172899.fb2 El latido del p?jaro - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 53

El latido del p?jaro - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 53

CAPÍTULO 52

Wildacre Cottage en absoluto era un chalet, sino un horroroso bungalow prefabricado con tejas rojas y un generador empotrado en la parte trasera. Estaba situado al norte del delta del Támesis, cerca de un pinar en medio de los amarillos campos de colza al este de Dartford. El aire era salino e hileras de árboles, azotados por el viento del mar desde su nacimiento, bordeaban los campos con sus ramas extendidas como si fueran la melena de una arpía. Tres kilómetros más al norte, en la otra orilla, el silencioso horizonte se ensanchaba en una franja rojiza que avanzaba hacia el sur.

Caffery detuvo el Jaguar en un sendero resguardado. Al igual que Essex y Maddox, se movía inquieto haciendo crujir los asientos mientras miraban acercarse tres furgonetas del Grupo de Apoyo Territorial seguidas por un coche de bomberos y una ambulancia.

Fue Essex quien advirtió de pronto un coche que se acercaba a ellos.

– ¿Qué demonios…?

El Sierra del equipo aparcó delante del Jaguar y del mismo se apeó Diamond.

– ¡Eh! -Maddox abrió la portezuela. ¿Qué está haciendo aquí?

Le dije que se quedara en la central.

– ¿Molesto?

Caffery, furioso, salió del coche y dio un puñetazo en el capó del Sierra.

– Te ha hecho una pregunta. ¡Te ha preguntado qué cojones crees que estás haciendo aquí!

– Detective inspector Caffery -dijo Diamond con una amplia sonrisa mientras se acercaba al coche con arrogancia, parece que estás algo, cómo lo diría, ¿tenso? ¿Algo personal tal vez?

– Hace más de una semana Greenwich telefoneó para darnos una pista sobre Bliss y tú, detective inspector Mel Diamond, ni siquiera…

– ¡Anda ya! -exclamó Diamond. Pecas de exceso de imaginación.

– No es imaginación, son hechos. Y ahora llévate el coche y crúzalo en el camino.

– ¿Para qué?

– Te encargarás de detener el tráfico.

– Pero bueno…

– Y te quedarás allí hasta que yo vaya a buscarte.

– ¡Y un cuerno! Como podrás observar, no llevo un jodido uniforme, aparte de que tú no eres quién para darme órdenes, gilipollas. -Se dio la vuelta hacia Maddox. ¿Y bien? ¿Piensa hacer algo?

– Ya le he oído. -Maddox se puso la chaqueta y se volvió. Coja el coche y lárguese.

La Unidad de Apoyo Aéreo llegó con su helicóptero negro y amarillo B0105 y sobrevoló en círculos el bungalow aplastando la hierba y dejando un penetrante olor a carburante. Cuando se alejó para girar y dar la vuelta, Diamond, de pie al principio del camino debajo de un viejo roble, oyó de nuevo el zumbido de los insectos y el crujido del motor del Sierra al enfriarse. Estaba palpándose el bolsillo en busca de un cigarrillo cuando algo atrajo su atención.

Un hombrecillo, con chaqueta y pantalones manchados y una bolsa de plástico colgando de su muñeca, apareció como por arte de magia.

– Buenas tardes. -Sus manos se movían inquietas dentro de los bolsillos y esbozó una rápida sonrisa dejando ver unos dientes pequeños y sucios.

– ¿Qué quiere?

– He visto un gran despliegue de policía. ¿Algo de qué preocuparnos?

Diamond se encogió de hombros.

– No, en absoluto. -Encendió el cigarrillo y, volviendo a mirarle, expelió una ligera nube de humo. No tomará mucho tiempo. -Se sacó una brizna de tabaco de los labios y, al ver que el hombrecillo seguía mirándole, añadió: Por favor, señor, váyase. Regrese a la carretera principal. Se ha acordonado toda la zona hasta el delta del río, así que procure mantenerse a este lado del camino.

Bliss se alejó rascándose la frente y murmurando en voz baja. Rodeó el camino y, pisando barro y ortigas, subió un montículo cubierto de hierba. El sudor, más por la rabia que por el esfuerzo, le humedecía la espalda.

