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De nuevo en el hotel Parker House, en el salón de la habitación de George Dolby, Tom Branagan se encontraba en estado de postración. Dolby le había sentado en una desgastada silla de roble de cara a la chimenea, que estaba enmarcada en calcetines de Navidad y muérdago; era un castigo cruel verse obligado a contemplar cómo caían las cenizas del hogar una a una cuando había tanto que hacer. Tom tenía el pensamiento fijo en la mujer que había provocado todo aquello. Le ardían las entrañas, no tanto de rabia como de deseo de conocer la verdad. De repente, todos los detalles de ella que era capaz de recordar cobraban importancia. De repente, el año nuevo entrante le parecía premonitorio.
Dolby paseaba de un lado a otro de la habitación y James Osgood, allí presente para personificar debidamente la indignación de la firma editorial que patrocinaba la gira, se sentaba en diagonal a Tom. Los regalos de Navidad que los admiradores dejaban en el hotel para Dickens, y que no cabían en las habitaciones del novelista, estaban amontonados descuidadamente bajo los muebles.
La atención de Tom regresó al presente. Dolby estaba gritando:
– No sé qué decir. ¿Acaso no…?, recuérdemelo, por favor, puede que me esté fallando la memoria, ¿acaso no le di instrucciones precisas de que se olvidara de ese juego del escondite con la intrusa del hotel después del incidente? No tengo mas remedio que deducir que cometí un error al confiar en usted, muchacho, empujado por mi fidelidad a su padre. ¿Es esto un despliegue de su excitabilidad celta?
– Señor Dolby, por favor, comprenda que… -intentó interrumpir Tom.
– Tiene usted suerte de que el señor Fields posea tanta influencia política como tiene y haya elegido utilizarla en su favor, señor Branagan -intervino Osgood.
Dolby siguió enumerando las ofensas:
– Acosa a una dama, a una elegante dama de sangre azul, en el teatro, arma un escándalo y le roba el protagonismo al gran éxito del señor Dickens. Y por si todo eso no fuera bastante malo, ¡encima en Nochebuena! Bastante tiene que soportar ya el jefe en este momento con la gripe y teniendo que pasar las vacaciones alejado de su familia. ¡Y lo que dirá la prensa cuando se enteren!
– Sus irresponsables actos han estado a punto de dar al traste con toda la gira de lecturas ante la opinión pública, señor Branagan -dijo Osgood-. La futura reputación de nuestra editorial está en juego.
Tom sacudió la cabeza.
– Esa mujer es peligrosa. Lo siento en el corazón y en los huesos. ¡No deberían haberla soltado y tenemos que decir a la policía que la busque!
– Una mujer -gritó Dolby-. ¡Pretende que parezca que Charles Dickens le tiene miedo a una mujer! Esa mujer, por cierto, se llama Louisa Parr Barton, y su marido es un reconocido diplomático y gran erudito de la historia europea. Pertenece a una rama americana de la familia Lockley de Bath.
– ¿Demuestra eso que esté cuerda o tenga buenas intenciones? -preguntó Tom.
– Tiene razón -respondió Osgood-. Entienda, señor Branagan, que la señora Barton es conocida por sus excentricidades y no es bien recibida en muchas casas de la alta sociedad de Boston y Nueva York debido a su extraño comportamiento. Algunos dicen que el señor Barton se casó principalmente por emparentar con el apellido familiar y que ella nunca ha logrado dominar las labores de la casa ni ser un ama adecuada para con los criados. Otros dicen que Barton se enamoró locamente de ella. Sea cual sea la verdad, él pasa la mayor parte del tiempo viajando. Se rumorea que habría sido nombrado nuestro embajador en Londres de no ser por el comportamiento de su mujer. Desde que le dio una bofetada en la cara al príncipe de Gales cuando le fue presentada, se le ha prohibido que acompañe al señor Barton en sus viajes.
– Por eso puede hacer lo que le da la gana aquí -dijo Tom.
Osgood asintió.
– Con su marido fuera, ella está sola y libre con sus comportamientos extraños y su dinero. Es inofensiva.
– ¡Le pegó a una anciana en el hotel Westminster! -adujo Tom.
– No lo podemos probar. ¿No se da cuenta de que pisa terreno poco firme, Branagan? -respondió Dolby-. ¿Qué le impulsó a usted a hacerlo?
– Tal vez hable más de lo que corresponde a mi posición, pero actué por instinto -respondió Tom.
Dolby volvió a sacudir la cabeza.
– Habla y actúa usted más de lo que corresponde a su posición, Branagan. La policía de Boston no tenía más alternativa que dejarla en libertad.
– ¿Y qué me dice del hecho de que se colara en la habitación del señor Dickens, señor Dolby?
– Bueno, ¿y qué si fue ella? Podríamos darle un cachete, hacer que la policía le ponga una multa, ya que nunca amenazó al jefe ni se llevó ninguna de sus pertenencias. Salvo una almohada del hotel, ¡por lo que el más severo de los jueces ordenaría a esta aristócrata bostoniana que pagara un dólar!
– Creo que podría ser quien se llevó el diario de bolsillo del Jefe -señaló Tom.
– ¿Y qué pruebas tiene usted? -preguntó Dolby esperando una respuesta que no llegó-. Eso creía. Y, además, ¿para qué iba a querer un viejo diario?
– Para enterarse de detalles privados -insistió Tom-. Señor Dolby, sólo estoy pensando en la protección del Jefe.
– ¿Quién le ha pedido que lo haga? -preguntó Dolby.
– Usted me indicó que estuviera a su servicio -respondió Tom.
– Pues bien, lo ha llevado demasiado lejos -dijo Dolby-. Y no va a seguir haciéndolo.
Osgood dio un largo trago de ponche, sacudió la cabeza con tristeza y añadió un comentario con aire pensativo:
– Dice usted que actuó por instinto. Los hombres como el señor Dolby y yo mismo actuamos por lo que es correcto y apropiado, lo que está dentro de las normas. Lo que es más seguro para la gente que pone su confianza en nosotros. Si pudiéramos, señor Branagan, estaríamos tentados de enviarle de vuelta a Inglaterra. Pero eso atraería la atención de los periódicos.
– En lugar de eso -terció Dolby con la voz de un padre severo-, a partir de este momento su labor será estrictamente la de mozo de carga, para lo que fue contratado. Se quedará en el hotel, a no ser que se le indique otra cosa, y realizará las tareas que se le asignen. Cuando regresemos a Ross ya decidiré su futuro. Si no hubiera pagado tres guineas por su librea, ahora mismo le pondría de patitas en la calle.
Tom, desinflado, clavó la mirada en la chimenea de mármol.
– ¿Y el Jefe? ¿Está de acuerdo con esto?
– ¡Preocúpese usted de sus propias circunstancias! El Jefe estará perfectamente a nuestro cargo, muchas gracias, señor Branagan -dijo Dolby desdeñoso.
– Sin duda -añadió Osgood-. Nos encargaremos de que el señor Dickens esté bien ocupado mientras acabamos de solucionar las cosas con las autoridades, de manera que no se les preste más atención a sus temores, señor Branagan. De hecho, ya he reclutado a Oliver Wendell Holmes para que le enseñe los lugares de interés de Boston. Si hay alguien que pueda distraer a un hombre hasta el aturdimiento, ése es el doctor Holmes.
Después de que Dolby acompañara a la puerta a Osgood, un camarero le paró en el camino de vuelta.
– ¿Señor Dolby? Hay un caballero abajo que quiere verle… Un asunto urgente.
– Son las diez de la noche y es Nochebuena -señaló Dolby sacando el reloj de su chaleco-. Las diez y media, en realidad, y llevo desde las seis de la mañana corriendo por la ciudad solucionando problemas. ¿Ha enviado una tarjeta el visitante?
– No, señor. Sin embargo, utilizó las palabras muy urgente. Yo diría que, por su aspecto, parecía ser algo verdaderamente urgente.
Menuda urgencia. Probablemente sería otro desconocido que necesitaba entradas para alguna de las lecturas con aforo completo para sus hermanas, tías o esposas ciegas, sordas o mudas. «Escritores americanos muy conocidos» de los que Dickens no había oído hablar nunca escribían solicitando un pase gratuito, en primera fila, para honrar la visita de Dickens a la ciudad como se merecía, más otros cinco para sus amigos, si eran tan amables.
En el bar de la planta baja Dolby buscó entre las caras la del misterioso visitante. Un hombre se distinguía entre todos. Las manos rígidamente cruzadas sobre el pecho. Una cara gruesa, juvenil, pero recorrida por cicatrices y vetas grises en la barba. Era bajo, pero tenía una constitución robusta que podría calificarse de fornida, con una presencia imponente. Saludó a Dolby con la mano.
– Me temo, amigo mío -empezó Dolby su discurso amable pero distante-, que ya hemos vendido todas las entradas para las próximas lecturas. Puede volver a intentarlo en la próxima serie de lecturas que hemos organizado para que puedan asistir más oyentes.
El hombre le entregó una pila de documentos y una placa.
– No busco entradas, señor Dolby. O no…, a menos que las tenga que confiscar junto con todas las demás propiedades en posesión de ustedes -sonrió sin humor.
Dolby examinó los documentos. Formularios de impuestos. La placa llevaba el nombre de Simon Pennock, recaudador de impuestos.
– Tengo entendido que se les ha visto con bolsas de papel llenas de billetes de las entradas vendidas, señor Dolby -dijo Pennock con el mismo tono que habría utilizado si las bolsas hubieran sido de huesos humanos. La silla del recaudador estaba frente a un fuego de carbón que perfilaba al hombre con un perturbador halo azul oscuro y servía para inquietar aún más a Dolby.
– Señor Pennock, me parece recordar que, según las leyes de su país, las «conferencias ocasionales», tal es el término que aparece en las Actas del Congreso, dadas por extranjeros en su suelo están exentas de pago de impuestos.
– Han interpretado mal la ley. Y explicársela no es mi deber. Tiene que empezar a pagarme por sus actividades inmediatamente, Dolby, un cinco por ciento exactamente, si quiere evitar asuntos más desagradables que los que ha sufrido hasta ahora.
– Le garantizo que no hemos sufrido ningún asunto desagradable, señor.
Pennock le miró fijamente.
– Lo está sufriendo en este preciso instante, señor Dolby.
Éste recorrió todo el bar con la mirada, como si quisiera buscar ayuda. En lugar de eso, lo que vio fue a un hombre con gorra de piel de foca y chaquetón marinero, en cuyo chaleco desabrochado se veía la esquina de otra placa del Ministerio de Hacienda. A Dolby no le agradaba la idea de que aquellos hombres le hubieran estado vigilando mientras sacaba el dinero de las taquillas y todavía le molestaba más que fueran superiores en número. Pensó que ojalá Tom, por lo menos, estuviera allí con él. No es que Dolby creyera que los agentes del Gobierno fueran a atacarle, pero pensaba que la presencia de Tom, más joven y fuerte, le habría ayudado a demostrar más confianza en sí mismo.
