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Cuando el inspector Caffery se fue, Malcom Bliss se reclinó en su silla clavando la mirada en la puerta. Aunque se sentía con una nueva confianza, eufórico, vibrando de excitación, algunas veces le asaltaba una intermitente y estúpida ansiedad. La visita de Caffery no había mejorado las cosas. Cuando le atenazaba esa angustia maldecía a Harteveld por haberle metido en esa situación.
De no haber sido por mí, Harteveld, se dijo, ¿a quién hubieras recurrido cuando te encontraste con una jodida muerta bien follada entre las manos?
– Eres la única persona que puede ayudarme -le había dicho Harteveld. Ha ocurrido lo inimaginable.
Harteveld apareció a primeras horas de un día de diciembre. Entró en el aparcamiento con su Cobra y le enseñó a Bliss la crisálida que guardaba en el maletero. Una chica gorda.
– Escocesa. Creo que es de Glasgow.
Envuelta de la cabeza a los pies en una fina película plástica de la utilizada para envolver alimentos.
– Es lo único que encontré para envolverla, no quiero que queden huellas en el coche.
– ¿Te la has follado?
El dinero cambió de manos y llevaron a la mujer-crisálida hasta el apartamento de Bliss, donde la depositaron en la cama. Harteveld estrechó la mano de Bliss y al tocarle sintió repugnancia.
– Eres el único que puede comprenderlo -le dijo. Sé que puedes solucionar esto, porque me temo que yo soy incapaz de ello.
Después de irse Harteveld, Bliss cerró la puerta y deambuló por el apartamento mordiéndose el labio y bebiendo licor de cereza. Durante un rato se dirigió a sí mismo largas frases incoherentes.
Ella estaba en la cama del dormitorio, con las manos plegadas sobre su vientre, con la cara manchada y aplastada debajo de su envoltura. Le gustaba esa envoltura, le gustaba cómo la contenía. Incluso si hubiera estado viva no habría podido debatirse. Lamiéndose los labios, con una ligera capa de sudor en la frente, Bliss se acercó a la cama y empezó a desenvolverla, extendiendo sus brazos, dándole la vuelta, examinándola.
Tenía un tatuaje en el antebrazo. Una ligera lividez cubría su frente, casi toda su sangre se había depositado en la parte posterior de sus muslos, nalgas y hombros. Harteveld debía haberla dejado boca arriba durante algún tiempo.
– Eso es. Descansa, estira las piernas. -Hincó un dedo en las marcas del muslo y sonrió. Cerda tetuda.
La risa le brotó incontenible desde lo más profundo de su ser. Recordaba la UMDS, la primera maravillosa constatación de que los muertos no pueden oponerse a ser aporreados, aguijoneados, escupidos, follados. Podía correrse en su cara, en su boca, en su pelo. No podía negarse a nada. Una gran muñeca jugosa para él solito.
Pero entonces, estremeciéndose, se le ocurrió que ya había sido usada, que Harteveld debía de haberle hecho todo lo que él pensaba. Tal vez quedaran restos de semen. Corrió hacia el cuarto de baño a buscar una palangana, una pastilla de jabón Wriht’s Coal Tar y una toalla. La fotografía de Joni, cien veces fotocopiada y colgada en las paredes, le sonreía.
Llenó de agua la desportillada palangana y metió la toalla dentro. Los pinzones saltaban de un lado a otro de la alcándora picoteándose unos a otros y agitando sus plumas. Bliss se sentía incómodo bajo la mirada de Joni observándole, pensativo, se rascó el cuello, todos esos pequeños ojos mirándole…
Y, despacio, fue cobrando forma la idea de qué hacer con el cadáver.
De vuelta en la habitación, mientras cavilaba su plan, separó las piernas de la chica y empezó a lavarle la vagina con agua y jabón, dejando que se escurriera en una toalla que le puso debajo de las nalgas.
Lo repitió una y otra vez hasta que estuvo seguro de que había desaparecido cualquier rastro de Harteveld. La quería limpia, nueva para él.
