172899.fb2 El latido del p?jaro - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

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CAPÍTULO 5

A las diez de la mañana el NIB disponía de una serie de huellas digitales pertenecientes a la víctima número dos, una tal Michelle Wilcox, prostituta de Deptford. Esa misma mañana, mientras Caffery y Essex conducían por el túnel de Rotherhithe para interrogar al novio de Shellene Craw, su ficha era enviada desde Berdmonsey a Shrivemoor. Era un día fresco y radiante. El intenso color del follaje de los escasos árboles de Londres hacía que, incluso el East End, pareciera lleno de vida.

– Ese tipo, Harrison -dijo Essex mirando, una vez pasada una hilera de alegres casitas georgianas recién pintadas y orgullo de sus endeudados propietarios, la casa victoriana de ladrillo rojo, ennegrecida por años de polución, que se levantaba en la frontera del barrio burgués donde vivía Harrison-. Estoy seguro de que no crees que sea el psicópata que buscamos.

Caffery detuvo el coche.

– Por supuesto que no lo creo.

– ¿Qué opinas, entonces?

– No lo sé. -Salió del coche y estaba a punto de cerrar la puerta cuando, vacilando, volvió a meter la cabeza-. Lo único que sé es que nuestro asesino tiene coche.

– ¡Conque tiene coche! ¿Eso es todo?

Essex salió del Jaguar y cerró de un portazo.

– ¿No tienes nada mejor que decir?

– No. -Guardó las llaves en el bolsillo-. Aún no.

En el edificio de Harrison el ascensor estaba averiado, así que subieron a pie los cuatro pisos. De vez en cuando Caffery se detenía a esperar a Essex, que jadeaba.

Maddox le había hablado de Essex. «Todos los equipos tienen su bufón y en el B tenemos a Essex. A los muchachos les encanta burlarse de él. Aseguran que en cuanto llega a su casa se pone una bata para pasar el aspirador. No son más que gilipolleces, por supuesto. Tenlo en cuenta pero no cometas el error de no tomarle en serio. Lo cierto es que es sólido como una piedra».

Y poco a poco, Caffery empezaba a confiar en la humanidad de esa mula de carga. Trataba a Essex como lo hacían las mujeres: como a un viejo oso herido. Flirteaban con él, se sentaban en sus rodillas y le daban ligeros cachetes riéndose de sus ocurrencias. Sin embargo, en su fuero interno, quizá sabían que su nivel emocional era mucho más profundo de lo que ellas eran capaces de comprender. A sus treinta y siete años, el detective Essex seguía viviendo solo, lo que hacia que de vez en cuando Daffery se sintiera culpable comparando su cómoda vida con la de Essex. Incluso en ese momento las diferencias físicas hablaban por sí mismas mientras Caffery llegaba tan campante al descansillo del apartamento de Harrison, Essex arrastraba jadeando los pies, sudoroso y congestionado, abrochándose ele cuello de la camisa y tirando de los pantalones que se le habían quedado pegados a las piernas. Tardó unos momentos en recuperarse.

– ¿Listo?

– Adelante -dijo asintiendo con la cabeza mientras se enjugaba la frente.

Jack llamó a la puerta de Harrison.

– ¿Quién es? -respondió una voz soñolienta.

Caffery se agachó para hablar por la ranura del buzón.

– ¿Señor Harrison, Barry Harrison?

– ¿Quién lo pregunta?

– Inspector Caffery -miró de reojo a Essex. Se olía a marihuana-. Nos gustaría hablar con usted.

Un siseo y el ruido de un cuerpo saliendo de la cama. Luego un grifo, el sonido del depósito del retrete vaciándose y finalmente la puerta que se entreabre con la cadenilla de seguridad puesta. Protuberantes ojos azules y una cara sin afeitar.

– ¿Señor Harrison? -preguntó Caffery mostrándole su placa.

– ¿Qué ocurre?

– ¿Podemos entrar?

– Si me dicen qué quieren. -Era delgado y pecoso; llevaba el torso desnudo.

– Nos gustaría hablar con usted acerca de Shellene Craw.

– No está, hace días que no aparece por aquí.

Fue a cerrar la puerta pero Caffery apoyó el hombro.

– He dicho que quiero hablar de ella, no con ella.

Harrison los evaluó con la mirada como si estuviera considerando con cuál de los dos tendría más posibilidades si llegaban a las manos.

