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Caía ese sol plomizo que provoca jaquecas y reduce las sombras a oscuras líneas. Mientras conducía, Caffery dejó las ventanillas abiertas pero Essex se quejaba tanto del calor, se pasaba tan aparatosamente los dedos por el cuello de la camisa, que, cuando aparcaron, Jack abrió el maletero del Jaguar para guardar sus chaquetas, y luego echaron a andar por Greenwich South Street mientras se arremangaban las camisas.
El número 8 era una casa de dos pisos de estilo georgiano encima de una tienda de segunda mano.
– Harrison recordaba lo que Craw llevaba puesto -dijo Essex mientras entraba por el pequeño portal de la izquierda-. Sandalias claras con reflejos rosa en los tacones, medias negras, minifalda y tal vez una camiseta. -Se acercó al portero automático.
– ¿Cómo se lo han tomado sus padre?
– Como si les importara un carajo. No piensan venir a Londres, no tienen dinero para el viaje. «Era una verdadera putilla, detective, si le sirve de algo», es lo que mamá considera colaborar con la policía.
De pronto el portero automático crepitó y ambos se sobresaltaron.
– ¿Quién es?
– Inspector Jack Caffery. Busco a Joni Marsh -respondió quitándose las gafas de sol.
Un momento después se abrió la puerta y una joven delgada de pelo castaño se quedó mirándolos. Debía de rondar los treinta años, pero la larga melena, los delicados y pequeños zapatos de piel y un corto vestido de peto de pana azul le daban aspecto de colegiala.
Sacó su placa.
– ¿Joni?
– No. -De los bolsillos de su peto sobresalían pinceles como si la hubieran interrumpido en medio de una clase de pintura en un elegante colegio femenino-. Vive aquí, sí, ¿puedo ayudarles?
– ¿Cómo se llama usted?
– Todos me llaman Becky, pero mi verdadero nombre es Rebecca. Joni y yo compartimos piso -respondió con una sonrisa.
– ¿Podemos pasar?
– Bueno, es que nosotras… -Parecía sentir embarazo-. Bien, pues… no. No pueden, lo siento.
– Tenemos que hacerle algunas preguntas sobre una persona a la que conoce la señorita Marsh.
Rebecca se apartó el flequillo de sus ojos verdes y se quedó mirando la calle como si esperara ver francotiradores apostados en la acera y los tejados.
– Es algo complicado. -Su voz era suave y educada. Una voz que podía interrumpir una conversación sólo con un susurro.
– ¿Podemos hablar aquí afuera?
– No buscamos estupefacientes -dijo Caffery.
– ¿Cómo?
– Desde aquí huelo a marihuana.
– ¡Oh! -exclamó, bajando azorada la mirada.
– Tiene mi palabra.
– Bien. -Se mordió el labio inferior-. De acuerdo. Adelante, pasen.
La siguiente dentro de la fresca penumbra de la casa pasando por delante de una bicicleta apoyada contra la pared. Essex miraba con ojos vidriosos el pelo ondulante y las largas y bronceadas piernas que subían la escalera delante de él.
Ya dentro del apartamento, mientras los conducía a través de un pequeño recibidor hasta un salón. Jack vislumbró, antes de que Rebecca cerrase la puerta, unas bragas tiradas en el suelo de una habitación bañada por el sol.
– Mi estudio -dijo.
La luz entraba a raudales por dos ventanas de guillotina que se reflejaban en el entarimado del suelo. De las paredes colgaban cinco acuarelas de luminosos colores.
En el centro de la habitación, en medio de un tintineo de pulseras, una joven, vistiendo una blusa sin espalda color lima y pantalones de campana negros, olisqueaba alrededor pulverizando precipitadamente nubes de ambientador. Apenas los oyó dejó el aerosol, cogió de la mesa un paquetito envuelto en celofán y lo escondió a su espalda, mirándolos como un niño pillado en falta. Tenía el pelo tintado como una vikinga y la cara pintarrajeada como una muñeca de porcelana, enormes ojos azules y nariz muy chata. Caffery advirtió que estaba colocada.
– ¿Joni Marsh? -preguntó con su placa en la mano.
– Mmm… sí. -Echó una ojeada a la placa-. ¿Y usted quién es?
– Policía.
Sus ojos se dilataron.
