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De regreso a Shrivemoor, Caffery no podía relajarse. Iba de un lado a otro de la oficina buscando entre los papeles, observando las pizarras, poniéndose detrás de las analistas para mirar las pantallas por encima de sus hombros. Finalmente telefoneó a Jane Amedure.
– ¿Ha sabido algo sobre ese cemento?
– El difractograma ya ha salido hacia Maryland. Tal vez sepamos algo mañana por la mañana.
Luego sacó el fax personal que Bliss le había enviado desde el St. Dunstan la semana anterior y lo repasó buscando en vano alguna pista por nimia que fuese. Se sentó y se cogió la cabeza entre las manos mientras la oficina se iba quedando vacía de gente. Maddox, con la chaqueta ya puesta, le dijo:
– Es muy noble de tu parte, pero, por favor, un poco de realismo. Ya sé que os he estado fustigando esta mañana, pero no pretendía que te mataras.
– Vale, vale.
– Vete a dormir, ¿de acuerdo?
– Lo haré.
Volvió a llamar a la doctora Amedure.
– Déles un poco de tiempo, inspector Caffery. Le prometo que lo primero que haré mañana será llamarle. Ya nos estábamos yendo.
Alrededor todo era tranquilidad y silencio. Sentado en la desierta oficina, fumaba, mientras miraba por la ventana cómo una jornada agotadora llegaba a su fin.
Un sol de lluvia estaba ocultándose detrás de las cuidadas viviendas, un nuevo cartel iba a ser colgado en la valla publicitaria que tenía enfrente.
Había sido demasiado rápido echándole el ojo a Cook, su instinto le había traicionado, y admitir que se había equivocado le sacaba de quicio. Maddox tenía razón, debería irse a casa, pero sentía la presencia del Hombre Pájaro tan fuerte y cercana que casi podía tocarle.
En la calle, un empleado de una agencia publicitaria desenrollaba y pegaba, desenrollaba y pegaba, desplazaba la escalera y volvía a empezar. Las palabras «Estée Lauder» aparecieron en la parte de abajo de la valla y encima de ellas la radiante curva del cuello de la modelo. Él lo contempló con mirada ausente, pensando en el pelo que se había enredado en Peace Jackson. Habían supuesto que pertenecía a otra de las víctimas, a alguien que el Hombre Pájaro todavía no había matado o que todavía no había aparecido. Caffery se apretó suavemente la nariz, intentando concentrarse.
¿Otra explicación?
El color y el tamaño coincidían con tanta precisión con el pelo de la peluca que ni siquiera Krishnamurti había apreciado la diferencia. Tal vez el pelo no perteneciera a otra víctima sino a la persona que el Hombre Pájaro estaba recreando. Tal vez esa persona había estado en casa del Hombre Pájaro. O tan cerca que había podido quitarle ese trofeo.
Estabas tan empecinado con Cook que ni siquiera lo consideraste, se dijo. Y había algo, algo…
Caffery levantó la mirada hacia el satinado cartel que tenía enfrente y de repente lo supo.
El metabolismo de la marihuana en un único pelo rubio. El aluminio revelado en el espectógrafo del Instituto Anatómico Forense. Joni pulverizando la habitación con ambientador, aquel aroma que impregnaba el apartamento… No tenía sentido. Joni no se ajustaba en absoluto al patrón: rolliza y alta, no era precisamente la Galatea del Hombre Pájaro. A pesar de todo, mientras apagaba las luces y cogía las llaves para irse, dejando el fax encima de la mesa, Jack sentía un hormigueo de excitación en el estómago.
A las dos de la madrugada la artista se fue con sus pinturas, su tablero y su aire de superioridad, dejando a Joni a solas durante su segunda actuación en el pub. Bliss la conocía muy bien. Sabía que una vez atrapara a Joni invitándola a un par de copas no se le escaparía con facilidad. El resto de los clientes estaban abandonando el local, dejándole a solas con ella para rematarla con Liebfraumilch.
A las tres y media Joni estaba vomitando en el lavabo de señoras y, ya en casa de Bliss, dos veces más en el baño.
Él intentó no mostrarse enfadado. Lo limpió, lo fregó todo y le dejó dormir la borrachera hasta la hora del almuerzo, hecha un ovillo como un bebé, rubia y rosada, con sus braguitas y camiseta, en la habitación de invitados para que no viese su colección de fotografías. Temía que las obras que estaban haciendo en el edificio de la antigua escuela pudieran despertarla.