– Miren, ya habíamos terminado. Si se ha metido en líos lo siento, pero ni estábamos casados ni nada de nada, no tengo ninguna responsabilidad hacia ella.

– No tenemos nada contra usted, señor Harrison.

– No van a irse, ¿verdad?

– No, señor.

– ¡Mierda!

La puerta se cerró y oyeron cómo quitaba la cadenilla.

– Bueno, acabemos de una vez. Pasen.

La sala era pequeña y mugrienta, abierta por un lado a una terraza y por el otro a una cocina decorada con algunas amarillentas plantas trepadoras. Colillas, papeles y tabaco desparramados por el suelo.

Caffery se sentó cerca de la ventana en una silla y cruzó los brazos.

– ¿Cuándo vio a Shellene por última vez?

– No tengo ni idea… Un par de semanas.

– ¿No puede ser más preciso?

– ¿En qué se ha metido ahora?

– Un par de semanas. ¿Una semana o un mes?

– No lo recuerdo.

Se puso una camiseta y sacó un paquete de cigarrillos de sus tejanos. Recogió un encendedor caído en el suelo.

– Fue después de mi cumpleaños.

– ¿Que cae…?

– El diez de mayo.

– Estaba viviendo aquí, ¿no es así?

– Es usted un lince.

– ¿Qué ocurrió?

– Qué sé yo. Se largó. Salió una noche y ya no volvió. Pero así es Shellene. Dejó la mitad de sus porquerías en la habitación.

– ¿Todavía las conserva?

– No. Me sentía tan harto que las tiré… sus trastos para el strip tease y cosas así.

– ¿Hacía strip-tease?

– Cuando estaba bien. Pero Shellene siempre está al límite del puterío. Pilla a sus jodidos árabes en Portland Place, ¿lo sabía?

– ¿Comunicó su desaparición?

Harrison chasqueó la lengua.

– ¿Desaparición? ¿De qué habla?

– Dejó aquí sus cosas. ¿No le extrañó?

– ¿Por qué debería extrañarme? Cuando se instaló aquí solo trajo su maquillaje, su equipo de música y jeringuillas, ya sabe, lo habitual.

– ¿Se ha preguntado si algo ha ido mal?

– No -sacudió la cabeza-. De todas formas estábamos a punto de terminar. No me sorprendió que no regresara aquella noche… -Su voz se fue apagando y contempló la expresión de Essex, luego la de Caffery-. ¡Eh! ¿Qué han venido a hacer aquí? ¿Ha ocurrido algo?

Ninguno de los dos respondió y la mirada de Harrison se ensombreció. Encendió un cigarrillo y dio una profunda calada.

– Sé que no me gustará, pero, será mejor que lo suelten de una vez. ¿Qué le ha pasado? ¿Está muerta o algo por el estilo?

– Sí.

– Sí, ¿qué?

– Muerta.

– ¡Mierda! -Se uso lívido-. Debería haberlo imaginado -dijo dejándose caer en el sofá-. Debería haberlo comprendido en el momento en que aparecieron ustedes. Una jodida sobredosis, ¿no?

– Seguramente no. Estamos considerando la posibilidad de un asesinato.

Harrison miró a Caffery sin pestañear. Después, como si así pudiese protegerse de las palabras, se cubrió las orejas con las manos. En sus pálidos antebrazos se veían marcas de agujas.

– ¡Dios mío! -exclamó-. ¡Dios mío! -Dio caladas a su Silk Cut con lágrimas en los ojos-. Un momento -dijo de pronto, y se precipitó hacia el pasillo.

Caffery y Essex se miraron el uno al otro. Le oyeron moverse en la habitación, abriendo cajones.

– No lo sabía, ¿verdad? -dijo Essex.

– No.

Se quedaron en silencio. Alguien en el apartamento de abajo puso a todo volumen un estéreo. Trance, el mismo tipo de música que Caffery había oído miles de veces en los clubes nocturnos. Se revolvió en su asiento.

– ¿Qué demonios estará haciendo?

– No lo sé… -Essex se interrumpió-. ¡Dios! ¿No creerás qué…?

– ¡Mierda!

Caffery corrió al recibidor y aporreó la puerta del baño.

– ¡No intentes colocarte, Barry! -ordenó-. ¿Me oyes? ¡No me jodas! ¡Te encerraré por esto!