– ¿Policía? Becky, ¿qué diablos…?
– No te preocupes. No están buscando drogas.
– ¿No? -Parecía muy nerviosa.
– No -aseguró Caffery.
Joni se apartó el pelo de la cara y le observó -desvaídos ojos azules revoloteando con desconfianza, la boca apretada-, fijándose en la camisa arremangada, en el despeinado pelo, en el vientre liso. De pronto soltó una risita nerviosa.
– No cuela -se cubrió la boca con la mano-. ¿De verdad es la pasma, estás segura?
– Oye, Joni -Caffery se guardó la placa en el bolsillo de la camisa-, ¿quieres deshacerte de esa porquería? Si lo haces podremos hacer nuestro trabajo.
Incongruentemente le guiñó un ojo a Caffery, luego a Rebecca y de nuevo a Caffery. Su maquillaje recordaba a fotografías de autopsia, la brillante sombra de ojos y los labios perfilados en forma de corazón.
– ¿Estás seguro de que eres de la pasma?
– Joni -insistió-. ¿Quieres llevarte la china y tirarla en cualquier parte?
– Joni- Rebecca la cogió del brazo-, ven conmigo.
Se la llevó a la cocina y ambos hombres oyeron cómo le hablaba en tono tranquilizador.
Por el resquicio de la puerta, Caffery vio una mesa de roble, reproducciones de Matisse en las paredes y un congelador en la despensa. Al cabo de un momento oyó los pasos de Joni en la escalera, un portazo, el taconeo de sus pies al regresar y, luego, las oyó cloquear otra vez en la cocina.
Caffery empezó a pasearse por la habitación mirando unos dibujos esparcidos sobre tableros. Algunos eran borrosos desnudos al carboncillo en los que podía adivinarse un brazo o un rostro. Uno de ellos, una acuarela de gran tamaño, representaba a una mujer mirando de medio perfil al artista mientras se agachaba para subirse una media por la pantorrilla.
– Mira, Jack -Essex estaba contemplando una pintura casi terminada colocada sobre un caballete-, fíjate en esto.
Una mujer de pie frente a una cortina color burdeos adornada con borlas, con los brazos levantados en actitud disipada. Los espectadores, un público formado por tres hombres, habían sido dibujados sobre la aguada con unos amplios trazos de carbón.
– Sabía que lo descubrirían- musitó Joni desde la puerta-.
Soy yo.
Los hombres se dieron vuelta.
– Hace strip-tease, ¿saben? -dijo Rebecca, de pie a su lado y sujetando un cubo de hielo con cervezas.
– Lo sabemos -mintió Essex.
– Sí, ya… -Joni se apoyó sobre una pierna con las manos en los bolsillos -aunque tal vez si lo supierais.
– ¿Lo has pintado aquí, en el estudio? -preguntó Caffery.
– No, empecé a pintarlo en el pub. Estoy dando los últimos retoques.
– ¿Trabajas muchos con las chicas? ¿Las conoces?
– No, son monstruos, ¿sabes? -Le sonrió ladeando la cabeza-.
Yo me dediqué a lo mismo durante algún tiempo, gracias a eso pude matricularme en bellas artes, en el Goldsmith.
– Tal vez podríamos… -Miró alrededor de la habitación-. ¿Por qué no nos sentamos y hablamos un poco?
Rebecca dejó el cubo sobre la mesa y se secó las manos. Su vestido de pana estaba salpicado de agua.
– Suena muy siniestro.
– Tal vez lo sea…
– Pues bien, si va a ser duro -exclamó Rebecca, sacando las cervezas del cubo-, yo necesito una. -Tendió una botella a Essex-. ¿Puedo tentarte y vender la noticia a los periódicos?
Essex no vaciló:
– Naturalmente.
Le ofreció una cerveza a Caffery, que la aceptó sin decir palabra. Ella fue a sentarse en el alféizar de la ventana con sus desnudas pantorrillas recogidas y sujetando una botella entre sus delgados tobillos. Essex estaba cerca de la cocina, balanceándose sobre los pies, abriendo su botella y echando miradas furtivas a los pechos de Joni.
– Bien -Jack se aclaró la garganta-, vayamos al grano.