– Incluso aunque tenga usted razón en la afirmación que plantea, señor Pennock… -empezó a responder Dolby.
– La tengo -interrumpió Pennock con tono neutro-. Tiene que pagar diez mil, en oro o billetes de banco, o ustedes, cada uno de ustedes incluido su adorado patrón, se verán encerrados como rehenes antes de que su barco se aleje de la costa.
– Aunque yo aceptara el cinco por ciento como justa reclamación -dijo Dolby esforzándose por no parecer airado-, incluso en ese caso, ya he enviado los recibos de nuestras ventas a Inglaterra. El dinero ha sido ingresado en el banco. No podría pagarle aunque quisiera.
– Hay soluciones alternativas -Pennock hizo un gesto con la mano al hombre de la gorra de foca, que se acercó a ellos-. Señor Dolby, no es usted el único empresario teatral con el que tengo asuntos pendientes. Creo que el señor Dickens es un hombre al que le gustan las cosas en orden. Sugiero que envíe los pagos antes de las últimas lecturas en Nueva York o meterá al señor Dickens en un atolladero del que no podrá salir fácilmente y que hará que se arrepienta de haber puesto un pie en suelo americano. Buenas noches.
A la mañana siguiente, mientras Dickens disfrutaba en casa de los Fields de su habitual desayuno compuesto por una loncha de bacon y un huevo con té, Osgood le preguntó si había algo más que al novelista le gustaría ver de Boston y que hubieran pasado por alto. Cuando Osgood repitió la pregunta insistentemente, Dickens le dijo que sentía curiosidad por ver la localización del extraordinario asesinato de George Parkman en la facultad de Medicina. El doctor Oliver Wendell Holmes, que se había unido a ellos para desayunar y que hasta ese momento se había dedicado a aburrir a Dickens con su incesante charla, resultó que daba clases en ella y le ofreció de inmediato una expedición a dicho lugar.
– Ahora tenga cuidado, cuidado, señor Dickens… -le advirtió el doctor Holmes. Habían llegado al emplazamiento y se encontraban descendiendo a una cámara subterránea debajo de la facultad-. Hay que bajar otros dos escalones.
Los dos hombres alzaron los candiles. Alrededor de ellos, en la oscura cámara, estantes y brillantes frascos clínicos que contenían fragmentos anatómicos. Dickens levantó uno para observarlo a la luz.
– Trozos de cruda mortalidad -comentó-. ¡Como los cuarenta ladrones de Alí Babá después de morir escaldados!
– ¡Todo esto es terriblemente morboso! -dijo Holmes mientras Dickens volvía a colocar el frasco en la estantería junto a los demás-. Nuestro señor Fields diría que esto no es un tema para después del desayuno. ¡Es terrible!
– ¿No fue idea mía que me trajera aquí, doctor Holmes? No podía irme de Boston sin verlo.
– Tal vez fuera idea suya, señor Dickens -admitió Holmes-. Pero no debe culparse. Hacerlo nunca ha servido de nada. Mi Wendy, Wendell Junior, me miraría con desprecio por perder el tiempo en este tipo de «trivialidades» cuando se pueden dedicar todas las horas del día a la empecinada consecución del dólar.
Dickens rió.
– Considérese afortunado, mi querido doctor Holmes. ¡Hasta que Babbage no acabe su máquina calculadora será imposible sumar los billetes que me expolian mis hijos todos los días! Creo que ha caído sobre ellos la maldición de la desidia. Le aseguro que hay algunos días en que tengo los pelos de punta de tal manera que no puedo ni ponerme el sombrero. Usted tiene la bendición de no saber lo que es mirar alrededor de la mesa y ver en cada uno de los asientos que la rodean una expresión de inadaptación que recuerda espantosamente a la del propio padre. Bueno, éste es el punto, ¿no es verdad?
Holmes asintió.
– Estar en un lugar tan siniestro le produce a uno la sensación de que le corre por la espalda agua fría y caliente alternativamente.
Aquí mismo, ocultos a la vista de ojos ajenos, lo impensable… -dijo Holmes.
El doctor Holmes, poeta y profesor de la facultad de Medicina, degustaba la oportunidad de convertirse en narrador. Fue en el laboratorio subterráneo, contó Holmes, donde se cometió el crimen un gélido día de noviembre. Aquella tarde de 1849 George Parkman, un hombre alto y delgaducho, entró en las dependencias de la facultad de Medicina para visitar a John Webster, profesor de química y colega de Holmes. Aquélla fue la última vez que se vio a Parkman vivo.
El bedel de la facultad, Littlefield, se hallaba presente cuando Parkman entró en el edificio. Littlefield había oído cómo Parkman le susurraba severamente a Webster «Pues algo hay que hacer», como si hubiera habido algún tipo de discusión entre los dos hombres. Littlefield subió al laboratorio del doctor Holmes para ayudarle a limpiar después de una clase y no volvió a pensar en Parkman el resto de la tarde.
– Al cabo de varios días sin saber nada de él, la familia de Parkman estaba preocupada, como podrá usted imaginar, mi querido Dickens. Cuando se supo que éste había sido el último sitio donde se le había visto, el bedel Littlefield, un desconocido para la mayor parte de nuestra sociedad, se convirtió en objetivo de muchas miradas suspicaces, ¡incluida la mía!
Era un tranquilo miércoles, la semana de Acción de Gracias, cuando Littlefield descubrió que Webster estaba en su laboratorio con las puertas cerradas. El bedel, decidido a defender su buen nombre, tenía sus propias sospechas y se dedicó a espiar por la cerradura mientras el profesor iba de un lado a otro en frenética actividad. Cuando Littlefield pasó la mano por el muro de ladrillo casi soltó un grito. Estaba ardiendo.
El bedel esperó a que Webster se marchara esa noche. Luego hizo un agujero desde el sótano hasta la cámara en la que se encontraban Holmes y Dickens en aquel preciso instante. Cuando Littlefield se coló en la cámara, lo vio. Un cuerpo humano, o parte de él, colgado de un gancho. Horas más tarde la policía continuaba la búsqueda y encontraba en el horno los huesos calcinados de un cuerpo descuartizado.
– Desde entonces, nadie de la facultad ha vuelto a utilizar este laboratorio, a pesar de que estamos desesperadamente faltos de espacio y han pasado ya quince años o más desde que el cuerpo fue incinerado. Ya ve usted que la superstición cala hondo incluso entre los hombres de ciencia… No, especialmente entre los hombres de ciencia.
Dickens escuchó la historia del doctor atentamente.
– Y sin embargo, si hay un lugar en todo Boston que tiene toda la impunidad para estar repleto de huesos, ése es la facultad de Medicina -comentó.
– ¡Eso alegó el abogado de la defensa! Aquí hay huesos y cuerpos por todas partes. Pero fueron los dientes postizos -dijo Holmes-. Eso fue lo que traicionó al pobre Webster. El dentista que se los había hecho a Parkman dijo que sería capaz de reconocerlos en cualquier parte. La mandíbula rota con los dientes postizos que se encontró en este horno dio el testimonio más irrefutable que se haya visto nunca en un tribunal.
– Constantemente se desenmascara a los criminales más listos gracias a algún pequeño defecto en sus cálculos -señaló Dickens.
– Pobre Webster. ¡Ver a un hombre inmediatamente antes de que le ahorquen es como ver un fantasma!
– Sin duda, sin duda -reflexionó Dickens-. Con frecuencia he pensado en lo restringida que debe de verse la conversación con un hombre que van a colgar en media hora. Si está lloviendo, no podrías decir: «¡Mañana tendremos buen tiempo!», porque no significaría nada para él. Por mi parte, ¡creo que limitaría mis comentarios a los tiempos de Julio César y el rey Alfredo!
Dickens tuvo un acceso de tos mientras los dos hombres reían y se arrebujó más estrechamente en su deteriorado abrigo. Tras meses de asaltos de sus admiradores americanos que se llevaban recuerdos arrancados de su prenda de piel, tenía el aspecto de un pobre animal tiñoso.
– ¡Bueno, señor Dickens, ya es suficiente! -dijo amablemente el doctor Holmes. Desde que el autor había pisado tierra americana, los rumores de sus enfermedades habían corrido y su debilidad era para él un asunto privado. Resultaba evidente que Dickens se encontraba más débil en cada lectura que ofrecía y cojeaba cada día más-. Sí, ¡sin lugar a dudas! -exclamó Holmes-. Fields se enojará conmigo si no le restituyo a sus reconfortantes cuidados para que descanse hasta su próxima lectura.
– Casi se puede oler -murmuró Dickens.
– ¿Cómo dice, mi querido Dickens?
– La carne quemada en el aire. Quedémonos sólo unos instantes más.
A medida que la órbita de la gira se alejaba más de Nueva York y Boston, y llegaba a Filadelfia, Baltimore, Washington, Hartford y Providence, George Dolby y sus sufridos agentes de ventas viajaban con frecuencia por delante del resto del equipo para organizar las ventas y allanar el camino. En todo ese tiempo, Tom nunca protestó contra las restricciones impuestas a sus deberes. Estaba más preocupado por el hecho de que se hubiera permitido que Louisa Parr Barton se fuera sin hacerle un interrogatorio o un concienzudo registro de su bolso. Por lo menos, que Dickens viajara a ciudades más pequeñas se lo pondría más difícil a la mujer íncubo, ya que parecía una criatura de ciudad. Mientras realizaba sus tareas, acarrear los equipajes entre las estaciones de ferrocarril y los hoteles, Tom mantenía los ojos muy abiertos, que era más de lo que estaban haciendo todos los otros. Su padre le había enseñado en Ross que lo importante no eran las tareas que a uno le han encomendado, sino cómo las cumplía.
En Syracuse su alojamiento era un lugar sombrío que parecía haber sido construido el día anterior, como pasaba con toda la ciudad, y para desayunar les sirvieron algo que tenía el aspecto de un cerdo viejo. Henry Scott se sentó en el salón y rompió a llorar mientras George intentaba reclutar un batallón de emergencia para limpiar el pasillo del piso en el que se alojaba.
Entre Rochester y Albany, el país entero parecía estar bajo el agua a causa de la furiosa tormenta que había arrastrado la nieve y el hielo de la noche a la mañana. Tuvieron que quedarse toda la noche en una región desolada que llevaba el nombre de Utica. Hasta los postes de telégrafo se habían derrumbado y flotaban como mástiles de un barco naufragado, imposibilitando por completo cualquier clase de comunicación con el teatro de la siguiente lectura.