La puerta se abrió.

– No podéis enchironarme por unas cápsulas -dijo Harrison-. Tengo recetas. De antes de la prohibición.

Con el brazo izquierdo doblado y sujetándose el codo, los empujó para pasar al salón. Caffery le siguió, mascullando.

– Tenemos que hablar contigo. Pero no podremos hacerlo si estás colocado hasta las cejas.

– Así les seré más útil. Estaré más despejado.

– ¡Más despejado! -masculló Essex sacudiendo la cabeza.

Harrison se dejó caer en el sofá y recogió las piernas rodeándolas con los brazos en un gesto extrañamente femenino.

– Casi todo el tiempo que pasé con Shellene estaba ciego.

Echó la cabeza hacia atrás y por un instante Caffery creyó que iba a romper en sollozos, pero apretó los labios y dijo:

– Está bien. ¿Dónde estaba?

– Al sureste.

– ¿Greenwhich?

Caffery levantó la mirada.

– ¿Cómo lo sabe?

Harrison dejó caer los brazos y sacudió la cabeza.

– Siempre andaba por allí. Era donde encontraba casi todo su trabajo. ¿Cuándo ocurrió?

– La encontramos ayer por la mañana.

– Sí, ya, pero… -tosió-. ¿Cuándo…?

– Más o menos cuando la viste por última vez.

– ¡Mierda! -Harrison suspiró. Encendió otro cigarrillo, echó la cabeza hacia atrás y exhaló el humo hacia el techo-. Bueno terminemos de una puta vez. ¿Qué quieren saber?

Caffery se sentó en el reposabrazos del sofá y sacó su bloc de notas.

– Vamos a tomarte declaración, así que dime si estás en condiciones de prestarla. -Al ver que no contestaba, Caffery hizo un gesto de asentimiento-. De acuerdo, considero que nos permites seguir adelante. El inspector Essex es nuestro oficial de enlace para todo lo que quieras tratar con nosotros. Se quedará contigo una vez yo me haya ido, examinará tu declaración y te pedirá que nos ayudes a localizar a la familia de Shellene. Queremos detalles: qué ropa llevaba, qué maquillaje utilizaba, su ropa interior, su telenovela preferida. -Hizo una pausa-. Supongo que sería una pérdida de tiempo aconsejarte que vieras a una asistente social para evitar que tus venas se conviertan en pulpa.

– ¡Dios! -exclamó Harrison llevándose las manos a la cabeza.

– Eso creía -suspiró Caffery-. Sigamos. ¿Sabes adónde iba Shellene esa noche?

– A uno de sus bares. Tenía una actuación.

– ¿Cuál?

– Ni idea. Pregunte a su agente.

– ¿Nombre?

– Little Darling.

– ¿Little Darling?

– No tiene muy buena reputación. Está en Earl’s Court.

– Bien. ¿Sabes otros nombres? Cualquiera con los que hubiera tenido relación

– Sí, deje que piense. -Harrison apretó el Silk Cut entre los dientes-. Estaba Julie Darling, la agente. -Empezó a enumerar los nombres con sus dedos-. Pussy, resulta gracioso que siempre haya una Pussy, ¿verdad? Y Pinky y Tracey o Lacey o alguna gilipollez por el estilo, Petra y Betty y eso… -se golpeó las rodillas con las manos súbitamente enojado -suma seis y eso es todo lo que sé de la vida de Shellene y encima me dicen que les sorprende que no comunicara su desaparición, como si yo supiera o hubiera hecho algo.

– Bien… tranquilízate.

– Sí, claro, me lo estoy tomando con mucha tranquilidad. Estoy jodidamente tranquilo. -Se dio la vuelta y miró por la ventana. Durante un minuto sólo hubo silencio. Los ojos de Harrison vagaban por los tejados de Mile End Road, por las verdosas cúpulas de los grandes almacenes Spiegehalter que se elevaban contra el azul del cielo. Una paloma se posó en la terraza y Harrison se encogió de hombros, suspiró y se dio la vuelta hacia Caffery.

– De acuerdo.

– ¿Qué?

– Será mejor que me lo diga ahora.

– Decir qué.

– Ya sabe. ¿Ese cabrón, la violó?

Cuando llegó a Meckelson Mews, Earl’s Court, el sol había conseguido poner a Caffery de mejor humor. Encontró la agencia con facilidad: LITTLE DARLING, rezaban sobre la puerta unas descascarilladas letras doradas.

