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Rebecca fue internada en el Hospital General de Lewisham, pues Caffery se negó a que la ingresaran en el St. Dunstan. Transcurrieron cuatro días hasta que los médicos confirmaron que sobreviviría. Tan pronto lo supo, Jack tomó la decisión que había meditado durante todo ese tiempo. Fue juez y jurado y decidió, fríamente, sobre la muerte de Bliss.
Durante esos cuatro días había considerado la suerte que le esperaba: expediente disciplinario, juicio ordinario, investigación interna, despido por conducta criminal y un juicio público. Sopesó todas estas posibilidades dejando que el mundo creyera que Bliss había muerto accidentalmente antes de ser encontrado.
Esta elección le dejaba a salvo. Había matado con premeditación, ahora el depredador era él, pero podía permanecer impune incluso en el mismísimo club de los asesinos. Acabó adaptándose, de forma sorprendentemente rápida, a su decisión. Cuando la investigación sobre la muerte de Bliss fue avanzando, al declarar sus mentiras, Caffery miraba sin esfuerzo a los ojos del juez.
¿Así de fácil?, se decía. Me resulta extraño no tener remordimientos de conciencia. ¿Tan sencillo es mentir y que te crean?
Pero a pesar de haber supuesto que nadie advertiría el cambio que había experimentado, Rebecca lo supo. Sintió inmediatamente algo distinto, algo nuevo en él. Apenas recuperó el conocimiento, le acarició y, sencillamente, le preguntó:
– ¿Qué pasa?
Él se llevó su mano a los labios y la besó.
– Cuando estés bien te lo contaré todo -murmuró. Te lo prometo.
Pero su recuperación fue muy lenta. Tuvieron que hacerle tres transfusiones más antes de quedar completamente fuera de peligro y, todavía diez días después, estaba tan débil que no pudo acompañar a Jack al funeral de Joni. Él se fue solo hasta la pequeña iglesia de Suffolk y se sentó en un banco al lado de Marilyn Kryotos, incómodo dentro de su traje alquilado.
Dos bancos más adelante, la madre de Essex estaba sentada con los ojos secos, demasiado perpleja para llorar, con un sombrero adornado con diminutos lazos. Caffery se sentía violento al ver reflejados los rasgos de Essex en los rostros de ella y su marido, como si fuera un detalle de mal gusto exhibirlos entre las azucenas que decoraban la nave de la iglesia. Se preguntó si él mismo se reconocería en la cara de sus padres si volvía a verlos alguna vez. Y se preguntó qué clase de sombrero llevaría su madre en un funeral. Se dio cuenta de que no tenía ni idea y, no saberlo, le puso la carne de gallina.
Empezó la ceremonia. Marilyn se inclinó apoyando los codos en el reclinatorio y dejó caer la cabeza.
– ¿Mami? -Jenna con un vestidito de terciopelo, calcetines negros, y zapatos de charol, bajó del banco y se colgó de la pierna de Kryotos, apartando el pelo de su madre para mirarla. ¿Mami?
A la derecha de Kryotos, Dean estaba sentado muy formal, tirando del cuello de su primera camisa de adulto. Se sentía confuso. Nadie podía ignorar las lágrimas que caían sobre el cojín a los pies de Marilyn.
Caffery, recordando sus propios sentimientos cuando era niño y veía a su madre pidiéndole a Dios que apareciera Ewan mientras las lágrimas le resbalaban por la cara, comprendía lo que Dean sentía en ese momento.
«Es una excusa estúpida para no vivir tu propia vida», había dicho a Rebecca. Las palabras le llegaron con tanta claridad que se llevó las manos a la cara, para que nadie viese su dolor. «Se supone que ya deberías haberlo olvidado, seguir adelante».
¿Acaso no era lo mismo, pensó, que le habían dicho de distinta forma a lo largo de los años todas las mujeres, cada una de las novias que habían estado con él? Tal vez habían tenido razón al enfurecerse, tal vez sabían mejor que él qué debía permanecer y qué debía olvidarse.
Y ahí estaba él, con treinta y tres años y aún anclado en el pasado. Sin saber representar su papel, el único importante, el que le permitiría tomar las riendas de su propia existencia. Parecía como si hubiera estado ignorando su vida. Contemplándola y enmendándola para permanecer en el pasado mientras el presente se le escurría entre las manos. Podía dejar que todo siguiera igual, seguir escarbando, acosar a Penderecki para que no olvidara su tormento y seguir andando, solo y sin hijos durante toda la vida.
O podía cambiar el rumbo.
Cuando el sacerdote empezó su elogio funerario, aliviado y ligeramente mareado, Caffery, de repente, pareció perder el equilibrio. Marilyn se secó los ojos y le miró.
– ¿Qué te pasa? -murmuró en voz baja poniéndole una mano en el brazo.