Sentado en la sala, toqueteándose pensativamente un lunar en la barbilla, recordaba cuántas veces había consentido, con infinita paciencia, que Joni utilizara su casa como un improvisado centro de desintoxicación. Y él nunca había hecho nada para impedirlo. Cuántas veces había fregado y ordenado, sacado, mientras estaba durmiendo, sus fotografías del pasillo, del cuarto de baño, de la sala, poniéndolas a buen recaudo en una caja, rociando todas las habitaciones con ambientador. Tan sólo para que, apenas despierta, se pusiera el walkman y se largara inmediatamente. Ignorándole. Tratándole como a un mierda.
¡Cómo habían cambiado las cosas ahora! Su vida había sido escrita de nuevo. Como si un día descubres que el sol tiene un color distinto.
Se dirigió a la cocina y preparó té y un plato con pasteles. Llevó la bandeja hasta la habitación y la puso en la mesilla de noche de Joni que se rebujó llevándose las manos a la cara.
– Despierta, te he preparado té.
Ella estiró el cuello y miró alrededor con los ojos enrojecidos. Apenas vio a Bliss se dejó caer sobre la almohada con un gruñido.
– ¡Oh, no!
– Tómate el té.
– No; tengo que irme a casa.
Se apoyó en los codos y lo miró con cara de sueño.
– Lo siento, Malcom, no tenía la intención de terminar aquí.
– Primero toma un pastel. -Tenía la lengua espesa y su voz sonaba ronca.
– No, gracias.
– Insisto.
– De verdad, no me apetece.
– ¡Insisto!
Joni le miró con asombro.
– Perdona -balbuceó él, quitándose la saliva de los labios. Quiero que comas algo, lo necesitas. Mírate, toda piel y huesos. -Pretendía ser un gesto cariñoso, pero Joni reaccionó con violencia empujándole.
– ¡Apártate!
– Pero Joni…
– Déjame sola, Malcom.
– Tan sólo déjame tocar…
– ¿Cuántas veces tendré que decírtelo? ¡No! -Se deslizó hasta el otro lado de la cama y puso los pies en el suelo, pero Bliss se abalanzó sobre el colchón y la sujetó por la camiseta. Joni se revolvió e intentó zafarse hincándole sus afiladas uñas en los dedos. ¡Aléjate de mí!
– ¡Joni!
– ¡Quita tus jodidas manos! -Se llevó sus manos a la boca y le clavó los dientes en el pulgar. ¡Vete de una puta vez!
– No me hagas esto, Joni…
Tenía los dedos cubiertos con una mezcla de saliva y sangre. Se dobló por la cintura, cerró los ojos y la retuvo con fuerza. Joni perdió el equilibrio y cayó golpeándose contra el zócalo.
Él la soltó y, boquiabierto, se echó hacia atrás.
Se miraron fijamente, asombrados de su propia violencia. Joni estaba con la camiseta por encima del estómago, con la sombra del pubis transparentándose a través de sus bragas rosa pálido. Parecía una muñeca, perpleja al haber sido rota tan fácilmente. Por un instante pareció que se esforzaba en respirar.
Bliss se acercó tendiéndole la mano.
– Joni…
– Déjame… déjame de una puta vez.
– Pero yo te amo.
– ¡Y una mierda! -Se llevó la mano al hombro e hizo una mueca de dolor.
– Sólo te pido que pases mi cumpleaños conmigo. Mañana. Es todo lo que te pido. Me lo debes por haberme dejado como lo hiciste.
– ¡Nunca te dejé! ¡Nunca hubo nada entre nosotros, maldito lunático! ¡Nunca fuiste mi novio!
Bliss la miraba boquiabierto.
– Yo estaba enamorado de ti.
– ¿Enamorado? Casi follamos una noche, casi, hace miles de años y sólo porque estaba tan jodidamente borracha que no podía tenerme en pie. Si hubiera estado sobria nunca me hubiera acercado a ti.
– ¡No digas eso!
– Eres patético.
– Lo he dejado todo por ti -dijo cabizbajo y con los brazos colgando, incluso abandoné mi sueño de ser médico.
– ¡Anda ya! Nunca lo hubieras conseguido. -Empezó a incorporarse con una mueca de dolor. Admítelo, Malcom, eres un jodido funcionario y lo seguirás siendo.