Julie Darling era una mujer de pequeña estatura de algo más de cuarenta años, con un brillante pelo teñido de negro cortado a lo paje y una nariz inverosímilmente chata en medio de su tersa cara.

Vestía un chándal de terciopelo color fresa haciendo juego con unas sandalias de altísimos tacones y, mientras acompañaba a Caffery a través del suelo de corcho del vestíbulo, mantenía la cabeza muy erguida. Un gato persa blanco, molesto por la intrusión de Jack, huyó por una puerta abierta. Caffery oyó una voz de hombre dentro de la habitación.

– Mi marido -dijo Julie-. Lo pesqué en Japón hace veinte años.

Cerró la puerta. Caffery vislumbró a un hombre corpulento en camiseta, sentado al borde de una cama, rascándose la barriga como se fuera una morsa. Un resquicio en las cortinas permitía que la luz entrara en la oscura habitación.

– Fuerza aérea norteamericana -murmuró en voz baja como si eso pudiera explicar la razón por la que no los acompañaba.

Caffery la siguió hasta su oficina: una luminosa habitación de techo bajo con dos ventanas de vidrio emplomado donde revoloteaban insectos disfrutando de los rayos de sol. En algún lugar cercano alguien practicaba arpegios en un piano.

– Bien. -Julie se sentó detrás de su escritorio, cruzó las piernas y miró a Jack-. Caffery, menudo apellido. ¿Es usted irlandés? Mi madre siempre me ponía en guardia contra los chicos irlandeses. O estúpidos o peligrosos, decía.

– Espero que le hiciera caso, señorita… Darling.

– Es mi auténtico apellido.

– Sí, claro. -Se metió las manos en los bolsillos y contempló la pared. Estaba cubierta con satinadas fotografías publicitarias, numerosos rostros que le observaban-. Quisiera que me hablara de…

– Leyó un nombre bajo una bonita cara sonriente: «Shellene Craw».

Así que ése era tu aspecto-. ¿Tiene registrada a Shellene Craw?

– ¡Ah!, está buscando a Shellene. No me sorprende, inspector.

Me debe dos meses de comisiones. Doscientas libras. Y encima consigue que usted venga a mi casa preguntando por ella. Supongo que tendrá que ver con drogas, ¿no?

– No creo que pueda cobrar su dinero. Está muerta.

Julie ni siquiera parpadeó.

– Sabía que iba a ocurrir… era la candidata idónea para una sobredosis. Los clientes se quejaban. Comentaban que tenía marcas de agujas en los muslos, y eso los asustaba. Doscientas libras… no creo que me las haya dejado en su testamento.

– ¿Cuándo supo de ella por última vez?

– Hace dos semanas. El miércoles pasado no se presentó en una actuación y no llamó para avisar. -Se interrumpió tamborileando con sus uñas en el escritorio-. Ya no han vuelto a llamarme de ese local.

– ¿Cuál?

– El Nag’s Head, en Archway.

– ¿Y cuál fue el último lugar en el que se presentó?

Julie se inclinó y, mojándose un dedo con saliva, rebuscó en una carpeta. Jack veía las raíces grises de su pelo y el rosa de su cuero cabelludo.

– ¡Aquí está! Debió de presentarse en el Dog and Bell, porque no se han quejado. Era una actuación al mediodía, el lunes pasado.

– ¿Dog and Bell?

– En Trafalgar Road. Está en…

– Lo sé. -Caffery sintió un hormigueo de excitación-. Está al este de Greenwich. A menos de una milla del astillero. ¿Shellene trabajó sola ese día?

– No. -Ladeó su cabeza y le observó-. ¿Piensa decírmelo? ¿Fue una sobredosis?

– ¿Había otra chica en el espectáculo?

Julie le miró un momento, con la boca levemente crispada.

– Pussy Willow. Sólo actúa en Greenwich.

– ¿Tiene algún nombre auténtico?

– Todas tenemos nombres auténticos, señor Caffery. Sólo los clientes muy estúpidos creen que nuestros papás y mamás nos pusieron realmente Frooty Tootie o Beverly Hills. Se llama Joni Marsh y está conmigo desde hace muchos años.

– ¿Tiene su dirección?

– No le gustará que se la dé a la pasm… -Sonrió suavemente-.