Cuando se encontraron a una distancia prudencial de Albany, recorrieron la extensión inundada que les separaba de su hotel a bordo de un barco de palas. Puentes rotos y vallas se cruzaban en su camino junto a bloques de hielo. Entretanto el bote navegaba contra la corriente, Tom se preocupaba por Dickens. Durante su viaje a través de los Estados Unidos Tom había presenciado en múltiples ocasiones la repetición de los repentinos ataques de pánico de Dickens mientras se encontraban en el vagón de un tren o en un ferry, o en algo que el escritor no tenía la capacidad de detener en caso de emergencia. Con la costumbre, los ataques ya no les sobresaltaban, pero seguían creando una angustiosa imagen de terror interno. No era raro que Dickens le dijera «Más despacio, por favor» al conductor del carruaje una y otra vez hasta que se desplazaban a la velocidad de un paseo a pie.
Flotando sobre la aparentemente interminable extensión de agua, Dickens sacó su reloj cronómetro para ver si eran capaces de mantener el horario previsto. Era posible que el público con entrada no pudiera llegar al teatro, pero para Dickens eso no era lo importante; para él, la puntualidad era una cuestión de principios y de autodominio. Sacudió el reloj.
– Es algo extraordinario, señores -dijo-. Mi reloj siempre ha llevado la hora a la perfección y se podía confiar en él a ciegas, pero desde el momento de mi des gracia en el tren, hace tres años, no ha vuelto a funcionar correctamente. El recuerdo de Staplehurst sigue aumentando, en lugar de suavizarse. Persiste una vaga sensación de pánico que no tengo el poder de controlar, que llega y pasa, pero no puedo evitar que aparezca. Un momento, ¿qué es eso? -preguntó Dickens al guía, un maestro de obra. Delante de ellos, un tren entero flotaba en el agua.
– Un tren de mercancías atrapado por la inundación. Vacas y ovejas. Los hombres pudieron salir, pero supongo que el ganado deberá perecer. Empezarán a comerse unos a otros en un par de días, supongo yo.
Dickens se volvió hacia él con una mirada feroz.
– Eso es lo que hacen los animales estúpidos cuando se mueren de hambre, señor Dickens -continuó el maestro nervioso.
Dickens se quedó mirando fijamente al tren abandonado que se balanceaba arriba y abajo en las inmundas aguas. Cuando pasaron a su lado escucharon gritos y gemidos de su interior; sonaba como una catástrofe humana.
– No morirán -dijo Dickens con calma y luego se desplazó a la proa del pequeño barco-. Ni uno solo de ellos. Vuelva atrás. Hacia allí.
– Pero, señor, mis órdenes estrictas son llevarle a tiempo a Albany para… -intentó protestar el guía.
– Usted no ha dicho nada, ¿verdad? -le preguntó Dickens echando fuego por los ojos.
– Supongo que no, señor -respondió después de comprobar lo que le decían las miradas del resto del equipo a bordo.
– En Albany pueden esperarnos -dijo el escritor-. ¡Que todo el mundo reme en dirección al tren, y sin escatimar esfuerzos! ¡Hoy vamos a emular a Noé!
Tras un esfuerzo de varias horas, lograron liberar a las ovejas y las vacas para que nadaran hasta la tierra y llevaron a los animales más débiles hasta una buena distancia de la orilla para que estuvieran a salvo hasta que les llevaran comida. Todo el tiempo, a pesar de que se puso a nevar y granizar, Dickens animó y espoleó a hombres y bestias con tal entusiasmo que hasta el guía arrimó el hombro en el rescate de un escuálido ternero.
Entre infortunios llegaron a Albany. En el hotel, Dickens se sentó enfrente de la chimenea acercando el sombrero al calor del fuego. Era casi un trozo de hielo sólido, lo mismo que su barba. Intentó soltarse la chalina pero estaba congelada y pegada al cuello de la camisa.
Al empezar el año nuevo, la mayor parte de los componentes de la plantilla se encontraban horriblemente enfermos. Tom era uno de los pocos que conservaban una buena salud y Dickens cada vez dependía más de él, ya que la salud del escritor continuaba oscilando entre la efusividad y la fragilidad. En una de las lecturas, los asistentes que habían acudido a escuchar Nickleby y La fiesta del señor Bob Sawyer recibieron el siguiente aviso: «El señor Dickens ruega su indulgencia por un severo resfriado, pero espera que sus efectos no sean perceptibles al cabo de unos minutos de lectura». La primera cláusula la habían redactado Dolby y un médico; la segunda, el Jefe. Aparte de sus pequeños desayunos, Dickens empezó a limitarse a comer un huevo batido con jerez antes de cada lectura y otro en el intermedio, que Henry tenía preparado y listo en su camerino.
Para entonces, Osgood había terminado de poner en práctica la idea de su aprendiz Daniel de hacer versiones «especiales» condensadas de las lecturas, delgados volúmenes que Fields, Osgood & Co. vendía por veinticinco centavos en la entrada de los teatros.
– Ya no necesitamos espantar a los bucaneros de nuestras lecturas, señor Branagan -le dijo Osgood cuando Fields y él fueron a la estación para despedir al grupo-. La idea del señor Sand ha funcionado exactamente como lo planeamos.
– ¡Ese chico está en camino de ascender a oficial en nada de tiempo! -dijo Fields felicitando a Osgood por la innovación-. No se parece a ninguno de los aprendices que yo pueda recordar.
De camino a Filadelfia, Tom se vio obligado a jugar a las cartas con el Jefe mientras Henry Scott dormitaba con las piernas fuertemente entrelazadas para que su bota no estuviera disponible cuando algún grosero americano escupiera el tabaco. Dickens, como siempre que estaban en un tren, tenía la petaca abierta a su lado. Cada pocos minutos, a Henry se le caía la cabeza a un lado y luego la levantaba con gran dignidad, como si hubiera estado bien despierto todo el rato.
– A nadie le gusta dormir en público de esa manera -le dijo Dickens a Tom-. Por lo general, yo nunca lo hago. Una partida de cartas es una buena manera de mantenerte activo y despierto. El coraje te mantiene despejado.
Dickens, que tal vez encontraba a Tom demasiado callado, parecía conformarse con hablar por los dos mientras jugaban.
– Es imposible decir todo lo que ha cambiado este país. La última vez que fui a Filadelfia, hace veinticinco años, recuerdo que prácticamente toda la ciudad se presentó en el hotel con la intención de entrevistarse conmigo. Hasta el último mono, y Edgar… Edgar Allan Poe, quiero decir. Nunca hubo ni rey ni emperador en la Tierra tan acosado por las multitudes como lo fui yo en Filadelfia.
– ¿Ha dicho Edgar Allan Poe, Jefe? -preguntó Henry, cuya cabeza al desplomarse había vuelto bruscamente a la consciencia. El ayuda de cámara quedaba profunda mente impresionado cada vez que se mencionaba el nombre de cualquier persona famosa, sobre todo si había muerto-. Poe escribía cuentos siniestros y fantasmagóricos -dijo Henry a Tom como aparte didáctico-. Luego se murió.
– También era poeta -dijo Dickens-, como solía recordarme a menudo. Le hablé un poco de nuestro querido cuervo Grip, que murió tras comerse parte de nuestras escaleras de madera. También hablamos de la penosa situación de las leyes de derechos para los autores que no recibían un céntimo mientras los editores piratas se enriquecían con ediciones espurias. Poe escribía entonces cuentos de «raciocinación», o sea, de misterio, igual que yo. También hablé con Poe…, sí, lo recuerdo a la perfección, como si hubiera sido ayer…, del Caleb Williams de William Godwin, una obra que ambos admirábamos.
– Yo leí esa novela en un solo día -dijo alegremente Henry.
Dickens continuó.
– Le dije a Poe que conocía la peculiar forma en que se había redactado, que Godwin había escrito primero la captura de Caleb. Sólo entonces se planteó cómo se había llegado a eso y escribió la primera mitad del libro después. Poe me dijo que también él escribía sus historias de raciocinación hacia atrás. Deseaba más que nada que llegara a considerarle un espíritu afín y así intentara conseguirle editor en Inglaterra, lo que luego hice, aunque no lo logré, con Fred Chapman. En aquel momento nadie había oído hablar de Poe y publicar escritores americanos era una aventura arriesgada. Él estaba convencido de que los europeos le apreciarían más que los americanos. Después de eso, el pobre Poe se enfadó conmigo, miserable criatura -Dickens pareció arrepentirse inmediatamente de haber dicho aquello-. Era un hombre desilusionado, que vivía muy pobre. Puede que haya sido mi estado de ánimo, o el nerviosismo, o no sé qué otra cosa, lo que me haya hecho pensar en él ahora.
A las dos lecturas de Filadelfia les siguieron cuatro en Washington y otras dos en Baltimore. A la primera de Washington asistieron congresistas y los embajadores de casi todos los países, al igual que un perro perdido que se le coló a la policía de la puerta y se puso a aullar durante la lectura. El presidente Johnson asistió a todas las lecturas de Washington e invitó a Dickens y Dolby a la Casa Blanca el día del cumpleaños del escritor, aunque la enfermedad de Dickens había empeorado. Después de aquella visita Dickens estaba persuadido de que Andrew Johnson saldría bien parado a pesar de los rumores de fracaso por intentar la reconciliación con los estados del sur a través de un Congreso hostil.
– He ahí a un hombre que tendrán que matar si quieren quitárselo de en medio -le comentó Dickens a Dolby más tarde.
Dolby abandonó pronto Washington para dirigirse a Providence a organizar la venta de entradas, mientras los demás se iban a Baltimore antes de regresar a Filadelfia. Durante uno de los trayectos más largos en tren, con todo el grupo agotado, Dickens se despertó de un profundo y agitado sueño.
– ¿Por qué sonríes, muchacho? -le preguntó a Tom, que estaba sentado frente a él.
– Se ha quedado dormido -dijo Tom sin perder su amable sonrisa.
Dickens lo pensó un momento.
– ¡Sí, señor! Y supongo que me vas a decir que tú no has cerrado los ojos.
En Baltimore, seguramente instigado por las duras palabras que había pronunciado en el tren a Filadelfia, Dickens localizó a Maria Clemm, la suegra de Edgar Allan Poe, que vivía de la caridad del estado.
– Él murió en este mismo edificio -le dijo la anciana cuando la llevaron al patio de la Casa de Misericordia donde el escritor la esperaba acompañado de Tom-. Entonces era un hospital. ¿Era usted amigo de Eddie? ¿Sabe usted lo que pasó? -preguntó con aire ausente. El celador ya le había explicado quién era, pero ella lo había olvidado.
