172899.fb2 El latido del p?jaro - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 48

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CAPÍTULO 47

Repentinamente, el verano se alejó de Inglaterra para instalarse alegremente en la península Ibérica. La lluvia regresó de nuevo a Londres. Cuando Caffery despertó con Rebecca dormida a su lado, olió el cambio experimentado en el aire y sintió la humedad en su piel. Siguió acostado durante un momento, oyendo los latidos de su corazón, intentando descubrir qué le había despertado. ¿Algún ruido en el piso? ¿Habría vuelto Joni? ¿Sólo había sido un sueño? Escuchó atentamente hasta que, al volver la vista, el corazón le dio un vuelco. Rebecca estaba a su lado con un brazo colgando fuera de la cama y el otro doblado ligeramente, como si posase para una escultura clásica. No le veía la cara y se incorporó sobre los codos para mirarla. Estaba muy quieta. Quieta y…

¡Por Dios! Jack, ni lo pienses.

Casi se echó a reír. Por un instante había imaginado que estaba muerta. Pero su pequeña caja torácica se movía rítmicamente cuando apoyó la cara contra su pecho escuchó el tranquilizador y casi inaudible silbido de su respiración, el aleteo de su corazón.

Un pájaro moribundo.

Se levantó bruscamente y fue a la cocina, donde puso la cabeza debajo del grifo. No quería pensar en el Hombre Pájaro, en sus atrocidades. No mientras Rebecca dormía a su lado.

Sacudió la cabeza salpicando gotas mientras sus pensamientos se aclaraban. Joni no había regresado. La noche anterior, antes de dormirse, había puesto la cadenilla en la puerta de la calle para que Joni tuviera que despertarle cuando llegase. Encendió el gas para prepararse un té, se sirvió u vaso de agua y lo bebió con avidez mirando las fotografías que había en la repisa encima de la nevera.

Algunas eran de Rebecca: vestida con un mono manchado con un pincel en la mano; con los ojos soñolientos arrebujándose en una almohada y levantando una mano contra el objetivo. Otra la mostraba en una playa de guijarros, en pantalones cortos y sacando la lengua, bizqueando debajo de un enorme sombrero.

Dejó el vaso en la encimera y cogió una instantánea de Joni. Era mucho más bonita de lo que recordaba, seguramente porque la fotografía no parecía estar colocada. Miraba con ojos claros al objetivo con un cigarrillo entre los dedos, con la boca abierta en medio de una frase, señalando al fotógrafo como si tratara de explicarle algo importante. Llevaba el pelo hasta los hombros y un flequillo le cubría la frente.

Caffery puso la foto encima de la mesa y se sentó con los codos apoyados a ambos lados del marco. Joni le miraba fijamente, intentando decirle algo. Pasó sus dedos por el flequillo.

Las cicatrices rodeaban la cabeza de las víctimas formando un círculo perfecto. A las rubias melenas de Kayleigh Hatch y Susan Lister sólo les había sido cortado un flequillo. Caffery se pasó la mano por la frente. Las marcas en las víctimas rodeaban el nacimiento del pelo, en la frente. No era donde se ajustaba normalmente una peluca. Era demasiado abajo.

A menos…

A menos que tuvieran un flequillo. Como Joni.

Se incorporó con el corazón latiéndole con fuerza.

No la Joni de ahora, sino la de entonces… antes de que se cortara el pelo. Antes, ¡Dios!, por supuesto, antes de que se pusiera los implantes. Es a la antigua Joni a quien quiero, se dijo.

– ¿Becky? -La besó en el cuello. Becky, despierta.

Rebecca se dio la vuelta y despertó.

– Jack… -Recordó la noche anterior: en el vestíbulo y después en su cama… en todo lo que le había hecho. Soñolienta, buscó el miembro de Jack entre las sábanas. ¿Te vas? -preguntó abriendo los ojos sorprendida al darse cuenta de que tenía puestos los pantalones y se estaba abrochando la camisa.

– No tengo más remedio.

– ¿Qué pasa?