Cuando el teléfono, del que había olvidado hasta su existencia, empezó a sonar en el recibidor, comprendió que aquella puta no había mentido. Hizo lo que debía hacer con ella. Rápida y diligentemente. El teléfono dejó de sonar cuando Bliss abandonó silenciosamente el bungalow antes de que llegara la policía. Le zumbaban los oídos y le dolía la cabeza, pero cruzó apresuradamente el bosque bajo la lluvia, alejándose del bungalow hasta encontrar un húmedo hueco cubierto de hierba donde esconderse. La lluvia había amainado. Agazapado en su escondite oyó cómo iba llegando la policía.

Ahora, a cien metros del Sierra, dudaba, levantaba la mirada y olfateaba el aire. Sabía que allí arriba, detrás de una hilera de espesos arbustos de espino, no podía ser visto desde el camino. Sólo tenía que seguir andando hasta la carretera y subir a un autobús. Pero también sabía que todo había terminado para él. Con la muerte de Joni la copa se había desbordado. Si estaba acabado, dejaría su maldita huella en este mundo. Pelearía hasta el final.

Pensó en la espantosa obra de carne que había creado en el bungalow. Cerró los ojos y sonrió. Era un buen comienzo.

Canturreando distraídamente y rascándose el cuello, se dirigió de nuevo hacia la carretera hasta que vio el Sierra gris a su izquierda. Cuando llegó a su altura, el sol ya había salido de nuevo aunque todavía caían gotas de lluvia. Aminoró el paso deteniéndose detrás de un gran roble. Se le había ocurrido algo interesante.

Se mordió el labio acariciando con sus rechonchos dedos la hoja del serrucho que llevaba en una bolsa. Al lado del Sierra se elevaba una fina columna de humo.

Embutido en su jersey negro y en su chaquetón Kevlar, el sargento O’Shea del Grupo de Apoyo Territorial se sentía como un gato en un palomar en ese encantador camino en medio del campo. Sus hombres, con expresión adusta, en posición de firmes, le seguían con la mirada se paseaba entre ellos dándoles instrucciones.

– A las trece horas la policía local ha alertado sobre la presencia de un Peugeot azul aparcado delante de la casa. Hemos intentado establecer contacto telefónico durante diez minutos, pero nadie ha respondido. Llegados a este punto debemos proceder a una solución táctica. No sabemos con qué armas cuenta el objetivo, pero se supone que no son de fuego, sino blancas, así que protéjanse las zonas vulnerables: cuello, manos. Bajen las viseras de sus cascos y ajústense al protocolo de arresto. Dadas las circunstancias, procederemos con sigilo y precaución.

Caffery, con un cigarrillo en la mano, observaba a través de n seto de arbustos lo que ocurría en el bungalow. La carretera estaba vacía, sólo se escuchaba el rotor del helicóptero. De vez en cuando hubiera podido asegurar que llegaba hasta sus oídos el sonido del teléfono.

– Mira, Jack. -Essex señaló unas nubes cargadas de lluvia que se cernían sobre la boca del estuario. Parece una maldita profecía.

– Ha tenido tiempo de sobra para hacerlo, Paul. Ella ya podría estar…

Essex se quedó mirando la expresión de Caffery y se mordió el labio.

– Sí, debes estar preparado.

– En cuanto a la radio, la rutina habitual. -O’Shea flexionó unas manos tatuadas. Los hombres que vigilen el perímetro comunicarán regularmente su situación. Si surgen problemas y tienen que tomar una decisión, sigan el procedimiento habitual.

Diamond contempló a aquel hombrecillo alejarse por el camino. Luego terminó su cigarrillo y lo tiró al suelo. Había empezado a llover y Diamond cogió las llaves del Sierra, ya que no pensaba quedarse fuera empapándose. Eso lo dejaba para los héroes. Ya tenía la mano en la portezuela cuando, desde el talud, un sudoroso Bliss se abalanzó como una exhalación sobre su espalda.

– Hola -susurró.