– Soy un hermano escritor. Todo autor, mi querida señora Clemm, todo poeta y todo editor han sabido de su desesperación -dijo Dickens con mucha delicadeza. Le suplicó que aceptara 150 dólares para sus cuidados.
Dolby volvió a reunirse con el resto del grupo en Filadelfia la noche de la última lectura en esta ciudad. El representante había dejado de dirigir intencionadas miradas de furia a Tom por la debacle de Nochebuena; a cambio, simplemente le ignoraba. En ese momento Dolby ya tenía bastantes preocupaciones. El anuncio de prensa que notificaba la lectura de Hartford decía equivocadamente que el acto duraría dos minutos y que los asistentes debían llegar por lo menos diez horas antes a ocupar sus localidades.
Dickens se limitó a reír, pero le sorprendió ver a Dolby tan furioso por el anuncio.
– Mi querido Dolby -dijo Dickens ofreciéndole una silla con un gesto-. Hoy parece encontrarse fuera de sus casillas. No se tome demasiado en serio a la prensa. Caramba, si dependiendo de qué periódico se lea mis ojos son azules, rojos y grises, y al día siguiente se asegura que soy francmasón. Fíjese que yo solía sufrir intensamente al leer las críticas sobre mis libros, antes de hacer un solemne pacto conmigo mismo de no volver a leerlas, simplemente, y nunca he roto esa norma. Sin lugar a dudas, soy mucho más feliz desde entonces, y desde luego no he perdido sabiduría.
El representante sacudió la cabeza sombríamente y tomó asiento.
– Los periódicos pueden hacer conmigo lo que quieran, Jefe. ¡Que me llamen cabeza de chorlito y todo lo demás! No quería preocuparle, pero recibí la visita de un recaudador de impuestos que nos reclama el cinco por ciento de todo lo recaudado en América.
– ¡El cinco por ciento! -exclamó Dickens-. ¿Puede hacer eso?
– ¡No! Pero amenaza con confiscar las entradas y todas nuestras propiedades y encerrarnos en prisión si intentamos salir del país. He escrito algunas cartas a abogados de Nueva York, pero están tardando mucho en responder.
– ¡Lo que hay que oír! -Dickens intentó mantener el espíritu en alto-. Bueno, hicimos amigos en Washington, ¿no?
– ¡Prácticamente la totalidad de la clase política asistió a sus lecturas!
– Apostaría a que estarán encantados de utilizar su influencia para librarnos de esta monserga, ¿no le parece? Viaje usted otra vez allí.
Como le había sido ordenado, Do1by volvió a Washington durante un día. Cenó con el delegado de la Agencia Tributaria del Gobierno Federal, quien confirmó que las lecturas de Dickens se consideraban ocasionales y, como tal, exentas.
– Siempre tendremos recaudadores sin escrúpulos, algún elemento perturbador aquí y allá por el departamento -le dijo el delegado a Do1by en tono de disculpa mientras escribía una carta en la mesa-. Caramba, si hasta el Congreso tuvo que investigar la tendencia de algunos de nuestros hombres a hacer…, en fin, proposiciones poco caballerosas a las nuevas auxiliares femeninas del Tesoro. Llévese esta carta mía, señor Dolby. Ella debería acabar con el abuso. Verá, muchos de los recaudadores de los estados del este son irlandeses y sufren de una gran anglofobia. Tenemos la esperanza de aclararles las cosas con visitas como la suya de nuestros primos ingleses.
Do1by regresó inmediatamente a Boston para asistir a la cena del sábado que habían organizado en honor de Dickens y él los Fields, donde se sintieron como si hubieran vuelto a casa en comparación con sus recientes vidas errantes.
Antes de la comida dieron un largo paseo por Boston. El afable señor Osgood les fue enseñando lugares de interés. Estaban construyendo mucho. El edificio Sears, que en aquel momento era un amasijo de pilares de piedra, polvo y andamios, se decía que iba a ser un gran palacio de oficinas y tiendas con siete pisos de altura.
– Allí -dijo Osgood señalándolo- se instalará el primer ascensor de vapor de Boston cuando se termine el edificio. Fíjense, dicen que aquí es donde irá.
En el centro de cada planta del edificio en construcción se había dejado un hueco y en el fondo del todo se veía un cuarto de máquinas con una bomba de vapor conectada a una serie de tuberías que se extendían hasta lo más alto del edificio. Junto a éste, tumbada sobre un costado, había una cabina de ascensor profusamente decorada, como un pequeño salón.
– Dicen que dentro de poco -comentó Osgood- nadie usará las escaleras y preservaremos las vidas de las cincuenta personas que mueren al año al caer por los huecos. Sólo me pregunto si en Boston no estarán cambiando las cosas demasiado deprisa para comprenderlas. Nos moveremos todos arriba y abajo gracias al vapor.
– Cualquier político con eso en su programa tiene asegurado mi voto -dijo Dolby, que era abiertamente contrario a caminar tanto como le exigían Boston y Dickens.
A la cena que aquella noche ofrecieron los Fields se sumó también Ralph Waldo Emerson, que había venido desde Concord. Al contrario que la mayoría de los representantes literarios de Cambridge (Longfellow, Lowell, Holmes), Emerson sólo parecía estar ligeramente interesado en Dickens como hombre y menos todavía en Dickens como escritor. Sin embargo, el sabio de Concord no pudo contener la risa ante la interpretación de Dickens de una antigua balada irlandesa (Chrush ke lan ne chouskin!) con la que el escritor deleitó al grupo mientras tomaban el ponche que Dickens había preparado para el grupo; la risa de Emerson, en contra de su filosofía, parecía dolerle.
Hubo otras cuantas caras sombrías en la cena que, como una fuerza imperceptible, extendieron un nubarrón oscuro sobre la frivolidad. Esas caras pertenecían a políticos de alto nivel de Massachussets que insistían en que, tras la irreflexiva destitución del secretario de Guerra por parte del presidente Johnson, la moción de censura era poco menos que inevitable. Los líderes del Congreso se pasaron la noche haciendo reuniones secretas. El caos flotaba en el aire.
La crisis política nacional que se presagiaba en la cena llegó aquel mismo lunes: se presentó una moción de censura contra Andrew Johnson por crímenes y faltas graves derivados de su desafío al Congreso durante la reconstrucción de la Unión, y el público entró en un estado de exaltación. Aquel día las colas de las taquillas estuvieron escasamente pobladas, ¡incluso habían desaparecido la mayoría de los revendedores! Observando la dispersión del público y considerando el estado de salud de Dickens, Dolby canceló la siguiente tanda de lecturas de Boston.
La cuadrilla hizo todo lo que pudo por distraer a Dickens durante aquel período de calma. Dolby y Osgood se desafiaron a una competición de marcha ideada por Dickens, lo que también le dio una excusa válida para ofrecer una gran cena.
– ¡Ese Osgood! -le comentaba Dolby a Henry, que le ayudaba a prepararse para la competición probándole unos calcetines sin costuras-. Apenas pesa sesenta y siete kilos y, ¡maldita sea mi suerte!, me atrevería a asegurar que se mueve más rápido que yo con cualquier tiempo, incluso con nieve y hielo. Con esa sonrisa reumática todo el rato. Fíjate en lo que te digo, es más rápido y más fuerte de lo que parece…, corriendo y en cualquier otra cosa. Maldito sea ese Johnson por su moción de censura.
Pronto Dolby y Osgood salieron de la ciudad para abordar los cambios de programa. Tom y Henry Scott se quedaron en el hotel Parker House con Dickens. Comparados con el resto del tiempo que habían pasado en América, aquellos días en el Parker sin lecturas les parecían ridículamente lentos. El clima y su salud retenían al novelista en sus habitaciones casi todo el tiempo. Se encontraba debilitado por los estornudos y la tos y, sobre todo, por la nostalgia de Gadshill.
Cuando no estaba sentado a su mesa, escribiendo, Dickens hablaba con cualquiera que tuviera al lado, camarero, empleado o huésped del hotel. Tom estaba encargado de llevar a la habitación de Dickens los últimos informes telegráficos que enviaran Dolby y Osgood. En una ocasión Dickens recibió una carta de casa que le sumió en un estado de melancolía. Cuando Tom entró para llevarse el correo antes de la última recogida del día, Dickens seguía con la mirada- fija en la carta.
– ¡John Thompson, no puede ser! -exclamó Dickens.
– ¿Jefe?
– Thompson es uno de mis hombres de Gadshill. La policía ha descubierto que me estaba robando dinero de la caja del despacho. ¡Al cabo de todos estos años! Caramba, si hasta le confiaba mis niños… Me refiero a mis manuscritos, él los llevaba de acá para allá. ¡Sólo Dios sabe qué voy a hacer con ese miserable, o por él!
– Lo siento mucho, Jefe.
– Dígame -inquirió el Jefe-, mi querido Branagan, ¿lee usted mis libros?
Tom se quedó sorprendido. Por lo general, Dickens hablaba cerca de él, pero no a él directamente. También recordó las palabras de Dolby sobre su misión de mantener contento a Dickens.
Dickens rió ante su titubeo.
– ¡Oh, puede usted decir la verdad, señor Branagan! Un puñetero admirador de Dickens más y el peso no me permitirá moverme. Nada aterroriza más a un escritor que hablar por primera vez con su lector.
– No suelo leer novelas muy a menudo, señor.
– ¿Señor? Sólo quiero que me llamen «señor» los desconocidos y, a decir verdad, prefiero que los desconocidos no me llamen nada de nada. ¿Sabe por qué me llaman Jefe?
– No.
– Dolby no se sentía cómodo llamándome Charles o Dickens. Bueno, al menos había conseguido convencerle de que me llamara Boz… -Dickens siguió la historia contando cómo una tarde, durante una gira de lecturas en Chester, Dolby entró en la habitación y se encontró a Dickens sentado delante del fuego con un fez turco y una gruesa bufanda alrededor del cuello porque el aire frío se colaba en sus dependencias del hotel Queen's.
«¿Cómo se encuentra?», le había preguntado Dolby preocupado.
A esto, Dickens había gruñido: «Como algo rico de comer guardado en una despensa fría. ¿Qué le parezco?».
«Un viejo jefe -había contestado Dolby-, pero sin pipa».
– De ahí viene. Respeto a Dolby más de lo que puedo expresar con palabras, porque superó el mismo defecto del habla que mi chico de India (o sea, mi tercer hijo, Frank, que ahora se encuentra en Bengala con la policía) sufrió de pequeño por una severa ansia de aplicación. Bueno, ¿así que nada de novelas, dice usted?
Tom había olvidado ya el tema original.
– Las novelas y los cuentos fingen.
– ¿Que mienten, es lo que quiere decir?
– Sí -respondió Tom-. Fingen ser lo que no son.