Lo contó rápidamente, presentando los hechos de forma concisa y sin tapujos: las cinco mujeres que estaban unas calles más allá en el depósito de cadáveres, la conexión con el pub. Cuando acabó de hablar, Joni sacudió la cabeza. Ya no se reía estúpidamente. La diversión había terminado.
– ¡Oh, tío, es terrible!
Rebecca seguía inmóvil, mirándole consternada con sus claros ojos felinos.
Caffery y Essex esperaron a que ambas mujeres se recuperaran de la conmoción y luego hablaron durante mas de una hora, primero con incredulidad («Decídmelo otra vez. ¿Shellene, Michelle y Petra…?»), luego examinando la cruda realidad. Enseguida quedó claro que el Dog and Bell era un punto clave tanto para los adictos a las drogas como para la prostitución. Parecía que cualquier cosa que ocurriera en esa zona de Greenwich tuviera relación con el cochambroso pub de la calle Trafalgar. Fue en ese mismo lugar donde Rebecca y Joni conocieron a Petra Spacek, Shellene Craw y Michelle Wilcox. También creían conocer a la víctima número cuatro.
– ¿Con el pelo muy decolorado, de un rubio casi blanco como el mío? Joni se señaló el cabello. Ya estaba sobria, con la cabeza despejada-. ¿Y con un tatuaje de Bugs Bunny aquí?
– Exactamente.
– Es Kayleigh.
– ¿Kayleigh?
– Sí, Kayleigh Hatch. Es… bueno, ya sabes -simuló pincharse en el brazo-. Está enganchada de verdad.
– ¿Tienes su dirección?
– No. Vive con su madre, creo. En un barrio del este de Londres.
Caffery anotó el nombre. Se había sentado en un taburete cerca del caballete. Rebecca trajo más cervezas, cogió una silla y se puso muy cerca de él, inclinada con sus delgados brazos apoyados en las rodillas. Inocente, pero a Jack le inquietaba su proximidad.
Desvió la mirada y se dirigió a Joni:
– Hay algo más.
– ¿Sí?
– La semana pasada trabajaste con Shellene Craw.
– Sí, lo había olvidado.
– Intenta recordar. ¿Se fue con alguien? ¿Fueron a recogerla?
Joni se humedeció los labios y se estudió las uñas pintadas.
– Estoy pensando. -Levantó la mirada-. ¿Becky?
Rebecca se encogió de hombros pero Caffery sorprendió la mirada que Joni había dirigido a su amiga. Apenas fue un segundo, lo que le hizo preguntarse si lo habría imaginado.
– No -dijo Rebecca-. No se fue con nadie.
– ¿También estabas allí?
– Estaba pintando. -Señaló los bocetos desparramados sobre la mesa.
– De acuerdo. Quiero… -Se interrumpió al advertir que las piernas de Rebecca se ponían con carne de gallina. Esta repentina y cercana percepción de su piel le dejó en blanco.
Y ella se dio cuenta. Bajó su vista hacia donde Jack estaba mirando, comprendió y clavó sus ojos en los suyos.
– ¿Sí? -musitó dulcemente-. ¿Qué más quieres de nosotras, qué más podemos hacer?
Caffery se ajustó la corbata… ¡Por el amor de Dios!, es un testigo, pensó. Carraspeó y dijo:
– Necesito que alguien identifique a Petra Spacek.
– Yo no puedo -repuso Joni-. Vomitaría hasta la primera papilla.
– Y tú, Rebecca, ¿lo harás?
Después de un momento, apretó los dientes y asintió en silencio.
– Gracias -dijo él, y se acabó su cerveza-. ¿Estáis seguras de que no visteis a Shellene Craw abandonar el club acompañada?
– No; te lo hubiéramos dicho.
Volvieron al coche. Essex parecía extenuado.
– ¿Estás bien?
– Sí -dijo con voz ronca, tocándose el corazón y sonriendo burlonamente-. Lo superaré. ¿Crees que son lesbianas?
– Te encantaría, ¿verdad?
– No, en serio.
– Tienen habitaciones separadas. -Vio la expresión de Essex y le entraron ganas de reír-. Además, no eran auténticas.
Essex se paró en seco mientras abría la puerta del coche.
– ¿De qué estás hablando?
– Las tetas de Joni son de silicona. No son auténticas.
Essex apoyó los codos en el techo del vehículo y le miró fijamente.
– ¿Y cómo eres tan experto en esas cuestiones?