Sorprendido, Diamond soltó las llaves y rebotó contra el Sierra con los ojos desorbitados por el dolor. Bliss le cogió por los genitales y brincó alegremente a su lado con sus ojos ictéricos a unos centímetros de la cara de Diamond.

– Tranquilo, tranquilo, o vas a hacerte daño -le dijo.

– Soy policía… Policía. -Aferró la mano de Bliss intentando que le soltara, pero el serrucho eléctrico empezó a zumbar pasando por encima de sus nudillos, con suavidad pero con fuerza suficiente para que sangrara.

Diamond gritó apartando violentamente el brazo.

– ¿Está loco? ¡Le he dicho que soy policía!

– ¿Me prometes dejar las manos quietas? Ponlas encima de la cabeza.

– Está bien -jadeó Diamond mientras levantaba los brazos apoyándolos contra el árbol.

– Di lo juro, dilo.

– Vale. Sí… lo juro.

– Júralo por Dios y di que me muera si no lo cumplo.

– Lo juro por Dios y que me… me… -Diamond empezó a temblar. ¿Qué va a hacerme?

– Cállate. -Bliss bizqueaba furiosamente. Cállate de una puta vez. -La saliva se le acumulaba en las comisuras de la boca. Con una mano sujetaba el serrucho mientras que con la otra aferraba los cojones y la polla del detective. Bliss olía el terror en su aliento.

– Escuche. -Los escalofríos recorrían a Diamond. Yo no pinto nada. No he sido yo el que les dio el soplo. Ni siquiera quieren que me acerque a la casa por eso me han dejado aquí arriba…

– ¿Quién toma las decisiones?

– ¿Decisiones? -Diamond se pasó la lengua por los labios. ¿Decisiones? Pues nuestro… nuestro…

– ¿Sí?

Diamond titubeó y de pronto, una chispa alumbró sus ojos.

– Seguramente nuestro inspector. Caffery. Jack Caffery.

– ¿Caffery? -dijo Bliss enseñando sus dientes manchados. ¿Dónde está?

– Está arriba de la colina. ¿Le acompaño?

– Eso estaría bien. Dame tu radio.

La lluvia arreciaba, empapando a Caffery. Negros nubarrones cruzaban el estuario cerniéndose sobre la casa. Las ventanas seguían cerradas.

– ¡Contesta, cabrón!

Estaba junto a Essex chapoteando en medio del capo, intentando que Bliss cogiera el teléfono. Caffery nunca se había sentido tan impotente. Sabía que Rebecca estaba en el bungalow y por su imaginación pasaba un sinfín de aterradoras posibilidades. Apenas podía ver a los hombres del Grupo de Apoyo al final del camino mientras se calzaban los guantes y se echaban a la espalda unas mochilas rojas.

Essex se dio la vuelta. Diamond estaba en el pinar, pálido y silencioso, haciéndole señas de que se acercara.

– Qué diablos querrá ese gilipollas. -Essex se acercó a los árboles. ¿Qué estás haciendo aquí? -siseó.

– Por aquí -susurró Diamond volviendo a entrar en el bosque.

Essex le siguió.

– Se supone que debías estar en la carretera.

– Por aquí.

– ¿Qué le ha pasado a tu mano? Estás sangrando…

Desde el sitio en que estaba agazapado entre la húmeda hojarasca, Bliss actuó rápida y certeramente. De un solo movimiento segó, con un sonido sordo, el tendón de Aquiles del pie derecho de Essex.

Cogido por sorpresa, Essex chilló de dolor y cayó al suelo golpeándose el hombro, como un árbol talado, soltando la radio para cogerse el pie ensangrentado.

– ¡Y ahora el otro pie! -Bliss, con ojos desquiciados de excitación, se abalanzó sobre Essex con el serrucho zumbando.

Pero Essex era más rápido de lo que aparentaba. Con un gruñido, hizo una finta, tomó impulso y lo golpeó con todas sus fuerzas en la espalda.

Bliss soltó el serrucho y, sin resuello, se desplomó con un sonido sordo sobre la hojarasca.

– ¡Jodido hijo de puta! -bramó Essex, mientras intentaba sujetarlo bajo su cuerpo. ¡Eres un jodido hijo de puta!