– No -gimoteó, no me dejes. Por favor, no me dejes.
Pero le dejó allí, sacudido por los sollozos, mientras se levantaba dolorosamente y cojeaba por la habitación recogiendo su ropa y poniéndosela.
– Este lugar es repugnante. -Sacó un aerosol de su bolso y roció el aire. Apesta.
Con un sollozo, Malcom se desplomó contra la pared, haciéndose un ovillo con la cabeza entre las manos y el cuerpo tembloroso.
– Por favor, no me dejes.
– Tranquilízate, tío. -La voz de Joni se había suavizado. No seas niño.
Se acercó a él.
– ¡No me dejes! -sollozó, y acarició sus botas de ante. No te vayas…
– Tengo que irme. Vamos, contrólate, podemos seguir siendo amigos.
– No.
– Malcom, déjalo ya. Tengo que irme, ¿de acuerdo?
Pero esta vez él fue más rápido.
Con un solo movimiento la agarró del tobillo y la hizo caer al suelo violentamente. Bliss se puso de rodillas y le hincó el codo en el estómago. Un puñetazo en la cara le arrancó un chorrito de sangre de la nariz y Joni perdió el conocimiento.
Caffery se detuvo frente a la casa de Susan Lister. Las cortinas estaban echadas y, grapada a la puerta, una nota mecanografiada metida dentro de una funda de plástico, emborronada donde había sido mojada por el rocío.
Miembros de la prensa:
Mi hermano y su esposa están atravesando un momento muy doloroso. Por favor, respeten la intimidad de nuestra familia y no nos lo hagan más difícil con sus preguntas. Ya hemos dicho todo lo que teníamos que decir.
Gracias.
T. LISTER.
Se metió en el bolsillo las llaves del coche, dio la vuelta a la esquina y se quedó frente a la tienda de oportunidades con una mano apoyada en el marco de la puerta y la otra en el timbre.
– ¿Sí? -preguntó Rebecca a través del intercomunicador. ¿Quién es?
– Inspector Caffery. ¿Dispones de unos minutos? -Esperó un momento. Al no obtener respuesta, insistió: He dicho que soy Jack Caffery…
– Sí, lo he oído. Espera, bajo enseguida.
Tardó en abrir. De pie en el quicio de la puerta Jack iba poniéndose cada vez más nervioso. Estaba a punto de llamar de nuevo cuando oyó pasos en la escalera y el ruido de pestillo. Rebecca estaba descalza, con un ligero vestido suelto como si fuera un tulipán.
– ¿Puedo pasar? -preguntó él.
No le respondió.
– ¿Rebecca?
– Bueno, vale -suspiró ella, entra. -Se echó hacia atrás para dejarle pasar. Jack cerró la puerta, echó el pestillo y la cogió de la mano caminando hacia la escalera. Acabo de abrir una botella de Fitou. Supongo que te apetecerá.
En el piso hacía fresco. Las persianas estaban a medio bajar y una mosca revoloteaba perezosamente alrededor de unos pinceles en una jarra de cristal.
– Siéntate, voy a buscarlo. Lamento este desorden -dijo, yendo hacia la cocina.
Caffery se paseó por el estudio, mirando las pinturas y bocetos que se amontonaban por toda la habitación. El retrato de Joni seguía sin terminar sobre el caballete, con el pelo de un rubio tan claro que parecía albino.
– ¿No está Joni? -preguntó.
– Todavía está en el pub.
– ¿A qué hora volverá? -Podía oler el exceso de ambientador que solía rociar Joni.
– ¿A quién has venido a visitar, inspector? ¿A mí o a Joni?
– A ti, por supuesto.
En la cocina, Rebecca emitió una risa burlona.
– Ya, claro.
– Ya, claro -repitió él para sí mismo caminando hacia el recibidor. El cuarto de baño estaba en el lado opuesto, junto a la escalera que conducía a la habitación de Joni. A su derecha, la puerta de la cocina; Rebecca estaba lavando unos vasos. Entró en el cuarto de baño y cerró la puerta.
Era muy acogedor. Los colores tenían los cálidos tonos tropicales de los folletos de viajes, toallas de un rosa fucsia y paredes aguamarina. Unas medias negras estaban en remojo en una palangana y unas huellas de talco cruzaban la alfombrilla. Dejó que corriera agua del grifo, abrió el armarito e inmediatamente encontró lo que buscaba.