A un policía.

– No lo sabrá.

Ella le miró de reojo y garrapateó una dirección en una tarjeta de visita.

– Lo comparte con Pinky. Antes, también tenía su ficha. Ahora que se ha retirado se llama Becky.

– Gracias.

Cogió la tarjeta. El marido de la fuerza aérea estaba escupiendo flemas en el dormitorio.

– ¿Tiene una chica llamada Lacey?

– No.

– ¿Betty?

Negó con la cabeza.

– ¿Y el nombre… -miró sus notas – Tracy le dice algo?

– No.

– ¿Petra?

– ¿Petra? Sí.

Caffery la miró.

– ¿Sí?

– Sí. Petra. ¡Qué cosita tan bonita!

Él enarcó las cejas.

– ¿Cosita?

– Pequeña, quiero decir. -Le dirigió una mirada maliciosa-. No nos dedicamos a la pornografía infantil, señor Caffery. Me refiero a una de nuestras chicas. Me la jugó, y yo que creía que sabia distinguir a las personas…

– ¿Desapareció?

– De la faz de la tierra. Escribí a su pensión, pero jamás me contestaron. -Se encogió de hombros-. No me debía demasiado así que lo dejé correr. Esas cosas las pongo a cuenta de la experiencia, ¿no le parece?

– ¿Cuándo ocurrió?

– En Navidad… no, a principios de febrero. Lo recuerdo porque acabábamos de regresar de Mallorca.

– ¿Drogas?

– ¿Ella? No. Ni se acercaría a ellas. Las demás, sí, pero no Petra.

– Cuando dijo que era pequeña…

– Con huesos de pajarillo. Y muy delgada.

Se revolvía incómodo en la estrecha silla.

– ¿Recuerda cuál fue su última actuación?

Julie le dedicó una mirada pensativa y después la dirigió al archivador.

– Mire, aquí. -Su dedo se deslizó por la página-. En el King’s Head de Wembley, el veinticinco de enero.

– ¿Estuvo alguna vez en el Dog and Bell?

– Muy a menudo. Su pensión estaba cerca, en Elephant and Castle. Joni la conocía. -Se mojó con saliva la yema del dedo y pasó la página-. Extraño -musitó-. Estuvo en el Dog and Bell un día antes de estar en el King’s Head. El día anterior a su desaparición.

– Bien. Necesito su dirección.

– Bien. -Julie se reclinó en la silla y puso las manos sobre el escritorio-. Dígame de una vez de qué se trata.

– Y una fotografía de Petra -añadió él.

– Le he preguntado qué pasa.

Caffery señaló la pared con la cabeza.

– Y esa de Shellene.

Ella resopló y sacó una carpeta de la que extrajo dos fotos de medio cuerpo de Shellene y una mala copia en color de una jovencita morena vestida con leotardos de malla. Se las tendió a Caffery sin siquiera mirarle la cara.

Petra no era bonita. Era diminuta, con los ojos oscuros y la obstinada barbilla triangular de un pilluelo. Su único maquillaje era una línea oscura que perfilaba su boca. Caffery cogió la foto de forma que recibiera la luz del sol y la contempló.

– ¿Qué pasa?

– ¿Se tintaba el pelo? -preguntó él.

– Como todas.

– Parece…

– Púrpura, sí. Horrible, ¿verdad? Le dije que no lo hiciera.

Guardó la fotografía en su Samsonite recordando el cadáver aniñado que yacía en el depósito de Greenwich, el único que no había sido mutilado. Cerró su maletín, súbitamente conmovido por una pobre anoréxica atada, amordazada y luchando por su vida.

– Gracias por su ayuda, señora Darling.

– ¿Va a decirme qué tiene que ver Petra con Shellene?

– Todavía no lo sabemos.

– También está muerta, ¿verdad? ¡La pequeña Petra! -exclamó de pronto.

Se observaron por encima de la mesa. Caffery se aclaró la garganta y se levantó.

– Por favor, señora Darling, no hable de esto con nadie. La investigación apenas se ha iniciado. Agradecemos su colaboración.

Le tendió la mano pero ella no se la estrechó.

– ¿Me contará algo más cuando pueda hacerlo? -Parecía muy pálida bajo su pelo negro azabache-. Quisiera saber lo que le ha pasado a la pobre Petra.

– Tan pronto lo sepamos -respondió Caffery.