Resoplando por el esfuerzo y boqueando como un pez, Essex consiguió finalmente inmovilizarlo de espaldas. Había perdido la radio y era consciente de la herida que había sufrido. Sabía que los músculos y los tendones de su pie colgaban al aire. Su única arma era su propio peso, pero bastaba para retener a Bliss hasta que llegara ayuda.

– ¡Diamond! -gritó. Utiliza mi radio. Llama a todas las unidades.

Pero Diamond temblaba sujetándose la mano.

– Ese hijo de puta me ha cortado -masculló, hubiera podido llegar hasta una arteria…

– ¡Diamond!

– De todas formas ya está muerta -espetó Bliss, de bruces en la hojarasca. Muertas las dos, esas putas.

Essex lo levantó por las hombreras de su camisa.

– ¿Qué dices, cabrón de mierda?

Pero la expresión de Bliss era beatíficamente serena. Essex le clavó el codo en la espalda.

– ¿Las has matado? -Volvió a clavarle el codo, Bliss ni siquiera rechistó. ¿Qué has hecho, malnacido? ¿Las has matado?

– ¿Essex?

Caffery comprendió que algo iba mal cuando no vio a nadie en el lugar del bosque en que había aparecido Diamond. Avanzó unos pasos y se detuvo.

Desde el bosque llegaba un chillido casi inaudible. Inhumano. E, intermitentemente, un breve y estremecedor zumbido mecánico.

– ¿Essex?

Nada.

– ¿Paul? ¿Estás bien?

Silencio.

Despacio, acercándose la radio a la boca, Jack siguió avanzando. El zumbido se fue apagando lentamente. El miedo le atenazaba el estómago.

– Bravo 6- 0 a todas las unidades.

Rodeó un grupo de abedules blancos y se quedó paralizado.

Diamond, apoyado contra un tronco, se apretaba el brazo contra el pecho mirando fijamente a Essex que, tirado a unos diez metros en medio del bosque, aterido y con la cara amoratada, aplastaba a Bliss contra el suelo. A unos centímetros, el serrucho giraba afanosamente sobre las hojas como un perro mordiéndose la cola.

– Pero qué…

Essex le miró.

– Dice que las ha matado, Jack.

– Tranquilo… no le sueltes. -Caffery se acercó cautelosamente. Sujétalo…

Pero Diamond se interpuso agarrándole por el codo.

– No pude hacer nada, de verdad, mira. -Le enseñó la mano. ¿Ves la sangre? -Sus pálidos labios temblaban. Es demasiado roja, el corte ha sido profundo.

– Diamond -dijo Caffery y se dio la vuelta. Te lo advertí. -Y sin siquiera pensarlo y sin detener su paso, partió de un puñetazo la operada naricita de Diamond.

Diamond se tambaleó gritando, cubriéndose la cara con las manos.

– ¿Por qué me has pegado? -balbuceó. ¿Por qué?

Bliss aprovechó la oportunidad que se le ofrecía. Arrastró el serrucho hacia él y, deslizándolo con suavidad, lo aplicó al brazo derecho de Essex y le rajó la muñeca. La sangre brotó a borbotones mientras de la boca de Essex salía un aullido de dolor.

Caffery saltó hacia delante, pero Bliss fue más rápido: bizqueando, rodó en medio de los gritos y, con la velocidad del rayo, cogió la otra mano de Essex acercando el serrucho peligrosamente. Antes de que Jack pudiera alcanzarle, Bliss ya se había levantado, cubierto con la sangre de Essex. Trastabilló sobre la húmeda hojarasca, pero recuperó el equilibrio y huyó a grades zancadas.

– ¡Paul! -Jack se arrojó al lado de Essex apretando la cara contra su fría mejilla. ¿Te ha alcanzado los dos brazos?

Essex asintió apretando los ojos por el dolor. Sangre roja y brillante manaba de sus heridas.

– ¡Diamond! ¡Muévete! -Jack corrió hacia Diamond y lo arrastró hasta Essex. ¡Venga! ¡Dame las manos…!

– Déjame en paz de una puta…

– Pon las manos aquí.