Caffery sonrió.
– Experiencia, tal vez, o tres años viendo transformaciones en Men’s Only. No lo sé con exactitud. ¿Y tú?
– No -respondió Essex boquiabierto-. No, ya que me lo preguntas, no, no sabría qué contestarte.
Subió refunfuñando al coche y se puso el cinturón de seguridad. Al cabo de un momento miró a Caffery:
– ¿Estás seguro?
– Naturalmente que sí.
Essex suspiró con cansancio y miró por la ventanilla.
– ¿Adonde irá a para el mundo?
Todavía era de día cuando Caffery llegó a casa. Verónica estaba echada en una tumbona en el patio, taciturna y silenciosa, mirando cómo las sombras se cernían sobre el jardín. Al lado de la tumbona había una botella de vino medio vacía.
– Buenas tarde -saludó él.
Hubiera querido preguntarle qué hacía de nuevo en su casa, pero algo en su rígida postura le advirtió que le encantaría iniciar una discusión. Se dirigió al final del jardín, apoyando las manos sobre la cerca, sin mirarla.
Más allá de las vías una ligera nube de humo se elevaba hacia el cielo del atardecer, Caffery apoyó su cara contra la cerca. Penderecki.
Algunas veces, por la tarde, Caffery vigilaba a Penderecki cuando éste paseaba por su jardín con un cigarrillo entre los labios, rascándose el trasero como un viejo gorila que se dispone a dormir. El jardín no era más que una pequeña parcela de tierra gris entre la casa y la vía del tren, con motores viejos tirados aquí y allá, una nevera y el eje oxidado de un camión. Esa zona al otro lado de la vía del tren había sido una cantera de arcilla y los propietarios de las hileras de casas de los cincuenta todavía removían arcilla con sus azadas.
Tierra dura de cavar. Caffery no creía que Ewan estuviera enterrado en ese lugar.
Penderecki, de espaldas a Caffery, con una mano apoyada en un rastrillo, llevaba su acostumbrada chaqueta color tabaco. A su lado, el decrépito incinerador escupía humo. Diecisiete años antes, Penderecki había descubierto que Jack solía rebuscar en su basura llevándose todo lo que podía proporcionarle una pista sobre Ewan. Y desde entonces procedía a hacer lo que se había convertido en un rito: quemar sus desechos y, para asegurarse de que Caffery se enteraba, lo hacía en la parte trasera del jardín, a la vista de todos.
Mientras Caffery lo observaba, Penderecki carraspeó, escupió flemas al suelo y se quedó inmóvil sujetando con una mano la tapadera del incinerador, dándose cuenta de la presencia de Jack. Su estudiada pose, sus caderas femeninas, su pelo gris y lacio cubriendo su calva de un rosa brillante… Caffery sintió renacer un odio antiguo y lo arrojó fuera de él como si pudiera golpear a Penderecki a través de los treinta metros que los separaban.
Muy despacio, Penderecki se dio la vuelta para mirarle y sonrió.
La sangre acudió al rostro de Caffery. Rabioso por haber sido descubierto, se apartó de la cerca a grandes zancadas.
Verónica le contemplaba atentamente.
– ¿Qué pasa? -preguntó él-. ¿Por qué me miras así?
En lugar de contestar, ella resopló y frunció el entrecejo.
– ¿Qué pasa? -insistió él. Y de pronto lo recordó: los análisis-.
Dios mío, perdona. -Sacudió la cabeza-. Lo siento. ¿Te han dado los resultados?
– Sí.
– ¿Y?
– Pues me temo que ha vuelto a aparecer. Mi Hodgkins ha regresado. -Sus ojos se entrecerraron y se le demudó el semblante, pero las lágrimas no acudieron a sus ojos.
Caffery se quedó mirándola fijamente. Así que se trataba de eso.
– Ha llamado el doctor Cavendish -explicó ella-. Debo reanudar la quimioterapia. -Se puso el jersey alrededor de los hombros-.
Pero no vamos a hacer una tragedia de todo esto, ¿de acuerdo?
Caffery inclinó la cabeza.
– Lo siento.
– No lo sientas. -Le cogió la mano y le dio unas ligeras palmadas-. No es culpa tuya.
– Vamos a suspender la fiesta.
– ¡No! No quiero que nadie sienta pena por mí. No la suspenderemos.