Cuando terminó estaba amaneciendo y debía estar en el hospital a las nueve de la mañana. Lola Velinor, su jefa, era muy exigente en cuanto a la puntualidad. Él le haría pagar su intransigencia. Todavía no sabía cómo, pero se vengaría. Sudando, a pesar del frío de diciembre, metió el cadáver en el congelador y se fue a trabajar.
Durante los años que había pasado en el departamento de personal, se había asegurado el acceso a todos los armarios, despachos, oficinas, salas y habitaciones. Conocía el St. Dunstan como la palma de su mano y encontró enseguida lo que estaba buscando: sutura, un par de pinzas de arterias Halsted, una aguja quirúrgica y un bisturí. En Lewisham compró una peluca, maquillaje, un juego de pinceles y unas tijeras Wilkinson.
De regreso a casa, sacó a la chica del congelador y la metió en la bañera para que se descongelara mientras se ocupaba en disponerlo todo. A las ocho y media ya estaba preparada: en su cama, con la peluca bien puesta y maquillada. Ya había tirado por el sumidero, con ayuda de agua hirviendo y un poco de detergente, la grasa mezclada con sangre y tejidos que había extirpado de los pechos, y depositado en un recipiente de plástico. Había consultado el procedimiento en la biblioteca y creía haberlo hecho bastante bien. Los puntos de sutura azules no mejoraban precisamente el aspecto de los pechos, pero era mejor que aquellas enormes y gordas tetas de vaca: le recordaban cómo Joni había destruido deliberadamente su propio cuerpo, ese cuerpo que casi había poseído, tan honestamente, aquella primera noche en el coche.
El último detalle, realmente inspirado, era el pájaro. Si abría el tórax y cortaba ese carnoso pectoral mayor que tenía forma de abanico y, suavemente, levantaba la tapa intercostal que había debajo, los huesos quedarían al descubierto. Exactamente igual que medio buey. Exactamente igual que los cadáveres de la facultad de medicina.
El pájaro se debatió cuando lo metió dentro. Por un instante pensó que podía liberarse y revolotear por el techo, pero se inclinó y mantuvo la herida cerrada mientras la cosía rápidamente.
Apoyó la oreja en los helados pechos.
El pájaro aleteaba débilmente. Exactamente igual que el susurrante latido de Joni de aquella noche.
Luego la follo, dos veces, agarrándose a sus fríos hombros, expirando su acre aliento sobre su cara amoratada. Al terminar pensó que había sido, si no perfecto, al menos mejor que una masturbación en solitario.
– Puta -le dijo, tirando el condón a la alfombra. Puta. -Estaba helada, como un pedazo de carne de cerdo pegada al hueso. No podía responderle. La abofeteó y la peluca se deslizó hacia atrás dejando al descubierto su abundante pelo. Puta.
A pesar de sus esfuerzos por mantener el cadáver congelado cuando no lo utilizaba, éste empezó a descomponerse muy pronto. Lo metió en dos bolsas de basura, cogió una azada del garaje y condujo hasta el comienzo de la A 2. Conocía muy bien ese trayecto porque era el que recorría cada fin de semana para ir al chalet en Kent Heredado de su madre. A la sombra del nuevo Millenium Dome, había un terreno abandonado y cubierto de maleza. Durante el día era solitario y por la noche desértico. Buscó un lugar tranquilo e hizo lo que debía hacer.
Semanas más tarde, Harteveld, volvió a casa de Bliss, con su figura aristocrática enfundada en un traje Gucci y con otra blancuzca criatura envuelta en película transparente dentro de su coche.
Después de que el cuerpo estuviera seguro dentro de la casa, Harteveld se sentó en el sofá con sus perfectas manos apoyadas en sus rodillas.
– Ese pub al que vas, Bliss -dijo.
– Sí -se arrancó un pedazo de piel escamosa de la frente, el Dog. ¿Qué pasa con él?
– A las chicas que van allí no se las echaría de menos. No durante un día o dos, ¿verdad? -Las cejas de Harteveld estaban húmedas por el sudor. Pasaría al menos un día antes de que se dieran cuenta de que habían desaparecido.
– ¿De qué estás hablando?