Desprendió los dedos de Diamond de su ensangrentada nariz y los apretó contra las arterias braquiales de Essex.

– Aprieta, aprieta más fuerte. -Se sacó la chaqueta, y la arrojó a los pies de Diamond. Presiona las arterias e intenta cortar la hemorragia. Ahí tienes la radio para pedir ayuda.

Diamond le miró con ojos inyectados.

– Eres un cabrón.

– Ya me has oído… -Se levantó y, tirándole de la oreja, le obligó a levantar la cabeza. ¿Verdad que me has oído, capullo?

– Ay. Tranquilo, vale. Yo me ocuparé de todo.

– Hazlo o te arrepentirás.

Jack le soltó y salió en persecución de Bliss.

Donde los árboles empezaban a clarear, a unos cien metros, Bliss corría bajo la lluvia. Se movía deprisa. Pero Caffery era más liviano, más fuerte y más rápido. Corrió entre la maleza, acompañado sólo por el sonido de su propia respiración y por el ruido de la lluvia sobre los árboles.

No le dio el alto para no desperdiciar fuerzas. Barro y hojas se levantaban a su paso mientras corría acercándosele. Oyó la respiración jadeante de Bliss y vio sus pequeños brazos moviéndose con esfuerzo.

Mierda, se dijo al atisbar entre los árboles el asfalto de la pequeña carretera de la costa, es una carretera estatal…

¿Habrá algún control? ¿Dónde estará la policía local? ¿Y los de Apoyo Territorial? Debería haber uno detrás de cada árbol.

De pronto, delante de él, Bliss, se agachó para pasar debajo de una rama apartando el espeso follaje, y se dejó caer por una zanja.

Resbaló por el talud acelerando más y más hasta chocar contra una cerca de espino.

Essex estaba de lado, con la cara sobre las hojas y la boca fláccida. Sabía que iba a perder el conocimiento y el frío le calaba hasta el tuétano.

Qué raro tener tanto frío en junio…

Miró sus manos como si fueran de otro, desmadejadas en el suelo. Diamond las sujetaba haciendo presión con trozos de la chaqueta, tapando el destrozo hecho por Bliss, llevándose de vez en cuando sus dedos ensangrentados a la nariz. A unos metros detrás de él, la radio de Caffery estaba tirada en el barro dejando oír la voz de Maddox, distante y metálica, llamando a su inspector: «Bravo 6-0. Aquí Bravo 6-0-1. Llamando».

Más allá, el helicóptero sobrevolaba la casa. El Grupo de Apoyo Territorial iba a entrar en acción.

Demasiado tarde, pensó Essex. Las chicas ya estaban muertas. Ya no podía hacerse nada por ellas. Y Jack estaba en algún lugar de ese bosque con Bliss…

– Diamond… -El esfuerzo que hizo fue enorme y sintió que le estallaba la cabeza. Diamond… la radio…

Diamond seguía sin responder.

– ¡Diamond!

– ¿Qué quieres? -levantó la cabeza, enfadado. No grites, no estoy sordo.

– La radio…

– Sí, lo sé, ya me he enterado. -Ató la tela alrededor de las muñecas de Essex. Lo hago lo mejor que puedo.

Con una mano se tapó la cara haciendo una mueca y con la otra arrastró la radio por la hojarasca. Apretó el botón naranja lanzando una llamada de emergencia de diez segundos por todas las frecuencias.

– Bravo 6-0-3. Ayuda urgente, repito, ayuda urgente.

Essex, exhausto, dejó caer la cabeza. Un dolor penetrante le invadió los miembros. Su vista… los árboles, el cielo, las ramas de los arboles, Diamond hablando rápido y furioso por la radio, todo parecía aumentar de tamaño, se distorsionaba, como si el mismo aire se hinchara acercándose ondulando hacia él. También la luz estaba cambiando, cada vez más verde y fría.

Tu corazón se está debilitando, pensó con distanciamiento. Eso te enseñará, viejo idiota. Tu puñetero corazón se está rindiendo…

Su propio impulso le hizo resbalar hacia la zanja, protegiéndose con las manos de la valla que parecía acercarse velozmente hacia él. Se detuvo a escasos centímetros, con el corazón retumbándole, hincando los talones en el suelo y con los dedos entre las púas de alambre. Instantáneamente recuperó el equilibrio, dispuesto a luchar.