Sacó el papel de fumar de su bolsillo, arrancó una hoja y la puso encima de las púas de un peine rojo. Cuando lo sacó había cinco pelos de un rubio plateado. Volvió a colocar el papel en su paquete, cerró el grifo y regresó al estudio.
Rebecca le tendió un vaso sin pronunciar palabra. Se dio la vuelta, cogió un montón de pinturas del suelo y las puso encima de la mesa.
– ¿Recibiste mi mensaje? -preguntó él.
Ella no contestó inmediatamente. Intentaba parecer absorta mientras ordenaba las pinturas. De pronto se paró. Dejando caer los hombros, se inclinó hacia la mesa.
– Sí -susurró meneando la cabeza. Sí, lo siento. También está en todos los periódicos. Dicen, bueno, sugieren que esa mujer de Malpen Street… -Agitó la mano con gesto vago. Dios, son unos sensacionalistas…
– No estaba bromeando. Debes tener cuidado.
Ella se dio la vuelta lentamente. Con los brazos cruzado, apoyada de espaldas contra la mesa, le miró ladeando la cabeza.
– Está muerto, ¿verdad?
– Sí.
– Entonces ¿de quién se supone que debo tener cuidado?
– Si lo supiera te lo diría. -Suspiró. De verdad, Rebecca. Ninguno de nosotros sabe a ciencia cierta qué está pasando.
– ¡Dios! Estoy cansada, harta de estar siempre asustada. Me enferma vivir en un invernadero ni siquiera puedo abrir una ventana.
– Volvió a darse la vuelta hacia la mesa y siguió ordenando las pinturas. Las galerías no dejan de llamarme. Mi trabajo se está vendiendo muy bien. No dejan de pedirme más y más, y ahora incluso el Time Out me ha pedido una entrevista. ¡El Time Out! ¡Dios mío! ¿Y sabes por qué? -No le miró, y Jack sabía que no esperaba una respuesta. ¿Por la genuina calidad de mi trabajo? ¿Porque soy la heredera de Rockefeller? ¿Porque he creado un nuevo estilo pictórico? -Sacudió la cabeza. No, en absoluto. Por ninguna de esas razones. Tan sólo les interesa él. Todos son unos buitres, un maldito hatajo de vampiros. ¿Y crees que voy a hacer de esto una cuestión de principios? Pues no. Soy exactamente igual a los demás y tengo la intención de aprovecharme de la situación. Imagino que debería alegrarme de que todavía el caso no haya sido resuelto.
Mientras seguía hablando con ansiedad, la tensión de Jack empezó a desaparecer. Esa noche ya no le quedaban más puertas a las que llamar. A primera hora de la mañana iría al Instituto Anatómico Forense pero, ahora, no tenía nada que hacer. Ya era tiempo de que ese día llegara a su fin. Tomó un sorbo de vino y dejó que Rebecca siguiera hablando.
Bliss pasó la tarde esperando que Joni recobrara el conocimiento. Fue dos veces al cuarto de baño para masturbarse eyaculando en un condón. Se felicitaba por la prudencia. Quería esperar a que Joni estuviera adecuadamente preparada.
Ya eran las diez de la noche cuando entró en el dormitorio para prepararla. Puso las manos debajo de su trasero y, flexionando las rodillas, la subió hasta la cama. Ellas se desplomó fláccidamente y, entonces, él vio que tenía un hematoma en el ojo izquierdo. A pesar de la hinchazón advirtió que algo estaba mal. Cogiéndole la cara con ambas manos se acercó para mirarla. El ojo le sobresalía de forma anormal, el iris estaba hacia fuera. Lo apretó con cuidado. Más tarde lo consultaría en sus libros. De momento se humedeció el dedo con saliva y le limpió la sangre de la nariz.
Le bajó la cremallera de las botas, se las quitó y las colocó en un rincón. Le sacó la falda de ante y cortó la camiseta dejando que sus grandes e hinchados pechos se desparramaran hacia los lados. Estrujó uno de sus pezones y se preguntó qué sensación le causarían esas tetas artificiales. Sorprendentemente eran cálidas, tersas y flexibles al tacto. Pellizcó el pezón derecho entre el índice y el pulgar y levantó toda la mama, estirando todo lo que daba de sí, más de quince centímetros por encima de las costillas, fascinado por la flexibilidad de la carne y la silicona.
