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Las habitaciones del piso estaban a oscuras, las cortinas echadas, el aire enrarecido. El polvo se levantaba de las mugrientas alfombras a cada paso que daban.
– Mira esto. -Essex estaba de pie en el umbral de la puerta del dormitorio principal. ¿Puedes creerlo?
Las paredes estaban tapizadas de fotografías: polaroids, instantáneas, algunas arrancadas de revistas. Muchas pertenecían a Joni, pero otras, procedentes de revistas pornográficas, mostraban a niños chupando penes en erección, a una mujer montada por un perro alsaciano y a un adolescente asiático atado a una cama con los brazos y las piernas separados y con sangre entre los muslos.
De un armario empotrado les llegó el sonido de un débil batir de alas. Essex lo abrió y ambos se quedaron sin habla mirando la jaula. Un solitario pinzón agazapado en su alcándora, con el plumaje mojado y pegado al cuerpo, los observaba parpadeando. En el suelo de la jaula, sobre la arena, se amontonaban colillas y cuatro cadáveres.
Entraron en las demás habitaciones. Essex contempló las paredes del salón y, demudado, llamó a Jack.
– Enfermo -murmuró, ese bastardo está enfermo.
Polaroids de las víctimas muertas.
Craw, Wilcox, Hatch, Soacek, Jackson. Violadas, mutiladas. Una de ellas mostraba a Shellene Craw colgada de pie, como un maniquí en un escaparate, entre el televisor y la pared, con los ojos abiertos y los brazos colgando rígidos.
– La peluca -musitó Caffery señalando la Polaroid.
Essex se acercó.
– Tenías razón, Jack. Diste en el blanco.
En la pared de enfrente, una polaroid de Susan Lister, desnuda y cubierta de sangre, atada y amordazada, con los ojos amoratados e hinchados.
– ¡Joder! ¡Por el amor de Dios!
Su cara se veía nublada por manchas borrosas. Una forma blanca en la esquina de abajo. Caffery lo comprendió. Bliss se había fotografiado mientras eyaculaba en la cara de Susan Lister.
En la cocina descubrieron sangre fresca en el fregadero. Platos rotos por el suelo. Examinaron el congelador y descubrieron instrumental quirúrgico en uno de los cajones. En la habitación de huéspedes, Caffery puso su mano en el brazo de Essex.
– Mira.
Essex se acercó con aprensión.
– Parecen…
– Sé lo que es. -Caffery miró los dos implantes. Bliss se los ha arrancado.
Cuando el Peugeot azul llegó a Wildacre Cottage ya había dejado de llover. El chalet estaba situado al final de un sendero que dividía un campo de maíz, largo y suave como la melena rubia de una mujer. Aislado, no corrió el riesgo de miradas indiscretas mientras arrastraba a las dos mujeres con fundas de almohada tapándoles la cabeza. Las dejó apoyadas contra el cristal esmerilado de la puerta.
Bliss se había desquiciado cuando Rebecca empezó a gritar. Comprendió que tenía que arriesgarse y emprender el viaje. Cargarlas había resultado relativamente fácil, una en el asiento de atrás y la otra en el maletero, tapándolas con anoraks y un viejo saco de dormir. A pesar de sus temores, sólo tres personas se habían molestado en mirar a ese anodino hombrecillo cargando su coche a la hora de almuerzo en un día lluvioso.
El resguardado garaje había sido de gran ayuda. Eso, y que ambas mujeres, a raíz de los golpes con el mango del serrucho, habían perdido el conocimiento.
Volvió al coche, cogió cuatro bolsas del supermercado Sainsbury, regresó a la casa y cerró la puerta tras él. Vació las bolsas y a continuación colgó guirnaldas de papel de las ventanas e infló globos de colores. Les dijo que era su cumpleaños y les contó sus planes para ese día. Ellas no podían oírle, pero él siguió mascullando.
Cuando Essex salió de la casa ya había dejado de llover. Se dirigió al jardín y encontró a Jack mirando el crecido césped.
– ¿Jack?
Caffery se giró con la mirada perdida. Señaló el suelo.
Essex se acercó. A los pies de Jack, sobre la húmeda hierba había una bicicleta blanca y gris. Como si la hubieran tirado para deshacerse de ella.
– ¿Una bicicleta?
– Es de Rebecca -dijo Caffery.
Cuando regresaba al coche, la llamó a su apartamento. Respondió el contestador automático. Dejó un mensaje y telefoneó Shrivemoor.
Marilyn contestó.
– Jack, acabo de hablar con Amedure. Dice que aquel pelo… bueno, que coincide. Quiere que…
– Marilyn, escúchame. Dile a Steve que ya lo tenemos. Necesito apoyo. Estamos en Brazil Street.
– Vale… espera. -La oyó murmurar algo y luego la voz de Maddox.
– Jack, ¿dónde estás?
– Lewisham. Brazil Street, 34 A.
Maddox se aclaró la garganta.
– Jack, tenemos información sobre esa dirección, lo vimos en la factura telefónica de Harteveld. Llamó dos veces al 34 de Brazil Street la mañana en que se denunció la desaparición de Craw, y otras dos la semana en que se suicidó. Logan y Betts están de camino hacia ahí.
– Es él, Steve…
– ¿Qué has encontrado?
– Fotos, instrumental quirúrgico, un bisturí. Se llama Malcom Bliss. Ha huido en un Peugeot azul. Lleva a alguien con él.
– ¡Mierda!
– Creo que se dirige a algún lugar en el campo. En diez minutos tendré una dirección. Necesito apoyo.
– Bien. Marilyn se ocupará de coordinar la operación. Nos encontraremos en Greenwich dentro de treinta minutos.
– Que sean veinte.