Pero Bliss, a corta distancia, no había corrido la misma suerte.

Su peso le había estampado contra la valla. Se tambaleaba ligeramente, con los pies en el suelo, las rodillas levemente dobladas y los brazos levantados como una marioneta. Las púas se habían clavado en su carne y enredado en su pelo. No hacía ningún ruido, sólo parpadeaba con expresión de intensa concentración.

Caffery bajó despacio las manos.

– ¿Bliss?

No obtuvo respuesta.

– ¡Dios! ¿Y ahora qué?

Un paso más cerca.

– ¿Bliss?

¿Por qué no se mueve?

El rostro de Malcom Bliss parecía tranquilo, sereno, sólo su mandíbula se movía levemente, como si estuviera esforzándose para mantenerse perfectamente inmóvil. Caffery, con un escalofrío, comprendió que el dolor le impedía moverse. Estaba atrapado.

Lentamente, espiró el aire de sus pulmones.

Ahí estaba. Atrapado y a su alcance. Su presa. El Hombre Pájaro.

Con manos temblorosas se enjugó el sudor de la frente y se acercó procurando no confiar demasiado en ese inesperado cambio de suerte. Mientras examinaba rápida y concienzudamente el cuerpo de Bliss, recorriendo con la mirada el entramado de púas, intentando averiguar qué le dolía, y cuánto podía soportar, Bliss, enredado en el alambre, tenía la mirada fijamente clavada en algún punto frente a él. Caffery contó innumerables heridas, pequeñas pero dolorosas, antes de descubrir, profundamente hundida en su cuello, una única púa. Todavía no sangraba, pero la pálida carne palpitaba a su alrededor: la arteria carótida estaba a punto de rajarse.

– Ahí… -le susurró Bliss mirándole con los dedos enzarzados en el alambre, ayúdeme.

Lo movió suavemente hacia abajo, observando cuando empezaba el dolor. Con un suspiro, Bliss entornó los ojos como si con ese gesto infantil no quisiera hacerle daño, sino simplemente humillarle con la perversidad de un niño bravucón. Caffery movió el alambre en la dirección opuesta.

– Ése es el estilo de los cobardes, señor Caffery -oyó decir de pronto a Bliss con voz pegajosa y ronca. El de los verdaderamente cobardes.

– ¿Lo has hecho? -preguntó Caffery acercándose a su cara. ¿Las has matado?

– Sí. -Bliss cerró los ojos. Y follado. No lo olvide.

Caffery le lanzó una mirada asesina. De pronto el helicóptero pasó sobre la copa de los árboles alejándose del bungalow en dirección al estuario. El rotor hizo temblar el suelo y salpicar gotas de lluvia desde los árboles. Pero Caffery siguió inmóvil, ensimismado en su propia cólera, mirando fijamente a Bliss y conteniéndose de cometer una locura.

Y entonces, bruscamente, se tranquilizó.

Respiró con fuerza enjugándose el sudor de la frente y sacudió la cabeza. Mascullando, sin dirigir una última mirada a Bliss, se volvió y, despacio, empezó a subir por el talud.

El helicóptero seguía sobrevolando la zona. Essex, tendido en el suelo, miraba el cielo gris. Un pájaro revoloteaba a su alrededor inclinando la cabeza para observarle. Su corazón seguía luchando, bombeando inútilmente la sangre que se escurría por las heridas de sus muñecas.

Qué extraño, pensó, no siento la lluvia en mi cara. ¿Qué me ocurre?

Veinte segundos después, su corazón, con sus paredes fibrosas, resecas, se estremeció levemente y dejó de latir. Las gotas de lluvia, rebotaban contra los ojos abiertos de Essex.

El helicóptero, sin advertir la presencia de Caffery y Bliss, sobrevoló de lejos la zanja siguiendo la carretera hacia el delta del río.

Caffery, oculto por las copas de los árboles ya había subido el talud cuando, de pronto, una punzada de dolor en las sienes le hizo detenerse en seco.