– Joni no ha vuelto. ¿Sabes dónde pueda estar?

– ¿No está en casa? -Se dio la vuelta restregándose los ojos. No, no lo sé… algunas veces no aparece.

Él le apartó el flequillo de la frente y la besó en la mejilla. Su pelo olía a champú para bebé.

– Rebecca, deja que te pregunte algo, es muy importante.

– ¿Sí?

– ¿Tengo razón al suponer que Joni lleva implantes en los pechos?

Advirtiendo el cambio de tono, ella le observó.

– Sí. Pero ¿qué…?

– Esta fotografía. -Se la enseñó. ¿Cuándo se la tomaron?

– No sé, hará unos tres años. ¿Por qué…?

– ¿Y lo implantes? -la interrumpió.

– No sé… -Miró pestañeando la foto. No estoy muy segura, pero creo que justo después de conocerla, hará unos seis años.

– Muy bien. Escucha. -Se levantó y se pasó una mano por la camisa, tratando de alisar las arrugas del día anterior. Necesito que me dejes esa pintura, la que tienes en el caballete.

– ¿Para qué?

– Te la devolveré.

– Cógela. Me pone enferma mirarla. -Se puso de lado y se incorporó sobre un codo mirándole con expresión seria. Jack, ¿no estarás pensando…?

– No. Yo… -Se interrumpió. Rebecca, no me mires así. -Se anudó la corbata. No hay nada de que preocuparse. -Le rodeó los hombros con los brazos y la besó en la cabeza. No te preocupes, de verdad. Solamente te pido que Joni me llame cuando vuelva. Y tú ten cuidado, ¿vale? Lo digo en serio. Llámame si tienes que salir y dime dónde estás.

Rebecca, sentada a la mesa de la cocina, enroscando soñolienta un mechón alrededor de sus dedos, con la mirada fija en el cenicero esperaba que su manchada cafetera de dos tazas empezara a hervir.

La lluvia caía contra la ventana trazando surcos en el polvo. Tenía un nudo en la garganta.

No es la primera vez que Joni no vuelve a casa, pensó. No es nada extraño ni alarmante. Cuando me fui del pub la vi tan nerviosa que o se fue a descargar la adrenalina por ahí o se metió el algún antro de drogatas en Camden, o, quizá sólo ha dormido en casa de alguien y volverá con el rabo entre las piernas. Me pregunto por qué Jack de repente está tan interesado en Joni.

Se levantó, irritada por sus pensamientos, y se fue al estudio. Fuera, en la calles, rosa violetas y amarillas se alineaban en sombrillas de vivos colores. La lluvia repicaba en el tejado. Cogió un papel para sujetarlo en el tablero.

Jack se llevó su retrato, pensó. Así pues, cree que Joni se ha metido en un lío.

Dejó el papel en el tablero y fue al vestíbulo para telefonear.

Desde el quicio de la puerta Bliss contemplaba a Joni, que tenía la cabeza caída a un lado, mientras los implantes dejaban un rastro de sangre encima de sus costillas. Mientras la cosía había estado inconsciente y se los había dejado sobre el vientre para que fuera lo primero que viera al despertarse. Se había acostado en otra habitación, dispuesto a esperar hasta el día de su cumpleaños. Pero la señora Frobisher le había despertado temprano, incluso antes de que empezaran a trabajar en las obras de la antigua escuela, traqueteando por las escaleras como una muñeca de madera.

Esa mujer le ponía nervioso. Siempre quejándose, siempre husmeando y mirándole con desden. Hubiera sido más seguro celebrar la fiesta de su cumpleaños en el chalet, pero no podía arriesgarse a viajar en coche. No con una Joni ensangrentada e imprevisible. Empezó a inflar los globos.

Cuando Amedure se reunió con Caffery en recepción y cogió el sobre que éste le tendía: comprendió que había recuperado su sexto sentido.

– ¿Se siente bien?

– Muy bien.

– ¿Qué es esto? Debe rellenar un impreso.