– Es cierto que los libros mienten, señor Branagan. Sin duda. Pero la cosa no acaba ahí. Las novelas están llenas de mentiras, pero ocultas entre ellas hay todavía más verdades; sin lo que usted califica de mentiras las páginas serían demasiado frágiles para la verdad, ¿comprende? El escritor del libro siempre se incluye en él, su auténtico ser, pero hay que tener mucho cuidado de no confundirle con el vecino de al lado.
– Pero no deja de ser sólo imaginación, ¿no es cierto?
– Déjeme que le enseñe una cosa. Supongamos que esta copa de vino que hay encima de la mesa es un personaje -Tom aceptó la suposición con un cabeceo-. Bien. Ahora, imagine que es un hombre, incúlquele ciertas cualidades y pronto una fina y sutil red de pensamientos se crea y crece a su alrededor hasta que asume forma y belleza y se impregna profundamente de vida. A partir de ahí, la escritura fluye sola hasta que esa palabra en mayúsculas, escrita por fin con pena, me mira fijamente: FIN. Pero si no ataco mientras el hierro está todavía bien caliente (y con el hierro me refiero a mí mismo), me vuelvo a perder.
Tom no estaba seguro de haberlo entendido del todo, pero le dijo a Dickens que sabía a lo que se refería.
– ¿Ah, sí? -preguntó Dickens-. Ha sido un cambio de postura muy rápido, Branagan. Creo que es usted un hombre de buen criterio. La próxima vez prefiero que sea sincero conmigo. Lo preferiré siempre, por mucho que el apreciado Dolby le diga otra cosa.
Tomando al pie de la letra la orden de Dickens de ser sincero, los pensamientos de Tom volvieron a lo que le preocupaba de verdad desde que se habían cancelado las lecturas. Si, como Tom sospechaba, la señora Barton había asistido a todas las lecturas de Dickens en Boston, debía de estar decepcionada, y mucho, por las cancelaciones. Se habría sentido insultada personalmente. Cualquier otra persona del país habría estado demasiado desazonada por la moción de censura contra el presidente para darse cuenta, pero ella no; tal vez ella ni siquiera supiera que existía la moción.
Aquella noche, a Tom le despertaron los habituales camiones de bomberos que alborotaban en la calle. Estaba soñando cuando los ruidos interrumpieron su descanso.
Sacudió la cabeza al tiempo que se sentaba en la cama con sus viejos calzones de franela dados de sí. El sueño había sido muy raro. El escenario era un terrible accidente de tren como el de Staplehurst en el que casi había perdido la vida Dickens. Sólo que, en aquella visión, Tom se encontraba en el lugar del novelista y descendía de farallón en farallón de las rocas hasta el ensangrentado barranco donde gritaba la gente. También ovejas y vacas pasaban ante su cara mientras intentaba arrastrar a las víctimas hacia la ribera del río, pero todos, humanos y animales, estaban ya muertos. Sobre ellos, el primer vagón del tren colgaba sobre el puente roto, esparciendo páginas de todos los libros de Dickens sobre el río.
Tom pensó en el aterrador sueño mientras se salpicaba la cara con agua del lavamanos y se frotaba los ojos. Sintió en su rostro las yemas de los dedos entumecidas y en carne viva. En ese momento tuvo una apremiante premonición. Puesto que al día siguiente salían de Boston, si Louisa Barton iba a actuar lo haría esa noche. Si no se encontraba ya en el Parker House, pronto se presentaría. Tom sabía que era así.
Tal vez estuviera envalentonado por el hecho de que ni Dolby ni Osgood se encontraban allí para reprenderle. Tom se vistió a toda prisa y recorrió el pasillo hasta la habitación de Dickens, donde un camarero del hotel hacía guardia junto a la puerta.
– ¿Qué pasa ahora? -preguntó el camarero, saliendo con un sobresalto de un sueño superficial. Se quitó la mano de Tom del hombro-. Esta noche estoy hecho polvo, chaval.
– Tengo que hablar con el señor Dickens.
– ¡Dudo mucho que él quiera tener una audiencia con nadie a estas horas! ¡Y menos aún con un mozo irlandés! Vuelve por la mañana.
– Has bebido demasiado en el bar -Tom esperó sin retirar los ojos del camarero.
– Muy bien -dijo el camarero enfurruñado. Llamó a la puerta de la habitación y anunció que había una visita. ¿Le permitía entrar el señor Dickens?
– ¡Antes muerto que permitirlo! -fue la respuesta del novelista desde el otro lado de la puerta.
El camarero sonrió triunfante. Tom se quedó unos instantes más allí de pie y luego, vencido, empezó a alejarse. Justo antes de abrir la puerta de su habitación escuchó ruidos de pelea (una voz estrangulada, el grito de auxilio de una mujer) que salían de la habitación de Dickens. El camarero de la puerta parecía inmovilizado por el miedo. Tom volvió corriendo y entró como una exhalación en la habitación del escritor.
Allí estaba Dickens, con su bata de terciopelo, de pie ante un espejo inmenso, con la cara espantosamente contraída y las manos estrujando una manta como si fuera el cuello de un agresor.
– ¡Branagan! Entre -dijo alegremente.
– Jefe, me había parecido oír… -empezó a decir Tom dudando de sus propios sentidos.
– Ah, sí -dijo Dickens riendo primero y tosiendo después-. Estaba ensayando una nueva forma de lectura que he ideado, muy diferente a las anteriores. He adaptado y recortado el texto cuidadosamente. Cierre la puerta, si hace el favor, y le haré una demostración.
La lectura de Oliver Twist, una de las primeras novelas de su carrera, contaba la historia de Bill Sikes, el criminal que golpea y mata a su amante Nancy por traicionarle y ayudar al huérfano Oliver en su causa. Dickens lo interpretó paso a paso con la energía y violencia que desencadenaba la inevitabilidad de la muerte. Tom sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo y le pareció presenciar la muerte de la honesta prostituta ante sus propios ojos.
Cuando acabó, Dickens se derrumbó en un sillón y giró la cabeza en círculos a derecha e izquierda.
– Todavía no lo ha visto nadie -le dijo excitado cuando recuperó el aliento-. Se lo conté a Osgood, Fields y Dolby en la cena. Lo he estado ensayando en secreto, pero consigo un resultado tan horrible que me da miedo probarlo ante el público.
– Ha sido aterrador, Jefe. Si una sola de las mujeres del público grita, podría desencadenarse un brote de histeria.
– Lo sé.
– Supongo que no puede dormir bien con esa idea en la cabeza -aventuró Tom.
– ¡No puedo dormir de ninguna manera! Llevo ya tres horas tosiendo sin parar y no he pegado ojo. El láudano es lo único que me ayuda, pero esta noche hasta los somníferos me fallan. Lo he intentado con alopatía, homeopatía, cosas frías, cosas calientes, cosas dulces, cosas amargas, estimulantes, narcóticos.
Dickens sacó la mezcla de opio hecha con las diversas ampollas que llevaba en el maletín de viaje y tomó otra amarga cucharada. Su energía anterior le había abandonado del mismo modo que a un actor cuando cae el telón tras una escena intensa. Daba la impresión de que se había apoderado de él una mezcla de extenuación y narcóticos.
– Espero volver a empuñar la espada pronto -dijo Dickens con aire cansado-. Me siento tan inquieto, Branagan, como si me encontrara encerrado entre barrotes en el parque zoológico. Si tuviera melena para derrochar, perdería parte de ella frotándola contra las paredes de mi jaula.
– Jefe, usted me dijo antes que le fuera sincero -dijo Tom.
– ¿Ah, sí? -dijo Dickens chasqueando la lengua-. ¿Cuál es su opinión? ¿Interpreto la escena nueva o no? Pensaba que era una de las mejores que he escrito. Pero quizá sea demasiado fuerte para la sensibilidad de este país.
Tom levantó la voz para hacerse oír por encima de los constantes accesos de tos de su interlocutor.
– Señor Dickens, no me refiero a eso. Me preocupa Louisa Barton, la mujer que entró en su habitación en aquella ocasión y ha asistido a sus lecturas regularmente, que nos siguió a Nueva York, que atacó a aquella viuda y posiblemente robó su diario. Estoy convencido de que esa mujer va a venir a buscarle esta noche.
– ¿Incluso con ese Argos de cien ojos apostado a mi puerta? -preguntó Dickens con tono sarcástico-. Deduzco, señor Branagan, que tiene usted una buena razón para creer eso.
– La última tanda de lecturas de Boston se ha cancelado; estoy seguro de que habría asistido y no sé qué consecuencias tendrá en su estado mental no poder hacerlo. Ésta es la última noche… Intentará algo para salirle al paso y conseguir lo que quería de usted.
– ¿Qué es…?
La confianza de Tom se tambaleó.
– No lo sé.
– ¿Ha terminado usted? -preguntó Dickens airado.
– He dicho lo que sentía.
– ¡Uno de estos días ese exceso de celo suyo le va a llevar a la ruina! -dijo Dickens, que soltó un sonoro suspiro y se sentó ante su escritorio. Tom sabía que sus palabras no habían sido suficientemente persuasivas, ni siquiera para sus propios oídos, pero le sorprendía el furor de Dickens. Se dispuso a salir de la habitación.
– Espere. Muy bien, Branagan.
– ¿Jefe? -preguntó Tom. Se dio la vuelta y vio que Dickens se secaba una lágrima de los ojos.
– Perdóneme. Sé que tiene razón. Verá, antes de irnos de Inglaterra recibí una serie de cartas que me advertían del peligro de viajar a América. Sentimientos anti-Dickens, sentimientos antiingleses, el comportamiento incívico de Nueva York y no sé cuántas cosas más. Como ya había decidido venir, resolví que, por mi alma, no diría ni una sola palabra a nadie, ni siquiera a Dolby, y menos aún a ese mojigato de Forster, ¡que creía que mi alma se iba a evaporar en el mismo momento en que se despedía de mí!
– Entonces ¿cree que las medidas que le insté a tomar a Dolby eran necesarias?
– Por eso estuve de acuerdo con que vigilara mi puerta aquella noche. Imagínese, ¡un hombre que necesita un guardaespaldas para defenderle de fantasmas, duendes y espíritus! Me pregunto si a Milton le visitaban ángeles o diablos cuando escribía… ¿Y quién se me aparece a mí?
»Sé que ha pasado malos ratos para entenderlo, mi querido Branagan -continuó Dickens-. Usted ha visto con sus propios ojos cómo las muchedumbres me asedian, asaltan, machacan, golpean y zarandean. Nunca en toda mi vida me había reconocido menos a mí mismo que en estos Estados Unidos de América. Muchacho, si le recibí con poco entusiasmo cuando llamó a la puerta, le aseguro que me arrepiento. Un carácter sobre el que no tengo un control absoluto se apodera de mí cuando ensayo una lectura. Ahora, ¿qué es lo que sugiere que hagamos? Si hay que poner en marcha algo, lo haré de inmediato.