Se masajeó las sienes como se le fuera la vida en ello y luego se volvió para mirar a Bliss. Éste, cubierto de sangre, esperaba con expresión resignada. Un pinzón real, atraído por ese objeto extraño enredado en el alambre, se posó a un metro de él sobre un joven sicomoro parpadeando con la cabeza ladeada, considerando qué clase de comida era Bliss. Caffery lo contempló largamente y, al cabo, respirando hondo, desanduvo sus pasos. Protegiéndose con la camisa, cogió el alambre entre sus dedos y lo tensó.

Un delgado chorro de sangre roció el aire. La arteria empezaba a vaciarse. Bliss aulló sacudiéndose violentamente. Pataleó en el suelo y sus manos se dirigieron instintivamente al cuello. Caffery contuvo la respiración, y siguió apretando hasta que la arteria estalló empapando de sangre el cuello y el pelo de Bliss.

Caffery se apartó en silencio, apretando, ausente, su pulgar contra la palma de la mano mientras observaba cómo la vida de Bliss se derramaba por el suelo. Ni siquiera pensó que frente a él una vida humana estaba agonizando. Sólo sentía una sensación de serenidad y de triunfo.

Contó hasta cien para asegurarse de que todo había terminado.

Luego se dio la vuelta y emprendió el camino de regreso por el talud de la zanja.

Los hombres del sargento O’Shea encontraron el cuerpo de Joni bloqueando el estrecho recibidor. Bastó una mirada para comprender que estaba muerta. Nadie hubiera podido sobrevivir a sus heridas. Tenía la columna vertebral partida y una botella rota insertada en la vagina. Quinn entró en el bungalow con el equipo de fotografía. Veinte minutos después reapareció con la cara desencajada para acompañar dentro de la casa a Caffery y Maddox.

– Ha dejado a la otra adentro. -Encendió una linterna para iluminar el pasillo. En el salón. -Quinn se detuvo. ¿Están seguros que quieren verlo?

– Por supuesto -murmuró Caffery. Tenía la camisa húmeda de lluvia y sangre.

Quinn abrió la puerta.

La habitación olía a encierro. Las persianas estaban echadas, los muebles en su sitio, las silla de mimbre cubiertas con unos cojines de alegres colores. Alguien había celebrado una fiesta de cumpleaños. Encima de la mesa había una tarta aplastada. En el techo flotaban globos salpicados con sangre.

– Aquí. -Quinn entró en la habitación. Dense la vuelta y la verán.

– ¿Dónde?

Quinn dirigió la linterna a las puertas del salón y hacia el techo de la cocina.

– ¡Dios mío! -suspiró Maddox.

Rebecca estaba suspendida, boca abajo, como si hubieran colgado una cortina encima de la cocina. Tenía las muñecas y los tobillos sujetos con cable, colgando de un gancho que asomaba del techo. Estaba desnuda. Una fina película de papel transparente cubría su cabeza y sus hombros. Un rayo de luz iluminó sus muslos manchados de sangre.

Quinn tocó el brazo de Caffery.

– Los forenses, señor.

– No -dijo entrando en el salón. La examinaré yo.

– Jack -le reconvino Maddox, primero tienen que hacerlo los forenses, Jack…

Caffery no prestó atención a su superior y cruzó despacio la habitación.

Con la punta de los zapatos rozó la fina tira de metal que separaba el pegajoso linóleo del salón del suelo de la cocina, deteniéndose con las manos apoyadas en la puerta.

La grotesca oración de Bliss se balanceaba ligeramente como mecida por la brisa. Aplastada e hinchada debajo del papel transparente, la cara de Rebecca.

Muy despacio, Caffery, fue recuperando la respiración. Ya ves, Jack, tu imaginación no es todopoderosa, ironizó con amargura. Nunca hubieras podido imaginar todo esto. ¡Y creías que ansiabas encontrar a Ewan! Realmente lo creías, creías que querías ver.

Una única gota se escapó con un ligero ruido de la fina película que envolvía la nariz de Rebecca.

– ¿Becky?

La lágrima cayó en el suelo de linóleo.

– ¿Becky…?

Una vena empezó a latir.