– Mmm -gruñó.
Se inclinó para examinar de cerca la pequeña protuberancia de la cicatriz por donde le habían introducido la silicona. Bien, no necesitaría rajarla demasiado.
– Entonces…
Rebecca ya había terminado de ordenar sus cuadros. Estaba más tranquila. Hurgó debajo de los papeles y las pinturas hasta encontrar la esquina de un marco. Lo puso encima de uno de los bocetos y entornó los ojos para observar el efecto que producía.
– Verónica, ¿verdad?
Caffery la miró.
– ¿Perdón?
– Verónica vive contigo, ¿no?
Él sacudió la cabeza y se apoyó contra la puerta.
– Bueno, supongo que ella así lo creía.
– ¿Qué es lo que falló?
– ¿Quieres saberlo de verdad?
– Sí.
– Yo -sonrió. Fui yo. Soy un error de la naturaleza, ¿sabes?
Ella se quedó callada durante un instante, mirándole.
– Pues no lo parece -dijo.
– A simple vista no puedes adivinarlo. Pero ahí está.
– ¿Qué?
– Una obsesión. Soy una obsesión viviente.
– ¡Ah!, una mujer. -Miró las pinturas. No puedo culpar a Verónica.
– No, no se trata de una mujer.
– Entonces imagino que será Ewan.
– Sí… yo… -Le pilló por sorpresa que alguien pronunciara el nombre de Ewan. Recuerdas su nombre…
– ¿Creías que lo había olvidado?
– Pues sí.
– Pues no; me acuerdo. -Dejó el marco y empezó a colocar las pinturas en un extremo de la mesa. Y siento tener que decepcionarte, pero personalmente pienso que cometes una auténtica estupidez.
– ¿Perdón?
– Digo que refugiarte en el pasado es una excusa estúpida para no vivir tu propia vida, ¿no crees? Lo que quiero decir es que a pesar de no saber exactamente lo que ocurrió, si sé una cosa que se supone que si has crecido, que si eres el adulto que aparentas ser, deberías haberlo asimilado, evolucionar.
– Dejó caer el último montón de pinturas y se dio la vuelta para mirarle. ¿No lees los poetas americanos? «Dejad que el pasado entierre a sus muertos» y toda esa cháchara.
Caffery la miró con asombro pero no respondió.
– ¡Mierda! -exclamó ella. He sido una bruta, ¿verdad? -Extendió las manos y paseó la mirada por la habitación como si su propia conducta fuera un misterio para ella, como si la explicación de su reacción estuviera en las paredes. No he podido evitarlo… quiero decir que también fui muy grosera al no responder a tu llamada y al colgarte el teléfono. ¿No crees que fui innecesariamente grosera?
– Sí -dijo él. Fuiste una grosera. -Bajó su copa y reflexionó. ¿Me lo merecía? -preguntó.
El rostro de Rebecca se distendió.
– Sí -respondió sonriendo. Sí, te lo merecías.
Jack asintió con un suspiro.
– Eso creía.
Bliss se irritó cuando comprobó que le resultaba imposible levantar las caderas de Joni para quitarle las bragas y dio rienda suelta a su mal humor, empujándola brutalmente para ponerla de lado. Luego le metió uno de sus calzoncillos en la boca, los apretó bien fuerte y se sentó de nuevo sobre la cama para mirarla.
La mujer de Greenwich había estado atada allí mismo durante casi veinticuatro horas. Cuando la mordaza de cinta para embalar se había humedecido con su saliva y se acercó para cambiársela, ella le había suplicado que la dejara ir al baño. Al negarse él, empezó a llorar. «Por favor, déjeme, por favor». Pero Bliss sacudió la cabeza, volvió a amordazarla y se quedó observándola fríamente hasta que, entre lágrimas, ella se orinó encima. Luego le pegó por lo que había hecho, pero limpió responsablemente todo el desaguisado. Había sangre. Creyó que sus riñones padecían una infección.
– Veamos -miró su reloj, son las diez y media, Joni. A las once volveré a prepararte. Hasta entonces, descansa.