– Te conocen. Nadie se sorprendería si hicieras algunas preguntas sobre ciertas chicas. Averigua cuáles son seguras. Podrías… -se revolvió con desasosiego. Harteveld siempre había aparentado sentirse incómodo en su propio cuerpo -podrías mandármelas.
Y de esta forma Malcom Bliss y Toby Harteveld sellaron un pacto diabólico, un acuerdo que les convenía a ambos. Harteveld nunca aparecería por el pub y Bliss, que al cabo de los años se había hecho para los dueños del Dog and Bell tan inadvertido como una sombra, se enteraría de qué mujeres mantenían escasa relación con sus familias, de cuáles no se denunciaría su desaparición a los pocos días. A cambio recibiría una compensación económica y, más tarde, el pleno uso y disfrute de los cadáveres. Además podía impedir que Joni se mezclara en el asunto.
Gradualmente fue haciéndose más osado. Intentó convencer a Harteveld de que le entregara los cuerpos en Wildacre Cottage, el chalet de su madre. Sería el lugar ideal, tranquilo y aislado: hecho a medida para sus propósitos. Pero Harteveld, que quería tardas lo mínimo en transportar su carga, le dejó muy claro quién mandaba. Bliss, que tampoco quería asumir el riesgo que representaban los cuarenta minutos de viaje, tuvo que ceder y seguir disfrutando silenciosamente y con todas las contraventanas cerradas en su caluroso apartamento de Brazil Street.
Ya llegaría su momento. Su confianza iba en aumento.
Empezaba a arriesgarse. En una ocasión dejó uno de los cuerpos en la sala durante un día entero. El rigor mortis lo invadió allí, en la sala, al lado del televisor, como un maniquí. Así podía masturbarse mirándola. Cuando más tarde la rigidez desapareció, el cadáver se desplomó en el suelo, despertando a Bliss en la otra habitación. Su estómago había reventado partido y tuvo que deshacerse de ella. La experiencia le decía cuándo los cadáveres empezaban a apestar.
Su mayor placer era dejarlas en su cama mientras iba al Dog a tomarse una copa. Algunas veces veía a Joni y le sonreía gentilmente.
Era feliz. Poderoso. Cada noche poseía a un simulacro de Joni. Y poco a poco, comprendió que iba perdiendo interés en esas posesiones simuladas. Algo en sus sentimientos empezaba a erosionarse. Y comenzó a dejar de molestarse en limpiar la casa.
Al involucrarse la policía tuvo que cambiar de lugar: dejó el último regalito de Harteveld de forma que lo encontrara Lola Velinor. Le pareció adecuado dejar a la mulata su mulatita, se dijo; cada oveja con su pareja. Estaba orgulloso de su ingenio. Y ahora que Harteveld había muerto, tenía el control.
Condujo hasta un hipermercado de bricolaje con el corazón palpitándole. Las taladradoras y los serruchos eléctricos, relucientes en sus fundas de plástico, estaban expuestos colgando de ganchos. Pasó casi una hora deambulando por el pasillo observándolos en detalle, eligiendo, por fin, un serrucho eléctrico portátil Black & Decker de 2.700 rpm. Estaba concebido para trabajar pequeñas piezas de madera, se cargaba con una pequeña batería alojada en la empuñadura, pesaba menos de tres kilos, medía treinta centímetros de largo y, además, entraba perfectamente en la guantera del Peugeot. Ya en casa, sacó un trozo de jamón de la nevera y empezó a practicar en la cocina, cortándolo pulcramente en rodajas.
Armado con su nuevo amigo se transformó en un auténtico cazador. Había vigilado a la chica durante unos días y ella demostró ser mucho mejor que las demás. Era cálida. Sangró y vociferó, especialmente cuando él utilizó la aguja de aneurismas para coserla. Cuando apoyó su oreja sobre los ya vaciados pechos, parecía que iba a salírsele el corazón y Bliss se preguntó por qué había esperado tanto en salir de caza.
Ahora sabía que estaba preparado. Joni. Joni.
Sólo un día por delante…
Malcom Bliss se levantó mesándose el pelo. Había sido una mañana agotadora, merecía una copa. Devolvió la carpeta de Cook al archivo, cogió su chaqueta y abandonó la oficina.