -murmuró. Estoy mareada.
Él se quedó de pie a su lado contemplando su pelo rubio ceniza, sus calcetines a cuadros y, de pronto, decidió no violarla. Así, sin razón alguna.
La acompañó a su casa y le deseó buenas noches. Así, sin razón alguna. Como si no tuviera ninguna importancia. Como si fuera de lo más normal para él.
Después se sintió virtuoso, eufórico, radiante. Rápidamente decidió que su generosidad había sido una expresión de amor. La deseaba tanto que el miembro se le ponía tieso cuando pensaba en ella.
Pero Joni rechazaba sus proposiciones, se enfadaba cuando aparecía durante sus actuaciones en el pub y aún se enfadó más cuando se enteró de que había conseguido un trabajo en el St. Dunstan y que había comprado un piso en la planta baja de una casa reformada en Lewisham, a menos de dos kilómetros de donde ella vivía en Greenwich.
Su indiferencia no consiguió hacerle desfallecer. Joni era la razón de su vida. Su piso era un santuario dedicado a ella. La fotografiaba por la calle y en el pub se afanaba por llevarle copas. Algunas veces Joni le procuraba momentos de placer. De vez en cuando fumaba o bebía tanto que se distendía y le permitía llevarla a su casa para dormir la mona en la cama de invitados. No había vuelto a tocarla. Ni una sola vez. Ésa no era la cuestión. La cuestión era que ella debía acercarse a él. Esto era crucial. Mantenía el piso impecable con la esperanza de que acabara comprendiendo lo mucho que ella le importaba. Cuando se quedaba con él tomaba todas las precauciones posibles: escondía sus preciosas fotografías y rociaba el piso con ambientador, a Joni le encantaba que todo oliera bien.
Y finalmente, por puro cansancio, ella se resignó a tolerarle. A cambio él aprendió a soportar su desconsideración, sus infidelidades, sus devaneos, su desdén. Incluso cuando le condujo hasta el borde de la locura apareciendo un día, cuatro años atrás, recién salida del bisturí del cirujano con sus nuevos e inflamados pechos, él consiguió guardar la compostura.
No importaba lo que Joni hiciera en el presente, en la realidad, ya que él la conservaba en sus fantasías tal como había sido aquella primera noche, con sus pequeños y firmes pechos, y vivió de ese recuerdo.
De regreso a la cocina vio que uno de los pinzones había encontrado fuerzas suficientes para encaramarse a la alcándora. Le miró fijamente con sus pequeños ojos. Gruñó y sacudió la jaula hasta que el exhausto pájaro perdió el equilibrio y cayó, demasiado aturdido para agitar sus alas. Él se quedó allí, jadeando y parpadeando a su lado hasta que se terminó su M &M, estrujó el envoltorio y fue a vestirse.