Once menos cuarto. Las ventanas del estudio estaban abiertas, las farolas iluminaban la calle y los coches pasaban inundándola de música. La piel de Rebecca brillaba en la media luz. Se había soltado el pelo; la noche y el vino la habían distendido. Estaba sentada frente a él, en silencio. Hacía tiempo que se habían quedado como paralizados, sin poder decirse lo que realmente estaban pensando.
Fue Jack quien al final rompió el silencio.
– Debería irme -dijo.
Rebecca se limitó a beber un sorbo de vino.
– Se está haciendo tarde y mañana tengo que levantarme temprano… -Dejó la frase en suspenso esperando que ella respondiera. Así pues, debería irme.
– Sí -dijo finalmente ella, dejando su copa. Sí, por supuesto.
Bajaron la escalera. Rebecca iba delante. Al deslizarse sobre sus hombros, veía las pequeñas marcas que le dejaban los tirantes del vestido. Al llegar abajo, Rebecca puso la mano en el pestillo pero no abrió la puerta.
– Bueno… -dijo. Miraba fijamente un botón de su camisa, sin querer encontrarse con sus ojos. Gracias por el consejo.
– De nada.
De nuevo se hizo el silencio. Su mirada seguía clavada en el botón de la camisa, y Jack levantó instintivamente su mano poniéndola sobre el pecho. Rebecca abrió la boca, se cubrió la cara con las manos y se dio la vuelta.
– ¿Rebecca?
– ¡Dios! Lo siento. -Su voz sonó ronca.
– Rebecca… -Le puso suavemente las manos en los hombros, sobre los tirantes, notando su cálida piel. ¿Tal vez deberíamos volver arriba?
– Sí -asintió sin mirarle, eso creo.
Trató de darle la vuelta pero, con un sonido ronco, ella cogió su mano derecha y se la llevó a la boca, besándola, mordisqueándole ligeramente la palma, chupando sus dedos uno a uno. Jack se quedó inmóvil, contemplando su nuca, con el corazón palpitándole. Rebecca se rasgó los labios con sus dedos, levantó la barbilla llevando la mano de Jack hasta su cuello bajándose el vestido, y de pronto a él le invadió el deseo con tanta violencia que no pudo contenerse.
¡Oh, Dios…!
Le dio la vuelta, la agarró por los muslos y la levantó avanzando hacia el frío radiador del vestíbulo. Le levantó el vestido hasta la cintura y Rebecca, con un hondo suspiro, se apretó instintivamente contra su cuerpo mientras le besaba con ardor y con las manos le ayudaba torpemente a quitarle las bragas, absorta, sin sonreír.
Sintiéndole.
Sus pies desnudos encontraron a tientas un precario apoyo en la bicicleta que había junto al radiador, mientras Jack se afirmaba en el suelo y se bajaba la cremallera. A través de las ventanas las luces de los coches se deslizaban por el techo las paredes, iluminándolas mientras él la embestía una y otra vez. Ella tenía los ojos cerrados y se mordía el labio apretando sus caderas contra las suyas, ajustándose a su ritmo. La bicicleta se balanceó y los pedales rasguñaron la pantorrilla de Jack haciéndola sangrar, pero él no se dio cuenta. Todo había ido desapareciendo a su alrededor hasta que cada átomo de energía y deseo quedó reducido a ese acto que ni siquiera recordaba cómo había empezado.
– No… -exclamó de pronto Rebecca mirándole de frente no, no te corras.
– ¡Mierda! -exclamó, y retrocedió por el vestíbulo, dando traspiés y eyaculando en el suelo, encima de sus zapatos. Incrédulo, la miró tapándose la cara con las manos y, sacudiendo la cabeza, se dejó caer al pie de la escalera. ¡Dios mío! Lo siento… los siento.
Rebecca bajó del radiador y se sentó a su lado con el pecho palpitante, con el pelo humedecido por el sudor pegado a su cara y su frente. Todavía tenía el vestido recogido por la cintura, pegado a la piel, dejando al descubierto su ombligo.
– Lo lamento -dijo él. No debería haberlo hecho…
– No ha sido… -Se secó los labios y le miró de soslayo con la cara y el cuello sonrojados. De verdad… yo… no pasa nada. Hubiera podido evitarlo.
– Tenía que haber usado preservativo. Nunca me había ocurrido. Normalmente nunca…
De pronto, Rebecca se cubrió la cara con las manos y empezó a reír.