– ¿Puede compararlo con el pelo de la última autopsia?

– Seguramente. Pero, por favor, el impreso.

– Ahora mismo voy. ¿Cuánto tardará?

– Medio día. Menos si se porta bien conmigo.

– ¿Se sabe algo sobre el cemento?

– ¡Ah! -sonrió. Veo que o se ha reunido con su equipo esta mañana. El CCRI ya tiene los resultados, se los han comunicado por teléfono a Marilyn Kryotos…

Pero Jack ya bajaba corriendo por la escalera mientras sacaba del bolsillo las llaves del coche.

– Está bien, yo rellenaré el impreso para el laboratorio -murmuró la doctora Amedure para sí misma dirigiéndose de nuevo hacia el ascensor.

Todavía era temprano, pero Betty ya estaba en el Dog and Bell. En la parte de atrás se oía ladrar al perro alsaciano.

– Se fue con ese del hospital. Ya sabes, ese que está loco por ella. Uno que se sienta en el salón del bar a beber cerveza.

– ¿Te refieres a Malcom?

– Sí, ése.

Gracia, Dios mío.

– Ayer se gastó cuarenta billetes durante el almuerzo. La invitó a no sé cuantas botellas de Blue Nun y después se pasó al escocés. A las tres ya no sabía ni su nombre. ¿Cómo puede hacerse esto Pinky, una chica tan guapa? No tiene sentido.

Eres una maldita paranoica, se dijo Rebecca. Joni es sólo Joni. Una vez en casa, escondido en el edredón de Joni entre pañuelos de papel y semillas de marihuana, encontró su agenda Kokai negra y plata, con páginas arrancadas y garabateadas, con dibujos de corazones y caras sonrientes en colores pastel. Joni apuntaba a sus amigos por el nombre de pila y, en la M, al lado del nombre de Malcom había garrapateado una de sus caritas rosadas.

El teléfono de Bliss estaba comunicando. Jack también estaba hablando por el suyo. Rebecca colgó el auricular y se sentó en el estudio. Miró la dirección y el teléfono de Malcom y se dijo que podía esperar, que en realidad debía dejarlo. Hasta que no pudo más y se dirigió a su dormitorio.

– Bueno -murmuró mientras se ponía unos pantalones cortos, una camiseta y se calzaba unos zapatos gruesos, ésa eres tú. No puedes dejar que las cosas se resuelvan por sí solas.

En su Jaguar, Caffery marcó el número de Shrivemoor en su Nokia y, mientras conducía con el parabrisas empañado por la lluvia, se detuvo al llegar a un semáforo con el teléfono pegado a la oreja y miró con aire ausente el cuadro que llevaba en el asiento de al lado.

En segundo plano estaba Joni, subida al escenario, con los brazos levantados y la cabeza ligeramente inclinada. Detrás de ella, el decorado y las ventanas del pub. El remate del anuncio de la cerveza Young se reflejaba en el cristal. Y en primer plano, justo en medio, con los labios ligeramente separados y de perfil, un rostro que le recordaba a alguien…

Cogió el cuadro y lo observó de cerca. Esa cara con los dientes estropeados, curiosamente separados, como un niño al que empiezan a caérsele los dientes de leche, le era muy familiar.

Te conozco, sé que te conozco. Conozco el sonido de tu voz, he hablado contigo, te he estrechado la mano… De pronto contestaron a su llamada.

– ¿Jack?

– Sí. Hola, Marilyn.

– Jack, por Dios. Maddox está que trina contigo. No te has presentado a la reunión de esta mañana.

– Lo sé, lo sé. Dile que me disculpe. Por cierto, ¿me han llamado de Estados Unidos?

– Soy tu hada madrina, no lo olvides. Mientras todavía estabas en el país de los sueños, yo he estado trabajando.

– ¿Y?

– Ese cemento no se distribuye en el sur y sólo hay un constructor en Londres que lo utiliza, Korner-Mackelson. He hablado con su risueña secretaria y parece que tienen una obra en Belmarsh, otra en Canning Town y otra en Lewisham.

