172899.fb2 El latido del p?jaro - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

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CAPÍTULO 4

Caffery se acostó a las cuatro de la madrugada. A su lado, Verónica, con un leve ronquido, dormía profundamente. Debía de molestarle la garganta y eso significaba que tenía las glándulas inflamadas. La inflamación de éstas había reaparecido al manifestarse la enfermedad de Hodgkin, ese linfoma mortal.

Justo a tiempo, Verónica, en el momento preciso. Como si lo hubieras adivinado.

A las cuatro y media consiguió conciliar un sueño ligero e inquieto, para volver a despertarse una hora después.

Se quedó mirando al techo mientras pensaba en los cinco cadáveres de Devonshire Drive.

Una de las lesiones se repetía en todas las víctimas: las marcas en la cabeza -¿algo que les había obligado a ponerse?, ¿parafernalia sadomasoquista? -excepto en la número cuatro. Ninguna había sido violada, no presentaban signos de penetración traumática anal, oral o vaginal y, sin embargo, Krishnamurti había encontrado restos de semen en el abdomen, lo que, unido a la mutilación de los pechos en tres de las mujeres y su total desnudez, confirmaba a Caffery que se enfrentaba a un asesino sexual en serie, a alguien tan enfermo que ya no podía detenerse. Y lo que no dejaba de obsesionarle eran los cinco pequeños cadáveres en el fondo de aquella palangana. Seguía viéndolos como en una pesadilla.

Al comprender que ya no podría volver a conciliar el sueño, tomó una ducha, se vistió y, sin despertar a Verónica, condujo a través de las calles de Londres hasta las oficinas del equipo B.

El equipo B, también conocido como Shrivemoor por la calle donde tenía su sede, compartía un funcional edificio de ladrillo con los TSG, los grupos de apoyo.

Su fachada era anónima, pero daba para pensar que se trataba de una comisaría en pleno funcionamiento y la gente acudía con sus problemas cotidianos. Finalmente se puso un cartel en el que se leía: «Diríjanse a la comisaría que hay al final de la calle».

Para cuando Caffery llegó, el sol ya iluminaba las casas adosadas y los niños eran conducidos a la escuela en el Volvo de sus papás. Aparcó su viejo Jaguar, otra cosa que Verónica pretendía cambiar por un modelo nuevo y flamante. «Podrías venderlo y conseguir uno moderno», solía decirle ella. «No quiero uno moderno. Quiero el coche que tengo», respondía él. «Al menos deja que lo adecente», insistía ella.

Sacó su tarjeta de identificación y pasó por delante de los quince Ford Sherpa blindados del TSG aparcados sobre las manchas de aceite que iban perdiendo. En las oficinas del AMIP todavía estaban encendidos los fluorescentes. Cuatro analistas de datos, todas mujeres, mecanografiaban sentadas ante sus escritorios.

Encontró a Maddox en su despacho, recién llegado después de desayunar con el superintendente jefe. Entre el té y las pastas de harina integral en el club de golf Chislehurst, el superintendente había pergeñado un plan de actuación.

– Ha dado en las narices a la prensa con una moratoria. -Maddox parecía agotado. A juzgar por su aspecto, Jack adivinó que todavía no se había acostado-. Cualquier oficial de sexo femenino que no soporte este caso puede solicitar su traslado, además… -cogió un lápiz que alineó exactamente con los demás objetos de su escritorio -va a mandarnos refuerzos… El equipo F va a desembarcar aquí al completo.

– ¿Dos equipos en el mismo caso?

– Exacto. Al jefe le preocupa mucho. No le gusta que Krishnamurti queme etapas antes que nosotros. Además…

– ¿Sí?

Maddox suspiró.

– Ese pelo que Krishnamurti encontró en esa chica… el pelo negro.

– También encontró pelos rubios. Tratándose de prostitutas ese tipo de evidencias puede inducir a error.

– Tienes razón, pero el jefe está convencido de que las organizaciones de derechos humanos le acechan entre las sombras. -Alguien llamó a la puerta y Maddox fue a abrir-. Se niega en rotundo a que el sospechoso sea negro.

– Buenos días, señor -dijo el sargento detective Paul Essex con su habitual desaliño: nudo de la corbata flojo y mangas dejando al descubierto sus gruesos antebrazos. Sostenía en la mano un sobre de color naranja.

– ¿Algo nuevo?

– Así es. -Se apartó el pelo de su ancha y rubicunda frente-. La víctima número cinco tuvo la decencia de darse de alta como prostituta. Una tal Shellene Craw.

Caffery abrió el sobre.

– Así que estaban inscritas en el registro de pelanduscas… Resulta curioso que no lo estuviesen en el de personas desaparecidas, ¿verdad? Lo que significa que alguien tiene mucho que contarnos.

– Concretamente un tal Harrison. -Le tendió el sobre-. Barry Harrison de Stepney Green.

– ¿Quieres que inaugure tu agenda hoy? -dijo Maddox.

– Desde luego.

– Essex, imagino que en este caso actuarás como enlace con las familias, ¿verdad?

– Sí, señor. Especialmente seleccionado por mi delicadeza.

– Entonces será mejor que acompañes a Caffery. Alguien puede necesitar tu delicado hombro para llorar a gusto.

– Lo haré. Acaba de llegar esto, señor. -Entregó a Caffery una hoja de ordenador-. Del Yard. El nombre del caso será «operación Alcatraz».

Caffery, ceñudo, cogió la hoja.

– ¿Es una tomadura de pelo?

– No.

– De acuerdo. Ponte en contacto con ellos y diles que lo cambien.

– ¿Por cuál?

– Hombre Pájaro. El hombre pájaro de Alcatraz.

– ¿No has visto las primeras conclusiones postmortem?

– Acabo de llegar.

Maddox suspiró.

– El asesino nos dejó un regalito con las víctimas.

– Dentro de las víctimas -le corrigió Caffery cruzando los brazos-. Concretamente, dentro de la caja torácica, cosidos junto al corazón.

El rostro de Essex se demudó. Se quedó mirándolos a la espera de que siguieran hablando.

Maddox carraspeó y clavó sus ojos en Caffery. Ambos seguían en silencio.

– ¿Y bien? -Essex, hizo un gesto mostrando las palmas de sus manos-. ¿De qué se trata, qué fue lo que dejó?

– Un pájaro -dijo finalmente Caffery-. Un pajarillo, seguramente un pinzón, metido en cada abdomen. Y no menciones una palabra al resto del equipo. ¿Me has entendido?