– ¿Qué pasa? -dijo él, y advirtió que le sangraba una pierna, un largo rastro oscuro se extendía hasta los pantalones, bajados hasta los tobillos. ¿Qué es tan divertido?
– ¿A eso te referías? ¿Un error de la naturaleza? -Separó los dedos para mirarle la entrepierna con la sonrisa todavía en los labios. ¿Ha sido eso lo que enloqueció a Verónica?
– ¡Dios mío! -balbuceó. Bueno, quizás algo tuvo que ver…
– ¿Puedes demostrarlo?
– Sí, puedo demostrarlo.
– ¿Ahora mismo?
– De verdad… ¿ahora mismo? Quiero decir que si estás seguro, que si puedes realmente hacerlo de nuevo.
– Sí. -Él miró alrededor buscando algo para limpiar el suelo, sus zapatos, su pierna. Sí, claro que puedo. Éste es uno de mis encantos.
– ¡Qué maravilla! -suspiró Rebecca dejando caer las manos y sonriendo. Esto puede ser amor.
A las once en punto estaba preparado.
En el dormitorio, Joni seguía inmóvil sobre la cama. Creyó que todavía esta inconsciente hasta que se acercó y vio su ojo sano observando cómo él se ponía la bata, la mascarilla y el gorro. Cuando él cogió el bisturí ella se revolvió en la cama, arqueando la espalda, sacudiendo la cabeza mientras emitía unos gorgoteos con la garganta.
– Cálmate. -Le puso una tranquilizadora mano en el hombro apretándola contra el colchón. Será mejor que te calmes.
Joni echó la cabeza atrás y soltó un sordo gruñido a través de la mordaza.
– Puta -le dijo Bliss quedamente sentándose a horcajadas encima de ella. Cierra la boca, puta. He sido bueno contigo y me estás provocando.
La empujó hasta hundirla en la cama y Joni se quedó inmóvil bajo sus manos, observándole con recelo con su ojo sano.
– Bien -dijo él, y se levantó sobre sus talones y se enjugó el sudor de la cara. Ahora escucha. No voy a matarte. -Se inclinó sobre ella e, ignorando los escalofríos que sacudían a Joni, apoyó suavemente la cara contra su cuello. Sólo quiero que todo sea igual que aquella noche. ¿Me comprendes?
Una única lágrima resbalando por su mejilla le dijo que ella lo aceptaba. Joni dejó de resistirse. Pero para asegurarse Bliss volvió a sujetar su torso a la cama, cruzando la cinta de embalaje sobre las caderas. La mujer de Greenwich le había enseñado que, incluso inconsciente, el cuerpo humano responde con violencia ante el dolor.
Cogió un lápiz graso.
– No durará mucho.
Mordiéndose la lengua, trazó una marca justo por encima de la cicatriz señalando dónde iba a hacer la nueva incisión. Joni respiraba profunda y entrecortadamente por la nariz mientras Bliss escupía en el bisturí y lo secaba con su bata.
– No hay mucho que cortar, Joni.
Hizo una mueca y la suave carne cedió bajo la hoja como si fuera un queso, se contrajo y finalmente se abrió como una fruta madura. Joni emitió un ronco lamento mientras su pelvis se sacudió espasmódicamente contra el colchón. Un hilillo de sangre se deslizó entre las pecas de su vientre. Bliss se inclinó para estudiar el corte entrecerrando los ojos. Detrás de una grasa amarillenta, vio los implantes en su envoltorio de carne.
– Tienes suerte. -Respiró hondo dándole unas palmadas en la rodilla. Están justo encima del músculo. Aguanta un momento…
Se mordió el labio y, muy despacio, metió los dedos en el corte, deslizándolos por dentro, buscando dentro del pecho.
Joni le miró con ojos desorbitados cuando su dedo índice rodeó la bolsa de silicona y sacudió frenéticamente la cabeza.
– No te muevas, tranquila. -Sus dedos índice y pulgar se cerraron alrededor del implante y, con seguridad, tiró de él. No pasa nada, tranquila.
Los pies de Joni se cruzaban y entrecruzaban como si fueran tijeras y tenía los muslos tensos como cuerdas, mientras el implante se deslizaba hacia afuera arrastrando sangre y tejidos con él.
Él le puso la bolsa sobre su estómago.
– Ya está. Fácil, ¿verdad? -Se secó la mano en la bata. Bien, pero sigamos. Uno que se ha ido y otro que se irá.