– ¿Lewisham? -Levantó la mirada hacia el semáforo. De acuerdo, dame la dirección.

– Al final de Greenwich, en Brazil Street, cerca de Blackheath Hill. Una antigua escuela que están transformando en superficie comercial.

El semáforo se puso verde. Caffery apagó el intermitente y con un movimiento brusco del volante adelantó a un coche.

– Marilyn, ¿sigues ahí?

– Sí.

– Dile a Maddox que llegaré tarde, dentro de una hora y media.

Esa mañana Greenwich, con sus toldos a rayas azules, le recordaba a París. Los coches salpicaban las perneras de los peatones, los tenderos miraban por los escaparates con sus caras iluminadas por una extraña luz tropical. Pedaleó muy rápido. Como si sudando pudiera hacer desaparecer la ansiedad que la embargaba.

En Lewisham el tráfico era muy denso. Encontró fácilmente Brazil Street. Los albañiles, desde los andamios de la vieja escuela, le dedicaron piropos y silbidos de admiración cuando pasaba ella bajo la lluvia con sus pantalones y su camiseta. Dejó la bicicleta junto al garaje del número 34, al lado del Peugeot de Bliss. La lluvia repiqueteaba sobre la capota de plástico corrugado.

– ¿Sí? -preguntó nerviosamente él cuando abrió la puerta y la vio allí. ¿Qué quieres?

– ¿Joni está aquí? -Se secó la lluvia de la cara y miró hacia el interior del piso. Un solitario globo verde flotaba como un fantasma en el pasillo. Necesito hablar con ella…

– ¿Qué te hace pensar que está aquí?

– No sé, cuando toma una copa de más a veces se queda contigo.

– Mmm…

– Escucha, Malcom -sacudió la cabeza, es importante. ¿Sabes dónde puede haber ido?

– Mira, Pinky, sabes perfectamente que Joni no tiene tiempo para mí.

– Vale, vale. -Levantó las manos dándose la vuelta para irse; su autocompasión la irritaba, lo siento. Si la ves, dile que me llame. Es muy importante.

Al montar en su bicicleta sintió que Bliss todavía la estaba observando desde la puerta. Levantó la mirada.

– ¿Qué ocurre?

– Yo… -Miró con aprensión hacia la calle. No he dicho que no estuviera aquí. No he dicho eso.

Rebecca frunció el entrecejo.

– Pero bueno…

– Me has malinterpretado. -Bliss señaló hacia el recibidor. Todavía está durmiendo. Entra y le diré que estás aquí.

Rebecca apoyó la bicicleta contra la pared. Dios mío, Malcom, pensó, eres el rey de los bichos raros.

Caminó de nuevo hacia la puerta, meneando la cabeza.

Brazil Street era una calle residencial bordeada por frondosos plátanos. Los chalets victorianos presumían de sus senderos de acceso y de sus cuidados jardines. La mayoría aparentaba prosperidad, con sus garajes adosados por los que trepaban viñas y madreselvas, y sus magníficos coches. Caffery dejó su Jaguar al principio de la calle y, cubriéndose la cabeza con la chaqueta, siguió el complejo diagrama de los surcos dejados por los neumáticos en la resbaladiza arcilla que conducía hasta la verja que rodeaba la obra de Korner-Mackelson.

Dentro de la valla, dos mezcladoras de cemento amarillas a cada lado del camino parecían dos leones guardianes. Más allá, la lluvia formaba surcos en los flancos cubiertos de barro de una excavadora. El solar tenía una extensión de unos cien metros llegando hasta la esquina del edificio de una escuela de ladrillo rojo donde se quebraba en una curva muy pronunciada y seguía al menos durante quinientos metros hasta el final de los jardines.