Tom todavía no había trazado un plan. Pero pensó a toda prisa.
– Jefe, lo que yo querría es atrapar a esa señora con las manos en la masa para que no pueda molestarle más.
– ¡Ojalá! Entonces ¿qué cree que podemos hacer? -preguntó impaciente el novelista-. Es mejor morir haciendo, Branagan, que esperando. Siempre he creído que algún día moriría con las botas puestas.
La propuesta que improvisó Tom fue la siguiente: él ocuparía el lugar de Dickens en la cama. El escritor pasaría sigilosamente a la suite adyacente, generalmente ocupada por Dolby. Si la intrusa irrumpía en su cuarto como había hecho la primera semana que estuvieron en Boston con la idea de ver al novelista, se encontraría con Tom esperándola. Y si la señora Barton no aparecía, podrían celebrar la inmunidad del jefe cuando se marcharan de la ciudad.
Dickens consideró el plan y no tardó en aceptarlo. Primero recogió algunas de sus pertenencias personales de la cómoda y de los cajones del escritorio y las guardó en un maletín de piel.
– ¿Cree usted en el significado de los sueños, Branagan? -le preguntó el escritor mientras recogía.
Tom pensó en el extraño sueño de Staplehurst.
– ¿Pregunta si creo que nos advierten de lo que está por venir?
– Exacto, exacto. O lo que acaba de pasar. Una vez soñé con mi buen amigo Jerrold, el dramaturgo. En el sueño me entregaba algo que había escrito, aunque no de su propia mano, y me pedía nervioso que lo leyera por mi propia seguridad. ¡Lo miraba pero no podía entender nada de lo que ponía! Desperté totalmente perplejo y recordando todo el sueño tan claro como si lo estuviera viendo. Al día siguiente, para mi asombro, me enteré de que Jerrold había muerto.
Tom buscó una respuesta. Dickens inclinó la cabeza levemente, como si acabara de terminar otra de sus dramáticas lecturas. Tom se preocupó por el efecto que la fascinación por los sueños pudiera tener en su salud y bienestar.
– He llegado a tomarle cariño, Tom. No deje de rezar sus oraciones, como probablemente haga. Yo nunca he dejado de hacerlo y sé la serenidad que aporta. Si vivo para publicar más libros me gustaría que los leyera tanto si cree que pueden tener algo que ver con su vida como si no. ¿Lo hará?
– Sí -dijo Tom.
– Bien, será un lector del que me sienta orgulloso.
Cuando acabó de recoger sus cosas, Dickens entró en las habitaciones de Dolby y cerró la puerta tras de sí. Tom esperó con el corazón al galope. Con cada crujido, roce o murmullo de las paredes del hotel, Tom se imaginaba la entrada de la intrusa en la habitación y la consiguiente captura. Tampoco podía evitar imaginar la furia de Dolby si el representante llegara a regresar antes de tiempo a Boston por casualidad. Se imaginó a Dolby contándoselo todo al extremadamente correcto señor Osgood y éste, de manera predecible, a su socio el señor Fields, y a un furioso Fields haciendo venir a la policía una vez más, pero en esta ocasión para encerrar a Tom.
La noche pasaba sin novedades y Tom empezó a pensar que se había equivocado y que Louisa Barton no iba a hacer acto de presencia. Ya había asustado bastante al agotado novelista por aquella noche. Golpeó suavemente en la puerta que comunicaba con las habitaciones de Dolby, donde Dickens estaba durmiendo.
– Jefe -dijo Tom en un susurro. Abrió la puerta ligeramente-. Jefe, creo que ya hemos hecho la prueba bastante rato. ¿Quiere volver a su cama?
Dentro no había nadie. Alguien había dormido en la cama, pero las sábanas apenas estaban revueltas. No era improbable que hubiera salido a dar otro paseo. A no ser que Louisa Barton se hubiera presentado, como Tom sospechaba.
Tom salió al pasillo para preguntarle al camarero que estaba haciendo guardia en la puerta de Dickens, pero tampoco se veía al camarero por ninguna parte. Bajó las escaleras, buscó a un vigilante de noche y le pidió que localizara al camarero, que salió del bar con una copa de brandy en la mano.
– ¿Qué está usted haciendo en el bar? -le dijo Tom.
El camarero observó a Tom con gesto ofendido.
– ¿Ahora es usted de la liga antialcohólica?
– Son las tres de la mañana. ¿Por qué no está haciendo guardia en la habitación del señor Dickens?
– Porque no hay nada que guardar, por eso. El señor Dickens ha salido.
– ¿Cuándo? -preguntó Tom.
– Hace menos de media hora. Dijo que quería salir a hacer un poco de ejercicio. Bajó por las escaleras de atrás.
Tom se dio cuenta en ese instante de lo tonto que había sido. ¡En ningún momento había logrado persuadir a Dickens del peligro que suponía la intrusa! Ahora, la voz airada de Dolby resonaba a gritos en la cabeza de Tom repitiendo una sola cosa: ¡Has perdido al jefe, has perdido a Dickens!
Fuera Tom encontró a un conserje del hotel que había visto a Dickens salir por la puerta de atrás, parar un coche de alquiler y alejarse de allí. El conserje decía que el vehículo había partido en dirección norte con Dickens dentro. Tom empezó a caminar hacia el río buscando cualquier señal del novelista o del coche de alquiler. Las calles estaban prácticamente desiertas a tan temprana hora. Una carreta destartalada pasó a su lado cargada de pan. Tom se subió en el carro abierto del panadero, donde se acurrucó de manera que las pilas de barras le ocultaran de la visión del conductor. Tras volver al suelo de un salto e inspeccionar los alrededores, Tom dio por inútil su búsqueda.
Entonces oyó un sonido inesperado en la calma de la madrugada… Un gemido. Los ruidos salían a unos pasos de la ribera. Tom siguió los sonidos y encontró a un hombre pelirrojo tirado boca abajo en la orilla pedregosa y helada. Probablemente un borracho del barrio que había perdido el equilibrio. Tom arrastró al hombre a terreno mas seguro y comprobó que le habían dado una paliza, que le habían rasgado la ropa, posiblemente al asaltarle. Tenía la cabeza descubierta y no se veía ningún sombrero cerca.
– ¿Qué ha pasado? -le preguntó Tom aflojándole el cuello de la camisa.
El hombre gimió otra vez, intentando decir una palabra.
– ¡Coche!
– Voy a buscar ayuda.
Antes de que Tom pudiera moverse, el hombre le agarró por el cuello, decidido a hacerse entender. Entre respiraciones entrecortadas y mareos, consiguió comunicar que iba conduciendo su coche cuando vio a una mujer que pedía auxilio con gestos. Se agarraba el tobillo como si le doliera terriblemente. Cuando el hombre se bajó del pescante del conductor y fue hacia ella, la mujer salió corriendo, le quitó el sombrero y saltó al asiento del conductor, haciéndose con las riendas. Él volvió hacia el carruaje, pero la mujer fustigó a los caballos violentamente y le arrolló. Luego, ella descendió y empujó al aturdido hombre hasta la orilla.
Entre el hielo y el barro negro Tom pudo ver que el hombre llevaba el uniforme de los cocheros de alquiler.
– ¿Llevaba a algún pasajero en el coche? -preguntó.
El conductor asintió.
– ¿Quién? ¿Era Charles Dickens?
El conductor tuvo un acceso de tos y escupió sangre.
– ¿Puede levantarse? -al ver que el intento era inútil, Tom puso un brazo alrededor del cuello del hombre, que estaba medio congelado, y el otro debajo de las piernas y lo levantó con un fuerte impulso. Le llevó a la calle.
En ese momento, una berlina pasaba zumbando en dirección al hotel. Tom intentó detenerla con gestos de auxilio, pero el vehículo se inclinó peligrosamente y pasó a velocidad de vértigo, muy por encima del límite permitido de trote lento. Pasó demasiado deprisa para que Tom viera nada más que el sombrero del conductor y observara que no llevaba pasajero alguno. Pero el cochero que Tom sostenía en sus brazos estiró una mano al ver el vehículo.
– Quédese tranquilo, amigo -dijo Tom. Tensando las piernas para llevar su carga un trecho mas por la carretera, Tom encontró al conductor de un carromato que daba de beber a sus dos caballos cubiertos con mantas en un poste de amarre.
– Este hombre necesita ayuda inmediatamente. Llévele a un hospital -ordenó Tom dejando su carga con cuidado. Luego empezó a desatar uno de los caballos del cochero diciendo-: Necesito que me lo preste.
El sorprendido cochero estaba demasiado boquiabierto para oponerse y Tom se subió en el caballo desensillado y lo espoleó para lanzarlo al galope.
No tardó mucho en estar tras los pasos del veloz carruaje que había pasado por su lado. Cuando se puso a la altura de la trasera del vehículo respiró profundamente y saltó del caballo, aferrándose a la capota del vehículo. Descolgando una mano desde el techo del carruaje, Tom dio un volatín, abrió el pestillo y saltó al interior. El carruaje no estaba vacío. Dickens se encontraba en el suelo.
El Jefe estaba tirado, fuera del campo de visión de la ventana. Su cabeza descansaba en una almohada. ¡La almohada robada en el hotel Parker!
Este momento ha sido cuidadosamente planeado.
Allí estaba el bolso de tela de tapicería de Louisa Barton lleno de manojos de páginas manuscritas. Tom sacó la página del título. Un nuevo libro de Job por Charles John Huffam Dickens, se leía en una apretada caligrafía. Además, dentro de la bolsa había zapatillas, rulos, un espejo, brillantina y una cuerda.
– Jefe, soy Tom Branagan. ¿Está usted herido? -susurró Tom sacudiéndole.
– Despacio, despacio, por favor -murmuró Dickens en respuesta.
Tom se dio cuenta de que Dickens no estaba atado ni físicamente inmovilizado. Pero el letargo excesivo que sufría el escritor era el mismo que le asaltaba cada vez que se encontraba en cualquier transporte.
En ese momento, los caballos frenaron bruscamente haciendo que el carruaje se levantara por el aire. Dickens intentó decir algo, pero Tom le indicó con gestos que permaneciera en silencio. El novelista estaba semiinconsciente y confuso; además, Tom no estaba armado pero sabía que Louisa Barton podía estarlo. Si la secuestradora le veía allí podía volverse loca.
El carruaje tenía dos filas de asientos enfrentados y espacio debajo de cada una de ellas para poner el equipaje. Al oír que el conductor se bajaba del pescante, Tom se echó en el suelo y rodó hasta colocarse debajo de uno de los asientos, en el espacio del equipaje. Agarró el bastón de Dickens y lo pegó a su cuerpo donde no podía verse.