Él tenía la mirada fija como si hubiera visto un fantasma en la bóveda de la iglesia.
– ¿Jack?
Después de unos segundos se le iluminó la cara. Se sentó en el banco y la miró.
– Marilyn -musitó.
– ¿Qué pasa? -Esperó, conmovida, que se disiparan esa pequeñas nostalgias que despertaba en ella. ¿Qué te pasa? -repitió.
– Nada -sonrió él. Una locura.
Después del funeral se marchó a Londres conduciendo a través de la llana y soleada campiña de Suffolk. Cuando llegó a la ciudad ya había empezado a anochecer, pero el cielo aún estaba teñido de rojo sobre el horizonte.
Tras aparcar el coche, fue directamente a la habitación de Ewan, donde no había estado en las últimas dos semanas. Arrojó todas las carpetas vacías a una bolsa de basura y la sacó a la calle para dejarla en el contenedor. Se sacudió las manos, entró de nuevo en la casa, se quitó la chaqueta, cogió martillo y clavos y clausuró la puerta de atrás.
El mes de julio estaba cerca y el jardín había recuperado toda su vitalidad. Estallaba de vida alimentado por el sol. Flores de rutilantes colores salpicaban los parterres y el rosal plantado por su madre veinte años atrás, seguía creciendo junto a la valla con sus flores abiertas como la mano de un niño. Jack se agachó para pasar por debajo del sauce, y se dirigió hacia la vieja haya dejando caer el martillo en el césped.
– Hazlo -se ordenó. Si lo piensas, no lo harás.
Se arremangó la camisa, cogió aire y agarró el tablón de más abajo haciendo palanca contra el tronco para arrancarlo. Estaba flojo y podrido y se separó casi sin esfuerzo.
– No vaciles -se dijo a viva voz.
Arrastró la madera unos metros y la lanzó por encima de la valla, dejándola caer con fuerza sobre la maleza. Se enjugó la frente, regresó al hay y la emprendió con la siguiente plancha.
El martillo seguía en el suelo y las sombras se extendían por el jardín. Las manos le escocían y estaba bañado en sudor, pero igualmente se dirigió al solitario tablón que colgaba del árbol. Sin embargo cuando fue a cogerlo, algo le hizo detenerse. Un nuevo y discordante elemento había reaparecido en su horizonte.
Soltó la madera y levantó la mirada.
Penderecki había salido a su jardín, al otro lado de las vías. Estaba de pie, junto a la valla, con tirantes y una chaqueta raída, masticando y rascándose la nuca, observándole con malicia.
Jack respiró hondo y se enderezó. Unos días atrás se habría alejado a toda prisa. Pero ahora se quedó, erguido y frío, mirando a Penderecki fijamente a los ojos.
En las ventanas de las pequeñas casas adosadas se reflejaban, luminosas las nubes que pasaban sobre los árboles. Una solitaria gaviota volaba en círculo observando a los dos hombres. Y fue entonces cuando los ojos de Iván Penderecki parpadearon.
Sólo un instante, pero Jack le vio. Y comprendió que lo había conseguido. La balanza se había inclinado a su favor.
Sonrió despacio, con el corazón exultante. Retrocedió hacia atrás y arrancó de un solo tirón la madera. La llevó hasta la valla, se detuvo lo suficiente para asegurarse de que Penderecki todavía le estaba observando y la lanzó lo más lejos que pudo en dirección al último lugar en que vio a Ewan con vida.
La madera aterrizó, rebotó dos veces, y dio varias vueltas antes de perderse entre la maleza. Jack se sacudió las manos y levantó la mirada.
¡Bien!
La expresión de Penderecki había cambiado. Titubeaba tamborileando, sobre la valla, esquivando la mirada de Jack, moviendo inquieto los ojos. Y entonces, de pronto, tensó sus tirantes, escupió hacia la vía, se secó la boca con la mano y sin levantar la vista se alejó de la valla con la espalda tiesa y los brazos colgando a los lados. Entró en su casa y cerró la puerta tras él.
Al otro lado de la vía del tren, Jack, vestido de luto por segunda vez en su vida, con el sudor empapándole la camisa, supo que todo había terminado. Dejó caer la cabeza y se apoyó en la valla mientras se acallaban los latidos de su corazón y avanzaba la tarde.
De pronto pasó un tren de pasajeros. Jack levantó los ojos, perplejo. Como si lo último que hubiera esperado ver en la vía del tren fuera un ferrocarril. Se asomó para ver cómo menguaba a lo lejos el furgón de cola. Cuando desapareció bajo el puente de Brockley, Jack siguió mirando la ligera vibración que se adivinaba en la distancia, hasta que no supo si era el cielo, el calor de la tarde o un efecto óptico.
Luego entró en casa, se desnudó y, después de ducharse, volvió al hospital donde estaba Rebecca.