Jack miró a los trabajadores apiñados debajo de los andamios, fumando y bebiendo café de los termos mientras esperaban que dejara llover. El mero hecho de estar ahí, cerca, tal vez rozando el secreto que podía conducir hasta el Hombre Pájaro, le aceleraba el pulso. Con las pruebas obtenidas por el Instituto Anatómico Forense, resultaría fácil conseguir una orden que les diera acceso a los archivos de personal. Marilyn podría analizarlos, pero en ese momento, de pie bajo la lluvia, Caffery estaba más cerca de él de lo que nadie había estado nunca.

La tentación, como siempre, era hacerlo por su cuenta, actuar en ese preciso momento, no esperar y seguir el manual. Pero sabía qué terreno estaba pisando. Se apartó de la valla encaminándose hacia el Jaguar. Abrió la portezuela, pero de pronto, con un rápido movimiento, se dirigió directamente hacia un Polo aparcado para observar los demás coches que estaban cerca, apresurando el paso para examinarlos uno a uno: un Volvo, un Corsa y un viejo Land Rover.

Llevaban aparcados en ese lugar mucho más tiempo que su Jaguar. En todos la lluvia había dibujado un intrincado mosaico. Polvo de cemento. Flotaba en el aire desde el solar en construcción y la lluvia lo estampaba en la pintura de los coches.

Jack se pasó un dedo por el borde de la portezuela del Polo pensando a toda prisa. Se dio la vuelta y escudriñó Brazil Street.

Dentro estaba húmedo, el suelo pegajoso, como si hubiera encendido la calefacción en un lluvioso día de principios de verano. Bliss, en el recibidor con los brazos extendidos, impidió que ella entrara en la parte de atrás de la casa.

– No; pasa aquí dentro, a la cocina.

– Está bien, sólo quiero hablar con Joni. No voy a quedarme.

Bliss extendió los brazos una vez más.

– Sí, claro… Aquí, pasa por aquí.

Rebecca suspiró. En la cocina hacía calor y olía a leche agria. Unas moscas muertas en el alféizar de la ventana flotaban en un charco formado por las gotas de condensación que resbalaban por el cristal. Tres sillas se apilaban alrededor de una mesa llena de platos sucios, tazas de té, cazuelas, todo cubierto por una fina capa de un polvo ceniciento. En el techo zumbaban otras moscas.

Bliss cogió una silla cochambrosa y la examinó.

– El asiento está roto, no puedes sentarte aquí. -Dejando caer la silla empezó a revolver en un cajón de la cocina. Aquí está. -Se dio la vuelta con un rollo de cinta marrón de embalar en la mano, intentando despegarla con sus sucias uñas. Siempre me cuesta mucho -se excusó tendiéndole el rollo. Quizá podrías… ya sabes, con tus uñas.

Rebecca suspiró exasperada.

– Anda, dámelo.

Despegó unos centímetros de cinta con sus frágiles uñas y se la devolvió.

– Bueno, ya está. ¿Y Joni?

– Vale, tranquila. -Rápidamente cubrió el asiento con varios trozos de cinta y luego le acercó la silla. Ahora mismo voy.

Con las manos levantadas en un gesto de resignación salió apresuradamente de la cocina. Rebecca, mientras consideraba seguirle hasta el vestíbulo para darle prisa, atisbó su pequeña cabeza pasando por detrás de un ventanuco situado encima del fregadero. De pronto, su extraña cara de labios gruesos reapareció tras el cristal esmerilado, consiguiendo sobresaltarla.

– Oye, ¿te importaría…? -Abrió el cristal unos centímetros, se asomó por la abertura y señaló la mesa. Le había preparado una taza de té. Está ahí encima.

– ¿Está despierta?

– Sí, pero quiere una taza de té. Dámela, por favor.

Rebecca puso los ojos en blanco.

Por el amor de Dios, Malcom, pensó. Y le dio la taza. Él se la arrebató de las manos.

– Gracias. Y esas galletas, por favor. -Se mesó el pelo. Joni es una damisela muy exigente.

– Por el amor de Dios, Malcom -Rebecca le alcanzó el paquete de galletas, ¿quieres despertarla de una vez?

– Claro, por supuesto -dijo educadamente al tiempo que le cogía la muñeca y se la retorcía con fuerza.