– Vamos allá -dijo Louisa teatralmente mientras abría la puerta. Su abundante melena estaba medio embutida en el sombrero que le había robado al conductor, que se quitó y tiró a un lado.
– Jefe, ahora va a tener que despertarse. Necesitará estar animado, animado y lleno de energía como está siempre, para demostrar de lo que es capaz. ¡Esta lectura superará a todas las que ha dado para esos espectadores necios, necios, necios!
Con considerable fuerza, la mujer levantó a Dickens por debajo de los brazos y lo sacó por la puerta lateral. Mientras, Tom rodó hasta el otro lado del carruaje y abrió aquella puerta para poder observarles. Se hallaban bajo la impresionante sombra del Tremont Temple.
La asaltante conducía a Dickens dulcemente hacia el teatro con una mano y sujetaba la navaja de cachas de nácar en la otra. Llevaba puesto un fajín rosa sobre un deslumbrante vestido rojo fuego, con geranios muertos cayendo de la revuelta cabellera.
Tom esperó hasta que hubieron entrado en el teatro y entonces subió las escaleras que llevaban al vestíbulo principal. Conocía el teatro de arriba abajo por las lecturas y sabía que dentro tendría mejores oportunidades de separar a Dickens de la mujer el tiempo suficiente para liberarle. Se planteó la idea de ir a buscar a un policía, pero seguramente se resistirían a creer su historia; en particular que la agresora fuera una mujer de clase alta de la ciudad de Boston llamada Louisa Parr Barton.
Tom entró por la puerta lateral que en otras ocasiones había vigilado para evitar que la gente intentara colarse a las lecturas. Ahora era él quien se colaba. Subió en silencio las escaleras del anfiteatro y se asomó por encima de la barandilla para contemplar la escena. Louisa había colocado a Dickens, que había despertado pero seguía sumido en un estado de confusión, en el estrado, delante del atril. Ella estaba sentada a sus pies en el estrado con su ampuloso vestido ahuecado alrededor, como la imagen fantasmagórica de una niña de colegio. La navaja colgaba en su mano.
Sus intenciones eran tan claras como peregrinas: Dickens iba a tener que hacer una lectura del manuscrito de la mujer. Pobre Jefe. Las arrugas de su cara parecían haberse profundizado desde su llegada a América; sin la iluminación de George y el sombrero de moda elegido por Henry, su cabello desgreñado le caía sobre las mejillas de la cabeza medio calva. Era la sombra de sí mismo.
Dickens hurgó entre los papeles del manuscrito y empezó a leer:
– Mataron a los criados con los filos de sus espadas, yo sólo he escapado para contar a la gente sencilla que Dios ha descendido sobre nuestra ciudad -Louisa parecía en trance escuchando las palabras que salían de la boca de su ídolo.
Tom se asomó ligeramente por encima de la barandilla de hierro. Dejó que Dickens le viera y éste, sin revelar la presencia de Tom, hizo un gesto de asentimiento. Dickens levantó la voz y empezó a leer el extraño y discordante texto de la mujer más alto, permitiendo que Tom bajara las escaleras y recorriera el pasillo lateral del auditorio sin que se le oyera.
Pero llegó un momento en que no podía seguir avanzando sin arriesgarse a ser descubierto. Dickens, que se había dado cuenta del dilema de Tom, dejó de lado las páginas de la mujer y empezó a declamar en un tono ampuloso:
– ¡Déjalo! Hay luz suficiente para lo que tengo que hacer…
¡Era Bill Sikes en la escena del asesinato de Oliver Twist! Dickens apretaba los dientes con furia, transformándose por completo en un asesino salvaje, y miraba directamente a Louisa Barton. Alargaba la mano hacia ella como si fuera a agarrarla de la muñeca.
Ella temblaba con un estremecimiento de temor. Su rostro estaba teñido de un rojo intenso.
– Esta noche te han vigilado, mujer diabólica. ¡Cada palabra que has pronunciado ha sido escuchada!
La dramática interpretación tenía hipnotizada a Louisa y Tom logró desplazarse hasta el costado del estrado sin ser visto. Pudo ver que la mujer apretaba la navaja con tanta fuerza que los nudillos se le habían puesto blancos. Tom podría atacarla por sorpresa entrando en el escenario por el camerino, pero, si tenía que luchar con ella, le preocupaba la proximidad de Dickens al arma que ella empuñaba.
Mientras decidía cuál era su mejor posibilidad, Louisa pareció presentir que algo iba mal. Volvió de golpe la cabeza hacia atrás.
– ¡Vaya, tú! -gritó con violencia, como contagiada del veneno de Bill Sikes. Le atrapó con su hipnótica mirada de odio y cortó el aire con la navaja-. ¡No puedes estar aquí!
Antes de que Tom pudiera moverse, la mujer se levantó de un salto y puso la navaja contra la carne suave del cuello de Dickens.
– ¡Siga leyendo! -le ordenó.
– Cada palabra que has pronunciado… -Dickens repitió tembloroso la amenaza de Sikes.
– Sí, eso es, siga adelante… -le dijo a Dickens y luego se volvió a Tom-. ¡Y tú vete!
Tom, con los ojos clavados en la hoja de la navaja, retrocedió por el pasillo central.
– Ya me voy, señora Barton -dijo Tom-. Mire, me voy.
Entonces se le ocurrió otra idea y se dejó caer en una de las butacas con un sonoro golpe. Tom se acomodó en el asiento y se recostó.
La mujer volvió a desviar la mirada de Dickens a Tom, pero luego, como si decidiera que no quería volver a separarse del escritor, dijo:
– Usted me guarda rencor porque nunca nos hemos llevado bien. ¡De acuerdo, quédese! ¡No entendería lo que está a punto de presenciar!
Tom puso las botas encima del respaldo de la butaca que tenía delante.
– Yo creo que sí.
Entonces se hizo la luz y la mujer abrió la boca de par en par.
– Por eso se ha sentado… ¡Ese asiento es mío!
Tom se hundía más y más en el asiento desde el que ella había presenciado la lectura de Nochebuena, en el que había grabado una serie de palabras sobre Dickens. Espoleada por la ira, la mujer corrió por el pasillo en dirección a él, navaja en ristre.
– ¡Corra, Jefe! ¡Rápido! -gritó Tom a Dickens.
– ¡No! -exclamó Dickens.
– ¡Jefe, corra! -repitió Tom, pero, para su asombro, Dickens no se movió-. ¡Busque a la policía!
Ante su apremio, Dickens afortunadamente pareció reaccionar. Primero lanzó las páginas del manuscrito de Louisa por el aire y luego salió a toda velocidad del teatro.
– ¡No! -gritó ella al ver las hojas de su libro volando en todas direcciones. Tom aprovechó ese momento de distracción para golpearle en la mano con la empuñadura del bastón de Dickens, acertando con el tornillo saliente justamente en los nudillos, donde le produjo un profundo corte. La navaja salió despedida por el aire. Tom retrocedió tambaleándose cuando la mujer sacó una pistola de su bolsillo, pero acto seguido se abalanzó sobre ella y se la arrancó de las manos. Los dos se lanzaron a donde había caído y lucharon por hacerse con ella. Tom tomó impulso con el puño, pero, incluso en la exaltación de la pelea, supo que no era capaz de pegar a una mujer. Ella liberó una de sus manos y estrelló el puño contra su mandíbula una y otra vez con una fuerza sorprendente.
– Hay una actriz -le dijo Tom defendiéndose de los golpes con el brazo. Al mismo tiempo que hablaba no podía evitar tener la sensación de que estaba traicionando al jefe. Inconscientemente, siguió hablando en un susurro-. Hay una joven actriz en Inglaterra de la que el Jefe está enamorado. Por eso se separaron su mujer y él. No por usted.
– ¡No, se lo ha inventado todo! -aulló Louisa.
– Me lo dijo el jefe en persona. Ha venido aquí para ganar dinero suficiente con el que comprarle todo lo que ella quiera… ¡Para comprarle las joyas de la Corona, la Torre de Londres y Buckingham Palace si es lo que ella desea!
– ¡No, ha venido por mí!
Pero las emponzoñadas palabras habían hecho su labor. La cara de la mujer se desfiguró confusa, empezó a sollozar y aflojó las manos. Tom la tomó en sus brazos. Al cabo de un rato Dickens regresó con varios policías y ciudadanos que habían oído su llamada.
Al ver a Dickens de nuevo fue como si la vida regresara a Louisa. Se puso a cantar en voz baja para sí, como una niña pequeña. Con un movimiento inesperado, se separó del abrazo de Tom y se sacó una cuchilla de dentro de un zapato.
– ¡No! -gritó Tom-. ¡Jefe, cuidado! -de un salto se puso delante de Dickens.
Ella se clavó la cuchilla en su propio cuello y comenzó a cortarlo de derecha a izquierda, desplomándose en un charco de su propia sangre.
Uno de los policías salió corriendo a buscar un médico y otro se arrodilló junto a la mujer e intentó contener el terrible corte del cuello con el fajín del vestido. Dickens, que observaba en estado de shock, cayó a su lado y le quitó la cuchilla de la mano. Ella intentaba hablar otra vez, pero sólo regurgitaba sangre. Sus brazos se agitaron desmañadamente hasta que puso una mano sobre las de Dickens, quedando al momento tranquila y quieta.
– Jefe… Nuestro próximo libro… ¿Qué? -dijo arrojando brillantes hilos de sangre que le corrieron por la barbilla, incapaz de seguir.
Dickens se inclinó hacia el oído de la mujer y le susurró algo. Tom no pudo escuchar lo que le dijo pero una sonrisa extraña y cómplice se dibujó en el rostro de Louisa Barton y, mientras la vida se le escapaba, soltó una risita ronca. Dickens, abatido, se retiró y dejó que la policía y el recién llegado doctor se ocuparan de ella.
Tom le preguntó al aturdido Dickens:
– Jefe, ¿qué es lo que le ha dicho?
Dickens casi se arrojó de bruces en brazos de su protector debido al agotamiento y el alivio, apoyando todo el cuerpo en él.
– Eso no tiene importancia. Uno de nuestros demonios ha encontrado la paz, Branagan.
La prensa de Nueva York había decidido organizar una cena en honor del novelista antes de su partida, que se celebraría en el famoso restaurante Delmonico's. Una vez más estaba sufriendo una grave inflamación en el pie derecho (erisipela, de acuerdo con un médico local) y sólo pudo salir a la calle tras la aplicación de unas lociones especiales de las mejores farmacias y de unos dolorosos vendajes, ocultos bajo un calcetín especial de seda negra confeccionado por Henry Scott. Dickens decía apretando los dientes que no quería que los periodistas telegrafiaran a Inglaterra con una relación de sus enfermedades.
– Ha habido puntos de discrepancia, y probablemente siempre los seguirá habiendo, entre los dos grandes pueblos -dijo Dickens después de múltiples brindis a su salud que se hicieron en la mesa-. Pero si sé algo de los ingleses, y me atribuyen saber un poco, si sé algo de mis compatriotas, caballeros, es que el corazón se conmueve con el ondear de sus estrellas y sus barras como no se conmueve con la visión de ninguna otra bandera salvo la suya propia. Me despido de ustedes y les recordaré a menudo como ahora les estoy viendo, tanto junto al fuego de invierno en Gadshill como en el verde verano inglés. En palabras de la Peggotty de Copperfield, «Mi vida futura está al otro lado del mar». Dios les bendiga y que Dios bendiga la tierra en la que les dejo -Dickens hizo una pausa con una lágrima en los ojos- para siempre.
Los doscientos periodistas, habiendo dado ya buena cuenta de su menú literario, compuesto por timbales á la Dickens, agneau farci á la Walter Scott y côtelettes á la Fenimore Cooper, se pusieron de pie y le vitorearon. La orquesta del restaurante interpretó el Dios salve a la Reina.
– Me dan ganas de levantar una estatua a su resistencia, mi estimado Dickens -le dijo Fields en voz baja al autor mientras agitaba una mano y le ayudaba a ponerse en marcha.
– No -dijo el jefe en tono sombrío-, no lo haga. Mejor derribe una de las antiguas.
Después de enterarse de su heroico comportamiento en Boston, Dolby felicitó efusivamente a Tom, casi pidiéndole disculpas por haber dudado de él. Le insistió en que buscara a los cómplices de Louisa.
– No los tenía -aseguró Tom.
– ¡Imposible! Esa damita… -respondió Dolby todavía estupefacto con toda aquella situación.
– Señor Dolby, la obsesión de una mujer resuelta puede ser más peligrosa que diez hombres.
La última noche que pasaron en América Dolby le confió a Tom una preocupación aún sin resolver: las amenazas del recaudador de impuestos que le había asaltado en el hotel. Dolby le pidió a Tom que le ayudara a estar al tanto de cualquier problema.
La advertencia del recaudador, fuera o no una fanfarronada, se le había quedado al representante en la cabeza. Tiene que pagar, le había dicho el agente Pennock, o ustedes, cada uno de ustedes incluido su adorado Boz, se verán encerrados como rehenes antes de que su barco se aleje de la costa. ¿Sobreviviría el novelista, con su frágil salud, a un período de reclusión si llegaba el caso? ¿A un lugar sórdido como la prisión por deudas que había visto soportar a su padre en Marshalsea en su juventud?
– Voy a llevar encima la carta del delegado de la Agencia Tributaria todo el tiempo, por si acaso -dijo Dolby.
– No creo que deba haber ningún problema -respondió Tom.
– Espero que no -dijo Dolby-. Pero parece que hay muchos americanos que prefieren no reconocer la autoridad.
Sólo cuando subieron a bordo del Russia a la mañana siguiente sin ningún incidente, Dolby sonrió por fin por primera vez en lo que parecían haber sido semanas. Los mozos cargaron en el barco no sólo el equipaje, sino los múltiples retratos, ramos de flores, libros, puros y vinos de regalo.
Mientras el barco estaba todavía anclado en el puerto recibiendo a los pasajeros, se sentaron a almorzar un poco de sopa caliente en el salón de a bordo. Pero antes de que hubieran probado el primer bocado, escucharon un alboroto en cubierta. Dolby observó que varios pasajeros señalaban a una lancha de la policía que se dirigía hacia ellos.
Mientras se abría camino escaleras abajo para investigar, Dolby se dio de bruces con dos hombres con trajes oscuros y gorras de piel de foca a bordo, a pesar de que la lancha de la policía todavía no les había alcanzado. Ambos desabotonaron sus chaquetas y mostraron unas placas de latón brillante del Ministerio de Hacienda. Dolby, conteniendo la respiración, sacó la carta de protección del delegado de la Agencia Tributaria.
El agente que le había visitado con anterioridad, Simon Pennock, surgió para hacerse con la carta y leerla. Levantó la mirada lentamente y la clavó en los ojos de Dolby. Luego rompió la carta y pisoteó los fragmentos en el suelo con la punta de su bota.
– Esto es lo que pienso de la carta.
– ¡Señor! -exclamó Dolby-. Ésa es la palabra oficial del jefe de su departamento. ¡Su superior! Él me ha asegurado que ni el señor Dickens ni yo estamos sujetos a impuestos en este país.
Pennock sonrió con una perversa mueca desdeñosa.
– Permítame que aclare la situación para que lo comprendan sus anquilosados cerebros británicos. No nos importa un puñetero bledo la opinión del jefe de nuestro departamento, como usted le llama. Con el presidente bajo la amenaza de la moción de censura, no hay gobierno ni departamento. No hay más que justicia e injusticia y nosotros nos presentamos ante usted como jueces.
– ¡El señor Dickens sería la última persona del mundo en eludir lo que se le exige si fuera justo! -Dolby decidió probar una última técnica-. ¿Es la sangre irlandesa lo que le hace odiar al señor Dickens, señor Pennock?
– No hay ni una sola gota de ella en este cuerpo, señor -dijo el recaudador.
– Entonces ¿por qué nos acosa de esta manera? ¿Es la vil codicia lo que le ha trastornado hasta este punto?
– ¿Quiere usted codicia? -preguntó Pennock-. No mire más allá de su jefe, señor. Que viene aquí en busca de dinero y deificación y no quiere dar nada, ni siquiera amistad, a cambio. ¡Tal vez el señor Dickens debería haber tenido más cuidado a la hora de ser cortés con los ciudadanos de este país!
– ¿Cortés? Ese hombre ha agotado sus energías, se ha puesto enfermo p-p-p… -Dolby luchaba con las palabras-, por aportar alegría a los americanos. ¿Q-q-qué quiere decir con eso?
– ¡Pare su lengua si es demasiado servil para hablar, Dolby! Mi querido hermano es un respetado caballero de Boston, uno de los venerables concejales de la ciudad. Lleva veinte años leyendo todos los libros del señor Dickens. Sin embargo, cuando dejó su tarjeta en el hotel Parker House con una carta de presentación tras la llegada del señor Dickens, la respuesta que obtuvo fue una nota en la que declinaba (ni siquiera de su puño y letra, qué va, no tenía tiempo para eso), porque su sultán estaba demasiado ocupado descansando. ¡Yo no llamaría cortesía a eso! ¡Yo lo llamo insulto! ¡Que su Boz beba ahora los amargos posos de la copa que sirve a los demás! -con esto, conminó a sus hombres a subir las escaleras.
– ¡Alto! -dijo a los dos hombres Tom, que entraba por arriba-. Expongan sus intenciones.
– ¡Posiblemente nada que a ti te importe, irlandés! -dijo el que tenía más aspecto de matón.
– Quieren arrestarnos al señor Dickens y a mí -le informó un tembloroso Dolby a Tom.
Tom, sin dudarlo, se plantó delante de Dolby y se dirigió a los hombres de Hacienda.
– Llévenme a mí en su lugar y dejen que ellos se vayan. Yo me quedaré aquí hasta que se aclaren las cosas.
El agente con pinta de matón empujó con fuerza a Tom en el pecho haciéndole perder el equilibrio. Agarrándose a la barandilla en el último momento, evitó partirse el cráneo.
Pennock sacó una pistola del bolsillo.
– Nos vamos a ocupar de Dolby primero y de Dickens después.
No había escapatoria posible; aquellos agentes sin escrúpulos iban en serio. De repente se escucharon detrás de Dolby los pasos sonoros de unas botas pesadas. Cuatro detectives de la lancha de policía, que acababa de llegar, aparecieron con las chaquetas también desabrochadas para exhibir sus placas. Rodearon a Dolby y exigieron saber qué querían los cobradores de impuestos.
– ¡Hola! Somos del Ministerio de Hacienda -respondió uno de los inspectores.
– ¿Ministerio de Hacienda? Demasiado tarde. La policía de Nueva York está aquí y nosotros les detenemos a los dos por lo que deben a la ciudad de Nueva York -dos de los detectives agarraron a Dolby del brazo. Otro retuvo a Tom Branagan. Mientras se formaba un griterío confuso por cuál de las detenciones tenía prioridad sobre la otra, sonó por encima de las voces la campana que avisaba a aquellos que debían regresar a la orilla que abordaran el ferry.
– Tenemos la lancha de la policía a un lado del barco -dijo uno de los detectives-. Puesto que, según parece, subieron a bordo en el muelle, yo de ustedes desembarcaría con los demás antes de que no tengan quien los lleve a tierra; a no ser, amigos, que quieran conocer Liverpool a fondo.
Pennock y sus frustrados agentes se rindieron y, tras regresar a toda prisa a la cubierta, abordaron el último ferry que se llevaba a los visitantes y criados de los pasajeros. Cuando se fueron, los detectives hablaron entre ellos:
– ¿Les ponemos los grilletes ahora mismo o en la lancha?
– Primero vamos a acorralar a Dickens para que no escape.
– Entonces, prepara la porra.
– ¡Imaginad! ¡El partido que le habrían sacado los chicos de la prensa si ven al Inimitable Dickens encadenado!
De repente, los cuatro hombres rompieron a reír. Dolby, sorprendido por este cambio de actitud, se quedó mirándoles asombrado.
Uno de los detectives se quitó la gorra y sonrió.
– Lo sentimos mucho, señor. Nuestro jefe de policía es un gran admirador de su señor Dickens. Cuando se enteró del plan del recaudador de impuestos, nos envió para que les espantáramos. Ahora será mejor que regresemos a nuestra lancha y les dejemos que continúen su viaje. Pero ¿tal vez el querido Boz sea tan amable de proporcionarnos un par de autógrafos para nuestro jefe?
Dolby y Tom se miraron sin salir de su asombro. Antes de que volvieran a la lancha policial, los agentes llevaban los brazos cargados de autógrafos. Los cañones de un remolcador cercano dispararon una salva de despedida. Después de interminables vítores y adioses desde el ferry y desde la orilla, Dickens, de pie junto a la barandilla, puso su sombrero en la empuñadura del bastón y, levantándolo por el aire, saludó a la multitud.
Tom permaneció muy cerca de él en la cubierta, por si acaso le fallaba el equilibrio. Desde su privilegiado punto de vista, pudo ver que a Dickens se le llenaban los ojos de lágrimas.
– Puede que vuelva usted a América alguna vez, Jefe -sugirió Tom.
– Probablemente -convino Dickens-. No obstante, tal vez ya haya dejado demasiado de mí en esta tierra.